La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

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—Bueno, ¿y qué más?

—Nada, que Mesía, como era natural, se opuso; dijo que Quintanar y todoVetusta podían atribuir a miedo su ausencia.—Pero Frígilis, que tienecierta influencia sobre don Álvaro, le obligó a darle palabra de honorde que al día siguiente tomaría el tren de Madrid. Parece ser queQuintanar tuvo en sus manos la vida de Álvaro; que pudo matarle de untiro y no le mató. Y

Frígilis invocaba esto y los derechos del maridoultrajado para obligar a Mesía a huir. «Eso no es cobardía—dice quele dijo—eso es hacerse justicia a sí mismo, usted merece la muerte porsu traición y yo le conmutó la pena por el destierro».

—¿Eso dijo Crespo?—Eso.—¡Miren Frígilis!—Tiene mucha confianzacon Álvaro, que le respeta mucho.

—Bueno, ¿y qué más?

—Nada, que Álvaro dio palabra. Pero al día siguiente, ayer por lamañana, cuando estaba ya nuestro don Juan haciendo el equipaje paralargarse, se le presentaron Frígilis y Ronzal en son de desafío. Pareceser que muy temprano don Víctor llamó a Frígilis y le obligó a buscar aTrabuco para ir juntos a desafiar al burlador; Frígilis no tuvo másremedio que obedecer, porque al saber Quintanar que el otro pensabaescapar, amenazó con seguirle al fin del mundo y llamarle cobarde en losperiódicos, en la calle.... Estaba furioso.

—¡Claro, las comedias!—Ello es, que Frígilis tuvo que devolver aÁlvaro la promesa de huir y mandarle buscar padrinos.

—¿Y Mesía?—Es claro; dejó el viaje y buscó padrinos; querían que yofuese uno (mentira) pero después... como yo soy muy amigo de ambos... enfin, se buscó otros... y no parecían.... Sólo Fulgosio, que siempre sepresta a tales enredos... y Bedoya, que al fin es militar....

En general, Joaquinito estaba bien enterado. Mesía se lo había dichotodo al Marquesito que había ido a verle a la fonda.

Lo que no le había dicho era que él tenía mucho miedo; que así como sealegraba de ver rotas aquellas relaciones que iban a acabar con la pocasalud que le quedaba y a dejarle en ridículo a los mismos ojos de Ana,le horrorizaba la idea de verse frente a frente de don Víctor con unaespada o una pistola en la mano.

La proposición primera de Frígilis la aceptó inmediatamente.

«¡Era natural! debía huir, ¿con qué derecho iba él a procurar la muertedel hombre que le había perdonado la vida aquella mañana y a quien élhabía robado la honra? Huiría; al día siguiente, sin falta tomaría eltren».

Ya lo esperaba Frígilis, que sabía a qué atenerse respecto del valor deÁlvaro.

Como que había sido testigo de aquel duelo misterioso, a que aludían lossocios del Casino.

Don Álvaro, por culpa de una mujer, había sido retadoa singular combate por un forastero; todos los padrinos eran de laguarnición menos Frígilis, único vetustense que presenció el lance.

Elduelo era a sable, en el Montico, en una arboleda, de tarde, cerca delobscurecer. Mesía y su adversario estaban en mangas de camisa (seacordaba Frígilis como si hubiese sido el día anterior), estaban enmangas de camisa, sable en mano... ambos pálidos y temblando de frío yde miedo. El cielo encapotado amenazaba desplomarse en torrentes delluvia. Los dos combatientes miraban a las nubes. Frígilis comprendiólo que deseaban. Comenzó la lid soltera y al primer choque de los acerosestalló un trueno y empezaron a caer gotas como puños. Mesía y suadversario temblaban como las ramas de los árboles que batía elviento.... Tan grande fue el chaparrón que los padrinos suspendieron elduelo... que no se continuó. «No habían ido a batirse contra loselementos». Mesía quedó incólume y Crespo implícitamente le dioseguridades de que guardaría el secreto de aquel trance ridículo y de lacobardía del Tenorio vetustense.

Recordando todo esto, Frígilis trató como un zapato a Mesía aquellanoche memorable en que le intimó la huida. Pero—decía bien JoaquínOrgaz—al día siguiente tuvo que devolver su palabra a don Álvaro. Ya nodebía huir. Quintanar se empeñaba en batirse; era aragonés y no cejaría.

«No sé quién me le ha cambiado. Anoche parecía resuelto o poco menos auna solución pacífica, se contentaba con que usted desapareciera; y hoy,cuando fui a verle me encontré al señor de Ronzal, que está presente, allado del lecho de mi amigo».

Ronzal saludó. Mesía se había puesto muy pálido. Estaba metiendo ropablanca en un mundo y suspendió la tarea.

—De modo que...—Que tiene usted que buscar padrinos.

A Frígilis le había disgustado que don Víctor, sin consultar con él,hubiese llamado a Ronzal.

Quintanar creía en la energía del diputado porPernueces y sabía que no estimaba a don Álvaro.

Según el ex-magistrado,era un buen padrino. Error, según Frígilis.

Lo peor fue que no hubo modo de disuadir a Quintanar.

«¡Ni un día se ha de aplazar esto! Ya que mi deshonra es pública, que lareparación lo sea, y además terrible y rápida».

«Pero si tienes fiebre, si estás malo...».

«No importa. Mejor. Si ustedes no van a desafiar a ese hombre, melevanto y busco yo mismo otros padrinos».

No hubo más remedio. Mesía, a regañadientes, y ocultando el pavor comopodía, buscó sus dos padrinos.

Se convino que el duelo fuese a sable. Pero no parecían sables útiles.Además, surgieron dificultades sobre ciertos pormenores. Y así pasó undía.

Al siguiente por la mañana se acordó que se batieran a pistola.

Don Víctor formó entonces su plan. Se alegró de que fuese el duelo apistola.

Pero tampoco parecían pistolas de desafío.

Y pasó otro día. Don Víctor se levantó al siguiente después de pasarsetenta horas en la cama, con fiebre un día entero, impaciente a ratos,angustiado otros, y siempre disimulando en presencia de Ana, que lecuidaba solícita.

Durante aquellas largas horas de cama, con la debilidad que sucedió a lacalentura vinieron accesos de melancolía, y meditacionesfilosófico-religiosas. Don Víctor sintió que el ánimo aflojaba, no poramor a la vida propia, que no creía en gran peligro ante don Álvaro,sino por miedo a los remordimientos. Cuando supo lo de las pistolas,resolvió no matar a su contrario. «Le dejaría cojo. Tiraría a laspiernas. El otro no era probable que le hiriese a él tirando a veintepasos; tendría que ser por una casualidad».

Sin que Ana sospechase nada, porque Mesía había cumplido su palabra,dada a Frígilis, de despedirse por escrito para un viaje electoral,urgentísimo y breve; sin que Ana sospechase por lo menos que se tratabade la vida o la muerte de su esposo y de su amante, salió de casa donVíctor por la puerta del parque acompañado de Frígilis, a la hora en quesolían ir de caza.

En la calleja de Traslacerca les esperaba Ronzal. La mañana estaba fríay la helada sobre la hierba imitaba una somera nevada.

En la carretera de Santianes les esperaba un coche; dentro de él estabaBenítez, el médico de Ana. Al verle don Víctor palideció, pero en nadamás se pudo notar su emoción.

Llegaron, sin hablar apenas durante el viaje, a las tapias del Vivero.Se apearon, y rodeando la quinta del Marqués, entraron en el bosque derobles donde meses antes don Víctor había buscado a su mujer ayudado delMagistral. «¡Cuántas cosas se explicaba ahora que no había comprendidoentonces!». No importaba; la verdad era que del furor que en su corazónhabía hecho estragos después de la visita nocturna de don Fermín, ya noquedaban más que restos apagados: ya no aborrecía a don Álvaro, ya no sefiguraba imposible la vida mientras no muriese aquel hombre: lafilosofía y la religión triunfaban en el ánimo de don Víctor. Estabadecidido a no matar.

Llegaron a lo más alto del bosque; allí había una meseta, y en un clarositio suficiente para medir más de treinta pasos. Las últimascondiciones del duelo eran estas: veinticinco pasos, pudiendo avanzarcinco cada cual. Valía apuntar en los intervalos de las palmadas quehabían de ser muy breves. Lo cierto era que Fulgosio, el coronel, nuncahabía presenciado un duelo a pistola, aunque él aseguraba haber asistidoa muchos, y Ronzal y Bedoya en su vida habían intervenido en semejantesnegocios. Frígilis sólo había visto el duelo frustrado de Mesía.Aquellas condiciones las había copiado el coronel de una novela francesaque le había prestado Bedoya.

Lo único original allí era que Fulgosiojuraba que su honor de soldado no le permitía autorizar un simulacro dedesafío, y que el duelo a pistola y a tal distancia y a la voz de mandosin apuntar y entre dos primerizos, pues primerizo era también Mesía apistola, sería la carabina de Ambrosio.

Bedoya pensó que don Víctor era buen tirador, pero no se atrevió apresentar objeciones a su colega. La parte contraria tampoco tuvo nadaque decir.

Cuando llegaron a la meseta, lugar del duelo, don Víctor y los suyosencontraron solo el terreno. Quince minutos después aparecieron entrelos árboles desnudos don Álvaro y sus padrinos, más el señor donRobustiano Somoza. Mesía estaba hermoso con su palidez mate, y su trajenegro cerrado, elegante y pulquérrimo.

A don Víctor se le saltaron las lágrimas al ver a su enemigo. En aquelinstante hubiera gritado de buena gana: ¡perdono! ¡perdono!... comoJesús en la cruz. Quintanar no tenía miedo, pero desfallecía detristeza; «¡qué amarga era la ironía de la suerte! ¡Él, él iba adisparar sobre aquel guapo mozo que hubiera hecho feliz a Anita, si diezaños antes la hubiera enamorado! ¡Y él... él, Quintanar, estaría a estashoras tranquilo en el Tribunal Supremo o en La Almunia de don Godino!...Todo aquello de matarse era absurdo.... Pero no había remedio. La pruebaera que ya le llamaban, ya le ponían la pistola fría en la mano...».

Frígilis, sereno, por dignidad, pero temiendo una casualidad, la de queMesía tuviera valor para disparar y, por casualidad también, herir aVíctor, Frígilis apretó la mano a Quintanar al dejarle en su puesto dehonor.

Y se separaron testigos y médicos a buena distancia, porque todos temíanuna bala perdida.

Don Álvaro pensó en Dios sin querer. Esta ideaaumentó su pavor; recordó que aquella piedad sólo le acudía en lasenfermedades graves, en la soledad de su lecho de solterón....

Frígilis estaba asustado del valor de aquel hombre.

Mesía mismo se explicaba mal cómo había llegado hasta allí.

Pensando en esto, y mientras apuntaba a don Víctor, sin verle, sin vernada, sin fuerza para apretar el gatillo, oyó tres palmadas rápidas y enseguida una detonación. La bala de Quintanar quemó el pantalón ajustadodel petimetre.

Mesía sintió de repente una fuerza extraña en el corazón; era robusto,la sangre bulló dentro con energía. El instinto de conservación despertócon ímpetu. «Había que defenderse. Si el otro volvía a disparar iba amatarle; ¡era don Víctor, el gran cazador!».

Mesía avanzó cinco pasos y apuntó. En aquel instante se sintió tan bravocomo cualquiera.

¡Era la corazonada! El pulso estaba firme; creía tenerla cabeza de don Víctor apoyada en la boca de su pistola; suavementeoprimió el gatillo frío y... creyó que se le había escapado el tiro.«No, no había sido él quien había disparado, había sido la corazonada».

Ello era que don Víctor Quintanar se arrastraba sobre la hierba cubiertade escarcha, y mordía la tierra.

La bala de Mesía le había entrado en la vejiga, que estaba llena.

Esto lo supieron poco después los médicos, en la casa nueva del Vivero,adonde se trasladó, como se pudo, el cuerpo inerte del digno magistrado.Yacía don Víctor en la misma cama donde meses antes había dormido con eldulce sueño de los niños.

Alrededor del lecho estaban los dos médicos, Frígilis que tenía lágrimasheladas en los ojos, Ronzal, estupefacto, y el coronel Fulgosio lleno deremordimientos. Bedoya había acompañado a Mesía, que pocas horas despuéstomaba el tren de Madrid, tres días más tarde de lo que Frígilis habíapensado.

Pepe, el casero de los Marqueses, con la boca abierta, en pie, pasmado ytriste, esperaba órdenes en la habitación contigua a la del moribundo.Vio salir a Frígilis que enseñaba los puños al cielo, creyéndose solo.

—¿Qué hay, señor? ¿Cómo está ese bendito del Señor?...

Frígilis miró a Pepe como si no le conociera; y como hablando consigomismo dijo:

—La vejiga llena.... La peritonitis de... no sé quién.... Eso dicenellos.

—¿La qué, señor?

—Nada... ¡que se muere de fijo!

Y Frígilis entró en un gabinete, que estaba a obscuras para llorar asolas.

Poco después Pepe vio salir al coronel Fulgosio y detrás a Somoza elmédico.

—¿Y trasladarle a Vetusta?...—decía el militar.

—¡Imposible! ¡Ni soñarlo! ¿Y para qué? Morirá esta tarde de fijo.

Somoza solía equivocarse, anticipando la muerte a sus enfermos.

Esta vez se equivocó dándole a don Víctor más tiempo de vida del que leotorgó la bala de don Álvaro.

Murió Quintanar a las once de la mañana.

El mes de Mayo fue digno de su nombre aquel año en Vetusta. ¡Cosa rara!

Las nubes eternas del Corfín habían vertido todos sus humores en Marzo yen Abril. Los vetustenses salían a la calle como el cuervo de Noé pudosalir del arca, y todos se explicaban que no hubiera vuelto. Después dedos meses pasados debajo del agua, ¡era tan dulce ver el cielo azul,respirar aire y pasearse por prados verdes cubiertos de belloritas queparecen chispas del sol!

Toda Vetusta paseaba. Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera elpie en la calle.

—Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que ha dichoBenítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nervios no secallarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver el sol...vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable... tenga usted caridad...consigo misma. Saldremos muy temprano al amanecer si usted quiere; ¡estáel paseo grande tan hermoso a tales horas! O si no al obscurecer, atomar el fresco, por una carretera.... Por Dios, hija, va usted aenfermar otra vez.

—No, no salgo...—y Ana movía la cabeza como los ciegos—. Por Dios,don Tomás, no me atormenten, no me atormenten con ese empeño.... Yasaldré más adelante... no sé cuándo. Ahora me horroriza la idea de lacalle.... ¡Oh, no, por Dios... no! por Dios me dejen.

Y juntaba las manos y se exaltaba; y Frígilis tenía que callar.

Ocho días había estado Ana entre la vida y la muerte, un mes entero enel lecho sin salir del peligro, dos meses convaleciente, padeciendoataques nerviosos de formas extrañas, que a ella misma le parecíanenfermedades nuevas cada vez.

Frígilis había dicho a la Regenta que Quintanar estaba herido allá enlas marismas de Palomares, que se le había disparado la escopeta y....Pero Ana, espantada, adivinando la verdad, había exigido que se lallevase a las marismas de Palomares inmediatamente....

—«No podía ser, no había tren hasta el día siguiente...».

—«Pues un coche, un coche.... Se me engaña; si eso fuera cierto, ustedestaría al lado de Víctor...».

Frígilis explicó su presencia lo menos mal que pudo.

Las mentiras piadosas fueron inútiles; Ana se dispuso a salir sola, acorrer en busca de su Víctor.... Hubo que decirle una verdad; la muertede su esposo. Quiso verle muerto, pero no pudo moverse; cayó sin sentidoy despertó en el lecho. Dos días creyó Frígilis tenerla engañada,atribuyendo la desgracia a un accidente de la caza. Pero Ana creía laverdad, no lo que le decían; la ausencia de Mesía y la muerte de Víctorse lo explicaron todo.

Y una tarde, a los tres días de la catástrofe, en ausencia de Frígilis,Anselmo entregó a su ama una carta en que don Álvaro explicaba desdeMadrid su desaparición y su silencio.

Cuando Crespo, al obscurecer, entró en la alcoba de Ana, la llamó envano dos, tres veces....

Pidió luz asustado y vio a su amiga como muerta,supina, y sobre el embozo de la cama el pliego perfumado de Mesía.

Y poco después, mientras Benítez traía a la vida con antiespasmódicos ala Regenta y recetaba nuevas medicinas para combatir peligros nuevos,complicaciones del sistema nervioso, Frígilis en el tocador leía lacarta del que siempre llamaba ya para sus adentros cobarde asesino; ydespués de leer el papel asqueroso, lo arrugaba entre sus puños delabrador y decía con voz ronca:

—¡Idiota! ¡infame! ¡grosero! ¡idiota! Don Álvaro en aquel papel queolía a mujerzuela, hablaba con frases románticas e incorrectas de sucrimen, de la muerte de Quintanar, de la ceguera de la pasión. «Habíahuido porque...».

—¡Porque tuviste miedo a la justicia, y a mí también, cobarde!—se dijoFrígilis.

«Había huido porque el remordimiento le arrastró lejos de ella... Peroque el amor le mandaba volver. ¿Volvía? ¿Creía Ana que debía volver? ¿Oque debían juntarse en otra parte, en Madrid por ejemplo?». Todo erafalso, frío, necio, en aquel papel escrito por un egoísta incapaz deamar de veras a los demás, y no menos inepto para saber ser digno en lascircunstancias en que la suerte y sus crímenes le habían puesto.

Ana, que no había podido terminar la lectura de la carta, que habíacaído sobre la almohada como muerta en cuanto vio en aquellos renglonesfangosos la confirmación terminante de sus sospechas, no pudo porentonces pensar en la pequeñez de aquel espíritu miserable que albergabael cuerpo gallardo que ella había creído amar de veras, del que sussentidos habían estado realmente enamorados a su modo. No, en esto nopensó la Regenta hasta mucho más tarde.

En el delirio de la enfermedad grave y larga que Benítez combatiódesesperado, lo que atormentaba el cerebro de Ana era el remordimientomezclado con los disparates plásticos de la fiebre.

Otra vez tuvo miedo a morir, otra vez tuvo el pánico de la locura, lahorrorosa aprensión de perder el juicio y conocerlo ella; y otra vezeste terror superior a todo espanto, la hizo procurar el reposo y seguirlas prescripciones de aquel médico frío, siempre fiel, siempre atento,siempre inteligente.

Días enteros estuvo sin pensar en su adulterio ni en Quintanar; peroesto fue al principio de la mejoría; cuando el cuerpo débil volvió asentir el amor de la vida, a la que se agarraba como un náufrago cansadode luchar con el oleaje de la muerte obscura y amarga.

Con el alimento y la nueva fuerza reapareció el fantasma del crimen.¡Oh, qué evidente era el mal! Ella estaba condenada. Esto era claro comola luz. Pero a ratos, meditando, pensando en su delito, en su dobledelito, en la muerte de Quintanar sobre todo, al remordimiento, que erauna cosa sólida en la conciencia, un mal palpable, una desesperacióndefinida, evidente, se mezclaba, como una niebla que pasa delante de uncuerpo, un vago terror más temible que el infierno, el terror de lalocura, la aprensión de perder el juicio; Ana dejaba de ver tan claro sucrimen; no sabía quién, discutía dentro de ella, inventaba sofismas sincontestación, que no aliviaban el dolor del remordimiento, pero hacíandudar de todo, de que hubiera justicia, crímenes, piedad, Dios, lógica,alma.... Ana. «No, no hay nada, decía aquel tormento del cerebro; no haymás que un juego de dolores, un choque de contrasentidos que puedenhacer que padezcas infinitamente; no hay razón para que tenga límitesesta tortura del espíritu, que duda de todo, de sí mismo también, perono del dolor que es lo único que llega al que dentro de ti siente, queno se sabe cómo es ni lo que es, pero que padece, pues padeces».

Estas logomaquias de la voz interior, para la enferma eran claras,porque no hablaba así en sus adentros sino en vista de lo queexperimentaba; todo esto lo pensaba porque lo observaba dentro de sí:llegaba a no creer más que en su dolor.

Y era como un consuelo, como respirar aire puro, sentir tierra bajo lospies, volver a la luz, el salir de este caos doloroso y volver a laevidencia de la vida, de la lógica, del orden y la consistencia delmundo; aunque fuera para volver a encontrar el recuerdo de un adulterioinfame y de un marido burlado, herido por la bala de un miserablecobarde que huía de un muerto y no había huido del crimen.

Y este mismo placer, esta complacencia egoísta, que ella no podíaevitar, que la sentía aun repugnándole sentirla, era nuevoremordimiento.

Se sorprendía sintiendo un bienestar confuso cuando funcionaba en ellala lógica regularmente y creía en las leyes morales y se veía criminal,claramente criminal, según principios que su razón acataba. Esto erahorrible, pero al fin era vivir en tierra firme, no sobre la masaenferma movediza de disparates del capricho intelectual, no en unaespecie de terremoto interior que era lo peor que podía traer lasensación al cerebro.

Ana explicó todo esto a Benítez como pudo, eludiendo el referirse a susremordimientos.

Pero él comprendió lo que decía y lo que callaba y declaró que elprincipal deber por entonces era librarse del peligro de la muerte.

—¿Quiere usted un suicidio?—¡Oh, no, eso no!—Pues si no hemos desuicidarnos, tenemos que cuidar el cuerpo, y la salud del cuerpo exigeotra vez... todo lo contrario de lo que usted hace.

Usted señora creeque es deber suyo atormentarse recordando, amando lo que fue...

yaborreciendo lo que no debió haber sido.... Todo esto sería muy bueno siusted tuviera fuerzas para soportar ese teje maneje del pensamiento. Nolas tiene usted. Olvido, paz, silencio interior, conversación con elmundo, con la primavera que empieza y que viene a ayudarnos a vivir....Yo le prometo a usted que el día en que la vea fuera de todo cuidado,sana y salva, le diré, si usted quiere: Anita, ahora ya tiene ustedbastante salud para empezar a darse tormento a sí misma.

Y Frígilis hablaba en el mismo sentido.

Y nadie más hablaba, porque Anselmo apenas sabía hablar, Servanda iba yvenía como una estatua de movimiento... y los demás vetustenses noentraban en el caserón de los Ozores después de la muerte de don Víctor.

No entraban. Vetusta la noble estaba escandalizada, horrorizada. Unos aotros, con cara de hipócrita compunción, se ocultaban los buenosvetustenses el íntimo placer que les causaba aquel gran escándalo queera como una novela, algo que interrumpía la monotonía eterna de laciudad triste. Pero ostensiblemente pocos se alegraban de lo ocurrido.¡Era un escándalo! ¡Un adulterio descubierto! ¡Un duelo! ¡Un marido, unex-regente de Audiencia muerto de un pistoletazo en la vejiga! EnVetusta, ni aun en los días de revolución había habido tiros. No habíacostado a nadie un cartucho la conquista de los derechos inalienablesdel hombre. Aquel tiro de Mesía, del que tenía la culpa la Regenta,rompía la tradición pacífica del crimen silencioso, morigerado yprecavido. «Ya se sabía que muchas damas principales de la Encimada y dela Colonia engañaban o habían engañado o estaban a punto de engañar a surespectivo esposo, ¡pero no a tiros!». La envidia que hasta allí sehabía disfrazado de admiración, salió a la calle con toda la amarillezde sus carnes. Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y lafama de virtuosa de la Regenta no sólo Visitación Olías de Cuervo yObdulia Fandiño y la baronesa de la Deuda Flotante, sino también laGobernadora, y la de Páez y la señora de Carraspique y la de Rianzares osea el Gran Constantino, y las criadas de la Marquesa y toda laaristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo... y¡quién lo dijera! la Marquesa misma, aquella doña Rufina tan liberal quecon tanta magnanimidad se absolvía a sí misma de las ligerezas de lajuventud... ¡y otras!

Hablaban mal de Ana Ozores todas las mujeres de Vetusta, y hasta laenvidiaban y despellejaban muchos hombres con alma como la de aquellasmujeres. Glocester en el cabildo, don Custodio a su lado, hablaban deescándalo, de hipocresía, de perversión, de extravíos babilónicos; y enel Casino, Ronzal. Foja, los Orgaz echaban lodo con las dos manos sobrela honra difunta de aquella pobre viuda encerrada entre cuatro paredes.

Obdulia Fandiño, pocas horas después de saberse en el pueblo lacatástrofe, había salido a la calle con su sombrero más grande y suvestido más apretado a las piernas y sus faldas más crujientes, a tomarel aire de la maledicencia, a olfatear el escándalo, a saborear el dejodel crimen que pasaba de boca en boca como una golosina que lamíantodos, disimulando el placer de aquella dulzura pegajosa.

«¿Ven ustedes? decían las miradas triunfantes de la Fandiño. Todas somosiguales».

Y sus labios decían:—¡Pobre Ana! ¡Perdida sin remedio! ¿Con qué carase ha de presentar en público? ¡Como era tan romántica! Hasta unacosa... como esa, tuvo que salirle a ella así... a cañonazos, para quese enterase todo el mundo.

—¿Se acuerdan ustedes del paseo de Viernes Santo?—preguntaba el barón.

—Sí, comparen ustedes.... ¡Quién lo diría!...

—Yo lo diría—exclamaba la Marquesa—. A mí ya me dio mala espinaaquella desfachatez...

aquello de ir enseñando los pies descalzos... malorum signum.

—Sí, malorum signum—repetía la baronesa, como si dijera: et cumspiritu tuo.

—¡Y sobre todo el escándalo!—añadía doña Rufina indignada, después deuna pausa.

—¡El escándalo!—repetía el coro.

—¡La imprudencia, la torpeza!—¡Eso! ¡Eso!—¡Pobre don Víctor!—Sí,pobre, y Dios le haya perdonado... pero él, merecido se lo tenía.

—Merecidísimo.—Miren ustedes que aquella amistad tan íntima....

—Era escandalosa.—Aquello era...—¡Nauseabundo! Esto lo dijo elMarqués de Vegallana, que tenía en la aldea todos sus hijos ilegítimos.

Obdulia asistía a tales conversaciones como a un triunfo de su fama.Ella no había dado nunca escándalos por el estilo. Toda Vetusta sabíaquién era Obdulia... pero ella no había dado ningún escándalo.

Sí, sí, el escándalo era lo peor, aquel duelo funesto también era unacomplicación. Mesía había huido y vivía en Madrid.... Ya se hablaba desus amores reanudados con la Ministra de Palomares.... Vetusta habíaperdido dos de sus personajes más importantes... por culpa de Ana y sutorpeza.

Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue averla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado porlas mientes recoger aquella herencia de Mesía.

La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario fue esta:

—¡Es necesario aislarla.... Nada, nada de trato con la hija de labailarina italiana!

El honor de haber resucitado esta frase perteneció a la baronesa de laBarcaza.

Si Ripamilán hubiera podido salir de su casa, no hubiera respetado aquelacuerdo cruel del gran mundo. Pero el pobre don Cayetano había caídoen su lecho para no levantarse. Allí vivió, siempre contento, dos añosmás.

Acabó su peregrinación en la tierra cantando y recitando versos deVillegas.

La Regenta no tuvo que cerrar la puerta del caserón a nadie, como sehabía prometido, por que nadie vino a verla, se supo que estaba muymala, y los más caritativos se contentaron con preguntar a los criados ya Benítez cómo iba la enferma, a quien solían llamar esa desgraciada.

Ana prefería aquella soledad; ella la hubiera exigido si no se hubieraadelantado Vetusta a sus deseos. Pero cuando, ya convaleciente, volvió apensar en el mundo que la rodeaba, en los años futuros, sintió el hieloambiente y saboreó la amargura de aquella maldad universal. «¡Todos laabandonaban! Lo merecía, pero... de todas maneras ¡qu