La Niña de Luzmela by Concha Espina - HTML preview

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La muchacha, horrorizada, iba a pedir socorro, cuando se sintió halagaday besada con besos húmedos y repugnantes.

La bruja, lagotera y melosa, contaba, lloriqueando:

—Le han dicho a don Rodrigo mal de nosotros, hija mía; defiéndenos túque eres una santa…, sálvanos de este disgusto tan grande…. Ya vesmi situación…: sin dinero, con un hijo a las puertas de la muerte….

Y besa que te besa, le ponía a Carmencita la cara hecha una compasión,entre gotas de llanto y rezumos de baba.

Limpiándose las mejillas con su pañuelo, fuése la muchacha a la sala,llena de zozobra, detrás de doña Rebeca.

Muy urbano y sereno, don Rodrigo la cometió a un interrogatorio prolijoy grave acerca del trato que recibía y de si convivía gratamente conaquellos señores. Y Carmen, en medio de sus angustias, fué hábil yprudente para mentir poco y disculpar a la gente de la casona, viniendoa declarar, en suma, que era su voluntad seguir viviendo con aquellafamilia.

Satisfecho el hidalgo, muy correcto y galante, dijo que la señora debíadisimular lo desagradable de su visita, pero que era su deber velar poraquella niña y que se congratulaba de que fuesen infundadas lasacusaciones que se le habían hecho…. Tal vez un exceso desolicitud…, o alguna mala interpretación, había dado lugar a aquel«incidente», que él lamentaba…. La señora perdonaría….

Y como si tuviera mucha prisa, se despidió y repicó otra vezdelicadamente sus botas por el pasillo.

Salió entonces Narcisa de un escondite con su librote debajo del brazo yen la boca un surtidor de insolencias.

Se encaró con su madre para decirle:

—Todo esto es obra del medicucho ese, de acuerdo con la santita…. ¿Note dije que aquella conferencia que tuvieron los dos la otra tardetraería cola?… Todavía vamos a ver aquí una boda entre hermanos….¡Qué escandalosos!

La señora, atajándola, interrumpió:

—«Tu prima» se ha portado muy bien en esta ocasión…. No consiento quela faltes.

Y almibarada y ponderativa, tornó a regalar a Carmen con caricias yfrases de gratitud.

En seguida salió de la sala, no ya con su paso saltarín de todos losdías, sino con una carrera liviana y veloz, una especie de trotecillofantástico.

Narcisa hizo también

mutis

, como en las comedias, por una puertalateral, con su novela en la mano y en la sonrisa ática una despectivaexpresión.

Quedóse Carmen sola, sentada en el sofá de terciopelo carmesí, muy fofoy deslucido. Sobre la blancura agria de la cal destacaban en las paredesunas láminas cromadas, con marcos de madera un poco apolillados.

Enlontananza una consola sostenía sendos fanales colmados de flores detrapo, incoloras y deformes. El tillo sin un solo tapiz, combado ylustroso, daba una impresión de frío y ancianidad, como de espaldainclinada y desnuda en un viejo achacoso. Algunas sillas, compañerasdel sofá, se replegaban contra los muros con vergonzosa timidez.

Hundida en su asiento, la niña de Luzmela posaba una mirada átona yerrante sobre la tristeza helada del salón enorme, y oyó vagamentealzarse en el silencio sepulcral de la casa un tarareo gangoso seguidode una escala vocal rota y aceda.

Carmen pensó: doña Rebeca canta y corre y se ríe…. ¡Lo mismo que elpadrino!…

Y cerró los ojos, cansados de mirar realidades y visiones detragedia….

Entretanto, Salvador, que esperaba a don Rodrigo a la salida del pueblo,escuchaba con desesperación las terminantes explicaciones del caballero,que, un poco impertinente y sagaz, comentariaba su visita insinuando:

—Acaso usted juzga con animosidad a la señora…, acaso siente ustedpor la señorita un interés excesivo….

Y siguió el coche su camino, tras una afable despedida del caballero,que volvía a encerrarse en su empinado y estrecho valle del Nidal….

En medio de la senda, bajo la luz lívida del atardecer, Salvador,desorientado, inconsolable, murmuraba:

—Padece ella también la terrible psicastenia hereditaria…; esneurópata, con la monomanía del martirio…; está loca…, loca deremate…. ¿Y no la podré salvar?

IV

Subía enero su cuesta invernal, desbordado en inclemencias, con losvientos desmelenados y las aguas roncas y turbias, borbollantes, fuerade sus cauces rotos… Subía, espantoso y fiero, con una nube torva enla frente y las recias abarcas chocleando sobre los lodazales delcamino.

En la casona, enero reinaba exterminador, silbando por las innúmerasrendijas de las ventanas; y en la cocina, enorme y abandonada, entrabapor la bocaza bruna de la chimenea y se complacía en apagar el rescoldomezquino del llar, casi cegado por un montón de helada ceniza.

Ya en aquel fogón descascarado no se guisaba en profundas cacerolas nise trasteaba en continuo ajetreo.

No había más que una sirviente inútilcon quien doña Rebeca reñía de la mañana a la noche; escaseaban lasviandas, y apenas si unas ascuas rusientes daban allí una idea remota dehogar.

El cuarto de Carmencita era un páramo. Los escasos muebles parecíanperdidos a la sombra de las paredes, en una línea confusa como dehorizonte. Por los cristales agujereados entraba el soplo gélido de loshuracanes, y la colcha rameada de la camita temblaba estremecida poraquellas ráfagas yertas, que adquirían voz de sortilegio y de amenaza.

Algunos lamentos de aquella voz siniestra, llegándose al rincón del NiñoJesús, le henchían la túnica, deshilachada y sin aliño, y le hacíanbalancearse sobre la rústica peana como en un pánico acunamiento deterremoto. El techo de cal, reblandecido en húmedas manchas, dejabafiltrar al aposento las gotas de la lluvia, recogidas en el suelo sobrealgunos cacharros sin nombre ni forma, ollas extrañas y panzudas decentenaria fecha.

Aquel lento gotear de enero dentro del cuarto tenía un son de quejido yde miseria que laceraba el corazón….

Todo era tedio y dolor en la casona.

Doña Rebeca rebuscaba en armarios, bargueños y arcaces algunos papelesescritos y sellados que parecían importarle mucho. Abría legajos,escudriñaba carpetas, y todo lo revolvía y desparramaba fuera de susitio.

Estas maniobras las acompañaba de paseítos menudos, adagios ymurmuraciones. A intervalos reñía con la criada, y otras veces seevaporaba, como por arte de duendería.

Narcisa se había llevado a su aposento las alfombras de la sala y unbrasero de cobre, donde, con insolente egoísmo, acaparaba toda la leñacombusta del hogar para confortarse y satisfacerse. Había hechoprovisión abundante de novelas terribles, y leía a la sazón, contenacidad salvaje, una con santos

de colores y un título que decía:

La Condesa ensagrentada….

Allí se hacía servir la comida, y, ceñuday brava, apenas salía de su escondrijo. Un despecho picante y rabioso lemordía el corazón, viendo quebrarse en añicos sus ilusiones de boda conSalvador, y viendo cómo el médico alimentaba, con crecientesdemostraciones, el interés que siempre le había inspirado la niña deLuzmela.

Carmen compartía sus horas densas y amargas entre las cavilacionesincoherentes en su cuarto y las calladas esperas a los pies de la camade Julio.

La primera vez que entró a verle fué una tarde en que el enfermo seestuvo desgañitando en un clamor de angustia: «¡Agua…, agua!», como situviera las entrañas adurentes y en el pecho lamentable un volcánenceso.

Todo callaba en torno a la voz implorante, que llegó a hacerse desmayaday balbuciente como la de un niño.

Doña Rebeca y Narcisa se habían sumido en una de sus frecuentesdesapariciones, y la criada tampoco aparecía por ninguna parte.

Entonces Carmencita entró tímidamente en el aposento del mozo, llevandoen la mano un vaso de agua de piedad.

La miró Julio, pasmado en medio de un quejido, y bajando los ojos, desdelos serenos de la niña hasta la limosna refrigerante del agua, bebióansioso y dejó de quejarse.

Carmen, llena de misericordia, se sentó callandito cerca de la cama, yallí se estuvo con las manos cruzadas sobre el regazo, con una blandaactitud de meditación y de tristeza….

El enfermo, de tarde en tarde, abría los ojos para mirarla sin encono ysin perfidia, como nunca la había mirado; y desde aquel día Carmen lecuidaba dulcemente, y le hablaba algunas breves frases consoladoras.

Él,para contestarla, parecía como si hiciese un esfuerzo, tratando deadulcir la amargura de su voz, y ya nunca volvió a aojarla con expresiónsatánica de maleficio. Cuando le acometían las crisis tremendas detemblores y ayes, Carmen rezaba suavemente, con el bello semblantecompungido, y sobre las palabras impías del enfermo tendían susplegarias un callado vuelo de tórtola, que parecía purificar aquelpesado ambiente de dolor y de terror….

Había caído la niña de Luzmela en una languidez insana y penosa.

Todo su cuerpo apabilado se desmadejaba en trágico abandono. En sus ojosdivinos ya no lucían ensueños ni ilusiones, ni en sus labios habíasonrisas gloriosas, ni aleteaba en su pensamiento el ave azul de laesperanza.

Se habían apagado todas las luminarias que la diosa juventud encendiótriunfante en su corazón enamorado; habían enmudecido para ella todaslas promesas del porvenir y se le habían cerrado todos los horizontes desol, todos los caminos de rosas….

De aquel libro pequeño, que le dió condolido el padre cura, tomaba todoslos días unas palabras y trataba de hacerse con ellas una vida humilde,llena de evangélica conformidad; pero aquel esfuerzo la dejaba siemprela boca amarga y el alma trémula, y la voz y los ojos llenos delágrimas.

Toda estaba envuelta en una melancolía fatal, en una indiferenciamorbosa que la iba consumiendo.

Su belleza tomaba un aspecto de ocaso prematuro que inspiraba compasión.

Abandonado el esmero de su persona, inerte, con una atonía enfermiza vdolorosa, parecía una planta afotista sin flores ni galas.

Y en medio de aquella languidez espiritual y de aquella debilidadfísica, el deseo de ser santa ardía en su corazón con encendimientotenaz, atormentándole con la punzada hiriente de una idea fija.

Era aquella la única luz que, con parpadeo vacilante, brillaba en suexistencia.

V

Pasó un mes lento y sordo, a media luz, con las nubes a ras de latierra, y llegó marzo alzando un poco la frente sobre las montañasgigantes que ensombrecían la vega.

Cuando marzo llegó, el enfermo de la casona se estaba muriendo. Elmédico que le asistía solicitaba «una consulta» con acento augural, ydoña Rebeca había llamado a Salvador pensando: éste no me cobra nada….

Entró el señor de Luzmela en el cuarto de Julio, con el alma abierta, unalma que rondaba en infatigable guardia de honor en torno a la niñatriste de los ojos garzos. Ella estaba allí, tímida y culpada, ante lamirada elocuente de su amigo. Delante de él se abrían en el corazón deCarmen todas las grietas profundas del dolor, porque aquel corazónatormentado pedía paz y calma y suspiraba por descansar en otro corazónblando y generoso; pero cada día una nueva meditación religiosa traíasobre aquellas ansias su mandato austero y rígido, helado como lossoplos invernales que gemían en la casona al través de todas lasrendijas de los muros y de las puertas. Y al sentirse empujada aldescanso y a la dulzura, Carmen subía su sacrificada voluntad a laexcelsitud del propósito encendido en su alma, y sus labios, plegados enmuda queja, musitaban:—Quiero ser santa…, quiero serlo.

La miraba Salvador aquella tarde sin reproches ni desvíos, adivinandotoda la tormenta ruda y callada de aquel inocente espíritu. Unacompasión inmensa le dolía en el corazón y le ponía en los ojos unfulgor ardiente de ternura.

Todo el aspecto de la muchacha era una viva lamentación de pena y detrabajo; el médico veía con espanto que Carmen finaba lentamente, en unprofundo descuido de la vida.

Nada se dijeron al verse en el cuarto de Julio; se buscaron los ojos, yella bajó los suyos, cobarde y sobrecogida.

Después de examinar al enfermo, salieron los dos médicos a conferenciara la sala; hablaron de «salicidad»

y de «patomanía» y se condolieron,con un poco de amargo desdén, del temperamento proclive y relajado deaquella familia…. En el comedor les esperaba doña Rebeca, y entoncesCarmen se acercó a Salvador como aguardando algunas palabras amistosas.Pero él sabía que, al hablarla, le iba a temblar mucho la voz, y sequedó callado y contemplativo, rimando, en una mirada codiciosa ycompasiva, todo el poema desesperanzado de sus amores.

Ella, por quebrar aquel silencio triste entre los dos, le dijo:

—¿Se muere Julio?

Respondió él únicamente:

—Sí….

—¿Y de qué se muere?

Pensativo y como lastimado por aquel interés de la muchacha hacia elenfermo, Salvador repuso entre dientes:

—De… perversidad.

Carmen bajó hacia el suelo los párpados, cargados con la sombra divinade las pestañas, y murmuró:

—¡Pobre!…

Se quedó luego suspensa, sin alzar los ojos ni la voz, con los brazoscaídos. Parecía más alta, y, en la luz muriente de la tarde, daba unanota de emoción dulcísima, una delicada nota de sentimiento pasional….

Doña Rebeca, con mucho aparato de sollozos, se enteraba del próximo finde su hijo y pensaba con terror en los gastos del entierro.

Ya los médicos se despedían, andando despacito con la señora a lo largodel corredor, cuando Salvador, vuelto hacia Carmen, que se quedaba sola,le dijo:

—No sentirías tanto mi muerte como la de Julio….

—¡Tu muerte!—exclamó ella.

Pero Salvador ya se alejaba, sin aguardar contestación, y Carmen sevolvió al lado del moribundo, pensando en su amigo con agitaciónextraña, con vago arrepentimiento, mientras que doña Rebeca y su hija seoscurecían hacia un rincón, en amarga disputa….

Ya la muerte había llegado a la alcoba de Julio y se había aposentadoencima de la cama. Estaba sola con su víctima, y Carmen la saludó muycortésmente haciéndose sobre las sienes la señal de la cruz.

Aunque la niña no conocía a la vieja de la guadaña, al punto que entróen el aposento «la sintió» y dijo:

—Ya está aquí.

No creyó ella que llegase tan pronto, y pensó, un momento, en avisar ala familia del agonizante; pero en seguida se acogió a la dulce idea deprocurar que fuese apacible aquella última hora del infeliz peregrino, yque no le amedrentasen los gritos desatinados de las señoras de la casa.

Quedóse mirando con respeto la figura triste de aquel hombre, detenidopor la muerte en la más lozana senda de la vida, y recordó una elocuenteoración de su libro que rezaba:

-«¡Oh, día clarísimo de la eternidad que no le oscurece la noche, sinoque siempre le alumbra la suma verdad; día siempre alegre, siempreseguro y sin mudanza!… ¡Oh, si ya amaneciese este día y se acabasentodas estas cosas temporales!…»

Carmen se sumergió en la mística contemplación de

aquel día

y lepareció que se le iba acercando con una amaneciente claridad, espesa yhúmeda como vaho de lágrimas. Sintió un dolor lancinante en el corazón yotro en la cabeza, y pensó: ¿también yo tendré, como el padrino, rotauna cosa en la frente y otra en el pecho?…

Las escenas lejanas de la muerte del de Luzmela se le aparecieron en unaconfusión tenebrosa, y se quedó

«mirándolas» con los ojos abiertos yparados sobre la vidriera plegada del balcón.

Creyó sentir entonces que una cosa dura golpeaba los cristales consiniestro aleteo…. ¿Si sería la nétigua

?

Se acercó a observar, andando de puntillas con infantil sigilo. No erala nétigua

.

Sobre las nubes grises ningún ave tendía las alas.

Había una infinita melancolía de desierto en la mansedumbre apacible delatardecer.

Se apagaba el día en una quietud, en una soledad como de tumba sinflores ni plegarias.

El cielo, bajo, inmóvil, deslucido, daba la impresión indecisa de unalma sin anhelos, de un corazón sin latidos.

Y encima de un cristal, un listón desprendido de la cornisa golpeabalento cuando le estremecía, al pasar, una brisa sin rumores que bajabade la montaña….

Carmen, suspirando, se sentó en el borde del lecho al lado de «laintrusa», y se puso a rezar por el alma del agonizante.

Ya Julio no se quejaba. Había caído en prolongado estado comatoso, yrígido, yerto, se acercaba al día siempre seguro y sin mudanza

de laeternidad.

Moría sin fatiga ni dolor, como en un dulce descanso de aquellaenfermedad misteriosa y horrible que había sido toda ella un estertorviolento y una fatal agonía. Tenía los ojos entoldados por la nubefatídica del

no ser

, y la boca seca y dura, abierta en una muecadesgarrante. El delirio espantoso que padeció en los últimos díasimpidió que se le administrasen los Sacramentos, salvaguardia de lassagradas promesas de salvación. Un sacerdote había llegado aquella tardecon los Santos Oleos, y luego de haber ungido al moribundo, se habíamarchado entristecido de no poder decirle cosa alguna a la pobre almaviajera.

Sólo Carmen hablaba con la fugitiva en un coloquio de férvidacompasión. Le decía, sin voz, en secreto de inefable gracia: ¿Por quéhas dado tantos gritos malos, alma de Julio?… ¿Por qué has dichotantos pecados y tantas palabras feas?… ¿Por qué te has asomado amirarme con odio, y por qué me has amenazado y me has perseguido?…¿Por qué, di, maltrataste a mi Niño Jesús aquella noche?…

Todavía iba a preguntar ¿por qué te reiste como un demonio cuando Fernando me engañó?

Pero sin hacer aquella última interrogación se levantó solícita yatenta, porque había crujido la hoja del jergón bajo el cuerpo trémulodel agonizante.

Carmen, poseída de piedad, comenzó a decirle con su voz hialina, comosusurro de arroyo:

—Yo te perdono, Julio; yo tengo mucha lástima de ti…; yo tequiero…; y Dios también te quiere y te perdona…; no te mueras conrencor ni con maldad…; reza…, reza el nombre de Jesús…; ya amanecetu día, Julio….

Tembló otra vez la cama, y dos gotas de turbio cristal rodaron por lasmejillas lívidas de Julio. Sus labios de cirio se contrajeron con unapostrera desgarradura, y Carmencita, inclinándose sobre aquelladespedida suprema, le besó en la frente con una caricia sedosa y pura,llena de celestial encanto….

Cayó en la habitación el manto de la noche sin estrellas ni luna, y ellistón desprendido de la cornisa golpeó en el cristal con lentosoniquete….

VI

En el palacio de Luzmela anidaban el dolor y la zozobra, en ayuntamientoinfeliz.

Salvador, incapaz de contener por más tiempo en su corazón la marejadaviva de sus tormentos amorosos, se los había confiado a la anciana Rita,en una buena hora de alivio y descanso, llevado a la intimidad,blandamente, por el afecto y confianza que le inspiraba la excelentemujer, y por el agobio violento de su carga de pesares.

Después de la confidencia, se quedó Rita llena de inquietud y de pena.

Movía la cabeza de arriba a abajo con una expresiva manifestación de asombro desconsolado, como diciendo:—¡Válgame Dios!… ¡Válgame Dios!…

Mientras tanto el médico se paseaba, con los brazos cruzados sobre elpecho y los ojos errantes en las pálidas flores de la alfombra….

Tardó Rita en ordenar sus pensamientos, que saltarines y revoltosos,iban de aquí para allá lastimando el cerebro fatigado de la pobre vieja.Hizo un gran esfuerzo para arreglar aquel barullo mortificante de ideasdesmandadas, y fué colocando cada cosa en su sitio dentro de su cabeza,con toda la serenidad posible, diciéndose a la vez: «De modo que elseñorito quiere a la señorita para casarse con ella;

que la niña no lequiere a él y está empeñada en hacerse santa y mártir en la casona,sufriendo a los mismísimos diablos… y que además se muere porque estácomalida y allí no tiene tresno

ni cosa que lo valga….»

Y, en alta voz, mirando compasiva al abstraído paseante, inquirió:

—Y don Rodrigo, el del Nidal, ¿no tiene poderío para terciar entreusted y la niña y hacerla salir de aquella cueva de lobos?

Rompió su caminata Salvador y se dejó caer, fatigado, en una silla, pararesponder:

—Ya acudí a don Rodrigo y estuvo en Rucanto; pero Carmen no quisodecir la verdad; ciega en la manía de sufrir, disimuló el martirio quepadece en términos de engañar a su tutor; él es algo indiferente, no legusta mucho molestarse, y se alegró de poder volverse a casa muytranquilo, sin más diligencias…. ¡Todo el mal está en que Carmen no mequiere!

Y estas últimas palabras temblaron en el silencio del salón saturadas detristeza.

Anhelaba Rita consolarle…. ¡Le tenía tan en el alma! Cariciosa, ledijo:

—La niña le quiere…; hablóme de usted, poco hace, con mucha ley…;pero para quererle como cortejo tendrá algún reparo…. ¡Como se hadicho que si usted y ella eran hijos del señor!…

El médico, conmovido por súbita esperanza, con inseguro acento murmuró:

—Pero ella sabe que no somos hermanos….

Y se quedó seducido por la magia de una ilusión confusa, pensando: ¡Si Carmen me fuera esquiva sólo por ese temor!…

Después, como hablándose a sí mismo, fué diciendo:

—Ese libro que le dió el padre cura la confunde.

—Sí—dijo Rita—; es un libruco pequeño…. ¿Verdad?… También a mí«me le sacó» y me relató en él unas cosas muy apuradas «de comer y beberlloros»…. ¡Válgame Dios!…

—El libro es hermoso…, un magnífico libro, Rita; pero ella está muydébil y enferma para una medicina tan amarga, y toma del libro, cadadía, lo que tiene más de cauterio y revulsivo para curar los males enalmas fuertes y viriles…. Así se pone peor…, así se está matando….

—¿Pero está

picada

del pecho, señorito?

—Picada está de locura….

Y Salvador, alzándose de la silla, volvió a cruzar el salón al compás desus cavilaciones, mientras Rita suspiraba al son de las suyas….

VII

Aprovechó el médico la ocasión de haber sido llamado a la cabecera deJulio para menudear sus visitas a Rucanto, y doña Rebeca le recibía muyamable.

Narcisa, en cambio, le ponía una cara feroz y le zahería con irónicasfrases, que alcanzaban con su acritud a la niña de Luzmela.

Pasaba Salvador grandes fatigas en aquellas ocasiones; pero lassoportaba con resignación y hasta con alegría, compensado por elincomparable placer de hablar a Carmen y de mirarla.

Había tratado de averiguar si en la casona se tenían noticias deFernando, temiendo que la voluntad tornadiza del marino le hubierainducido a volver el pensamiento al punto donde, con rara liberalidad,dejó quietas sus últimas tentaciones de amor. Pero, con gozo, vino aconvencerse de que el ambulario mozo se había sumido de nuevo en laaventura de su vida errante, sin dejar en el camino otra huella que laque deja un ave en el espacio con sus alas, o en el mar una onda con susespumas…. Tampoco de Andrés había en Rucanto más que remotas nuevas enaquella temporada. Se le había visto en el alto puerto de Cumbrales, enmontaraz vagancia con los pastores, y luego decían que «se habíacorrido» hacia Reinosa, con una cuadrilla de gitanos.

Cobró con esto Salvador un asomo de tranquilidad y un respiro en elanhelo con que llegaba a la casona, siempre que a ello se atrevía.

Una de aquellas tardes que fué, encontró sola a Carmencita, y apenas sesaludaron, le preguntó Salvador:

—¿Todavía lees aquel libro que te hace desvariar?

Ella dijo, con su voz de melodía triste:

—Todavía….

—Pues yo voy a traerte otro libro santo muy alegre, con tapas azules yletras de oro, si me prometes que leerás en él un poco todos los días.

—Si dices que es santo….

—Ya lo creo; es el Evangelio…, ¡figúrate!

—Tráemele pronto….

—Mañana.

Se quedaron callados, mirándose. Ella tenía un destello de curiosidad enlos garzos ojos entristecidos. Él, con los suyos, le estaba diciendo undelirante discurso inflamado y sumiso. De pronto, la niña se le acercóconfidencial, con una íntima confianza rota por ella entre los dos,tiempo hacía, y le dijo:

—¿No sabes que la pobre doña Rebeca no tiene ni un céntimo?… Ahora,conmigo, es mucho mejor que antes….

Salvador, precipitadamente, interrogó:

—¿Quieres tú dinero?

Ruborizada, torpe, confesó:

—Quisiera tener un poco para dárselo.

—¿Pero tú no necesitas nada para ti?

—Para mí no.

—Yo veo que te hacen falta muchas cosas, Carmen.

Ella repitió con desaliento:

—Ninguna cosa me hace falta….

Ya Salvador tenía en las manos su cartera, y tomando algunos billetesque contenía, los puso sobre el regazo de la muchacha.

—Yo te daré—le dijo con ardor—todo lo que necesites…, todo lo quequieras…, todo lo que tengo….

Ella, al mirarle, todavía encendida y confusa, le contestó:

—Gracias…; ¡eres tan bueno!…

—¿No sabes que lo mío todo es tuyo?

Se sonrió Carmen preguntando:

—¿Por qué ha de ser eso?

—Porque Dios lo ha querido así…, y si yo tenía algo que era míoúnicamente…, ya te lo di hace tiempo; te lo di en absoluto, parasiempre, y me he quedado sin nada…. ¡Si tú quisieras!…

—¿Qué?—preguntó la niña.

Y entró Narcisa como un huracán, vociferando:

—Mamá está un poco mala, y yo no puedo estarme aquí llevándoles austedes la cesta…. Con que….

Carmen y Salvador se pusieron en pie, sobrecogidos, y los billetes quela muchacha tenía sobre el regazo cayeron desparramados por el suelo.

—¿Qué es eso?—preguntó colérica la de la casona, con el gozo cruel dehaber descubierto una intriga tenebrosa.

—Esto es… nada que a usted le importe—contestó el médico, alterado.

Y Carmen, atolondrada, se quedó quieta y muda.

—Esta casa—increpó entonces Narcisa, como un basilisco—no se haprestado nunca a… porquerías…. Ya está usted aquí de más, señor deFernández….

Y se acercó a él tratando de cogerle por un brazo.

Hizo Salvador un movimiento de repugnancia como si se le aproximara unreptil, la midió con mirada despreciativa y colérica y salió de la salamuy altivo, sonriéndose, con una audacia nueva en él, tan provocativa,que Narcisa le persiguió diciéndole desvergüenzas, extinguido ya elresto de pudor que hasta aquel día la contuvo en su tentación deinsultarle a la cara.

Y Carmen recogiendo del suelo los billetes, fuése a llevárselos a doña Rebeca, que de cierto parecía que andaba algo malucha.

VIII

Abril florecía. Tenían sus auroras nuevas un pálido rosicler deesperanza; gentileaban las margaritas en las praderas, blanqueándolascon remedos de nieve; habían nacido muchas mariposas, y en los nidosrecientes las hembras padecían la fiebre dulce y santa de laprocreación….

Todo el valle se henchía en gestación potente, y ya el alba de una vidade milagro y de gloria vestía de flores los espinos y les ungía deperfumes…. Espejándose en el valle fecundizado, el corazón de la niñade Luzmela se dilataba también en un inconsciente afán deflorecimiento, con barrunto de brotes y bella nostalgia de capullos. Losdiez y ocho años de Carmencita pedían lo suyo, aun en el apagadolenguaje de un cuerpo abatido y un alma heri

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