—¡Me dejas solo ahora!
—Volveré si quieres... pero... mejor te acostabas pronto. Mañana vendrétemprano.
—Te advierto que no te he dicho que sí.
—Bueno, bueno... adiós.
—Espera, espera... no me dejes solo... todavía. No te he dicho que sí;tal vez... lo piense más y... me decida por seguir el camino opuesto.
—Pero por de pronto, Víctor, prudencia, disimulo.... Es decir, si noquieres exponerte a una desgracia. Ya lo sabes....
—¡Sí, sí! Benítez cree que un gran susto, una impresión fuerte....
—Eso; puede matarla.
—¡Está enferma!
—Sí, más de lo que tú crees.
—¡Está enferma! Y un susto, un susto grande... puede matarla.
—Eso, así como suena.
—Y yo debo subir, y guardar para mí todos estos rencores, toda estahiel tragármela... y disimular, y hablar con ella para que no sospeche yno se asuste... y no se me muera de repente....
—Sí, Víctor, sí; todo eso debes hacer.
—Pero confiesa, Tomás, que todo eso se dice mejor que se hace; ycomprende que ese aldabón me inspire miedo, explícate la razón que tengopara tenerle el mismo asco que si fuera de hierro líquido....
Calló a esto Frígilis.
Llegaban de la estación; estaban en el portal del caserón de los Ozores,que apenas alumbraba a pedazos el farol dorado pendiente del techo.
Quintanar no tenía valor para subir a su casa. No quería llamar. «Iban aabrirle, iba a salir ella, Ana, a su encuentro, se atrevería a sonreírcomo siempre, tal vez a ponerle la frente cerca de los labios para quela besara.... Y él tendría que sonreír, y besar y callar... y acostarsetan sereno como todas las noches.... Tomás debía comprender que aquelloera demasiado...».
Y además, las revelaciones de Frígilis respecto a la salud de Ana lehabían caído al pobre ex-regente como una maza sobre la cabeza. «Aquellaalegría, aquella exaltación que la habían llevado... al crimen, a lainfamia de una traición... eran una enfermedad; Ana podía morir derepente cualquier día; una impresión extraordinaria lo mismo de dolorque de alegría, mejor si era dolorosa, podía matarla en pocas horas...».Esto había contestado Frígilis a la historia de su amigo. A Mesíafusilémosle, había dicho, si eso te consuela; pero hay que esperar, hayque evitar el escándalo, y sobre todo hay que evitar el susto, elespanto que sobrecogería a tu mujer si tú entraras en su alcoba comolos maridos de teatro.... Ana, culpable según las leyes divinas yhumanas, no lo era tanto en concepto de Frígilis que mereciera lamuerte.
—¿Quién quiere matarla? ¡Yo no quiero eso!—había interrumpido donVíctor al oír esto.
Pero Frígilis había replicado:
—Sí quieres tal, si le dices que lo sabes todo. Lo que hay que hacerhay que pensarlo; yo no digo que la perdones, que esa sea la únicasolución; pero confiesa que el perdonar es una solución también.
—Perdonarla es transigir con la deshonra....
—Eso ya lo veríamos. ¿Tú eres cristiano?
—Sí, de todo corazón, más cada día.... Como que ya no veo más refugiopara mi alma que la religión....
—Bueno, pues si eres cristiano ya veremos si debes perdonar o no. Perono se trata de esto todavía; se trata de no cortar el camino al perdón,antes de ver si conviene, dando a tu mujer esa puñalada mortal al entraren su cuarto y gritar: «¡Muera la esposa infiel!» para que ellaconteste:
«¡Jesús mil veces!» y caiga redonda. Yo no sé si diría «Jesúsmil veces» pero de que caería estoy seguro. Y ya ves, antes de matarlahay que ver si tenemos derecho para ello.
—No, yo no le tengo; me lo dice la conciencia....
—Y dice perfectamente. Ni yo tengo derecho para aconsejarte nadatrágico. Cuando te casé con ella, porque yo te casé, Víctor, bien teacordarás, creí hacer la felicidad de ambos....
—Y no parecía que te habías equivocado. La mía la habías hecho. La deella... durante más de diez años pareció que también.
—Sí, pareció; pero la procesión andaba por dentro....
Diez años fue buena: la vida es corta.... No fue tan poco.
—Mira, Frígilis, tu filosofía no es para consolar a un marido en misituación.... Ya sé yo todo lo que tú puedes decirme, y mucho más.... Esono es consolarme....
—Ni yo creo que tu situación admita consuelos más que el del tiempo yla reflexión lenta y larga.... Pero ahora no se trata de ti, se trata deella. ¿Te empeñas en coser el cuerpo con un florete o con una espada aMesía? Sea; pero hay que ver cuándo y cómo. Hay que tener calma.
Despuésde lo que sabes de la enfermedad de Ana, secreto que Benítez me impuso yque rompo por lo apurado del caso, después de saber que puede sucumbirante una revelación semejante....
—¿Pero no es peor hacer lo que hace, que saber que yo lo sé? ¿Quién teasegura a ti que no me despreciará, que no procurará huir con el otro?
—¡Víctor, no seas majadero! El otro... es un zascandil. No hizo más queesperar que cayera el fruto de maduro.... Ella no está enamorada deMesía.... En cuanto vea que es un cobarde y que la abandona antes quepelear por ella... le despreciará, le maldecirá... y en cambio losremordimientos la volverán a ti, a quien siempre quiso.
—¡Que quiso!—Sí, más que a un padre. ¿Qué mejor prueba quieres quetodo lo pasado? ¿Por qué se hizo mística?... Y la pobre... también tuvoque sufrir ataques... creo yo, de otro lado... de...
pero en fin, deesto no hablemos. ¿Por qué luchó, como luchó sin duda? Porque tequería... porque te quiere... te quiere mucho....
—¡Y me vende!—¡Te vende! ¡te vende!... En fin, no hablemos de eso...ya has dicho que no quieres mis filosofías. Ello es, que si armasarriba una escena de honor ultrajado, en seguida hay otra de entierro.
—¡Hombre dices las cosas de un modo!...
—La verdad. Un drama completo. Pero en último caso, si tan irritadoestás, si tan ciego te ves, si no puedes atender a razones, ni a tuconciencia que bien claro te habla; llama, sube, alborota, quema lacasa.... O no hagas tanto, que bastará con que la espantes con tu noticiapara que Ana caiga de espaldas y le estalle dentro una de esas cosas enque tú no crees, pero que son para la vida como los alambres para eltelégrafo. Si estás furioso, si no puedes contenerte, también tú tendrásdisculpa hagas lo que hagas. (Pausa.) Pero si no, Quintanar, no tienesperdón de Dios.
Esto último lo dijo Crespo con voz solemne, grave, vibrante que hizo asu amigo estremecerse.
Después de este diálogo, parte del cual mantuvieron por el camino de laestación a casa, y parte dentro del portal, fue cuando Quintanar seacercó a la puerta para coger el aldabón, y cuando Frígilis exclamó:
—Y ahora mucho cuidado; mira lo que vas a hacer.
Frígilis tenía prisa, quería dejar a don Víctor cuanto antes para correren busca de don Álvaro y advertirle de que Quintanar sabía su traición,para que se abstuviera de asaltar el parque aquella noche y acudir a lacita, si la tenía como era de suponer. Pensaba Crespo que a Víctor no sele había ocurrido, como no se le ocurrieron otras tantas cosas, queaquella noche se repetiría la escena de la anterior, que debía de ser yaantigua costumbre; podía don Álvaro, que no había visto a su víctimacuando le acechaba en el parque, volver a las andadas, sorprenderleQuintanar, y entonces era imposible evitar una tragedia. Además,Frígilis tenía la convicción de que don Álvaro escaparía de Vetusta encuanto él le dijera que Quintanar iba a desafiarle. No le faltabanmotivos para creer muy cobarde al don Juan Tenorio.
«¡Pero aquel Víctor no le dejaba marchar!».
Por fin, después de prometer de nuevo disimular, ocultar su dolor, suira, lo que fuera, pero sólo por aquella noche, llamó el digno regentejubilado con el mismo aldabonazo enérgico y conciso con que hacíaretumbar el patio, cuando la casa era honrada y el jefe de familiarespetado y tal vez querido.
—¡Adiós, adiós, hasta mañana temprano!—dijo Frígilis librándose de lamano trémula que le sujetaba un brazo.
—«¡Egoísta, pensó don Víctor al quedarse solo—; es la única personaque me quiere en el mundo... y es egoísta!».
Se abrió la puerta. Vaciló un momento.... Se le figuró que del patiosalía una corriente de aire helado....
Entró, y al volverse hacia el portal, para cerrar la puerta que dejabaatrás; vio que entraba en su casa un fantasma negro, largo; que paso apaso, por el portal adelante, se acercaba a él y que se le quitaba elsombrero que era de teja.
—¡Mi señor don Víctor!—dijo una voz melosa y temblona.
—¡Cómo! ¿usted? ¡es usted... señor Magistral!... Un temblor frío, comoprecursor de un síncope, le corrió por el cuerpo al ex-regente, mientrasañadía, procurando una voz serena:
—¿A qué debo... a estas horas... la honra...? ¿qué pasa?... ¿Algunadesgracia?...
«Pero este hombre ¿no sabe nada?» se preguntó De Pas que parecía undesenterrado.
Miró a don Víctor a la luz del farol de la escalera y le vio desencajadoel rostro; y don Víctor a él le vio tan pálido y con ojos tales que letuvo un miedo vago, supersticioso, el miedo del mal incierto. Hastallegar allí, el Magistral no había hablado, no había hecho más queestrechar la mano de don Víctor e invitarle con un ademán gracioso yenérgico al par, a subir aquella escalera.
—Pero ¿qué pasa?—repitió don Víctor en voz baja en el primerdescanso.
—¿Viene usted de caza?—contestó el otro con voz débil.
—Sí, señor, con Crespo; ¿pero qué sucede? Hace tanto tiempo... y aestas horas....
—Al despacho, al despacho.... No hay que alarmarse... al despacho....
Anselmo alumbraba por los pasillos del caserón a su amo a quien seguíael Magistral.
—«No pregunta por Ana»—pensó De Pas.
—La señora no ha oído llamar, está en su tocador... ¿quiere el señorque la avise?—preguntó Anselmo.
—¿Eh? no, no, deja... digo... si el señor Magistral quiere hablarme asolas...—y se volvió el amo de la casa al decir esto.
—Bien, sí; al despacho... entremos en su despacho....
Entraron. El temblor de Quintanar era ya visible. «¿Qué iba a decirleaquel hombre? ¿A qué venía?...».
Anselmo encendió dos luces de esperma y salió.
—Oye, si la señora pregunta por mí, que allá voy... que estoyocupado... que me espere en su cuarto.... ¿No es eso? ¿No quiere ustedque estemos solos?
El Magistral aprobó con la cabeza, mientras clavaba los ojos en lapuerta por donde salía Anselmo.
«Ya estaba allí, ya había que hablar... ¿qué iba a decir? Terribletrance; tenía que decir algo y ni una idea remota le acudía para darleluz; no sabía absolutamente nada de lo que podía convenirle decir. ¿Cómohablar sin preguntar antes? ¿Qué sabía don Víctor? esta era lacuestión...
según lo que supiera, así él debía hablar... pero no, no eraesto... había que comenzar por explicarse. Buen apuro». Estaba elMagistral como si don Víctor le hubiera sorprendido allí, en sudespacho, robándole los candeleros de plata en que ardían las velas.
Quintanar daba diente con diente y preguntaba con los ojos muy abiertosy pasmados.
—«¿Usted dirá?» decían aquellas pupilas brillantes y en aquel momentosin más expresión que un tono interrogante.
«Había que hablar».
—¿Tendría usted... por ahí... un poquito de agua?...—dijo don Fermín,que se ahogaba, y que no podía separar la lengua del cielo de la boca.
Don Víctor buscó agua y la encontró en un vaso, sobre la mesilla denoche. El agua estaba llena de polvo, sabía mal. Don Fermín no hubieraextrañado que supiera a vinagre. Estaba en el calvario. Había entrado enaquella casa porque no había podido menos: sabía que necesitaba estarallí, hacer algo, ver, procurar su venganza, pero ignoraba cómo.«Estaba, cerca de las diez de la noche, en el despacho del marido de lamujer que le engañaba a él, a De Pas, y al marido; ¿qué hacía allí?,¿qué iba a decir? Por la memoria excitada del Magistral pasaron todaslas estaciones de aquel día de Pasión. Mientras bebía el vaso de agua, yse limpiaba los labios pálidos y estrechos, sentía pasar las emocionesde aquel día por su cerebro, como un amargor de purga. Por la mañanahabía despertado con fiebre, había llamado a su madre asustado y como nopodía explicarle la causa de su mal había preferido fingirse sano, ylevantarse y salir. Las calles, las gentes brillaban a sus ojos como unresplandor amarillento de cirios lejanos; los pasos y las voces sonabanapagados, los cuerpos sólidos parecían todos huecos; todo parecía tenerla fragilidad del sueño. Antojábasele una crueldad de fiera, un egoísmode piedra, la indiferencia universal; ¿por qué hablaban todos losvetustenses de mil y mil asuntos que a él no le importaban, y por quénadie adivinaba su dolor, ni le compadecía, ni le ayudaba a maldecir alos traidores y a castigarlos?
Había salido de las calles y habíapaseado en el paseo de Verano, ahora triste con su arena húmeda bordadapor las huellas del agua corriente, con sus árboles desnudos y helados.Había paseado pisando con ira, con pasos largos, como si quisiera rasgarla sotana con las rodillas; aquella sotana que se le enredaba entre laspiernas, que era un sarcasmo de la suerte, un trapo de carnaval colgadoal cuello.
«Él, él era el marido, pensaba, y no aquel idiota, que aún no habíamatado a nadie (y ya era medio día) y que debía de saberlo todo desdelas siete. Las leyes del mundo ¡qué farsa! Don Víctor tenía el derechode vengarse y no tenía el deseo; él tenía el deseo, la necesidad dematar y comer lo muerto, y no tenía el derecho.... Era un clérigo, uncanónigo, un prebendado. Otras tantas carcajadas de la suerte que se lereía desde todas partes». En aquellos momentos don Fermín tenía en lacabeza toda una mitología de divinidades burlonas que se conjurabancontra aquel miserable Magistral de Vetusta.
La sotana, azotada por las piernas vigorosas, decía: ras, ras, ras;como una cadena estridente que no ha de romperse.
Sin saber cómo, De Pas había pasado delante de la fonda de Mesía. «Sabíaél que don Álvaro estaba en casa, en la cama. Si, como temía, don Víctorno le había cerrado la salida del parque de los Ozores, si nada habíaocurrido, en el lecho estaba don Álvaro tranquilo, descansando delplacer. Podía subir, entrar en su cuarto, y ahogarle allí... en la cama,entre las almohadas.... Y
era lo que debía hacer; si no lo hacía era uncobarde; temía a su madre, al mundo, a la justicia....
Temía elescándalo, la novedad de ser un criminal descubierto; le sujetaba lainercia de la vida ordinaria, sin grandes aventuras... era un cobarde:un hombre de corazón subía, mataba. Y si el mundo, si los neciosvetustenses, y su madre y el obispo y el papa, preguntaban ¿por qué?
élrespondía a gritos, desde el púlpito si hacía falta: Idiotas ¿que, porqué mato? Por que me han robado a mi mujer, porque me ha engañado mimujer, porque yo había respetado el cuerpo de esa infame para conservarsu alma, y ella, prostituta como todas las mujeres, me roba el almaporque no le he tomado también el cuerpo.... Los mato a los dos porqueolvidé lo que oí al médico de ella, olvidé que ubi irritatio ibifluxus, olvidé ser con ella tan grosero como con otras, olvidé que sucarne divina era carne humana; tuve miedo a su pudor y su pudor me lapega; la creí cuerpo santo y la podredumbre de su cuerpo me estáenvenenando el alma.... Mato porque me engañó; porque sus ojos seclavaban en los míos y me llamaban hermano mayor del alma al compás desus labios que también lo decían sonriendo, mato porque debo, matoporque puedo, porque soy fuerte, porque soy hombre... porque soyfiera...».
Pero no mató. Se acercó a la portería y preguntó... por el señor obispode Nauplia, que estaba de paso en Vetusta.
—Ha salido—le dijeron. Y don Fermín sin ver lo que hacía, dobló unatarjeta y la dejó al portero.
Y volvió a su casa. Se encerró en el despacho. Dijo que no estaba paranadie y se paseó por la estrecha habitación como por una jaula.
Se sentó, escribió dos pliegos. Era una carta a la Regenta. Leyó loescrito y lo rasgó todo en cien pedazos. Volvió a pasear y volvió aescribir, y a rasgar y a cada momento clavaba las uñas en la cabeza.
En aquellas cartas que rasgaba, lloraba, gemía, imprecaba, deprecaba,rugía, arrullaba; unas veces parecían aquellos regueros tortuosos yestrechos de tinta fina, la cloaca de las inmundicias que tenía elMagistral en el alma: la soberbia, la ira, la lascivia engañada ysofocada y provocada, salían a borbotones, como podredumbre líquida yespesa. La pasión hablaba entonces con el murmullo ronco y gutural de labasura corriente y encauzada. Otras veces se quejaba el idealismofantástico del clérigo como una tórtola; recordaba sin rencor, como enuna elegía, los días de la amistad suave, tierna, íntima, de lassonrisas que prometían eterna fidelidad de los espíritus; de las citaspara el cielo, de las promesas fervientes, de las dulces confianzas;recordaba aquellas mañanas de un verano, entre flores y rocío, místicasesperanzas y sabrosa plática, felicidad presente comparable a la futura.Pero entre los quejidos de tórtola el viento volvía a bramar sacudiendola enramada, volvía a rugir el huracán, estallaba el trueno y unsarcasmo cruel y grosero rasgaba el papel como el cielo negro un rayo.«¡Y por quién dejaba Ana la salvación del alma, la compañía de lossantos y la amistad de un corazón fiel y confiado...! ¡por un don Juande similor, por un elegantón de aldea, por un parisién de temporada, porun busto hermoso, por un Narciso estúpido, por un egoísta de yeso, porun alma que ni en el infierno la querrían de puro insustancial, sosa yhueca!...». «Pero ya comprendía él la causa de aquel amor; era la impuralascivia, se había enamorado de la carne fofa, y de menos todavía, de laropa del sastre, de los primores de la planchadora, de la habilidad delzapatero, de la estampa del caballo, de las necedades de la fama, de losescándalos del libertino, del capricho, de la ociosidad, del polvo, delaire.... Hipócrita... hipócrita... lasciva, condenada sin remedio, porvil, por indigna, por embustera, por falsa, por...» y al llegar aquí eracuando furioso contra sí mismo, rasgaba aquellos papeles el Magistral,airado porque no sabía escribir de modo que insultara, que matara, quedespedazara, sin insultar, sin matar, sin despedazar con las palabras.«Aquello no podía mandarse bajo un sobre a una mujer, por más que lamujer lo mereciera todo. No, era más noble sacar de una vaina un puñal yherir, que herir con aquellas letras de veneno escondidas bajo un sobreperfumado».
Pero escribía otra vez, procuraba reportarse, y al cabo la indignación,la franqueza necesaria a su pasión estallaban por otro lado; y entoncesera él mismo quien aparecía hipócrita, lascivo, engañando al mundoentero. «Sí, sí, decía, yo me lo negaba a mí mismo, pero te quería paramí; quería, allá en el fondo de mis entrañas, sin saberlo, como respirosin pensar en ello, quería poseerte, llegar a enseñarte que el amor,nuestro amor, debía ser lo primero; que lo demás era mentira, cosa deniños, conversación inútil; que era lo único real, lo único serio elquererme, sobre todo yo a ti, y huir si hacía falta; y arrojar yo lamáscara, y la ropa negra, y ser quien soy, lejos de aquí donde no lopuedo ser: sí, Anita, sí, yo era un hombre ¿no lo sabías? ¿por eso meengañaste?
Pues mira, a tu amante puedo deshacerle de un golpe; me tienemiedo, sábelo, hasta cuando le miro; si me viera en despoblado, solosfrente a frente, escaparía de mí... Yo soy tu esposo; me lo hasprometido de cien maneras; tu don Víctor no es nadie; mírale como no sequeja: yo soy tu dueño, tú me lo juraste a tu modo; mandaba en tu almaque es lo principal; toda eres mía, sobre todo porque te quiero como tumiserable vetustense y el aragonés no te pueden querer, ¿qué sabenellos, Anita, de estas cosas que sabemos tú y yo...? Sí, tú las sabíastambién... y las olvidastes... por un cacho de carne fofa, relamida portodas las mujeres malas del pueblo.... Besas la carne de la orgía, loslabios que pasaron por todas las pústulas del adulterio, por todas lasheridas del estupro, por...».
Y don Fermín rasgó también esta carta, y en mil pedazos más que todaslas otras. No acertaba a arrojar en el cesto los pedacitos blancos ynegros, y el piso parecía nevado; y sobre aquellas ruinas de suindignación artística se paseaba furioso, deseando algo más suculentopara la ira y la venganza que la tinta y el papel mudo y frío.
Salió otra vez de casa; paseó por los soportales que había en la PlazaNueva, enfrente de la casa de los Ozores.
«¿Qué habría pasado? ¿Habría descubierto algo don Víctor? No; si hubierahabido algo, ya se sabría. Don Víctor habría disparado su escopeta sobredon Álvaro, o se estaría concertando un desafío y ya se sabría; no sesabía nada, nada; luego nada había sucedido».
Dos, tres veces, ya al obscurecer, entró el Magistral en el zaguánobscuro del caserón de la Rinconada. Quería saber algo, espiar losruidos... pero a llamar no se atrevía... «¿A qué iba él allí? ¿Quién lellamaba a él en aquella casa donde en otro tiempo tanto valía suconsejo, tanto se le respetaba y hasta quería? Nadie le llamaba. Nodebía entrar». No entró. «Además, iba pensando mientras se alejaba, siyo me veo frente a ella, ¿qué sé yo lo que haré? Si ese marido indigno,de sangre de horchata, la perdona, yo... yo no la perdono y si latuviera entre mis manos, al alcance de ellas siquiera.... Sabe Dios loque haría. No, no debo entrar en esa casa; me perdería, los perdería atodos».
Y volvió a la suya. Doña Paula entró en el despacho. Hablaron de losnegocios del comercio, de los asuntos de Palacio, de muchas cosas más;pero nada se dijo de lo que preocupaba al hijo y a la madre.
—«No se podía hablar de aquello» pensaba él.
—«No se podía hablar de aquello, ni a solas» pensaba ella.
La madre lo sabía todo. Había comprado el secreto a Petra.
Además, ya ella, por su servicio de policía secreta, y por lo queobservaba directamente, había llegado a comprender que su hijo habíaperdido su poder sobre la Regenta. Si antes la maldecía porque la creíaquerida de su Fermo, ahora la aborrecía porque el desprecio, la burla,el engaño, la herían a ella también. ¡Despreciar a su hijo, abandonarlepor un barbilindo mustio como don Álvaro! El orgullo de la madre dababrincos de cólera dentro de doña Paula. «Su hijo era lo mejor del mundo.Era pecado enamorarse de él, porque era clérigo; pero mayor pecado eraengañarle, clavarle aquellas espinas en el alma.... ¡Y pensar que nohabía modo de vengarse! No, no lo había». Y lo que más temía doña Paulaera que el Magistral no pudiera sufrir sus celos, su ira, y cometiesealgún delito escandaloso.
La desesperaba la imposibilidad de consolarle, de aconsejarle.
A doña Paula se le ocurría un medio de castigar a los infames, sobretodo al barbilindo agostado; este medio era divulgar el crimen, propalarel ominoso adulterio, y excitar al don Quijote de don Víctor para quesaliera lanza en ristre a matar a don Álvaro.
«Y nada de esto se le podía decir a Fermo».
Doña Paula entraba, salía, hablaba de todo, observaba todos los gestosde su hijo, aquella palidez, aquella voz ronca, aquel temblor de manos,aquel ir y venir por el despacho.
«¡Qué no hubiera dado ella por insinuarle el modo de vengarse! Sí, bienmerecía aquel hijo de las entrañas que se le arrancasen aquellas espinasdel alma. ¡Había sido tan buen hijo! ¡Había sido tan hábil paraconservar y engrandecer el prestigio que le disputaban!». Desde que doñaPaula vio que «no estallaba un escándalo», que don Fermín mostrabadiscreción y cautela incomparables en sus extrañas relaciones con laRegenta, se lo perdonó todo y dejó de molestarle con sus amonestaciones.Y después del triunfo de su hijo sobre la impiedad representada en donPompeyo Guimarán, después de aquella conversión gloriosa, su madre leadmiraba con nuevo fervor y procuraba ayudarle en la satisfacción de susdeseos íntimos, guardando siempre los miramientos que exigía lo que ellareputaba decencia.
No, no se podía hablar de aquello que tanto importaba a los dos; y alfin doña Paula dejó solo a don Fermín; subió a su cuarto. Y desde allí,en vela, se propuso espiar los pasos de su hijo, que continuabamoviéndose abajo: le oía ella vagamente.
Sí, don Fermín, que cerró la puerta del despacho con llave en cuanto sequedó solo, se movía mucho: tenía fiebre. Se le ocurrían proyectosdisparatados, crímenes de tragedia, pero los desechaba en seguida.«Estaba atado por todas partes». Cualquier atrocidad de las que se leocurrían, que podía ser sublime en otro, en él se le antojaba, antetodo, grotesca, ridícula.
Pero aquella sotana le quemaba el cuerpo. La idea de maníaco de queestaba vestido de máscara llegó a ser una obsesión intolerable. Sinsaber lo que hacía, y sin poder contenerse, corrió a un armario, sacó deél su traje de cazador, que solía usar algunos años allá en Matalerejo,para perseguir alimañas por los vericuetos; y se transformó el clérigoen dos minutos en un montañés esbelto, fornido, que lucía apuesto tallecon aquella ropa parda ceñida al cuerpo fuerte y de elegancia natural yvaronil, lleno de juventud todavía. Se miró al espejo. «Aquello ya eraun hombre». La Regenta nunca le había visto así.
«En el armario había un cuchillo de montaña».
Lo buscó, lo encontró y lo colgó del cinto de cuero negro. La hojarelucía, el filo señalado por rayos luminosos, parecía tener unaexpresión de armonía con la pasión del clérigo. El Magistral leencontraba una música al filo insinuante.
«Podía salir de casa, ya era de noche, noche cerrada, ya habría pocagente por las calles, nadie le reconocería con aquel traje de cazadormontañés; podía ir a esperar a don Álvaro a la calleja de Traslacerca, ala esquina por donde decía Petra que le había visto trepar una noche.Don Álvaro, si don Víctor no había descubierto nada o si no sabía quedon Víctor le había descubierto, volvería otra vez, como todas lasnoches acaso... y él, don Fermín, podía esperarle al pie de la tapia, enla calleja, en la obscuridad... y allí, cuerpo a cuerpo, obligándole aluchar, vencerle, derribarle, matarle.... ¡Para eso serviría aquelcuchillo!».
Doña Paula se movió arriba. Crujieron las tablas del techo.
Como si las ideas de la madre se hubiesen filtrado por la madera y caídoen el cerebro del hijo, don Fermín pensó de repente:
«Pero, no, todos estos son disparates; yo no puedo asesinar con un puñala ese infame.... No tengo el valor de ese género. Estas son necedades denovela. ¿Para qué pensar en lo que no he de hacer nunca? No hay másremedio que utilizar el valor y las ideas románticas y caballerescas dedon Víctor; guardaré el cuchillo, mi espada tiene que ser la lengua...».
Y don Fermín se despojó del chaquetón pardo, dejó el sombrero de anchasalas, desciñó el cinto negro, guardó todas estas prendas, más elcuchillo, en el armario y se vistió la sotana y el manteo, como unaarmadura. «Sí, aquella era su loriga, aquéllos sus arreos».
«Ahora mismo; voy a verle ahora mismo. Si el muy idiota fue a cazar aPalomares, a estas horas debe de estar de vuelta o llegando; es la horadel tren. Voy a su casa...».
Y salió. «Si mi madre me sale al paso le diré que me espera un enfermo,que quiere confesar conmigo sin falta...».
En efecto, al sentir a su hijo en el pasillo bajó doña Paula corriendo.
—¿A dónde vas? Él dijo su mentira. Y ella fingió creerla y le dejómarchar, porque adivinó en el rostro, en la voz, en todo, que su hijo noiba ciego, no iba a dar escándalo.
«Acaso se le había ocurrido lo mismo que a ella».
Y don Fermín de Pas llegó al caserón de los Ozores, vio a don TomásCrespo desaparecer por la plaza, entró en el portal y se decidió asaludar a don Víctor, que a