—Cierra ya, hija mía, puedes cerrar.
—No señor, si cierro no verá usted bien hasta llegar a la esquina....
—Muchas gracias... adiós, adiós.
—Buenas noches, D. Fermín. Esto lo dijo Petra muy bajo, sacando lacabeza fuera del portal, y cerró con gran cuidado de no hacer cualquierruido.
«¡D. Fermín!» pensó el Magistral. «¿Por qué me llama esta D. Fermín?¿Qué se habrá figurado? Mejor, mejor.... Sí, mejor. Conviene tenerlapropicia como a la otra».
La otra era Teresina, su criada. Petra subió y se presentó en el tocadorde doña Ana sin ser llamada.
—¿Qué quieres?—preguntó el ama, que se estaba embozando en su chalporque sentía mucho frío.
—El señor no me ha preguntado por la señora. Yo no le he dicho... queestaba aquí D. Fermín.
—¿Quién?—Don Fermín.—¡Ah! Bien, bien... ¿para qué? ¿qué importa?
Petra se mordió los labios y dio media vuelta murmurando:
—¡Orgullosa! ¿si creerá que no tenemos ojos?... Pues si a una no lediera la gana... pero yo lo hago por el otro....
Sí, Petra lo hacía por el otro, por el Magistral, a quien quería agradara toda costa. Tenía sus planes la rubia lúbrica.
Don Víctor Quintanar se presentó media hora después a su mujer conmanchas de pólvora en la frente y en las mejillas.
No supo nada de la visita nocturna del Magistral. «No preguntó nada:¿para qué decírselo?».
A la mañana siguiente, antes de salir el sol, Frígilis entró en elParque de Ozores por la puerta de atrás, con la llave que él tenía parasu uso particular. El amigo íntimo de Quintanar, era el dictador enaquel pueblo de árboles y arbustos. Los días que no iban de caza, elseñor Crespo se los pasaba recorriendo sus dominios, que así llamabaal parque de Quintanar; podaba, injertaba, plantaba o trasplantaba,según las estaciones y otras circunstancias. Estaba prohibido a todo elmundo, incluso al dueño del bosque, tocar en una hoja. Allí mandabaFrígilis y nadie más. En cuanto entró, se dirigió al cenador. Recordabahaber dejado encima de la mesa de mármol o de un banco, en fin, allídentro, unas semillas preparadas para mandar a cierta exposición defloricultura.
Buscó, y sobre una mecedora encontró un guante de sedamorada entre las semillas esparcidas y mezcladas sobre la paja y por elsuelo.
Soltó un taco madrugador y cogió el guante con dos dedos, levantándolohasta los ojos.
—¿Quién diablos ha andado aquí?—preguntó a las auras matutinas.
Guardó el guante en un bolsillo, recogió las semillas que no habíallevado el viento, y con gran cuidado volvió a escoger y separar losgranos. Se trataba de una singularísima especie de pensamientosmonocromos, invención suya.
Cuando sintió ruido en la casa, llamó a gritos.
—¡Anselmo, Petra, Servanda, Petra!...
Apareció Petra con el cabello suelto, en chambra, y mal tapada con unmantón viejo del ama.
Parecía la aurora de las doradas guedejas; peroFrígilis, mal humorado, se encaró con la aurora.
—Oye, tú, buena pécora, ¿qué demonio de obispo entra aquí por la nochea destrozarme las semillas?...
—¿Qué dice usted que no le entiendo?—contestó Petra desde el patio.
—Digo que ayer me retiré yo de la huerta cerca del obscurecer, que dejéallá dentro unas semillas envueltas en un papel... y ahora me encuentrola simiente revuelta con la tierra en el suelo, y sobre una butaca esteguante de canónigo.... ¿Quién ha estado aquí de noche?
—¡De noche! Usted sueña, D. Tomás.
—¡Ira de Dios! De noche digo....
—A ver el guante...—Toma—contestó Frígilis, arrojando desde lejos laprenda....
—Pues... ¡está bueno! ja, ja, ja... buen canónigo te dé Dios.... Lo queentiende usted de modas, don Tomás.... ¿Pues no dice que es un guante decanónigo?...
—¿Pues de quién es?—De mi señora.... No ve usted la mano... quéchiquita... a no ser que haya canónigas también.
—¿Y se usan ahora guantes morados?
—Pues claro... con vestidos de cierto color....
Frígilis encogió los hombros.
—Pero mis semillas, mis semillas ¿quién me las ha echado a rodar?
—El gato, ¿qué duda tiene? el gatito pequeño, el moreno, el mismo quehabrá llevado el guante a la glorieta... ¡es lo más urraca!...
En la pajarera de Quintanar cantó un jilguero.
—¡El gato! ¡El moreno!...—dijo Frígilis, moviendo la cabeza—quégato... ni qué...
Una sonrisa seráfica iluminó su rostro de repente, y volviéndose aPetra, señaló a la galería:
—¡Es mi macho! ¡es mi macho! ¿oyes? estoy seguro... ¡es mi macho!... ytu amo que decía...
que su canario... que iba a cantar primero...oyes... ¿oyes? es mi macho, se lo he prestado quince días para que loviese vencer... ¡es mi macho!
Frígilis olvidó el guante y el gato, y quedó arrobado oyendo elrepiqueteo estridente, fresco, alegre del jilguero de sus amores.
Petra escondió en el seno de nieve apretada el guante morado delMagistral.
—XVIII—
Las nubes pardas, opacas, anchas como estepas, venían del Oeste,tropezaban con las crestas de Corfín, se desgarraban y deshechas enagua, caían sobre Vetusta, unas en diagonales vertiginosas, comolatigazos furibundos, como castigo bíblico; otras cachazudas,tranquilas, en delgados hilos verticales. Pasaban y venían otras, ydespués otras que parecían las de antes, que habían dado la vuelta almundo para desgarrarse en Corfín otra vez. La tierra fungosa sedescarnaba como los huesos de Job; sobre la sierra se dejaba arrastrarpor el viento perezoso, la niebla lenta y desmayada, semejante a unpenacho de pluma gris; y toda la campiña entumecida, desnuda, seextendía a lo lejos, inmóvil como el cadáver de un náufrago que chorreael agua de las olas que le arrojaron a la orilla. La tristeza resignada,fatal de la piedra que la gota eterna horada, era la expresión muda delvalle y del monte; la naturaleza muerta parecía esperar que el aguadisolviera su cuerpo inerte, inútil. La torre de la catedral aparecía alo lejos, entre la cerrazón, como un mástil sumergido. La desolación delcampo era resignada, poética en su dolor silencioso; pero la tristezade la ciudad negruzca; donde la humedad sucia rezumaba por tejados yparedes agrietadas, parecía mezquina, repugnante, chillona, comocanturia de pobre de solemnidad. Molestaba; no inspiraba melancolía sinoun tedio desesperado. Frígilis prefería mojarse a campo raso, yarrastraba consigo a Quintanar lejos de Vetusta, cerca del mar, a laspraderas y marismas solitarias de Palomares y Roca Tajada, dondefatigaban el monte y la llanura, persiguiendo perdices y chochas en loespeso de los altozanos nemorosos; y en las planicies escuetas,melancólicos y quejumbrosos alcaravanes, nubes de estorninos, tordos deagua, patos marinos, y bandadas obscuras de peguetas diligentes. Paraestas excursiones lejanas, don Víctor contaba con el beneplácito de suesposa. Se salía al ser de día, en el tren correo, se llegaba a RocaTajada una hora después, y a las diez de la noche entraban en Vetustasilenciosos, cargados de ramilletes de pluma y como sopa en vino. Alláen las marismas de Palomares, don Víctor solía echar de menos el teatro.«¡Si el tren saliese dos horas antes, menos mal!». Frígilis no echaba demenos nada. Su devoción a la caza, a la vida al aire libre, en el campo,en la soledad triste y dulce, era profunda, sin rival: Quintanarcompartía aquella afición con su amor a las farsas del escenario.Frígilis en el teatro se aburría y se constipaba. Tenía horror a lascorrientes de aire, y no se creía seguro más que en medio de la campiña,que no tiene puertas.
Crespo tenía bien definida y arraigada su vocación: la naturaleza;Quintanar había llegado a viejo sin saber «cuál era su destino en latierra», como él decía, usando el lenguaje del tiempo romántico, del quele quedaban algunos resabios. Era el espíritu del ex-regente, de blandacera; fácilmente tomaba todas las formas y fácilmente las cambiaba porotras nuevas. Creíase hombre de energía, porque a veces usaba en casa unlenguaje imperativo, de bando municipal; pero no era, en rigor, más queuna pasta para que otros hiciesen de él lo que quisieran. Así seexplicaba que, siendo valiente, jamás hubiese tenido ocasión de mostrarsu valor luchando contra una voluntad contraria. Él sostenía que en sucasa no se hacía más que lo que él quería, y no echaba de ver quesiempre acababa por querer lo que determinaban los demás. Si Ana Ozoreshubiera tenido un carácter dominante, don Víctor se hubiese visto en latriste condición de esclavo: por fortuna, la Regenta dejaba al buenesposo entregado a las veleidades de sus caprichos y se contentaba connegarle toda influencia sobre los propios gustos y aficiones. Aquelprograma de diversiones, alegría, actividad bulliciosa, que habíapublicado a son de trompeta Quintanar, se cumplía sólo en las partes ypor el tiempo que a su esposa le parecían bien; si ella prefería quedaren casa, volver a sus ensueños, don Víctor que había prometido y hastajurado no ceder, poco a poco cedía; procuraba que la retirada fuesehonrosa, fingía transigir y creía a salvo su honor de hombre enérgico yamo de su casa, permitiéndose la audacia de gruñir un poco, entredientes, cuando ya nadie le oía. Los criados le imponían su voluntad,sin que él lo sospechara. Hasta en el comedor se le había derrotado.Amante, como buen aragonés, de los platos fuertes, del vino espeso, dela clásica abundancia, había ido cediendo poco a poco, sin conocerlo, ycomía ya mucho menos, y pasaba por los manjares más fantásticos quesuculentos, que agradaban a su mujer. No era que Anita se losimpusiese, sino que las cocineras preferían agradar al ama, porque allíveían una voluntad seria, y en el señor sólo encontraban un predicadorque les aburría con sermones que no entendían. Hasta en el estilo senotaba que Quintanar carecía de carácter. Hablaba como el periódico o ellibro que acababa de leer, y algunos giros, inflexiones de voz y otrascualidades de su oratoria, que parecían señales de una manera original, no eran más que vestigios de aficiones y ocupaciones pasadas.Así hablaba a veces como una sentencia del Tribunal Supremo, usaba en laconversación familiar el tecnicismo jurídico, y esto era lo único que enél quedaba del antiguo magistrado. No poco había contribuido enQuintanar a privarle de originalidad y resolución, el contraste de suoficio y de sus aficiones. Si para algo había nacido, era, sin duda,para cómico de la legua, o mejor, para aficionado de teatro casero. Sila sociedad estuviera constituida de modo que fuese una carrerasuficiente para ganarse la vida, la de cómico aficionado, Quintanar lohubiera sido hasta la muerte y hubiera llegado a trabajar, frase suya,tan bien como cualquiera de esos otros primeros galanes que recorrenlas capitales de provincia, a guisa de buhoneros.
Pero don Víctor comprendió que el cómico en España no vive de su honradotrabajo si no se entrega a la vergüenza de servir al público el arte enlas compañías de comediantes de oficio; comprendió además que élnecesitaba con el tiempo crear una familia, y entró en la carrerajudicial a regañadientes. Quiso la suerte, y quisieron las buenasrelaciones de los suyos, que Quintanar fuera ascendiendo con rapidez, yse vio magistrado y se vio regente de la Audiencia de Granada, a unaedad en que todavía se sentía capaz de representar el Alcalde deZalamea con toda la energía que el papel exige. Pero la espina lallevaba en el corazón; reconocía que el cargo de magistrado esdelicadísimo, grande su responsabilidad, pero él... «era ante todo unartista». ¡Aborrecía los pleitos, amaba las tablas y no podía pisarlas dignamente! Este era el torcedor de su espíritu. Si le hubiese sidolícito representar comedias, quizás no hubiera hecho otra cosa en lavida, pero como le estaba prohibido por el decoro y otra porción deserias consideraciones, procuraba buscar otros caminos a la comezón deser algo más que una rueda del poder judicial, complicada máquina; y eracazador, botánico, inventor, ebanista, filósofo, todo lo que queríanhacer de él su amigo Frígilis y los vientos del azar y del capricho.
Frígilis había formado a su querido Víctor, al cabo de tantos años detrato íntimo a su imagen y semejanza, en cuanto era posible. SalíaQuintanar de la servidumbre ignorada de su domicilio para entrar en elpoder dictatorial, aunque ilustrado, de Tomás Crespo, aquel pedazo de sucorazón, a quien no sabía si quería tanto como a su Anita del alma. Lasimpatía había nacido de una pasión común: la caza. Pero la caza antesno era más que un ejercicio de hombre primitivo para el aragonés; cazabasin saber lo que eran las perdices, ni las liebres y conejos, pordentro; Frígilis estudiaba la fauna y la flora del país de camino quecazaba, y además meditaba como filósofo de la naturaleza. Crespo hablabapoco, y menos en el campo; no solía discutir, prefería sentar su opiniónlacónicamente, sin cuidarse de convencer a quien le oía. Así lainfluencia de la filosofía naturalista de Frígilis llegó al alma deQuintanar por aluvión: insensiblemente se le fueron pegando al cerebrolas ideas de aquel buen hombre, de quien los vetustenses decían queera un chiflado, un tontiloco.
Frígilis despreciaba la opinión de sus paisanos y compadecía su pobrezade espíritu. «La humanidad era mala pero no tenía la culpa ella. El oidium consumía la uva, el pintón dañaba el maíz, las patatas teníansu peste, vacas y cerdos la suya; el vetustense tenía la envidia, suoidium, la ignorancia su pintón, ¿qué culpa tenía él?». Frígilisdisculpaba todos los extravíos, perdonaba todos los pecados, huía delcontagio y procuraba librar de él a los pocos a quien quería.
Visitabapocas casas y muchas huertas; sus grandes conocimientos y práctica hábilen arboricultura y floricultura, le hacían árbitro de todos los parques y jardines del pueblo; conocía hoja por hoja la huerta delmarqués de Corujedo, había plantado árboles en la de Vegallana, visitabade tarde en tarde el jardín inglés de doña Petronila; pero ni conocía devista al Gran Constantino, al obispo madre, ni había entrado jamás en elgabinete de doña Rufina, ni tenía con el marqués de Corujedo más tratoque el del Casino. Se entendía con los jardineros.—En cuanto laslluvias de invierno se inauguraban, después del irónico verano de SanMartín, a Frígilis se le caía encima Vetusta y sólo pasaba en su recintolos días en que le reclamaban sus árboles y sus flores.
Quintanar le seguía muerto de sueño, encerrado en su uniforme decazador, de que se reía no poco Frígilis, quien usaba la misma ropa enel monte y en la ciudad, y los mismos zapatos blancos de suela fuerte,claveteada. Se metían en un coche de tercera clase, entre aldeanosalegres, frescos, colorados; Quintanar dormitaba dando cabezadas contrala tabla dura; Frígilis repartía o tomaba cigarros de papel, gordos; ymás decidor que en Vetusta, hablaba, jovial, expansivo, con los hijosdel campo, de las cosechas de ogaño y de las nubes de antaño; si laconversación degeneraba y caía en los pleitos, torcía el gesto y dejabade atender, para abismarse en la contemplación de aquella campiña tristeahora, siempre querida para él que la conocía palmo a palmo.
Ana envidiaba a su marido la dicha de huir de Vetusta, de ir a mojarse alos montes y a las marismas, en la soledad, lejos de aquellos tejados deun rojo negruzco que el agua que les caía del cielo hacía unainmundicia.
«¡Ah, sí! ella estaba dispuesta a procurar la salvación de su alma, abuscar el camino seguro de la virtud; pero ¡cuánto mejor se hubieraabierto su espíritu a estas grandezas religiosas en un escenario másdigno de tan sublime poesía! ¡Cuán difícil era admirar la creación paraelevarse a la idea del Creador, en aquella Encimada taciturna, calada dehumedad hasta los huesos de piedra y madera carcomida; de callesestrechas, cubiertas de hierba-hierba alegre en el campo, allí símbolode abandono—, lamidas sin cesar por las goteras de los tejados, demonótono y eterno ruido acompasado al salpicar los guijarrospuntiagudos!...».
No se explicaba la Regenta cómo Visitación iba y venía de casa en casa,alegre como siempre, risueña, sin miedo al agua ni menos al fango delarroyo... sin pensar siquiera en que llovía, sin acordarse de que elcielo era un sudario en vez de un manto azul, como debiera. Para Visitaera el tiempo siempre el mismo, no pensaba en él, y sólo le servía detópico de conversación en las visitas de cumplido.
La del Banco, como pajarita de las nieves, saltaba de piedra en piedra,esquivaba los charcos, y de paso, dejaba ver el pie no mal calzado, lasenaguas no muy limpias, y a veces algo de una pantorrilla digna de mejormedia.—Tampoco a Obdulia el agua la encerraba en casa, ni la entumecía:también alegre y bulliciosa corría de portal en portal, desafiando losmás recios chaparrones, riendo a carcajadas si una gota indiscretamojaba la garganta que palpitaba tibia; era de ver el arte con que susbajos, con instintos de armiño, cruzaban todo aquel peligro del cieno,inmaculados, copos de nieve calada, dibujos y hojarasca sonante deespuma de Holanda; tentación de Bermúdez el arqueólogo espiritualista.
Notaba Ana con tristeza y casi envidia que en general los vetustenses seresignaban sin gran esfuerzo con aquella vida submarina, que duraba granparte del otoño, lo más del invierno y casi toda la primavera. Cada cualbuscaba su rincón y parecían no menos contentos que Frígilis huyendo alas llanuras vecinas del mar a mojarse a sus anchas.
La Marquesa de Vegallana se levantaba más tarde si llovía más; en sulecho blindado contra los más recios ataques del frío, disfrutabadeleites que ella no sabía explicar, leyendo, bien arropada, novelas deviajes al polo, de cazas de osos, y otras que tenían su acción en Rusiao en la Alemania del Norte por lo menos. El contraste del calorcillo yla inmovilidad que ella gozaba con los grandes fríos que habían desufrir los héroes de sus libros, y con los largos paseos que se dabanpor el globo, era el mayor placer que gozaba al cabo del año doñaRufina. Oír el agua que azota los cristales allá fuera, y estarcompadeciéndose de un pobre niño perdido en los hielos...
¡qué deliciapara un alma tierna, a su modo, como la de la señora Marquesa!
—Yo no soy sentimental—decía ella a D. Saturnino Bermúdez, que la oíacon la cabeza torcida y la sonrisa estirada con clavijas de oreja aoreja—yo no soy sentimental, es decir, no me gusta la sensiblería...pero leyendo ciertas cosas, me siento bondadosa... me enternezco...lloro...
pero no hago alarde de ello.
—Es el don de lágrimas, de que habla Santa Teresa, señora,—respondíael arqueólogo; y suspiraba como echando la llave al cajón de lossecretos sentimentales.
El Marqués hacía lo que los gatos en enero. Desaparecía por temporadasde Vetusta. Decía que iba a preparar las elecciones. Pero sus íntimos le habían oído, en el secreto de la confianza, después de comer bien, ala hora de las confesiones, que para él no había afrodisíaco mejor queel frío. «Ni los mariscos producen en mí el efecto del agua y la nieve».Y como sus aventuras eran todas rurales, salía el buen Vegallana adesafiar los elementos, recorriendo las aldeas, entre lodo, hielo ynieve en su coche de camino. Y así preparaba las elecciones, buscandovotos para un porvenir lejano, según frase picaresca de D. CayetanoRipamilán, siempre dispuesto a perdonar esta clase de extravíos.
La tertulia de la Marquesa veía el cielo abierto en cuanto el tiempo semetía en agua. Los que tenían el privilegio envidiable y envidiado depenetrar en aquella estufa perfumada, bendecían los chubascos que dabanpretexto para asistir todas las noches al gabinete de doña Rufina.
¿Quéhabían de hacer si no? ¿A dónde habían de ir?—En la chimenea ardían losbosques seculares de los dominios del Marqués; aquellas encinas feudalesse carbonizaban con majestuosos chirridos. A su calor no se contaban antiguas consejas, como presumía Trifón Cármenes que había de sucederpor fuerza en todo hogar señorial, pero se murmuraba del mundoentero, se inventaban calumnias nuevas y se amaba con toda la franquezaprosaica y sensual que, según Bermúdez, «era la característica delpresente momento histórico, desnudo de toda presea ideal y poética».—Elgabinete no era grande, eran muchos los muebles, y los contertulios setocaban, se rozaban, se oprimían, si no había otro remedio. ¿Quiénpensaba en los aguaceros?
En las reuniones de segundo orden, que abundaban en Vetusta, la humedadexcitaba la alegría; cada cual se iba al agujero de costumbre y era deoír, por ejemplo, la algazara con que entraban en el portal de la casade Visita «los que la favorecían una vez por semana honrando sussalones», que eran sala y gabinete; eran de oír las carcajadas, lasbromas de los tertulios guarecidos bajo los paraguas que recibían conestrépito las duchas de los tremendos serpentones de hojalata....
Todosdespreciaban el agua, pensando en los placeres esotéricos de la loteríay de las charadas representadas.
—En cuanto al «elemento devoto de Vetusta», (frase del Lábaro) semetían en novenas así que el tiempo se metía en agua. El elemento devotoera todo el pueblo en llegando el mal tiempo, y hasta los socios deViernes santo, unos perdidos que se juntaban durante la Semana dePasión a comer de carne en la fonda, hasta esos acudían al templo, sibien a criticar a los predicadores y mirar a las muchachas. Este fervorreligioso de Vetusta comenzaba con la Novena de las Ánimas, pocopopular, y la muy concurrida del Corazón de Jesús, no cesando hasta quese celebraba la más famosa de todas, la de los Dolores, y la poco menosfavorecida de la Madre del Amor Hermoso, en el florido Mayo, estaúltima. Pero además de las Novenas tenían las almas piadosas otrasmuchas ocasiones de alabar a Dios y sus santos, en solemnidades tannotables como las fiestas de Pascua y las de Cuaresma, especialmente enlos Sermones de la Audiencia, pagados por la Territorial todos losviernes de aquel tiempo santo y de meditación, según Cármenes.
El temporal retrasó no poco el cumplimiento de aquel plan de higienemoral, impuesto suavemente por don Fermín a su querida amiga. Anaaborrecía el lodo y la humedad; le crispaba los nervios la frialdad dela calle húmeda y sucia, y apenas salía del sombrío caserón de losOzores. Había confesado otras dos veces antes de terminar Noviembre,pero no se había decidido a ir a casa de doña Petronila, ni el Magistralse atrevió a recordarle aquella cita. El Gran Constantino sabía ya porsu querido y admirado señor De Pas, quien la visitaba más a menudoahora, que doña Ana deseaba ayudarla en sus santas labores y en laadministración de tantas obras piadosas como ella dirigía y pagabasabiamente.
—«¿Cuándo viene por acá ese ángel hermosísimo?»—preguntaba el Obispomadre, en estilo de novena, cargado de superlativos abstractos.
Las beatas que servían de cuestores de palacio en el del GranConstantino, las del cónclave, como las llamaba Ripamilán, esperabancon ansiedad mística y con una curiosidad maligna a la nueva compañera,que tanto prestigio traería con su juventud y su hermosura a la piadosay complicada empresa de salvar el mundo en Jesús y por Jesús; pues nadamenos que esto se proponían aquellas devotas de armas tomar, militantescomo coraceros.
Pero Ana, sin saber por qué, sentía una vaga repugnancia cuando pensabaen ir a casa de doña Petronila; le parecía mejor ver al Magistral en laiglesia, allí encontraba ella el fervor religioso necesario paraconfesar sus ideas malas, sus deseos peligrosos. El Magistral comenzó aimpacientarse; la Regenta no subía la cuesta, persistía en suspeligrosos anhelos panteísticos, que así los calificaba él, se empeñabaen que era piedad aquella ternura que sentía con motivo de espectáculosprofanos, y declaraba francamente que las lecturas devotas le sugeríanreflexiones probablemente heréticas, o por lo menos, poco a propósitopara llegar a la profunda fe que el Magistral exigía como preparaciónabsolutamente indispensable para dar un paso en firme. Otras veces loslibros piadosos la hacían caer en somnolencia melancólica o en unaespecie de marasmo intelectual que parecía estupidez. En cuanto a laoración, Ana decía que recitar de memoria plegarias era un ejercicioinútil, soporífero, que irritaba los nervios; las repetía cien veces,para fijar en ellas la atención, y llegaba a sentir náuseas antes deconseguir un poco de fervor....
«Nada, nada de eso; no hay cosa peor querezar así, respondía el Magistral; a la oración ya llegaremos; por ahoraen este punto basta con sus antiguas devociones». Y, aunque temiendo lospeligros de la fantasía de Ana, por no perder terreno, tenía que dejarlaabandonarse a los espontáneos arranques de ternura piadosa que veníansin saber cómo, a lo mejor, provocados por cualquier accidente queninguna relación parecía tener con las ideas religiosas. El miedo a lasexpansiones naturales de aquel espíritu ardiente le había hecho cambiarel plan suave de los primeros días por aquel otro expuesto en el cenadordel Parque, más parecido a la ordinaria disciplina a que él sometía alos penitentes; pero ya veía don Fermín que era preciso volver a lablandura y dejar al instinto de su amiga más parte en la ardua tarea deganar para el bien aquellos tesoros de sentimiento y de grandeza ideal.Este sistema de la cuerda floja retrasaba el triunfo, pero le permitía aél presentarse a los ojos de Ana más simpático, hablando el lenguaje deaquella vaguedad romántica que ella creía religiosidad sincera, y nopasaba de ser una idolatría disimulada, según don Fermín. No, él no sedejaba seducir por panteísmos, aunque fuesen tan bien parecidos como elde su amiga.
De lo que él estaba seguro era del efecto profundo y saludable que ensemejante mujer tenían que producir las bellezas del culto el día en queella las presenciara con atención y dispuesto el ánimo a las sensacionesmísticas por aquella excitación nerviosa, de cuyos accesos tantasnoticias tenía ya el confesor diligente.
Cuando ella volvía a hablarle de aburrimiento, del dolor del hastío, dela estupidez del agua cayendo sin cesar, él repetía: «A la iglesia, hijamía, a la iglesia; no a rezar; a estarse allí, a soñar allí, a pensarallí oyendo la música del órgano y de nuestra excelente capilla, oliendoel incienso del altar mayor, sintiendo el calor de los cirios, viendocuanto allí brilla y se mueve, contemplando las altas bóvedas, lospilares esbeltos, las pinturas suaves y misteriosamente poéticas de loscristales de colores...». Poca gracia le hacía a don Fermín estaretórica a lo Chateaubriand; siempre había creído que recomendar lareligión por su hermosura exterior, era ofender la santidad del dogma,pero sabía hacer de tripas corazón y amoldarse a las circunstancias.Además, sin que él quisiera pensar en ello, le halagaba la esperanza deencontrar a menudo en la catedral, en las Conferencias de San Vicente,en el Catecismo, a su amiga, que allí le vería triunfante luciendo sutalento, su ciencia y su elegancia natural y sencilla.
Pero cada día era mayor la repugnancia de Anita a pisar la calle; lahumedad le daba horror, la tenía encogida, envuelta en un mantón, allado de la chimenea monumental del comedor tétrico, horas y horas, dedía y de noche. Don Víctor no paraba en casa. Si no estaba de caza,entraba y salía, pero sin detenerse; apenas se detenía en su despacho.Le había tomado cierto miedo. Varias máquinas de las que estabaninventando o perfeccionando se le habían sublevado, erizándose deinesperadas dificultades de mecánica racional. Allí estaban cubiertos deglorioso polvo sobre la mesa del despacho diabólicos artefactos de aceroy madera, esperando en posturas interinas a que don Víctor emprendieseel estudio serio de las matemáticas, de todas las matemáticas, quetenía aplazado por culpa de la compañía dramática de Perales. En tantoQuintanar, un poco avergonzado en presencia de aquellos juguetesirónicos que se le reían en las barbas, esquivaba su despacho siempreque podía; y ni cartas