La Novela de un Joven Pobre by Octave Feuillet - HTML preview

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—¡Me vió la otra noche en el parque!—exclamó.

—Sí, señorita.

—¡Dios mío!—dijo dando un paso hacia mí.—Señor Máximo, le juro quesoy honrada.

—Lo creo, señorita; pero debo decirle que en esa historieta, muyinocente sin duda de parte suya, pero que probablemente lo será menos dela otra, aventura usted muy gravemente su reputación y su reposo.Suplícole que lo reflexione, y al mismo tiempo, que esté muy segura deque nadie sino usted oirá jamás una palabra de mi boca sobre esteasunto.

Iba á retirarme: ella cayó de rodillas cerca, de un canapé, y estalló ensollozos, con la frente apoyada sobre mi mano que había cogido. Yo habíavisto correr, hacía poco tiempo, lágrimas más bellas y más dignas; sinembargo, me hallaba conmovido.

—Veamos, mi querida señorita—le dije,—aún no es tarde, ¿es cierto?

Ella sacudió con fuerza la cabeza.

—Pues bien, mi querida niña, tenga valor. Nosotros la salvaremos. ¿Quépuedo hacer por usted? Veamos. ¿Hay en poder de ese hombre alguna prendaó alguna carta, que pueda reclamarle de parte de usted? Disponga de mícomo de un hermano.

Dejó mi mano con cólera.—¡Ah, qué duro es usted!—me dijo—habla desalvarme y es usted quien me pierde. Después de haber fingido amarme, merechaza usted... me ha humillado, desesperado... ¡Usted es la únicacausa de lo que sucede!

—Señorita, no es usted justa; jamás he fingido amarla; he sentido porusted una afección muy sincera que le profeso aún.

Confieso que subelleza, su ingenio y sus talentos le dan un perfecto derecho á esperarde los que viven cerca de usted algo más que una fraternal amistad;pero mi situación en el mundo, los deberes de familia que me estánimpuestos, no me permitían ultrapasar esta medida para con usted sinfaltar completamente á la probidad. Le digo francamente, que la halloencantadora y le aseguro que manteniendo mis sentimientos hacia usted enel límite que la lealtad me lo exigía, no he dejado de contraer un granmérito. No veo en esto nada de muy humillante para usted; lo que podríahumillarla con muy justo título, señorita, es verse amada por un hombremuy resuelto á no casarse con usted.

Arrojóme una mirada diabólica.—¿Qué sabe usted de eso?—

dijo.—No todoslos hombres son corredores de fortuna.

—¡Ah! ¿será usted acaso una perversa, señorita Helouin?—le dije conmucha calma.—Siendo eso así, tengo el honor de saludarla...

—¡Señor Máximo!—exclamó precipitándose repentinamente paradetenerme.—¡Perdóneme!

¡Tenga

piedad

de

mí!...

compréndame... ¡Soy tandesgraciada!... ¡Figúrese lo que puede ser el pensamiento de una pobrecriatura como yo, á quien se ha tenido la crueldad de darle un corazón,un alma y una inteligencia... y que no puede usar de todo esto sino parasufrir...

y para odiar! ¿Cuál es mi vida?... ¿Cuál es mi porvenir?...Mi vida es el sentimiento de mi pobreza, exaltado sin cesar por losrefinamientos del lujo, que me rodea... ¡Mi porvenir será sentir, lloraramargamente algún día esta misma vida, esta vida de esclava por odiosa,que ella sea!... Habla usted de mi juventud, de mi ingenio, de mitalento... ¡Ah! Yo querría no haber tenido otro talento que romperpiedras por las calles...

¡Sería más dichosa!... ¡Mis talentos! ¿y habrépasado el mejor tiempo de mi vida en adornar con ellos á otra mujer,para que sea más bella, más adorada y más insolente aún?... Y cuando lomás puro de mi sangre, haya pasado á las venas de esa muñeca, ellasaldrá de aquí apoyada en el brazo de un esposo feliz á tomar parte enlas más bellas fiestas de la vida, en tanto que yo, sola, vieja yabandonada iré á morir en algún rincón, con una pensión de doncella...¿Qué es lo que he hecho al Cielo para merecer este destino? Veamos. ¿Porqué no he de ser feliz como esas mujeres? ¿No valgo tanto como ellas? Sisoy tan mala, es porque la desgracia me ha ulcerado, es porque lainjusticia me ha ennegrecido el alma... Yo nací tan dispuesta comoellas, más acaso, para ser buena, amante y caritativa... ¡Oh! ¡Dios mío,los beneficios cuestan poco, cuando uno es rico, y la benevolencia esfácil á los dichosos! ¡Si yo estuviera en su lugar, y ellas en el mío,me odiarían, como yo las odio! ¡Nadie ama á sus amos!

¡Ah! esto eshorrible, ¿no es verdad? Yo también lo sé y eso es lo que me anonada...Siento mi abyección, me sonrojo de ella... ¡y la conservo! ¡Ay! Va ustedá despreciarme ahora más que nunca, señor... ¡Usted, á quien habríaamado tanto, si me lo hubiera permitido! Usted, que podría volverme todolo que he perdido, la esperanza, la paz, la bondad, la estimación de mimisma... ¡Ah!

hubo un momento en que me creí salvada... en que tuve porla primera vez un pensamiento de dicha, de porvenir, de orgullo...¡Desgraciada!

Habíase apoderado de mis dos manos; sumergió en ellas la cabeza, enmedio de sus largos y flotantes rizos, llorando desesperadamente.

—Mi querida niña—le dije,—comprendo mejor que nadie los pesares y lasamarguras de su situación; pero permítame decirle que los aumenta mucho,nutriendo en su corazón los tristes sentimientos que acaba deexpresarme. Todo eso es muy feo, no se lo oculto, y acabará por merecertodo el rigor de su destino; pero veamos, su imaginación exagerasingularmente ese rigor.

En cuanto al presente, usted es tratada aquí,diga lo que quiera, como una amiga, y en el porvenir, no veo nada queimpida que también salga de esta casa apoyada en el brazo de un esposofeliz. Por mi parte, estaré toda mi vida reconocido á su afección; peroquiero decirle otra vez más, para acabar con este asunto: tengo deberessagrados que llenar, y no quiero, ni puedo casarme.

Miróme repentinamente.—¿Ni aun con Margarita?—dijo.

—No veo lo que aquí significa el nombre de la señorita Margarita.

Rechazó con una mano los cabellos que inundaban su fisonomía y tendiendola otra hacia mí, con gesto amenazador.—

Usted la ama—dijo con vozsorda,—ó más bien ama su dote; pero no la obtendrá.

—¡Señorita Helouin!

—¡Ah!—respondió—es usted demasiado niño si creyó abusar de una mujerque tenía la locura de amarle. Leo claramente sus maniobras, créame. Porotra parte, sé quién es usted... No estaba lejos cuando la señorita dePorhoet transmitió á la señora de Laroque vuestra políticaconfidencia...

—¡Cómo! ¿Usted escucha á las puertas, señorita?

—No me cuido de sus ultrajes... Por otra parte, me vengaré, y muypronto... ¡Ah! es usted seguramente muy hábil, señor de Champcey y nopuedo menos de cumplimentarle... Representa admirablemente el papel dedesinterés y de reserva, que su amigo Laubepin no habrá dejado derecomendarle al enviarle aquí... Él sabía con quién tendría queentenderse. Conocía demasiado la ridícula manía de esta muchacha. Creeusted tener ya su presa

¿no es verdad? Los bellos millones, cuya fuentees más ó menos pura, según se dice, pero que serían sin embargo muy ápropósito para restaurar un marquesado y volver á dorar un escudo...Pues bien. Desde este momento puede renunciar á ellos. Porque le juroque no conservará usted un día más su máscara, vea aquí la mano que sela arrancará.

—Señorita Helouin, es tiempo de poner fin á esta escena, porque ya rayaen melodrama. Me ha hecho usted una buena jugada para prevenirme sobreel terreno de la delación y de la calumnia; pero puede descender á él enplena seguridad, pues le doy mi palabra de no imitarla. Después de esto,soy su servidor.

Dejé aquella infortunada criatura con un profundo sentimiento dedisgusto, pero también de piedad.

Aunque haya sospechado siempre que la organización mejor dotada, debeirritarse y torcerse, en proporción á sus dones, encontrándose en lasituación equívoca y mortificante, que ocupa la señorita Helouin, nuncami imaginación hubiera podido sondear hasta el fondo, el abismo lleno dehiel que acaba de abrirse ante mis ojos. Ciertamente, cuando se piensaen ello, no puede concebirse género de existencia, que someta un alma ámás envenenadas tentaciones, ni que sea más capaz de desenvolver y deaguzar en el corazón las concupiscencias de la envidia, de sublevar ácada instante las convulsiones del orgullo, de exasperar todas lasvanidades y todos los celos naturales en la mujer. Es indudable que elmayor número de desgraciadas criaturas á quienes sus necesidades ytalentos, obligan á profesar este empleo, tan honorable en sí, noescapan sino por la moderación de sus sentimientos, con la ayuda deDios, ó por la firmeza de sus principios, á las deplorables agitacionesde que no había podido garantirse la señorita Helouin; pero la prueba estemible. Algunas veces se me había ocurrido el pensamiento de que mihermana podría hallarse destinada por nuestras desgracias á entrar enalguna familia rica en calidad de preceptora: hice entonces juramento,sea cual fuere el porvenir que nos estuviera reservado, de dividir conElena la más pobre boardilla, el pan más amargo del trabajo, antes quedejarla sentarse

al

festín

envenenado

de

esa

opulenta

y

odiosaservidumbre.

Entretanto, si tenía la firme determinación de dejar el campo libre á laseñorita Helouin y de no entrar por ningún precio en las recriminacionesde una lucha degradante, no podía contemplar sin inquietud lasconsecuencias probables de la guerra desleal que acababa de declararme.Estaba evidentemente amenazado en lo que tengo de más sensible, en miamor y en mi honor. Dueña del secreto de mi vida, y del secreto de micorazón, mezclando, con la pérfida habilidad de su sexo, la verdad y lamentira, la señorita Helouin podía fácilmente presentar mi conducta bajoun aspecto sospechoso, volver contra mí hasta las precauciones y losescrúpulos de mi delicadeza, y presentar mis acciones más inocentes bajoel color de una intriga meditada. Me era imposible saber con precisiónqué giro daría á su malevolencia, pero la conocía lo bastante para estarseguro que no se engañaría en la elección de los medios. Conocía mejorque nadie los puntos débiles de las imaginaciones que trataba de herir.Poseía sobre el espíritu de la señorita Margarita y sobre el de sumadre, el imperio natural del disimulo sobre el candor; gozaba cerca deellas de toda la confianza que nace de un largo hábito y de unaintimidad cotidiana y sus amas, para emplear su lenguaje, no podríansospechar bajo las exterioridades de graciosa jovialidad y de obsequiosoagasajo, de que se rodea con un arte consumado, el frenesí de orgullo yde ingratitud que roe á aquella alma miserable. Era demasiado verosímilque una mano tan segura y tan sabia vertería sus venenos con éxitocompleto en corazones así preparados. A la verdad, la señorita Helouinpodía temer, cediendo á su resentimiento, volver á colocar la mano de laseñorita Margarita en la del señor Bevallan y apresurar su casamiento,que sería la ruina de su propia ambición; pero yo sabía que el odio deuna mujer no calcula nada y que se atreve á todo. Esperaba, pues, de suparte, la más pronta y la más ciega de las venganzas, y tenía razón.

Pasé en una penosa ansiedad las horas que había destinado á más dulcespensamientos. Todo lo que la dependencia puede tener de más punzantepara una conciencia recta, y el desprecio de más desgarrador para uncorazón que ama, me oprimía en aquellos momentos. La adversidad en mispeores días no me sirvió jamás una tan rebosada copa. Traté, sinembargo, de trabajar como de costumbre. A eso de las cinco me trasladéal castillo. Las señoras habían vuelto al mediodía. Hallé en el salón ála señorita Margarita, á la señora de Aubry y al señor Bevallan, condos ó tres huéspedes transeuntes. La señorita Margarita pareció noapercibirse de mi presencia, y continuó conversando con el señor deBevallan en un tono de animación, que no le es habitual. Se trataba deun baile improvisado, que debía tener lugar aquella misma noche en elcastillo vecino. Ella debía concurrir con su madre, é instaba al señorde Bevallan, para que las acompañara: éste se excusaba alegando quehabía salido de su casa por la mañana, antes de haber recibido lainvitación y que su toilette no era á propósito. La señoritaMargarita, insistiendo con una coquetería afectuosa y solícita de la queparecía sorprendido

su

mismo

interlocutor,

le

dijo,

que

indudablementetenía aún tiempo de ir á su casa, vestirse y volver á buscarlas. Se leaguardaría á comer. El señor de Bevallan objetó, que todos sus caballosde tiro estaban en el pajar, y que no podía volver á caballo en traje debaile.

Entonces—repuso la señorita,—irá usted en la americana.

Almismo tiempo dirigió por primera vez sus ojos hacia mí, y lanzándome unamirada en que vi estallar el rayo:—Señor Odiot—dijo con una voz brevede mandato,—vaya á decir que preparen el carruaje.

Esta orden servil estaba tan fuera de la medida de las que acostumbrabadirigirme y de las que puede creérseme dispuesto á sufrir, que laatención y la curiosidad de los más indiferentes se despertó alinstante. Hubo un embarazoso silencio: el señor de Bevallan arrojó unamirada de asombro sobre la señorita Margarita; luego me miró, tomó unaire grave y se levantó. Si se esperaba de mi parte alguna locainspiración de cólera, gran decepción sufrieron. Ciertamente lasinsultantes palabras que acababan de caer sobre mí, de una boca tanbella, tan amada y tan bárbara, habían hecho penetrar el frío de lamuerte hasta las fuentes más profundas de mi vida, y dudo que una láminade acero, abriéndose paso á través de mi corazón, me hubiera causado unasensación más horrible; pero jamás me hallé tan tranquilo. El timbre deque se sirve habitualmente la señora de Laroque para llamar á suscriados se hallaba á mi alcance sobre la mesa: apoyé el dedo en él. Uncriado entró casi al momento.—

Creo—le dije,—que la señorita Margaritatiene órdenes que darle.

A estas palabras que había escuchado con una especie de estupor, lajoven hizo violentamente con la cabeza un signo negativo y despidió alcriado. Tenía mucha prisa en salir de aquel salón en que me ahogaba;pero no pude retirarme ante la actitud provocativa que afectaba el señorde Bevallan.

—A fe mía—murmuró,—que es cosa bastante particular.

Fingí no oirlo. La señorita Margarita le dijo dos palabras bruscas envoz baja.—Me inclino, señorita—respondió entonces en tono máselevado:—séame permitido solamente expresar el pesar sincero que sientoen no tener el derecho de intervenir en esto.

Levantéme

al

instante.—Señor

de

Bevallan—dije

colocándome á dos pasosde él,—ese pesar es enteramente supérfluo, pues si no he creído deberobedecer las órdenes de la señorita, estoy enteramente á las vuestras, yvoy á esperarlas.

—Muy bien, muy bien, señor; inmejorable—replicó el señor de Bevallan,agitando con gracia la mano para serenar á las mujeres.

Nos saludamos y salí.

Comí solitariamente en mi torre, servido como de costumbre por el viejoAlain, instruído sin duda por los rumores de antecámara de lo que habíapasado, pues no cesó de clavarme miradas insinuantes, arrojando porintervalos profundos suspiros y observando contra su costumbre untaciturno silencio. Sólo interrogado por mí, me hizo saber que lasseñoras habían decidido no ir al baile aquella noche.

Terminada mi breve comida, ordené un poco mis papeles y escribí dospalabras al señor Laubepin. Para en todo caso le recomendaba á Elena. Laidea del abandono en que la dejaría en caso de una desgracia, melaceraba el corazón, sin alterar en lo más mínimo mis inmutablesprincipios. Puedo engañarme, pero he pensado siempre que el honor, ennuestra vida moderna, domina toda la jerarquía de los deberes. Suple hoyá tantas virtudes medio borradas en las conciencias, á tantas creenciascasi muertas, juega en el estado de nuestra sociedad un papel tantutelar, que jamás pasará por mi imaginación la idea de debilitar susderechos, de discutir sus decretos ni de subordinar sus obligaciones. Elhonor, en su carácter indefinido, es alguna cosa superior á la ley y ála moral: no se le razona, se lo siente.

Es una religión. Si no tenemosya la locura de la cruz, conservemos la locura del honor.

Además, no hay sentimiento profundamente infiltrado en el alma humana,que si bien se medita, no sea sancionado por la razón. Es mejor, en todocaso, una niña ó una mujer solas en el mundo, que protegida por unhermano ó por un marido deshonrado.

Esperaba de un momento á otro algún mensaje del señor de Bevallan.Preparábame á pasar á la casa del preceptor de la villa, que es unoficial joven, herido en Crimea, y pedirle su concurso, cuando llamaroná mi puerta. El que entró fué el señor de Bevallan. Su fisonomíaexpresaba como un débil matiz de embarazo, una especie de bonhomíafranca y alegre.

—Señor—me dijo en tanto que yo le contemplaba con una sorpresabastante viva,—este paso le parecerá un poco irregular; pero por suertetengo una hoja de servicios, que á Dios gracias, pone mi valor al abrigode toda sospecha. Por otra parte, tengo motivo para sentir esta noche uncontento tal, que no deja lugar alguno en mi corazón para la hostilidadó el rencor. En fin, obedezco á órdenes, que deben serme más que nuncasagradas.

En resumen, vengo á tenderle la mano.

Saludéle con gravedad, y le tomé la mano.

—Ahora—agregó, sentándose—me hallo más desahogado para desempeñar miembajada. No ha mucho, señor, la señorita Margarita le ha dado en unmomento de distracción, algunas instrucciones, que no eran seguramentedel deber de usted. La susceptibilidad de usted se ha sublevado muyjustamente, lo reconocemos, y las señoras me han encargado le hagaaceptar sus disculpas. Sentirían mucho que un error momentáneo lesprivara de sus buenos oficios, apreciados por ellas en todo su valor, yrompiera relaciones que consideran de un precio infinito. Por mi parte,señor, he adquirido esta noche con gran alegría, el derecho de unir misinstancias á las de aquellas señoras; los votos que desde hace largotiempo hacía, acaban de ser aceptados, y le estaré personalmentereconocido si no mezcla á los recuerdos dichosos de esta noche, el deuna separación que sería á la vez perjudicial y dolorosa á la familia enque tengo el honor de entrar.

—Señor, no puedo menos que ser muy sensible á los testimonios que merinde en nombre de esas señoras y en el suyo. Pero me perdonará que noresponda inmediatamente á ellos, por tratarse de una formaldeterminación que exige más libertad de espíritu de la que aún puedogozar.

—Me permitirá al menos llevarles alguna esperanza. Veamos, señor;puesto que la ocasión se presenta, rompamos para siempre la sombra dehielo que ha existido hasta aquí entre los dos. Por mi parte, estoy muydispuesto á ello. Desde luego, la señora de Laroque, sin desprenderse deun secreto que no le pertenece, no me ha dejado ignorar que lascircunstancias más honorables para usted se ocultan bajo la especie demisterio de que se rodea.

Además, le debo un reconocimiento particular;sé que ha sido usted consultado á propósito de mis pretensiones á lamano de la señorita Laroque, y que puedo jactarme de su apreciación.

—¡Dios mío! señor, pienso no haber merecido...

—¡Oh! sé—replicó riendo—que no ha abundado en mi favor; pero en fin,no me ha perjudicado. Confieso también que me ha dado pruebas de unasagacidad real. Ha dicho que si la señorita Margarita no debía serabsolutamente dichosa conmigo, no sería tampoco desgraciada. Muy bien,el profeta Daniel no habría hablado con más verdad. Lo cierto es que esaniña querida no sería absolutamente dichosa con nadie, pues no hallaríaen el mundo entero un marido que le hablara en verso desde por la mañanahasta la noche... ¡porque eso no se encuentra! Convengo que en estepunto no soy de más calibre que otro cualquiera; pero, como me ha hechoel honor de decir, soy un hombre galante. Verdaderamente, cuando nosconozcamos mejor no lo dudará. No soy un diablo malo; soy un buenchico... ¡Dios mío!... tengo defectos... ¡los he tenido siempre!... hesido loco para las mujeres lindas... ¡eso no puedo negarlo! pero es esaprecisamente la prueba de que uno tiene buen corazón. Por otra parte,véome ya en el puerto... y me felicito de ello, porque, entre nosotros,comenzaba á fatigarme. Por fin, no quiero pensar sino en mi mujer y enmis hijos. De lo que deduzco con usted, que Margarita será perfectamentedichosa, es decir, tanto como puede serlo en este mundo con una cabezacomo la suya: porque seré bien galante para ella, no le rehusaré nada, yaun prevendré todos sus deseos. ¡Pero si me pide la luna y las estrellasno puedo ir á descolgarlas para serle agradable!... ¡eso esimposible!...

ahora mi querido amigo, déme una vez más su mano.

Se la dí. Levantóse.

—Espero que ahora se quedará... Veamos, desarrúgueme un poco esafrente... Nosotros le haremos la vida tan dulce como sea posible, peroes preciso condescender un poco. ¡Qué diablo!...

gusta á usted mucho sutristeza... Vive, perdóneme la palabra, como un verdadero buho. ¡Esusted una especie de español de esos que ya no se ven!... ¡Sacuda, pues,todo eso! Es usted joven, agradable, tiene entendimiento y talento;aprovéchese un poco de todas esas cosas... ¿Por qué no hace usted lacorte á la señorita Helouin? Eso le divertirá... es bonita, y se dejaríadecir... ¡pero diantres! ¡Yo olvido mi promoción á las grandesdignidades!...

Vamos, adiós; hasta mañana. ¿No es así?

—Hasta mañana, ciertamente.

Y este hombre galante, que es una especie de español de los que ya no seven, me abandonó á mis reflexiones.

1.º

de

octubre.

¡Singular acontecimiento! Aunque sus consecuencias no hayan sido hastaaquí de las más felices, me ha producido mucho bien.

Después del durogolpe que me hirió, había quedado como entorpecido por el dolor. Esto meha devuelto al menos al sentimiento de la vida y por la primera vez,después de tres largas semanas, tengo el valor suficiente para abrirestas hojas y tomar de nuevo la pluma.

Habiéndoseme dado toda clase de satisfacciones, pensé que no tenía razónalguna para dejar, á lo menos bruscamente, una posición y ventajas quedespués de todo me son necesarias, y cuyo equivalente me sería muydifícil hallar inmediatamente. La perspectiva de los sufrimientosenteramente personales que me quedaban para afrontar y que, por otraparte, yo mismo me había atraído por mi debilidad, no podía autorizarmeá abandonar deberes en los cuales no eran sólo mis intereses los que sehallaban comprometidos. Además, no quería que la señorita Margaritapudiese interpretar mi súbita retirada, por el despecho que causa lapérdida de una buena partida y me hacía un punto de honor en mostrarlehasta el pie del altar una frente impasible; en cuanto al corazón, ellano lo vería. En fin, me contenté con escribir al señor Laubepin, que misituación podía hacérseme intolerable, bajo ciertas faces, de uninstante á otro, y que ambicionaba ávidamente cualquier empleo, si menosretribuído, más independiente.

Desde el día siguiente, me presenté en el castillo, donde el señor deBevallan me acogió con cordialidad. Saludé á las señoras con toda lanaturalidad de que puedo disponer. No hubo, bien entendido, ningunaexplicación. La señora de Laroque parecióme conmovida y pensativa; laseñorita Margarita algo vibrante aún, pero política. En cuanto á laseñorita Helouin, hallábase muy pálida y mantenía los ojos inclinadossobre su bordado. La pobre niña no podía felicitarse mucho del resultadofinal de su diplomacia. De tiempo en tiempo trataba de lanzar altriunfante señor de Bevallan miradas llenas de desdén y de amenaza; peroen esa atmósfera tempestuosa que hubiera inquietado seguramente á unnovicio, el señor de Bevallan respiraba, circulaba y revoloteaba con lamás perfecta facilidad.

Este aplomo soberano irritaba visiblemente á laseñorita Helouin, pero, al mismo tiempo, la domaba; sin embargo, si sólohubiera arriesgado perderse con su cómplice, no dudo que le hubieraprestado inmediatamente, y con más razón, un servicio análogo al que mehabía dispensado la víspera; pero era probable que, cediendo á su celosacólera y confesando su ingrata duplicidad, se perdiera sola; y teníatoda la inteligencia necesaria para comprenderlo. El señor de Bevallan,en efecto, no era hombre para haberse franqueado contra ella sinreservarse alguna arma severa, que, en caso necesario, usaría coninhumana sangre fría. La señorita Helouin podía decirse en verdad, quela víspera se había dado fe, bajo su sola palabra, á denuncias mucho másfalsas; pero no ignoraba, que una mentira que adula ó hiere el corazón,halla crédito más fácilmente que una verdad indiferente. Resignábase,pues, no sin sentir amargamente, lo supongo, pues comprendía que el armade la traición se vuelve algunas veces contra la mano que la dirige.

Durante este día y los que le siguieron me vi sometido á un género desuplicio, que había previsto, pero cuyos punzantes detalles no habíapodido calcular. El casamiento había sido fijado para dentro de un mes;deben hacerse, pues, sin retardo y apresuradamente todos lospreparativos. Los ramos de la señora Prevost llegaron regularmente cadamañana; los encajes, las telas, los dijes afluyeron en seguida y fueronexpuestos noche á noche en el salón, á los ojos de las alborotadas ycelosas amigas.

Fué preciso dar sobre todo esto, mi opinión y misconsejos. La señorita Margarita lo solicitaba con una especie deafectación cruel. Yo obedecía con agrado; luego entraba en mi torre,tomaba de un cajón secreto el despedazado pañuelo que con riesgo de mivida había salvado y enjugaba mis ojos.

¡Cobardía aún! pero ¿qué hacer?La amo. La perfidia, la enemistad, errores irreparables, su orgullo y elmío, nos separaban para siempre. ¡Sea! ¡pero nada impedirá á estecorazón vivir y morir por ella!

Por lo que respecta al señor de Bevallan, no sentía odio alguno contraél; no lo merece. Es un alma vulgar pero inofensiva.

Podía, á Diosgracias, recibir sin hipocresía las demostraciones de su trivialbenevolencia y poner con tranquilidad mi mano entre las suyas; pero sisu nula personalidad escapaba á mi odio, sentía con una angustiaprofunda, desgarradora, hasta qué punto aquel hombre era indigno de laencantadora criatura que poseería muy luego, y á quién jamáscomprendería. Expresar el cúmulo de pensamientos amargos, de sensacionessin nombre que sublevaban mi alma y que sublevan aún la imagen próximade esta odiosa y desigual alianza, no lo podré, ni lo osaré jamás.

Elamor verdadero tiene algo de sagrado, que imprime un caráctersobrehumano á los dolores como á las alegrías que nos da. Hay en lamujer que se ama no sé qué divinidad, cuyo secreto parece que uno soloposee, que sólo á uno pertenece y cuyo velo no puede ser tocado por unamano extraña, sin hacernos sentir un horror que no se parece á otroalguno: el estremecimiento de un sacrilegio. ¡No es solamente un bienprecioso que se nos arrebata; es un altar que se profana en nosotros, unmisterio que se viola, un Dios que se ultraja! ¡Ved ahí los celos, almenos los míos! Creía muy sinceramente, que sólo yo en el mundo teníaojos, inteligencia y corazón, capaces de ver, de comprender y de adoraren todas sus perfecciones la belleza de ese ángel, que con cualquierotro se hallaría como extraviada y perdida, que estaba destinada á mísolo, en cuerpo y alma, por toda la eternidad. Sentía este orgulloinmenso, bastan