clamores
triviales
de
su
admiración...
¡Delicioso!...¡pintoresco!... ¡Qué mezcolanza... oh! ¡la pluma de Jorge Sand... elpincel de Salvator Rosa!... Todo esto iba acompañado de enérgicosgestos, que parecían arrebatar sucesivamente á estos dos grandesartistas los instrumentos de su genio. En fin se calmó, y se hizomostrar el paso peligroso donde Mervyn estuvo á punto de perecer. Laseñorita Margarita contó de nuevo la aventura, observando la mismadiscreción en cuanto á la parte que había tenido yo en el desenlace,hasta insistió con una especie de crueldad, relativamente para mí, sobrelos talentos, el valor y la presencia de ánimo que su perro habíadesplegado en aquella heroica circunstancia. Suponía, al parecer, que elservicio que había tenido la dicha de prestarle, habría hecho subir á micerebro algunos humos de presunción que era urgente destruir.
Habiendo la señorita Helouin y la señora Aubry manifestado un vivo deseode ver renovarse las tan ponderadas hazañas de Mervyn, la joven llamó alterranova y lanzó como el día anterior su pañuelo á la corriente delrío, pero á esta señal el valiente Mervyn, en lugar de precipitarse allago, tomó la carrera á lo largo de la ribera yendo y viniendo, con airediligente, ladrando con furor, agitando la cola, dando en fin, milpruebas de un poderoso
interés,
pero
al
mismo
tiempo
de
una
excelentememoria. Decididamente la razón domina el corazón de este animal. Envano la señorita Margarita, irritada y confusa, empleó sucesivamente lascaricias y las amenazas para vencer la obstinación de su favorito; nadapudo decidir al inteligente animal á confiar de nuevo su preciosa vida áaquellas terribles ondas. Después de tan pomposos anuncios, laobstinada prudencia del intrépido Mervyn, tenía en realidad algo deridículo; á mi parecer, tenía yo más que nadie el derecho de reirme y notuve escrúpulo en hacerlo. Además, la hilaridad fué general muy luego, yla señorita Margarita acabó por tomar parte en ella, aunque muydébilmente.
—Después de todo—dijo,—he perdido otro pañuelo.
El pañuelo arrastrado por el movimiento constante del remolino, habíaido naturalmente á enredarse en las ramas del fatal matorral, á unacorta distancia de la opuesta ribera.
—Fíe en mí, señorita—exclamó el señor de Bevallan.—En diez minutostendrá usted su pañuelo, ó no seré quién soy.
Me pareció que la señorita Margarita al oir esta declaración magnánima,me lanzaba á hurtadillas una expresiva mirada, como para decirme:—¡Veaque á mi alrededor no es tan raro el sacrificio! Luego respondió alseñor de Bevallan:—¡Por Dios, no haga locuras, el agua es muy profunda!Hay un verdadero peligro.
—Eso me es absolutamente indiferente—contestó el señor de Bevallan.
—Dígame, Alain, ¿tiene usted un cuchillo?
—¿Un cuchillo?—repitió la señorita Margarita con el acento de lasorpresa.
—Sí, déjeme, déjeme hacer.
—¿Pero qué pretende usted hacer con un cuchillo?
—Pretendo cortar una rama—dijo el señor de Bevallan.
La joven lo miró fíjamente.
—Creía—murmuró—que iba usted á echarse á nado.
—¡A nado!—dijo el señor de Bevallan;—permítame, señorita... en primerlugar no estoy en traje de natación...
además, le confesaré que no sénadar.
—Si no sabe usted nadar—replicó la joven, con un tono seco,—importamuy poco que esté ó no esté en traje de natación.
—Es una observación muy justa—dijo el señor de Bevallan, con unafestiva tranquilidad;—pero usted no tiene interés particular en que yome ahogue, ¿no es así? Quiere usted su pañuelo, ese es el fin. Desde elmomento en que yo lo traiga quedará usted satisfecha ¿no es verdad?
—Pues bien—dijo la joven sentándose con resignación;—vaya á cortar surama, señor.
El señor de Bevallan, que no se desconcierta fácilmente, desapareció enel monte vecino, donde durante un momento oímos crujir el ramaje; á pocorato volvió armado de un largo vástago de avellano y púsose ádespojarle de sus hojas.
—¿Por ventura piensa usted alcanzar hasta la otra orilla con esepalo?—preguntó la señorita Margarita, cuya alegría comenzaba ádespertarse visiblemente.
—Déjeme hacer, déjeme hacer, por Dios—respondió el imperturbablegentilhombre.
Se le dejó obrar. Acabó de preparar su rama y se dirigió hacia la barca.Comprendimos entonces que su proyecto era atravesar el río en bote, másarriba de la cascada, y una vez en la ribera opuesta, arponear elpañuelo que no estaba muy lejos. Este descubrimiento produjo entre losasistentes un grito de indignación; las damas, como se sabe, gustanmucho de las empresas peligrosas... efectuadas por otros.
—¡Ya, ya, señor de Bevallan, vaya una bella invención!
—Ta, ta, ta, señoras. Es la misma cosa que el huevo de Colón.
Erapreciso saber el cómo.
Sin embargo, contra lo que podía esperarse, esta expedición de tanpacífica apariencia, no debía terminar sin emociones ni peligros. Elseñor de Bevallan, en vez de ganar la ribera directamente frente á lapequeña ensenada en que estaba amarrada la barca, tuvo la malhadada ideade atravesar por un punto más vecino á la catarata. Impelió, pues, elbote hasta el medio de la corriente; luego lo dejó arrastrar por elladurante un momento; pero no tardó en fijarse de que en la cercanía de lacascada, el río, como atraído por el abismo y arrebatado por el vértigo,precipitaba su curso con aterradora rapidez; tuvimos la revelación delpeligro al verlo poner repentinamente el bote de través y comenzar áagitar los remos con febril energía. Luchó contra la corriente durantealgunos segundos con un éxito muy incierto. Sin embargo, se aproximabapoco á poco al ribazo opuesto, aun cuando la corriente continuasearrastrándolo con espantosa impetuosidad hacia las cataratas, cuyosamenazantes rumores debían entonces llenar de horror sus oídos. Nodistaba ya de ellas sino algunos pasos, cuando un esfuerzo supremo lellevó hasta cerca de la ribera para que su vida al menos quedaseasegurada. Tomó entonces un impulso vigoroso y saltó sobre el declive dela costa, rechazando con el pie á pesar suyo la abandonada barca, quefué inmediatamente arrastrada por encima de los arrecifes y vino á vogaren el estanque con la quilla al aire.
En tanto que el peligro duró no habíamos sentido, en presencia deaquella escena, otra impresión que la de una viva inquietud; perotranquilizados apenas nuestros espíritus, debían ser heridos vivamentepor el contraste que ofrecía el desenlace de la aventura con el aplomodel que había sido su héroe. La risa es por otra parte tan fácil comonatural después de alarmas felizmente apaciguadas. Así, no hubo nadieentre nosotros que no se abandonase á una franca alegría en el momentoen que vimos al señor de Bevallan fuera de la barca. Será precisoadvertir que en este mismo momento se completaba su infortunio por unaccidente verdaderamente doloroso. El ribazo á que había saltadopresentaba una pendiente escarpada y húmeda; no bien hubo puesto el pieen él, resbalándose cayó de espaldas; algunas sólidas ramas se hallabanafortunadamente á su alcance y se agarró de ellas con frenesí, mientrassus piernas se agitaban como dos furiosos remos en el agua, por otraparte poco profunda, que baña la costa. Habiendo desaparecido entoncestoda sombra de peligro, el espectáculo de aquel combate fué puramenteridículo, y supongo que este cruel pensamiento agregaba á los esfuerzosdel señor de Bevallan una torpe precipitación que le hacía retardar sutriunfo. Logró, sin embargo, levantarse de nuevo y tomar pie sobre laescarpa; pero súbitamente lo vimos deslizarse otra vez despedazando lasmalezas que se oponían á su pasaje, volviendo á comenzar en el agua,con una desesperación evidente, su desordenada pantomima. Era imposiblecontenerse. Creo que jamás la señorita Margarita había asistido á unafiesta semejante. Había olvidado absolutamente todo cuidado por sudignidad, y como una ninfa ebria, llenaba el soto con los estallidos desu alegría casi convulsiva. Golpeaba sus manos, y á través de suscarcajadas, gritaba con voz entrecortada:—¡Bravo, bravo, señor deBevallan! ¡Lindísimo, delicioso, pintoresco! ¡Oh, Salvator Rosa!
El señor de Bevallan, entretanto, había acabado por pararse sobre latierra firme. Volviéndose entonces hacia las damas, les dirigió undiscurso, que el ruido estrepitoso de la cascada no permitía oirclaramente, pero por los animados gestos, por los movimientosdescriptivos de sus brazos y el aire torpemente sonriente de sufisonomía, podíamos comprender que nos hacía una explicación apologéticade su desastre.
—Sí, señor, sí—respondió la señorita Margarita, riendo siempre con laimplacable tranquilidad de una mujer;—¡es un triunfo, un magníficotriunfo! ¡Sea enhorabuena!
Cuando recobró un poco su seriedad, me interrogó sobre los medios derecobrar la zozobrada barca, que entre paréntesis, es la mejor denuestra flotilla. Prometíle volver al siguiente día con algunos
obrerosy
presidir
su
salvamento;
luego
nos
encaminamos alegremente á través delas praderas, en dirección al castillo, en tanto que el señor deBevallan, no estando en traje de natación, debía renunciar á reunírsenosy se perdía con aire melancólico tras de las rocas que bordean laopuesta ribera.
20
de
agosto.
En fin, aquella alma extraordinaria me ha entregado el secreto de sustempestades. ¡Desearía que lo hubiera guardado siempre!
En los díassubsiguientes á las escenas que he contado, la señorita Margarita, comoavergonzada de los movimientos de juventud y franqueza á que un instantese había abandonado, dejó caer de nuevo sobre su frente un velo másespeso de triste arrogancia, de desconfianza y de desdén. En medio delos bulliciosos placeres de las fiestas y bailes que en el castillo sesucedían, pasaba ella como una sombra, indiferente, helada, y algunasveces hasta irritada. Su ironía atacaba con inconcebible amargura, tanpronto á los puros goces del espíritu, á los que proporcionan lacontemplación y el estudio, como á los más nobles é inviolablessentimientos. Si se citaba delante de ella algún rasgo de valor ó devirtud, lo volvía al momento para buscarle la faz del egoísmo; si setenía la desgracia de quemar en su presencia el más pequeño grano deincienso sobre el altar del arte, al instante lo extinguía de un revés.Su risa triste, sarcástica, temible, semejante en sus labios á la burlade un ángel caído, se encarnizaba en ajar donde quiera que veía lasseñales de las más generosas facultades del alma humana, el entusiasmo yla pasión.
Sentía yo que este extraño espíritu de denigración, tomabapara conmigo un carácter de persecución especial y de verdaderahostilidad. No comprendía y no comprendo aún muy bien, cómo he podidomerecer estas particulares atenciones, pues si es verdad que llevo enmi corazón la firme religión de las cosas ideales y eternas, que sólo lamuerte podía arrancarme (¡oh, gran Dios, qué me quedaría si no tuvieraesto!) de ningún modo soy inclinado á los éxtasis públicos y misadmiraciones como mis amores, jamás importunarán á nadie. Trataba deobservar con más escrúpulo que nunca aquella especie de pudor que sientatan bien á los verdaderos sentimientos; pues no ganaba nada: erasospechoso de poesía. Se me atribuían quimeras novelescas, para tener elplacer de combatirlas, poníaseme en las manos no sé qué arpa ridícula,para proporcionarse la diversión de romperle las cuerdas.
Si bien esta guerra declarada á todo lo que es superior á los interesespositivos y á las secas realidades de la vida, no era nueva en elcarácter de la señorita Margarita, sin embargo, se había exageradobruscamente y envenenado, hasta el punto de herir los corazones que máscariño le profesaban. Un día, la señorita de Porhoet, cansada de esaincesante burla, le dijo delante de mi:—Querida mía, se ha posesionadodel corazón de usted, hace algún tiempo, un demonio que haría bien enexorcizar lo más pronto posible; de otro modo, acabará usted por formaruna homogénea trinidad con las señoras de Aubry y de Saint-Cast; quieroadvertírselo bien claro. Por mi parte no me precio de ser ni haber sidojamás una persona muy novelesca, pero me gusta creer que hay aún en elmundo algunas almas capaces de sentimientos generosos: creo en eldesinterés, aun cuando no fuese sino en el mío; creo en el heroísmo,pues he conocido héroes. Además, tengo placer en oir cantar á lospajarillos bajo mi soto de ojaranza, y en edificar mi catedral en lasnubes que pasan. Todo esto puede ser muy ridículo; pero me atrevo árecordarle que estas ilusiones son los tesoros del pobre, que el señor yyo no tenemos otros, y que tenemos la singularidad de no quejarnos.
Otro día que acababa yo de sufrir con mi ordinaria impasibilidad lossarcasmos de la señorita Margarita, su madre me llamó aparte.
—Señor Máximo—me dijo,—mi hija le atormenta un poco, le suplico quela excuse. Debe notar que su carácter se ha alterado desde hace algúntiempo.
—La señorita parece más preocupada que de costumbre...
—¡No es sin razón, Dios mío! Está á punto de tomar una resolución muygrave y ese es un momento en que el humor de las jóvenes queda entregadoá la locura de las brisas.
Inclinéme sin responder.
—Usted es ahora—continuó la señora Laroque—un amigo de la familia;por esa razón le quedaré agradecidísima si me dice lo que piensa delseñor de Bevallan.
—El señor de Bevallan, señora, tiene según creo, una muy buena fortunaaunque un poco inferior á la de usted, pero muy buena sin embargo: cercade ciento cuarenta mil francos de renta.
—Sí, pero ¿cómo juzga usted su persona, su carácter?...
—Señora, el señor de Bevallan es lo que se llama un completo caballero.No le falta talento y pasa por un hombre galante.
—¿Pero cree usted que haga feliz á mi hija?
—No creo que la haga desgraciada. Sería suponerle una alma depravada.
—¿Qué quiere usted que haga, Dios mío? A mí no me gusta nada, pero esel único que no desagrada á Margarita... y por otra parte, ¡hay tanpocos hombres que tengan cien mil francos de renta! Debe ustedcomprender que mi hija en su posición no ha dejado de tenerpretendientes... Hace dos ó tres años que estamos literalmentesitiadas... Pues bien, es menester acabar... Yo estoy enferma... Puedomorirme de un día á otro... Mi hija quedaría sin protección... Además,este es un matrimonio en que se reunen todas las conveniencias, que lasociedad aprobará ciertamente, y yo sería culpable si no consintiera enél... Se me acusa ya de inspirar á mi hija ideas novelescas... la verdades que yo nada la inspiro. Ella tiene una cabeza completamente suya. Enfin, ¿qué es lo que me aconseja usted?
—¿Me permitirá, señora, preguntarle cuál es la opinión de la señoritade Porhoet? Es una persona llena de juicio y de experiencia y que ademásle profesa á usted un gran cariño...
—¡Ah! si he de creer á la señorita de Porhoet, enviaría muy lejos alseñor de Bevallan... Pero habla muy fácilmente...
¡cuando él se hayamarchado no será ella quien casará á mi hija!
—Dios mío, señora, desde el punto de vista de la fortuna, el señor deBevallan es ciertamente un partido poco común, es preciso nodisimulárselo, y si quiere usted rigurosamente cien mil libras derenta...
—Para mí lo mismo son cien mil libras de renta que cien cuartos, miquerido señor... Pero no se trata de mí, sino de mi hija... yo no puedodarla á un albañil. ¿No es así? A mí me habría gustado ser la mujer deun obrero, pero lo que habría hecho mi felicidad, es probable que nohaga la de mi hija. Y al casarla, debo consultar las ideas generalmenterecibidas, no las mías.
—Pues bien, señora, si este casamiento le conviene, y convieneigualmente á su señorita hija...
—Pero no, si él no me conviene... y no conviene á mi hija... Es uncasamiento... ¡Dios mío, es un casamiento de conveniencia, eso es todo!
—¿Debo comprender que es una cosa completamente arreglada?
—No, puesto que le pido consejo. Si lo estuviera, mi hija estaría mástranquila... esas fluctuaciones son las que la trastornan, y además...
La señora de Laroque, sumergiéndose en la sombra de la pequeña cúpulaque domina su sillón, agregó: ¿Tiene usted alguna idea de lo que pasa enesa desgraciada cabeza?
—Ninguna, señora.
Su mirada chispeante se fijó sobre mí durante un momento.
Arrojó unprofundo suspiro y me dijo con un tono dulce y triste:—Váyase, señor...no le detengo más.
La confidencia con que acababa de ser honrado no me sorprendió. Hacía yaalgún tiempo que la señorita Margarita consagraba visiblemente al señorde Bevallan todo el resto de simpatía que conserva aún por la humanidad.Estos testimonios, sin embargo, parecían más bien señal de unapreferencia amistosa que la de una apasionada ternura. Es menesterdecir, además, que esta distinción se explica fácilmente. El señor deBevallan, á quien jamás estimé y de quien he hecho, á pesar mío, enestas páginas, más bien la caricatura que el retrato, reune el mayornúmero de cualidades y defectos que habitualmente atraen el sufragio delas mujeres. La modestia le falta absolutamente; lo que le viene á lasmil maravillas, pues las mujeres no la estiman. Tiene esa seguridadespiritual burlona y tranquila, que de nada se asusta, que intimidafácilmente, y que garantiza siempre, al que está dotado de ella, unaespecie de dominación y una apariencia de superioridad. Su tallederecho, sus gallardas facciones, su destreza en los ejercicios físicos,su renombre como batidor y cazador, le prestan una autoridad viril, queimpone al sexo tímido. Hay por fin, en sus ojos un espíritu de audacia,de empresa y de conquista no desmentido por sus costumbres, que conmueveá las mujeres y subleva en sus almas secretos ardores. Justo es agregar,que tales ventajas no tienen en general todo su precio sino sobrecorazones vulgares; pero el corazón de la señorita Margarita, que yohabía querido, como sucede siempre, elevar al nivel de su belleza,parece hacer ostentación desde hace algún tiempo de sentimientos de unorden muy mediocre, y creíala muy capaz de sufrir sin resistencia comosin entusiasmo, con la frialdad pasiva de una imaginación inerte, elencanto de ese vencedor venal y el yugo consiguiente á un matrimonio deconveniencia.
A consecuencia de todo esto, era menester tomar un partido y lo tomé másfácilmente de lo que un mes antes hubiera creído, pues había empleadotodo mi valor en combatir las primeras tentaciones de un amor que elbuen sentido y el honor reprobaban igualmente, y aquella misma que, sinsaberlo, me imponía este combate, sin saberlo, también, me había ayudadopoderosamente á triunfar. Si no había podido ocultarme su belleza, mehabía manifestado su alma, y la mía se había reconcentrado, pequeñadesgracia sin duda para la millonaria joven, pero verdadera, dicha paramí.
Entretanto, hice un viaje á París donde me llamaban los intereses de laseñora de Laroque y los míos. Volví hace dos días y al llegar alcastillo, se me dijo que el anciano señor Laroque me llamaba coninsistencia desde por la mañana. Pasé inmediatamente á su departamento.Desde que me divisó, una pálida sonrisa vagó por sus ajadas mejillas,detuvo sobre mí una mirada en la que creí ver una expresión de malignaalegría y de secreto triunfo, diciéndome luego con voz sorda ycavernosa.
—Señor, el señor de Saint-Cast ha muerto.
Esta noticia que aquel singular anciano había querido darme él mismo,era exacta. En la noche precedente, el pobre general de Saint-Cast habíasido atacado de una fuerte aplopegía, y una hora después era arrebatadoá la existencia opulenta y deliciosa, que debía á su señora. Conocidoapenas el suceso en el castillo, la señora de Aubry se había hechotransportar en seguida á casa de su amiga, y estas dos compañeras, nosdijo el doctor Desmarest, habían conferenciado sobre la muerte, larapidez de sus golpes, la imposibilidad de preverlos ó de garantirsecontra ellos, la inutilidad de los pesares que á nadie resucitan, sobreel tiempo que todo lo consuela, acabando por una letanía de ideasoriginales y picantes. Después de lo cual habiéndose sentado á la mesahabían recobrado fuerzas muy tranquilamente.
—Vamos, coma usted, señora; es menester sustentarse, Dios lo quiereasí—decía la señora de Aubry.
A los postres, la señora de Saint-Cast hizo subir una botella de unvinillo de España que el pobre general adoraba, en consideración á locual suplicaba á la señora Aubry lo probara.
Rehusando obstinadamente laseñora de Aubry á probarlo sola, la señora de Saint-Cast se había dejadopersuadir que Dios quería que también ella bebiese un poco de vino deEspaña con un bizcochito. No se brindó por la salud del general.
Ayer por la mañana, la señora de Laroque y su hija, estrictamentevestidas de luto, montaron en carruaje: yo tomé un lugar á su lado. Alas diez nos hallábamos en la pequeña ciudad vecina. Mientras yo asistíaá los funerales del general, las señoras se reunían con la señora deAubry para formar alrededor de la viuda el círculo de costumbre. Acabadala triste ceremonia, volví á la casa mortuoria y fuí introducido conalgunos amigos íntimos en el célebre salón cuyo mueblaje cuesta quincemil francos. En el centro de una fúnebre media luz, distinguí sobre uncanapé de mil doscientos francos, la sombra inconsolable de la señora deSaint-Cast, envuelta en amplios crespones, cuyo precio no tardaremos enconocer. A su lado se hallaba la señora de Aubry presentando la imagende la más intensa postración física y moral. Una media docena deparientas y de amigas completaban aquel grupo doloroso. Mientrasnosotros nos colocábamos en fila á la otra extremidad del salón, huboalgún ruido de refregones de pie y algunos crujidos del pavimento; luegoun melancólico silencio reinó de nuevo en el fúnebre recinto. De tiempoen tiempo solamente, se elevaba del canapé un suspiro lamentable que laseñora de Aubry repetía como un eco fiel. En fin apareció un joven quese había retardado un poco en la calle tomándose tiempo para acabar uncigarro que había encendido al salir del cementerio. Se deslizabadiscretamente en nuestras filas, cuando la señora de Saint-Cast lo notó.
—¿Es usted, Arturo?—dijo con una voz semejante á un soplo.
—Sí, mi tía—dijo el joven, avanzando como centinela al frente denuestra línea.
—¿Se acabó todo?—respondió la viuda con el mismo tono quejumbroso ylánguido.
—Sí, mi tía—respondió con acento breve y deliberado el joven Arturo,que parece un mozo bastante satisfecho de sí mismo.
Hubo una pausa; en seguida la señora de Saint-Cast sacó del fondo de sualma expirante esta nueva serie de preguntas:
—¿Estuvo bueno?
—Muy bueno, tía, muy bueno.
—¿Mucha gente?
—Toda la ciudad, mi tía, toda la ciudad.
—¿Las tropas?
—Sí, mi tía; toda la guarnición con la música.
La señora de Saint-Cast hizo oir un gemido y agregó:
—¿Y los bomberos?
—Los bomberos también, mi tía, sin duda alguna.
Ignoro lo que este último detalle podría tener de particularmentedesgarrador para el corazón de la señora de Saint-Cast, pero no pudoresistir á él; un desmayo súbito, acompañado de un vahido infantíl llamóá su alrededor todos los recursos de la sensibilidad femenil y nosproporcionó la ocasión de retirarnos. Yo por mi parte no tuvo reparo enaprovecharme de ella. Me era insoportable ver aquella ridícula furiaejecutar sus hipócritas farsas sobre la tumba del hombre débil, perobueno y leal,
cuya
vida
había
emponzoñado
y
muy
indudablementeacortado.
Más tarde, la señora de Laroque me propuso la acompañara á la alqueríade Langoat, que está situada cinco ó seis leguas más lejos, en direccióná la costa. Tenía la intención de ir á comer allí con su hija. Laarrendataria, que había sido nodriza de la señorita Margarita, estabaenferma y proyectaban hacía largo tiempo darle este testimonio deinterés. Partimos á las dos de la tarde.
Era uno de los más ardientesdías de verano. Las dos portezuelas abiertas dejaban entrar en elcarruaje los espesos y abrasadores efluvios que un tórrido cielo vertíaá torrentes sobre los secos arenales.
La conversación se resintió de la languidez de nuestros espíritus. Laseñora de Laroque que se creía en el paraíso, se había por findesembarazado de sus pieles y permanecía sumergida en un dulce éxtasis.La señorita Margarita manejaba el abanico con una gravedad española. Entanto que subíamos lentamente las interminables cuestas de este país,veíamos hormiguear
sobre
las
calcinadas
rocas
legiones
de
pequeñoslagartos con sus plateadas corazas, y oíamos el chirrido continuo de lasaliagas que abrían al sol sus maduras frutas.
En medio de una de estas laboriosas ascensiones una voz gritórepentinamente desde el borde del camino:—¡Deténganse si me hacen elfavor! Al mismo tiempo una muchachota con las piernas desnudas, unarueca en la mano y llevando el antiguo vestido del país y la cofia ducalde las paisanas de esa región, franqueó rápidamente el foso; espantó, alpasar, algunos carneros, cuya pastora parecía, y vino á plantarse concierta gracia sobre el estribo, presentándonos en el cuadro de laportezuela su fisonomía bronceada, resuelta y sonriente.
—Excúsenme, señoras—dijo con el tono breve y melodioso que caracterizael acento de la gente del país—¿me harían el placer de leerme esto?—ysacó de su corpiño una carta plegada á la antigua.
—Lea usted, señor—me dijo sonriendo la señora de Laroque y alto si esposible.
Tomé la carta, que era un billete de amor. Estaba dirigido con muchaminuciosidad á la señorita Cristina Oyadec en la Villa de... comunade... granja de... La escritura era de mano muy inculta, pero queparecía sincera. La fecha anunciaba que la señorita Cristina habíarecibido aquella misiva dos ó tres semanas antes: al parecer, la pobrejoven, no sabiendo leer y no queriendo confiar su secreto á lamalignidad de los que la rodeaban, había esperado que algún pasajero ála vez benévolo y letrado, viniera á darle la clave de aquel misterioque le quemaba el
seno
hacía
quince
días.
Sus
ojos
azules,
ampliamenterasgados, fijábanse sobre mí con un aire de contento inexplicable, entanto que yo descifraba penosamente las líneas oblicuas de la carta queestaba concebida en estos términos: Señorita: ésta tiene por objetodecirle que desde el día en que nos hablamos en el arenal después devísperas, mis intenciones no han cambiado y que me desespero por saberlas suyas; mi corazón, señorita, es todo suyo, como deseo que el deusted sea todo mío, y si esto sucede, puede estar segura y muy cierta,que no habrá alma viviente más dichosa, ni en el Ci