La Novela de un Joven Pobre by Octave Feuillet - HTML preview

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»Al volver á Francia, en mi vejez, me informé de la situación de losChampcey d'Hauterive: era dichosa y opulenta. Continué guardando unprofundo silencio. ¡Que mis hijos me perdonen!

No he podido hallarvalor, mientras he vivido, para sonrojarme en su presencia; pero lamuerte debe entregarles este secreto, del que usarán según lasinspiraciones de su conciencia. Por mi parte, sólo tengo una súplica quehacerles: habrá, tarde ó temprano, una guerra entre la Francia y suvecina del otro lado del Canal; nos odiamos demasiado; será menesterreñir; que nosotros los traguemos ó que ellos nos traguen. Si estaguerra estallara viviendo alguno de mis hijos ó de mis nietos, deseo quedonen al Estado una corbeta armada y equipada, con la condición de quese llame La Savage y la mande un bretón. A cada andanada que descarguesobre la costa de Inglaterra, mis huesos se estremecerán de contento ensu tumba.— Ricardo Savage, conocido por Laroque

Los recuerdos que despertó repentinamente en mi imaginación estaespantosa confesión, me confirmaron su exactitud. Había oído contarveinte veces á mi padre, con una mezcla de orgullo y de amargura, elrasgo de la vida de mi abuelo á que se hacía alusión en ella. Solamenteque se creía en mi familia que Ricardo Savage, cuyo nombre tenía muypresente, había sido la víctima y no el promotor de la traición, ó de lacasualidad que había entregado al comandante de la Thetis.

Me expliqué entonces las singularidades que á menudo me habían llamadola atención en el carácter del viejo marino, y en particular su actitudtímida y pensativa cuando se hallaba frente á frente conmigo. Mi padrehabía dicho siempre que yo era un vivo retrato de mi abuelo, el MarquésSantiago, y sin duda, algunos resplandores de esta semejanza penetrabande tiempo en tiempo, atravesando las nubes de su cerebro, hasta laconciencia confusa de aquel anciano.

Apenas dueño de esta secreta revelación, caí en una horribleperplejidad. Por mi parte, sólo sentí un débil rencor contra esteinfortunado, en quien las flaquezas del sentido moral habían sidopurgadas por una larga vida de arrepentimiento, y por una pasión dedesesperación y de odio, que no carecía de grandeza. Yo mismo no podíarespirar, sin una especie de admiración, el soplo salvaje que anima aúnestas líneas trazadas por una mano culpable, pero heroica. Entretanto,¿qué debía yo hacer de este terrible secreto? Lo que se me ocurrió depronto, fué el pensamiento de que él destruía todo obstáculo entreMargarita y yo, que en adelante aquella fortuna que nos había separadodebía ser entre nosotros un lazo casi obligatorio, pues yo sólo en elmundo podía legitimarla, dividiéndola. A la verdad, este secreto no eramío, y aun cuando la más inocente de las casualidades me lo hubierahecho conocer, puede ser que la estricta probidad exigiese que lo dejarallegar en su hora, á las manos á que está destinado; ¡pero cómo, siesperando ese momento el mal irreparable se consumiría! ¡Los lazos másindisolubles nos separarían! ¡La piedra de la tumba iba á caer parasiempre sobre mi amor, sobre mis esperanzas, sobre mi corazóninconsolable! ¿Y lo soportaría cuando podía impedirlo con una solapalabra? Y estas pobres mujeres, el día en que la fatal verdad hagasonrojar sus frentes, es muy probable dividirán conmigo mis pesares y midesesperación. Y exclamarán las primeras: ¡Ah! si lo sabía usted ¿porqué no había hablado?

Pues bien; ni hoy, ni mañana, ni nunca: si sólo de mí depende, lavergüenza no sonrojará estas dos nobles frentes. Yo no compraré mifelicidad á precio de su humillación. Este secreto que sólo yo poseo,que ese anciano mudo para siempre, no puede él mismo traicionar, ya noexiste; la llama lo ha devorado.

Lo he pensado bien. Comprendo lo que me he atrevido á hacer. Era untestamento, una acta sagrada y la he destruido.

Además, no era yo sóloel que ganaba. Estoy encargado de mi hermana, que hallaría en él unafortuna, y sin consultarla, mi mano la ha sumergido de nuevo en lapobreza. Sé todo esto; pero dos almas puras, elevadas y orgullosas, noserán deshonradas, ni aniquiladas bajo el peso de un crimen de que soninocentes.

Había en esto un principio de equidad que me ha parecidosuperior á toda justicia literal. Si á mi vez he cometido un crimen, yoresponderé de él... Pero esta lucha me ha destrozado y ya no puedo más.

4

de

octubre.

El señor Laubepin llegó, en fin, ayer noche. Vino á apretarme la mano.Estaba preocupado, brusco y descontento. Hablóme brevemente delmatrimonio que se preparaba.

—Operación muy afortunada—dijo,—combinación muy laudable bajo todosrespectos, en que la Naturaleza y la sociedad hallan á la vez lasgarantías que tienen el derecho de exigir semejantes circunstancias.Después de lo cual, joven—me dijo—

le deseo una buena noche, mientrasyo voy á ocuparme en despejar el terreno delicado de las convencionespreliminares, á fin de que el carro interesante del matrimonio llegue ásu término sin inconvenientes.

Hoy á la una del día se reunirán en el salón con el aparato y concursoacostumbrados, para proceder á la firma del contrato.

Yo no podíaasistir á esa fiesta, y bendije mi herida que me libraba de semejantesuplicio. Escribía á mi querida Elena, á quien me esforzaba más quenunca á ofrecer mi alma entera, cuando á eso de las tres de la tarde,entraron en mi cuarto el señor Laubepin y la señorita de Porhoet. Elseñor Laubepin en sus frecuentes viajes al castillo de Laroque, no habíapodido dejar de apreciar las virtudes de mi venerable amiga y se haformado, desde largo tiempo, entre los dos ancianos, una amistadplatónica y respetuosa, cuyo carácter se esfuerza en vano el doctorDesmarest en desnaturalizar. Después de un cambio de ceremonias, desaludos y de reverencias interminables, tomaron las sillas que lespresenté y ambos se pusieron á contemplarme con un aire de gravebeatitud.

—Y bien—pregunté—¿se terminó?

—Se terminó—respondieron al mismo tiempo.

—Muy bien—añadió la señorita de Porhoet.

—Maravillosamente—agregó el señor Laubepin, añadiendo después de unapausa:—El Bevallan se fué al diablo.

—Y la jovencita Helouin por el mismo camino—continuó la señorita dePorhoet.

—¡Dios mío! ¿qué es lo que pasa?—dije, arrojando un grito de sorpresa.

—Amigo mío—me respondió el señor Laubepin;—la unión proyectadapresentaba todas las ventajas deseables, y habría asegurado, á nodudarlo, la felicidad común de los cónyuges, si el matrimonio fuera unaasociación puramente comercial, pero está muy lejos de serlo. Mi deber,cuando mi concurso fué exigido en esta circunstancia interesante, erapues, consultar la inclinación de los corazones y las conveniencias delos caracteres, no menos que la proporción de las fortunas; pero creíobservar desde luego, que el matrimonio que se preparaba tenía elinconveniente de no satisfacer á nadie, ni á mi excelente amiga laseñora de Laroque, ni á la interesante novia, ni á los amigos másilustrados de estas damas; á nadie, en fin, sino probablemente al novio,de quien me cuido mediocremente. Es verdad (debo esta nota á la señoritade Porhoet), es verdad—

decía—que el novio es gentilhombre.

Gentleman, si le parece—interrumpió la señorita de Porhoet con unacento severo.

Gentleman—continuó el señor Laubepin, aceptando la enmienda:—peroes una especie de gentleman que no me gusta.

—Ni á mí—dijo la señorita de Porhoet.—Bellacos de esta especie,palafreneros sin costumbres, como éste, que vimos salir en el últimosiglo, dirigidos por el entonces Duque de Chartres, de las caballerizasinglesas para preludiar la revolución.

—¡Oh, si no hubieran hecho más que preludiarla!—dijo sentenciosamenteel señor Laubepin—se les perdonaría.

—Le pido un millón de excusas, mi querido señor, pero hable.

Por lodemás, no se trata de eso; tenga usted á bien continuar.

—Pues bien—prosiguió el señor Laubepin,—viendo que en general semarchaba á esta boda como á un convoy fúnebre, busqué algún medio á lavez honorable y legal, si no de volver al señor de Bevallan su palabra,al menos de hacérsela recoger. El proceder era tanto más lícito, cuantoque en mi ausencia el señor de Bevallan había abusado de lainexperiencia de mi excelente amiga la señora de Laroque, y de lainexperiencia de mi colega de la villa vecina, para hacerse asegurarventajas exorbitantes.

Sin separarme de la letra de las convenciones,conseguí modificar sencillamente su espíritu. Sin embargo, el honor y lapalabra dada me imponían límites que no pude ultrapasar. El contrato, ápesar de todo, quedaba aún suficientemente ventajoso para que un hombredotado de alguna elevación de espíritu y animado de una verdaderaternura por su futura, pudiese aceptarlo con confianza. ¿El señor deBevallan, sería hombre capaz de ello? Debimos correr riesgo. Le aseguroque no dejaba de hallarme conmovido, cuando comencé esta mañana, ante unimponente auditorio, la lectura de esta acta irrevocable.

—Por mi parte—interrumpió la señorita de Porhoet—no tenía una solagota de sangre en las venas. La primera parte del contrato, era tanconveniente para el enemigo, que lo creí todo perdido.

—Sin duda, señorita; pero como decimos nosotros entre augures, elveneno está en la cola, in cauda venenum. Era verdaderamenteagradable, amigo mío, ver la fisonomía del señor de Bevallan y la de micolega de Rennes, que le acompañaba, cuando llegué á descubrirbruscamente mis baterías. Al principio se miraron en silencio: luegocuchichearon; se levantaron por fin y aproximándose á la mesa ante lacual me hallaba sentado, me pidieron en voz baja explicaciones.

—Hablen alto, si gustan, señores—les dije:—no hay aquí necesidad demisterios. ¿Qué quieren?

El público empezaba á prestar atención. El señor de Bevallan sin alzarla voz me insinuó, que este contrato era una obra de desconfianza.

—¡Una obra de desconfianza, señor!—respondí en el tono más elevado demi garganta.—¿Qué pretende decir con eso? ¿Es contra la señora deLaroque, contra mí, ó contra mi colega aquí presente, que dirigesemejante imputación?...

—¡Chit, silencio! nada de bulla,—dijo entonces el notario de Rennes,con el acento más discreto; pero veamos, estaba convenido al principioque el régimen dotal sería separado.

—¿El régimen dotal, señor? ¿Y en dónde se trata aquí de régimen dotal?

—Vamos, compañero, bien ve que lo restablece por un subterfugio.

—¿Subterfugio, colega? ¡Permítame que como más antiguo le pida borraresa palabra de su vocabulario!

—Pero, en fin—murmuró el señor de Bevallan,—se me ligan las manos detodos lados, se me trata como á un chiquillo.

—¿Cómo, señor, qué es lo que hacemos en este momento? ¿Es esto uncontrato ó un testamento? ¿Olvida usted que la señora de Laroque vive,que su padre vive, que se casa, señor, pero que no hereda? ¡Un poco depaciencia; qué diablo!

A estas palabras la señorita Margarita se levantó.—Bastaya—

dijo;—señor Laubepin, arroje usted al fuego ese contrato.

Madremía, haga usted volver al señor sus presentes,—saliendo en seguida conun paso de reina ultrajada. La señora de Laroque la siguió. Al mismotiempo lancé el contrato en la chimenea.

—Señor—me dijo entonces el señor de Bevallan con tono amenazador—hayaquí una intriga cuyo secreto sabré.

—Señor, voy á decírselo—respondí.—Una joven que con justo orgullo seestima á sí misma, había concebido el temor de que sus pretensionesamorosas sólo se dirigían á su fortuna; ha querido cerciorarse de ello,y no le cabe duda alguna. Tengo el honor de saludarle.

En seguida, amigo mío, fuí á reunirme con las señoras, que me saltaronal cuello. Un cuarto de hora después, el señor de Bevallan dejaba elcastillo con mi colega de Rennes. Su partida y su desgracia han tenidopor efecto inevitable desencadenar contra él todas las lenguas de loscriados, y su imprudente intriga con la señorita Helouin ha estalladomuy luego. La joven, sospechosa hacía algún tiempo por otros motivos, hapedido permiso para retirarse, y no se le ha negado. Inútil es agregar,que las señoras le aseguran una existencia honorable...

¡Y bien, hijomío! ¿qué dice de todo esto? ¿Le hace sufrir más?

Está tan pálido comoun muerto...

La verdad es, que estas noticias inesperadas habían excitado en mítantas emociones agradables y penosas á la vez, que me sentía próximo ádesfallecer.

* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *

* * * * * * * * * * * * * * * * * * * * *

* *

El señor Laubepin que debe partir mañana al amanecer, volvió esta nocheá despedirse de mí. Después de algunas palabras embarazosas de parte áparte:

—¡Ah, mi querido niño!—me dijo—no le interrogo sobre lo que aquípasa: pero si tiene usted necesidad de un confidente y un consejero, lepediría la preferencia.

Yo no podía efectivamente desahogarme en un corazón más amigo, ni másseguro. Hice al digno anciano un relato detallado de todas lascircunstancias que han señalado desde mi llegada al castillo, misrelaciones particulares con la señorita Margarita.

Hasta le he leídoalgunos trozos de este diario, para precisar mejor el estado de esasrelaciones y también el estado de mi alma. Excepto el secreto que habíadescubierto la víspera en los archivos del señor Laroque, nada le heocultado.

Cuando terminé, el señor Laubepin cuya frente se había puesto recelosahacía un momento, tomó la palabra.

—Es inútil disimular, amigo mío—dijo—que al enviarle aquí,premeditaba unirlo con la señorita Laroque. Al principio todo marchóconforme á mis deseos. Los dos corazones, que según mi opinión, sondignos el uno del otro, no han podido aproximarse

sin

entenderse:

peroese

extravagante

acontecimiento, cuyo teatro romántico ha sido la torred'Elven, confieso que me desconcierta enteramente. ¡Qué diantre!querido joven, saltar por la ventana, á riesgo de romperse la cabeza,era, permítame que se lo diga, una demostración muy suficiente de sudesinterés; fué, pues, muy supérfluo agregar á este paso honorable ydelicado, el juramento solemne de no casarse jamás con esa pobre niña áno ser eventualidades que es absolutamente imposible esperar. Yo metengo por hombre de recursos, pero me reconozco enteramente incapaz dedar á usted doscientos mil francos de rentas ó de quitárselos á laseñorita Laroque.

—Entonces, señor, déme un consejo. Tengo más confianza en usted, que enmí mismo, pues conozco que el infortunio expuesto siempre á la sospecha,ha podido irritarme hasta el exceso las susceptibilidades de mi honor.Hable. Me inducirá usted á olvidar el juramento indiscreto pero solemne,sin embargo, que en este momento es, según creo, lo único que me separade la dicha, que había soñado para su hijo adoptivo.

El señor Laubepin se levantó; sus espesas pestañas cayeron sobre susojos, y recorrió la habitación á grandes pasos durante algunos minutos;luego, deteniéndose ante mí, y tomándome la mano con fuerza:

—Joven—me dijo—es cierto, le amo como á un hijo; pero aun cuandodebiera despedazar su corazón y el mío con el suyo, jamás transigirécon mis principios. Mejor es ultrapasar el honor que quedarse atrás deél: en materia de juramentos, todos los que no son exigidos bajo lapunta de un puñal ó ante la boca de una pistola, es menester no hacerlosó cumplirlos: esa es mi opinión.

—Y también la mía. Mañana partiré con usted.

—No, Máximo, permanezca aquí algún tiempo todavía. Yo no creo enmilagros, pero creo en Dios, que rara vez permite que sucumbamos pornuestras virtudes... Demos un plazo á la Providencia... Sé que le pidoun gran esfuerzo de valor, pero lo reclamo formalmente de su amistad. Sien un mes no recibe noticias mías, entonces partirá.

12

de

octubre.

Hace dos días que puedo salir de mi retiro y pasar al castillo.

No habíavisto á la señorita Margarita desde el instante de nuestra separación enla torre d'Elven. Cuando entré, estaba sola en el salón; al reconocermehizo un movimiento involuntario como para levantarse, pero permanecióinmóvil y su fisonomía se coloreó repentinamente de una púrpuraardiente. Esta fué contagiosa, por que yo mismo sentí que me enrojecíahasta la frente.

—¿Cómo está usted, señor?—me dijo al tenderme la mano, pronunciandoestas simples palabras con un tono de voz tan dulce, tan humilde, ¡ay!tan tierno, que habría querido arrojarme de rodillas ante ella. Sinembargo, fué preciso contestarla en el tono de una política helada. Memiró dolorosamente: luego bajó sus grandes ojos con aire de resignacióny continuó su trabajo.

Casi en el mismo instante, su madre la hizo llamar al lado de su abuelo,cuyo estado se agravaba notablemente. Hacía muchos días que habíaperdido la voz y el movimiento; la parálisis le había invadido casientero. Los últimos destellos de su vida intelectual se habíanextinguido: únicamente persistía la sensibilidad con el sufrimiento. Nopodía dudarse que el fin del anciano se aproximaba, pero la vida habíatomado posesión muy fuertemente de aquel enérgico corazón, paradesprenderse de él, sin una lucha obstinada. El doctor había anunciadoque la agonía sería larga. Desde la aparición del peligro, la señora deLaroque y su hija le habían prodigado sus esfuerzos y sus vigilias conla abnegación apasionada y el entusiasmo del sacrificio, que son lavirtud especial y la gloria de su sexo. Anteayer en la noche, sucumbíanya á la fatiga y á la fiebre; el doctor Desmarest y yo, nos ofrecimospara suplirlas al lado del señor Laroque durante la noche que comenzaba.Consintieron en descansar algunas horas.

El doctor muy fatigado también,no tardó en anunciarme que iba á recostarse en un lecho que había en lapieza vecina.

—Yo no sirvo aquí para nada—me dijo;—todo está hecho, usted lo ve, yani sufre el pobre hombre... Es un estado de letargo que no tiene nada dedesagradable, y cuyo despertar será la muerte... de consiguiente puedeuno estar tranquilo. Si nota algún cambio, me llama, pero creo que estono sucederá hasta mañana.

Entre tanto yo me muero de sueño.—Lanzó unbostezo sonoro y salió. Su lenguaje y su sangre fría ante el moribundome chocaron. Es, sin embargo, un hombre excelente, pero para tributar ála muerte el respeto que le es debido, es necesario no ver únicamente lamateria bruta que ella disuelve, sino también creer en el principioinmortal que desliga.

Una vez solo en la cámara fúnebre, me senté al pie del lecho cuyascortinas habían sido levantadas, y traté de leer á la claridad de unalámpara que había cerca de mí, en una pequeña mesa. El libro cayó de mismanos: no podía separar mi pensamiento de la singular combinación deacontecimientos, que después de tantos años, daba á este culpableanciano al nieto de su víctima por testigo y protector de su últimosueño. Luego en medio de la calma profunda, de la hora y del lugar,evocaba á mi pesar las escenas tumultuosas y las sanguinarias violenciasque habían llenado esta existencia que acababa. Buscaba impresión lejanade ellas, en la fisonomía de aquel agonizante secular, sobre sus grandesrasgos cuyo pálido relieve se dibujaba en la sombra, como el de unamáscara de yeso, y sólo veía en ellos la gravedad y el reposo prematurosde la tumba. Por intervalos me aproximaba á la cabecera, paraasegurarme si el soplo vital movía aún aquel pecho destruido.

En fin, hacia la media noche, me invadió una somnolencia irresistible yme dormí con la frente apoyada sobre la mano.

Repentinamente fuídespertado por no sé qué lúgubres estremecimientos; levanté los ojos ysentí pasar un escalofrío por la médula de mis huesos. El anciano sehallaba medio levantado en su lecho, y tenía fija sobre mí una miradaatenta, asombrada, en que brillaba la expresión de una vida y de unainteligencia que hasta entonces me habían sido desconocidas. Cuando mimirada encontró la suya, el espectro se estremeció; abrió sus brazos encruz, y me dijo con una voz suplicante, cuyo timbre extraño suspendió elmovimiento de mi corazón.

—¡Señor Marqués, perdóneme!

Quise levantarme, quise hablar, pero en vano. Me hallaba petrificado enmi sillón.

—¡Señor Marqués—continuó,—dígnese perdonarme!

Hallé en fin la fuerza suficiente para acercarme á él; á manera que yome aproximaba, él se retiraba penosamente hacia atrás como para escapará un contacto pavoroso. Levanté una mano, y bajándola suavemente antesus ojos desmesuradamente abiertos y desesperados de terror.

—¡Morid en paz!—le dije—¡Yo le perdono!

No había aún acabado estas palabras cuando su fisonomía marchita seiluminó con un relámpago de alegría y de juventud.

Al mismo tiempobrotaron dos lágrimas de sus hundidas órbitas.

Extendió sus manos haciamí: repentinamente, aquella mano se cerró con violencia y se extendió enel espacio con un gesto amenazador: vi revolverse y rodar sus ojos entresus órbitas dilatadas, como si una bala le hubiera herido el corazón.

—¡Oh! inglés—murmuró.

Volvió á caer sobre la almohada como una masa inerte. Estaba muerto.

Llamé apresuradamente, y todos acudieron. Muy luego fué rodeado depiadosas lágrimas y oraciones. Yo me retiré con el alma

profundamenteconmovida

por

aquella

escena

extraordinaria, que debía permanecersecreta para siempre, entre aquel muerto y yo.

Este triste suceso de familia ha hecho pesar sobre mí cuidados y deberesde que tenía necesidad para justificar á mis propios ojos laprolongación de mi morada en la casa. Me es imposible concebir en virtudde qué motivos el señor Laubepin me ha aconsejado que demorare mipartida. ¿Qué puedo esperar de este aplazamiento? Me parece que estacircunstancia ha cedido á una especie de vaga superstición y dedebilidad pueril, á que no debía haberse doblegado jamás una alma de sutemple y á la que yo mismo he hecho mal en someterme. ¿Cómo no comprendíque me imponía con un aumento de inútil sufrimiento, un papel sinfranqueza y sin dignidad? ¿Qué haré yo en adelante? ¿No es ahora cuandocon justo motivo, podría reprochárseme el jugar con los sentimientos mássagrados? Mi primera entrevista con la señorita Margarita había bastadopara revelarme todo el rigor, toda la imposibilidad de la prueba á queme hallaba condenado, cuando la muerte del señor Laroque ha venido á darpor corto tiempo á mis relaciones alguna naturalidad, y una especie debienestar á mi permanencia en el castillo.

Rennes, 16

de octubre.

Todo está dicho, ¡Dios mío! ¡Cuán fuerte era este lazo! ¡De qué maneraenvolvía mi corazón! ¡Hasta qué punto le ha despedazado al romperse!

Ayer en la noche, cerca de las nueve, me hallaba yo de codos en miventana abierta, cuando fuí sorprendido por una débil luz que seaproximaba á mi habitación á través de los sombríos caminos del parque,y en una dirección que no acostumbran traer las gentes del castillo. Uninstante después llamaron á mi puerta, y la señorita de Porhoet entrójadeando.

—Primo—me dijo—tengo que hablar á usted.

—¿Hay alguna desgracia?—le pregunté, mirándola á la cara.

—No, no es eso precisamente. Usted mismo juzgará. Siéntese.

Mi queridohijo; ha pasado usted dos ó tres noches en el castillo durante lapresente semana ¿no ha observado en él nada nuevo ni de singular, en laactitud de las señoras?...

—Nada.

—¿No ha notado al menos en su fisonomía una especie de serenidad noacostumbrada?...

—Sí, tal vez... Apartando la melancolía del reciente duelo me hanparecido más serenas, y aún más dichosas que en otro tiempo.

—Sin duda, le habrían llamado la atención otras particularidades sihubiera usted, como yo, vivido desde hace quince años en su intimidadcotidiana. Así es que á menudo he sorprendido entre ellas los signos deuna inteligencia secreta, de una misteriosa complicidad. A más, sushábitos se han modificado sensiblemente. La señora de Laroque ha echadoá un lado su brasero, su garita, y todas sus inocentes manías decriolla; se levanta á una hora fabulosa y se instala desde la aurora conMargarita delante de la mesa de trabajo. A ambas les ha entrado un gustoapasionado por los bordados, y se informan del dinero que una mujerpuede ganar por día con este género de labor. Para terminar, hay en estoun misterio cuya palabra en vano me desesperaba por encontrar. Ellaacaba de serme revelada y sin deber entrar en los secretos de ustedantes de lo que le convenga, he creído deber transmitírsela sin retardo.

Después de las protestas de absoluta confianza, que me apresuré ádirigirle, la señorita de Porhoet continuó en su lenguaje dulce yfirme:

—La señora de Aubry fué á verme esta noche á hurtadillas; comenzó porarrojarme sus horribles brazos al cuello, lo que no me gustó nada, yluego, á través de mil jeremiadas personales, que excuso repetir, me hasuplicado que detenga á sus parientes sobre el borde de su ruina.

—He aquí lo que ha oído escuchando á través de las puertas, según sugraciosa costumbre; me dijo que esas señoras solicitan en estos momentosautorización para abandonar todos sus bienes á una congregación deRennes, á fin de suprimir entre Margarita y usted los inconvenientes queles separan. No pudiendo hacerle rico, ellas se hacen pobres. Me haparecido imposible, primo, dejar á usted ignorar esta determinación,igualmente digna de esas dos almas generosas y de esas dos cabezasquiméricas. Me excusará agregar que su deber es desbaratar á toda costaese proyecto. Me parece inútil hablar del arrepentimiento queinfaliblemente se prepara á nuestras amigas, y de la responsabilidadterrible que las amenaza; usted lo comprende tan bien como yo. Sipudiera, amigo mío, aceptar en el instante la mano de Margarita, elasunto terminaría del modo más feliz; pero se halla ligado á esterespecto por un compromiso que, por muy ciego, por muy imprudente quehaya sido, no es por eso menos obligatorio para su honor. Sólo le quedaun partido que tomar: dejar este país sin demora y cortar resueltamentetodas las esperanzas que entretiene su permanencia aquí. Cuando hayapartido, me será más fácil volver á esas dos niñas á la razón.

—Pues bien, estoy pronto; partiré esta misma noche.

—Muy bien—continuó:—cuando le doy este consejo amigo mío, yo mismaobedezco á una ley de honor bien rigurosa. Usted endulza los últimosmomentos de mi larga soledad; me ha vuelto la ilusión de los más dulcesencantos de la vida, perdidos por mí hace tantos años. Alejándose ustedhago mi último sacrificio... es inmenso.

Se levantó y me miró un momento sin hablar.

—A mi edad no se abraza á los jóvenes—continuó, sonriendotristemente,—se les bendice. Adiós, querido hijo, y gracias... Que Diosle ayude... Yo besé sus manos temblorosas, y ella me dejóprecipitadamente.

Hice á toda prisa mis aprestos para la partida: luego escribí algunaslíneas á la señora de Laroque. La suplicaba renunciara á una resolucióncuyo alcance no había calculado, y de la que por mi