«¿Por qué se acordaba él del besugo?». Y encogió los hombros irritadotambién con aquella obsesión de estúpido.
—No faltaba más que ahora me volviera loco.
Pasaron ocho días y a la hora señalada Anita se presentó de rodillasante la celosía del confesonario.
Después de la absolución enjugó una lágrima que caía por su mejilla, selevantó y salió al pórtico. Allí esperó al Magistral y juntos, cerca yadel obscurecer, llegaron a casa de doña Petronila.
Estaba sola el Gran Constantino; repasaba las cuentas de la Madre delAmor Hermoso, con sus ojazos de color de avellana asomados a loscristales de unas gafas de oro. Era muy morena, la frente muy huesuda,los párpados salientes, ceja gris espesa, como la gran mata de peloáspero que ceñía su cabeza; barba redonda y carnosa, nariz de correccióninsignificante, boca grande, labios pálidos y gruesos. Era alta, anchade hombros, y su larga viudez casta parecía haber echado sobre su cuerpoalgo como matorral de pureza que le daba cierto aspecto de virgenvetusta. El vestido era negro, hábito de los Dolores, con una correa decharol muy ancha y escudo de plata chillón, ostentoso, en la manga,ceñida a la muñeca de gañán con presillas de abalorios.
Estaba sentada delante de un escritorio de armario con figuraschinescas, doradas, incrustadas en la madera negra. Se levantó, abrazó ala Regenta y besó la mano del Magistral. Les suplicó, después deagradecer la sorpresa de la visita, que la dejasen terminar aquelembrollo de números; y dama y clérigo se vieron solos en el salónsombrío, de damasco verde obscuro y de papel gris y oro. Ana se sentó enel sofá, el Magistral a su lado en un sillón. Las maderas de losbalcones entornados dejaban pasar rayos estrechos de la luz del díamoribundo; apenas se veían Ana y De Pas. Del gabinete de la derechasalió un gato blanco, gordo, de cola opulenta y de curvas elegantes; seacercó al sofá paso a paso, levantó la cabeza perezoso, mirando a laRegenta, dejó oír un leve y mimoso quejido gutural, y después de frotarel lomo familiarmente contra la sotana del Provisor, salió al pasillocon lentitud, sin ruido, como si anduviera entre algodones. Ana tuvoaprensión de que olía a incienso el blanquísimo gato; de todas maneras,parecía un símbolo de la devoción doméstica de doña Petronila. En todala casa reinaba el silencio de una caja almohadillada; el ambiente eratibio y estaba ligeramente perfumado por algo que olía a cera y aestoraque y acaso a espliego.... Ana sentía una somnolencia dulce peroalgo alarmante; se estaba allí bien, pero se temía vagamente la asfixia.
Doña Petronila tardaba. Una criada, de hábito negro también, entró conuna lámpara antigua de bronce, que dejó sobre un velador después dedecir con voz de monja acatarrada: «¡Buenas noches!» sin levantar losojos de la alfombra de fieltro, a cuadros verdes y grises.
Volvieron a quedar solos Ana y su confesor.
Interrumpiendo un silencio de algunos minutos dijo el Magistral con unavoz que se parecía a la del gato blanco:
—No puede usted imaginar, amiguita mía, cuánto le agradezco estaresolución....
—Hubiera usted hablado antes...—Bastante he hablado, picarilla...—Pero no como hoy, nunca me dijo usted que era un desaire que yo lehacía y que ya sabían estas señoras el negarme a venir.... ¡Llovíatanto!... Ya sabe usted que a mí la humedad me mata, la calle mojada mehorroriza.... Yo estoy enferma... sí, señor, a pesar de estos colores yde esta carne, como dice don Robustiano, estoy enferma; a veces se mefigura que soy por dentro un montón de arena que se desmorona.... No sécómo explicarlo... siento grietas en la vida... me divido dentro demí... me achico, me anulo.... Si usted me viera por dentro me tendríalástima.... Pero, a pesar de todo eso, si usted me hubiese hablado comohoy antes, hubiese venido aunque fuera a nado. Sí, don Fermín, yo serécualquier cosa, pero no desagradecida. Yo sé lo que debo a usted, y quenunca podré pagárselo. Una voz, una voz en el desierto solitario en queyo vivía, no puede usted figurarse lo que valía para mí... y la voz deusted vino tan a tiempo.... Yo no he tenido madre, viví como ustedsabe... no sé ser buena; tiene usted razón, no quiero la virtud sino espura poesía, y la poesía de la virtud parece prosa al que no esvirtuoso... ya lo sé... Por eso quiero que usted me guíe.... Vendré aesta casa, imitaré a estas señoras, me ocuparé con la tarea que ellas meimpongan.... Haré todo lo que usted manda; no ya por sumisión, poregoísmo, porque está visto que no sé disponer de mí; prefiero que memande usted.... Yo quiero volver a ser una niña, empezar mi educación,ser algo de una vez, seguir siempre un impulso, no ir y venir comoahora.... Y además necesito curarme; a veces temo volverme loca.... Ya selo he dicho a usted; hay noches que, desvelada en la cama, procuroalejar las ideas tristes pensando en Dios, en su presencia. «Si Él estáaquí, ¿qué importa todo?». Esto me digo, pero no vale, porque, ya se lohe dicho, me saltan de repente en la cabeza, ideas antiguas, comodolores de llagas manoseadas, ideas de rebelión, argumentos impíos,preocupaciones necias, tercas, que no sé cuándo aprendí, que vagamenterecuerdo haber oído en mi casa, cuando vivía mi padre. Y a veces se meantoja preguntarme, ¿si será Dios esta idea mía y nada más, este pesodoloroso que me parece sentir en el cerebro cada vez que me esfuerzo porprobarme a mí misma la presencia de Dios?...
—¡Anita, Anita... calle usted... calle usted, que se exalta! Sí, sí,hay peligro, ya lo veo, gran peligro... pero nos salvaremos, estoyseguro de ello; usted es buena, el Señor está con usted... y yo daría mivida por sacarla de esas aprensiones.... Todo ello es enfermedad, esflato, nervios...
¿qué sé yo? Pero es material, no tiene nada que vercon el alma... pero el contacto es un peligro, sí, Anita; no ya por mí,por usted es necesario entrar en la vida devota práctica.... ¡Las obras,las obras, amiga mía! Esto es serio, necesitamos remedios enérgicos. Sia usted le repugnan a veces ciertas palabras, ciertas acciones de estasbuenas señoras, no se deje llevar por la imaginación, no las condeneligeramente; perdone las flaquezas ajenas y piense bien, y no se cuidede apariencias.... Y ahora, hablando un poco de mí, ¡si usted pudierapenetrar en mi alma, Anita! yo sí que jamás podré pagarle esta hermosaresolución de esta tarde....
—¡Habló usted de un modo!
—Hablé con el alma...—Yo estaba siendo una ingrata sin saberlo....
—Pero al fin... vida nueva; ¿no es verdad, hija mía?
—Sí, sí, padre mío, vida nueva....
Callaron y se miraron. Don Fermín, sin pensar en contenerse, cogió unamano de la Regenta que estaba apoyada en un almohadón de crochet, y laoprimió entre las suyas sacudiéndola. Ana sintió fuego en el rostro,pero le pareció absurdo alarmarse. Los dos se habían levantado, yentonces entró doña Petronila, a quien dijo De Pas sin soltar la mano dela Regenta....
—Señora mía, llega usted a tiempo; usted será testigo de que la ovejaofrece solemnemente al pastor no separarse jamás del redil que escoge....
El Gran Constantino besó la frente de Ana.
Fue un beso solemne, apretado, pero frío.... Parecía poner allí el sellode una cofradía mojado en hielo.
—XIX—
Don Robustiano Somoza, en cuanto asomaba Marzo, atribuía lasenfermedades de sus clientes a la Primavera médica, de la que no teníamuy claro concepto; pero como su misión principal era consolar a losafligidos y solía satisfacerles esta explicación climatológica, elmédico buen mozo no pensaba en buscar otra. La Primavera médica fue laque postró en cama, según don Robustiano, a la Regenta, que se acostóuna noche de fines de Marzo con los dientes apretados sin querer, y lacabeza llena de fuegos artificiales. Al despertar al día siguiente,saliendo de sueños poblados de larvas, comprendió que tenía fiebre.
Quintanar estaba de caza en las marismas de Palomares; no volvería hastalas diez de la noche.
Anselmo fue a llamar al médico y Petra se instalóa la cabecera de la cama, como un perro fiel.
La cocinera, Servanda, ibay venía con tazas de tila, silenciosa, sin disimular su indiferencia;era nueva en la casa y venía del monte. Mucho tiempo hacía que Anita nohabía tenido uno de aquellos impulsos cariñosos de que solía ser objetodon Víctor, pero aquel día, a la tarde, sobre todo al obscurecer, lloróocultando el rostro, pensando en el esposo ausente. «¡Cuánto deseaba supresencia! sólo él podría acompañarla en la soledad de enfermo queempezaba aquel día». En vano la Marquesa, Paco, Visitación y Ripamilánacudieron presurosos al tener noticia del mal; a todos los recibióafablemente, sonrió a todos, pero contaba los minutos que faltaban paralas diez de la noche. «¡Su Quintanar! Aquél era el verdadero amigo, elpadre, la madre, todo». La Marquesa estuvo poco tiempo junto a su amigaenferma; le tocó la frente y dijo que no era nada, que tenía razónSomoza, la primavera médica... y habló de zarzaparrilla y se despidiópronto.
Paco admiraba en silencio la hermosura de Ana, cuya cabezahundida en la blancura blanda de las almohadas le parecía «una joya ensu estuche». Observó Visita que más que nunca se parecía entonces Ana ala Virgen de la Silla. La fiebre daba luz y lumbre a los ojos de laRegenta, y a su rostro rosas encarnadas; y en el sonreír parecía unasanta. Paco pensó sin querer, «que estaba apetitosa». Se ofreció mucho,como su madre, y salió. En el pasillo dio un pellizco a Petra que traíaun vaso de agua azucarada. Visita dejó la mantilla sobre el lecho de suamiga y se preparó a meterse en todo, sin hacer caso del gestoimpertinente de Petra. «¿Quién se fiaba de criados?
Afortunadamenteestaba ella allí para todo lo que hiciera falta».
«Por lo demás, tu Quintanar del alma hemos de confesar que tiene suscosas; ¿a quién se le ocurre irse de caza dejándote así?».
—Pero qué sabía él....
—¿Pues no te quejabas ya anoche?
—Ese Frígilis tiene la culpa de todo....
—Y quien anda con Frígilis se vuelve loco ni más ni menos que él. ¿Noes ese Frígilis el que injertaba gallos ingleses?
—Sí, sí, él era.
—¿Y el que dice que nuestros abuelos eran monos? Valiente mono maleducado está él... pero, mujer, si ni siquiera viste de personadecente.... Yo nunca le he visto el cuello de la camisa...
ni chistera...
Somoza volvió a las ocho de la noche; a pesar de la primavera médica, noestaba tranquilo; miró la lengua a la enferma, le tomó el pulso, lemandó aplicar al sobaco un termómetro que sacó él del bolsillo, y contólos grados. Se puso el doctor como una cereza.... Miró a Visita con torvoceño y echándose a adivinar exclamó con enojo:
—¡Estamos mal!... Aquí se ha hablado mucho.... Me la han aturdido,¿verdad? ¡Como si lo viera... mucha gente, de fijo... muchaconversación!...
Entonces fue Visita quien sintió encendido el rostro. Somoza habíaadivinado. No sabía medicina, pero sabía con quién trataba. Recetó;censuró también a don Víctor por su intempestiva ausencia; dijo que unloco hacía ciento; que Frígilis sabía tanto de darwinismo como él deherrar moscas; dio dos palmaditas en la cara a la Regenta,complaciéndose en el contacto; y cerrando puertas con estrépito salió,no sin despedirse hasta mañana temprano, desde lejos.
Visitación, mientras sentada a los pies de la cama devoraba una buenaración de dulce de conserva, aseguraba con la boca llena que Somoza y lacarabina de Ambrosio todo uno. La del Banco creía en la medicina caseray renegaba de los médicos. Dos veces la había sacado a ella de peligrospuerperales una famosa matrona sin matrícula ni Dios que lo fundó: «Ditú que todo es farsa en este mundo. ¡Cómo decir que estás peor porquese ha procurado distraerte! ¡animal! ¡qué sabrá él lo que es una mujernerviosa, de imaginación viva! De fijo que si no estoy yo aquí, teconsumes todo el día pensando tristezas, y dándole vueltas a la idea detu Quintanar ausente;
'que por qué no estará aquí, que si es buenmarido, que ya no es un niño para no reflexionar'... y qué sé yo; lascosas que se le ocurren a una en la soledad, estando mala y con motivopara quejarse de alguno».
Ana estudiaba el modo de oír a Visita sin enterarse de lo que decía,pensando en otra cosa, única manera de hacer soportable el tormento desu palique. A las diez y cuarto entró en la alcoba don Víctor,chorreando pájaros y arreos de caza, con grandes polainas y cinturón decuero; detrás venía don Tomás Crespo, Frígilis, con sombrero grisarrugado, tapabocas de cuadros y zapatos blancos de triple suela.Quintanar dejó caer al suelo un impermeable, como Manrique arroja lacapa en el primer acto del Trovador; y en cuanto tal hizo, saltó a losbrazos de su mujer, llenándole de besos la frente, sin acordarse de quehabía testigos.
«¡Ay, sí! aquello era el padre, la madre, el hermano, la fortaleza dulcede la caricia conocida, el amparo espiritual del amor casero; no, noestaba sola en el mundo, su Quintanar era suyo».
Eterna fidelidad lejuró callando, en el beso largo, intenso con que pagó los del marido. Elbigote de don Víctor parecía una escoba mojada; con la humedad que traíade las marismas roció la frente de su esposa; pero ella no sintiórepugnancia, y vio oro y plata en aquellos pelos tiesos que parecían uncepillo de yerbas hechas ceniza por la raíz y tostadas por las puntas.También don Víctor opinó que «aquello no sería nada», pero de todosmodos, lamentó en el alma no haber venido en el tren de las cuatro ymedia.
—Ya lo ves, Crespo, si hubiera obedecido a aquella corazonada. Sí,señora—añadió dirigiéndose a Visita—que lo diga este, no sé por qué seme figuró que debía volver más temprano a casa....
—Oh, sí, de eso esté usted seguro. Hay presentimientos—gritó la delBanco, que se disponía a narrar tres o cuatro adivinaciones suyas.
—Pero este tuvo la culpa.... Frígilis encogió los hombros y tomó elpulso a la enferma, que le apretó la mano, perdonándoselo todo. Laverdad era que don Víctor había querido volver temprano... para noperder el teatro. Pero esto no se podía decir. Frígilis, en silencio,tuvo una vez más ocasión de negar la existencia de los avisossobrenaturales.—Se había destocado y su cabello espeso, de colormontaraz, cortado por igual, parecía una mata, una muestra de lasbreñas.
Cerraba los ojos grises y arrugaba el entrecejo; le enojaba laluz, tropezaba con los muebles, olía al monte; traía pegada al cuerpo laniebla de las marismas y parecía rodeado de la obscuridad y la frescuradel campo. Tenía algo de la fiera que cae en la trampa, del murciélagoque entra por su mal en vivienda humana llamado por la luz.... Y cerca deAna nerviosa, aprensiva, febril, semejaba el símbolo de la saludqueriendo contagiar con sus emanaciones a la enferma.
Cuando quedaron solos marido y mujer, después de conseguir, no sintrabajo, que Visita renunciara a sacrificarse quedándose a velar a suamiga, Ana volvió a solicitar los brazos del esposo y le dijo con voz enque temblaba el llanto:
—No te acuestes todavía, estoy muy asustadiza, te necesito, estáteaquí, por Dios, Quintanar....
—Sí, hija, sí, pues no faltaba más...—Y solícito, cariñoso le ceñía elembozo de las sábanas a la espalda sonrosada, de raso, que él no mirabasiquiera. Pero la Regenta notó luego que su marido estaba preocupado.
—¿Qué tienes? ¿Tienes aprensión? Crees que estoy peor de lo quedicen... y quieres disimular....
—No, hija, no... por amor de Dios... no es eso....
—Sí, sí; te lo conozco yo; pues no temas, no; yo te aseguro que estopasará; lo conozco yo; ya sabes cómo soy, parece que me amaga unaenfermedad... y después no es nada.... Ahora, sí, estoy muy nerviosa, seme figura a lo mejor que me abandona el mundo, que me quedo sola,sola... y te necesito a ti... pero esto pasa, esto es nervioso....
—Sí, hija, claro, nervioso. Y sin poder contenerse se levantó diciendo:
—Vida mía, soy contigo. Y salió por la puerta de escape.
—A ver—gritó en el pasillo—; Petra, Servanda, Anselmo, cualquiera...¿se llevó la perdiz don Tomás?
Anselmo registró las aves muertas, depositadas en la cocina, y contestódesde lejos:
—¡Sí, señor; aquí no hay perdices!
—¡Ira de Dios! ¡Pardiez! ¡Malhaya! ¡Siempre el mismo! Si es mía, si lamaté yo... si estoy seguro de que fue mi tiro.... ¡Es lo másvanidoso!... ¡Anselmo! oye esto que digo: mañana al ser de día,¿entiendes? te personas en casa de don Tomás, y le pides de mi parte,con la mayor energía y seriedad, la perdiz, esté como esté, ¿entiendes?y que no es broma, y aunque esté pelada, que quiero que me larestituya... Suum cuique. Ana oyó los gritos y se apresuró a perdonaraquella debilidad inocente de su esposo. «Todos los cazadores son así»,pensó con la benevolencia de la fiebre incipiente.
Volvió don Víctor y la sonrisa dulce, cristiana de su esposa, lerestituyó la calma, ya que la perdiz no podía.
Hasta la una y media no concilió el sueño su mujer, y entonces y sóloentonces, pudo don Víctor disponerse a dormir.
Una vez en mangas de camisa ante su lecho, consideró que era uncontratiempo serio la enfermedad de su queridísima Ana. «Él no estabaalarmado, bien lo sabía Dios; no había peligro; si lo hubiese loconocería en el susto, en el dolor que le estaría atormentando; no habíasusto, no había dolor, luego no había peligro. Pero había contratiempo;por de pronto, adiós teatro para muchos días, y aunque se trataba ahorade una compañía de zarzuela, que era un género híbrido, sin embargo,él confesaba que empezaba a saborear las bellezas suaves y sencillas dela zarzuela seria, y había encontrado noches pasadas cierto color localen Marina, y sabor de época en El Dominó Azul, sin contar con losamores contrarios del Juramento, que eran cosa delicada. Pero
¿y laexpedición con el Gobernador de la provincia, para inaugurar elferrocarril económico de Occidente? ¿Y las partidas de dominó con elIngeniero jefe en el Casino? ¿Y los paseos largos que necesitaba parahacer bien la digestión?». La idea de no salir de casa en muchos días,le aterraba.... Se acostó de muy mal humor. Apagó la luz. La obscuridadle sugirió un remordimiento. «Era un egoísta, no pensaba en su pobrecitamujer, sino en su comodidad, en sus caprichos». Y, como en desagravio,para engañarse a sí propio, suspiró con fuerza y exclamó en voz alta:
—¡Pobrecita de mi alma! Y se durmió satisfecho. Despertó con la cabezallena de proyectos, como solía; pero de repente pensó en Ana, en lafiebre y se llenó su alma de tristeza cobarde....
«¡Sabe Dios lo quesería aquello!». La botica, los jaropes que él aborrecía, el miedo aequivocar las dosis, el pavor que le inspiraban las medicinas verdosas,creyendo que podían ser veneno (para don Víctor el veneno, a pesar desus estudios físico-químicos, siempre era verde o amarillo), lasequivocaciones y torpezas de las criadas, las horas de hastío y silencioal pie del lecho de la enferma, las inquietudes naturales, el estarpendiente de las palabras de Somoza, el hablar con todos los quequisieran enterarse de la misma cosa, de los grados de la enfermedad...todas estas incomodidades se aglomeraron en la imaginación de donVíctor, que escupió bilis repetidas veces, y se levantó lleno de lástimade sí mismo. Fue a la alcoba de su mujer y se olvidó de repente de todoaquello: Ana estaba mal, había delirado; no habían querido despertarle,pero la señora había pasado una noche terrible según Petra, que habíavelado.
Somoza llegó a las ocho.—¿Qué es? ¿qué tiene? ¿hay gravedad?
Don Víctor con las manos cruzadas, apretadas, convulso, preguntaba estascosas delante de la enferma, que aunque aletargada, oía.
El médico no contestó. Recetó y salió al gabinete.
—¿Qué hay? ¿qué hay?—repetía allí Quintanar con voz trémula y muybajo—... ¿Qué hay?
Don Robustiano le miró con desprecio, con odio y con indignación...
«¡Qué hay! ¡qué hay! eso pronto se pregunta»; don Robustiano no sabíalo que iba a hacer, pero parecía algo gordo por las señas; esto pensó,pero dijo:
—Hay... que andar en un pie, tener mucho cuidado, no dejarla en poderde criadas, ni de Visitación, que la aturde con su cháchara...; eso hay.
—Pero ¿es cosa grave, es cosa grave?
—Ps... es y no es. No, no es grave; la ciencia no puede decir que esgrave... ni puede negarlo.
Pero hijo, usted no entiende de esto.... ¿Setrata de una hepatitis? puede... tal vez hay gastroenteritis... talvez... pero hay fenómenos reflejos que engañan....
—¿De modo que no son los nervios? ¿Ni la primavera médica?...
—Hombre, los nervios siempre andan en el ajo... y la primavera... lasangre... la savia nueva...
es claro... todo influye... pero usted nopuede entender esto....
—No, señor, no puedo. En mis ratos de ocio he leído libros de medicina,conozco el Jaccoud...
pero semejante lectura me daba ganas de... vamos,sentía náuseas y se me figuraba oír la sangre circular, y creía que eraasí... una cosa como el depósito del Lozoya, con canales, compuertas enel corazón....
—Bueno, bueno; por mí no disparate usted más. Hasta la tarde; si haynovedad, avisar. Ah, y no echarle encima demasiada ropa, ni dejar... queentre Visitación... que la aturde. ¡La ciencia prohíbe terminantementeque esa señora protectora de comadronas parteras meta aquí la pata!...
Cuatro días después, don Robustiano mandaba en su lugar a un médicojoven, su protegido; creía llegado el caso de inhibirse; ya se sabía, élno podía asistir a las personas muy queridas cuando llegaban a ciertoestado....
El sustituto era un muchacho inteligente, muy estudioso. Declaró que laenfermedad no era grave, pero sí larga, y de convalecencia penosa. No legustaba usar los nombres vulgares y poco exactos de las enfermedades, yempleaba los técnicos si le apuraban, no por ridícula pedantería, sinopor salir con su gusto de no enterar a los profanos de lo que no importaque sepan, y en rigor no pueden saber. Ello fue que Anita creyó que semoría, y padeció aún más que en el tiempo del mayor peligro, cuandoempezaron a decirle que estaba mejor. Al saber que había pasado seisdías en aquella torpeza con intervalos de exaltación y delirio, extrañómucho que se le hubiese hecho tan corto aquel largo martirio.
La debilidad la tenía aún más que rendida, exaltada y vidriosa. Todo loveía de un color amarillento pálido; entre los objetos y ella, flotabaninfinitos puntos y circulillos de aire, como burbujas a veces, comopolvo y como telarañas muy sutiles otras: si dejaba los brazos tendidossobre el embozo de su lecho y miraba las manos flacas, surcadas porhaces de azul sobre fondo blanco mate, creía de repente que aquellosdedos no eran suyos, que el moverlos no dependía de su voluntad, y eldecidirse a querer ocultar las manos, le costaba gran esfuerzo.
Susmayores congojas eran el tomar el primer alimento: unos caldosinsípidos, desabridos, que don Víctor enfriaba a soplos, soplando con fey perseverancia, dando a entender su celo y su cariño en aquel modo desoplar. El ideal del caldo, según Quintanar, nunca lo realizaban lascriadas de Vetusta. De esto hablaba él, mientras Ana sentía sudoresmortales que parecían sacarle de la piel la última fuerza, y hasta elánimo de vivir. Cerraba los ojos, y dejaba de sentirse por fuera y pordentro; a veces se le escapaba la conciencia de su unidad, empezaba averse repartida en mil, y el horror dominándola producía una reacción deenergía suficiente a volverla a su yo, como a un puerto seguro; alrecobrar esta conciencia de sí, se sentía padeciendo mucho, pero casigozaba con tal dolor, que al fin era la vida, prueba de que ella eraquien era. Si don Víctor hablaba a su lado, sin querer Ana seguíaentonces el pensamiento de su esposo, y contra su deseo, la atención sefijaba en los juicios de Quintanar, y la inteligencia les aplicabarigorosa crítica, un análisis sutil y doloroso para la enferma, que alpulverizar a pesar suyo las sinrazones del marido, padecía tormentoindescriptible, en el cerebro según ella.
Veía al médico muy preocupado con el tronco y sin pensar en losdolores inefables que ella sentía en lo más suyo, en algo que seríacuerpo, pero que parecía alma, según era íntimo. Todos los días habíaque palpar el vientre y hacer preguntas relativas a las funciones máshumildes de la vida animal; don Víctor, que no se fiaba de su memoria,siempre reloj en mano, llevaba en un cuaderno un registro en queasentaba con pulcras abreviaturas y con estilo gongorino, lo que almédico importaba saber de estos pormenores.
Mientras duró el temor de la gravedad, el amante esposo no pensó más queen la enferma y cumplió como bueno; si era a veces importuno,descuidado, o poco hábil, era sin conciencia.
Después empezó aaburrirse, a echar de menos la vida ordinaria, y exageraba al decir lashoras que pasaba en vela. Para resistir mejor su cruz, decidió tomarleafición al oficio de enfermero y lo consiguió: llegó a ser para él tandivertido como hacer pórticos ojivales de marquetería, el prepararmenjurjes y pintarle el cuerpo a su mujer con yodo; soplar y limpiarcaldos y consultar el reloj para contar los minutos y hasta lossegundos; operación en que llegó a poner una exactitud que impacientabaa Petra y a Servanda. Esperaba con afán la visita del médico, primeropara hacerse decir veinte veces que Ana iba mejor, mucho mejor, yademás, para gozar con la conversación alegre, ajena a todas lasenfermedades del mundo, que seguía a la parte facultativa de la visita.El sustituto de Somoza no era hablador, pero se divertía oyendo aQuintanar, y este llegó a profesar gran cariño a Benítez, que así sellamaba. El contraste de los cuidados vulgares, insignificantes; de laalcoba estrecha y llena de una atmósfera pesada; de la vida monótona decasa, con los grandes intereses de la Europa, la guerra de Rusia, elaire libre, la última zarzuela, encantaba a don Víctor, que llevaba laconversación a cosas frescas, grandes y de muchos accidentes. También legustaba discutir con Benítez y sondearle, como él decía. Uno de losproblemas que más preocupaban al amo de la casa, era el de la pluralidadde los mundos habitados. Él creía que sí, que había habitantes en todoslos astros, la generosidad de Dios lo exigía; y citaba a Flammarión, ylas cartas de Feijóo y la opinión de un obispo inglés, cuyo nombre norecordaba «Mister no sé cuántos», porque para él todos los ingleses eranMister.
Desde que el médico declaró que la mejoría, aunque lenta, sería continuaprobablemente, Quintanar, muy contento, no permitió que se dudase deaquella no interrumpida marcha en busca de la salud. Su egoísmocandoroso, pero fuerte, estaba cansado de pensar en los demás, deolvidarse a sí mismo, no quería más tiempo de servidumbre, y si Ana sequejaba, su marido torcía el gesto, y hasta llegó a hablar con vozagridulce de la paciencia y de la formalidad.
—No seamos niños, Ana; tú estás mejor, eso que tienes es efecto de ladebilidad... no pienses en ello... es aprensión; la aprensión hace másvíctimas que el mal. Y repetía infaliblemente la parábola del cólera yla aprensión.
La idea de una recaída, de un estancamiento siquiera, le parecíasubversiva, una maquinación contra su reposo. «Él no era de piedra. Nopodría resistir...».
Ya no tenía compasión de la enferma; ya no había allí más que nervios...y empezó a pensar en sí mismo exclusivamente. Entraba y salía a cadamomento en la alcoba de Ana; casi nunca se sentaba, y hasta llegó afastidiarle el registro de medicinas y demás pormenores íntimos.