La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

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Dos o tres veces intervino en la algazara para dar su dictamen tan llenode experiencia en asuntos amorosos. Y todos se volvieron a él, ycallaron los demás para oírle. Entonces habló, sin poder remediarlo,para satisfacer secreto impulso de rehabilitarse con su historia. Hablóel maestro. Quitó el codo de la mesa y apoyó en ella los dos brazoscruzando las manos, entre cuyos dedos oprimía el cigarro, cargado conuna pulgada de ceniza; inclinó un poco la cabeza, con cierto misticismobáquico, y con los ojos levantados a la luz de la araña, con palabrasuave, tibia, lenta, comenzó la confesión que oían sus amigos consilencio de iglesia. Los que estaban lejos se incorporaban paraescuchar, apoyándose en la mesa o en el hombro del más cercano.Recordaba el cuadro, por modo miserable, la Cena de Leonardo de Vinci.

La atención profunda del auditorio, el interés que se asomaba a lasmiradas y a las bocas entreabiertas, sedujeron al Tenorio de Vetusta, lehalagaron y habló como podría hablar sobre el pecho de un amigo. JoaquínOrgaz y el Marquesito oían con recogimiento de sectario al maestro.Aquella era palabra de sabiduría.

Unas veces las aventuras eran románticas, peligrosas, de audacia yfortuna; las más probaban la flaqueza de la mujer, sea quien sea; otrasdemostraban la necesidad de prescindir de escrúpulos; muchas el buenéxito de la constancia, de la astucia y de la rapidez en el ataque.

De vez en cuando el silencio era interrumpido por carcajadasestrepitosas; era que una aventura cómica alegraba al concurso,sacándole de su estupor malsano y corrosivo. Entre la admiración generalserpeaba la envidia abrazada a la lujuria: las tenias del alma. Los ojosbrillaban secos.

El arte del seductor se extendía sobre aquel mantel, ya arrugado ysucio; anfiteatro propio del cadáver del amor carnal.

Mesía se dejaba ver por dentro, más que por complacer a sus oyentes, poroírse a sí mismo, por saber que él era todavía quien era.

«Las trazas del amor eran casi siempre malas artes; era un soñador elque pensase otra cosa.

Alguna vez se le había arrojado a Mesía a losbrazos una mujer loca de puro enamorada; pero estas aventuras eran muyraras. Además: si la mujer no fuera tan lasciva a ratos, las victoriasescasearían; por amor puro se entregan pocas. Más hace la ocasión que laseducción. La seducción debe transformarse en ocasión».

Llegó el caso de contar cómo había podido don Álvaro vencer a la hija deun maestro de la Fábrica vieja, muy honrado, que velaba por el honor desu casa como un Argos. Angelina tenía padre, madre, abuela, hermanos;ella era pura como un armiño.... Mesía había empezado por seducir a losparientes. En cada casa entraba según lo exigía la vida de aquel hogar.

Jugaba al escondite con los niños, les fabricaba pajaritas de papel,jugaba al dominó con la abuela, servía a la madre de devanadera, oía conpaciencia y fingida atención las lucubraciones socialistas yhumanitarias del padre, encantaba a todos; llegaba a ser el tertulionecesario, el paño de lágrimas, el consejero, el mejor ornamento de lacasa; la llenaba con su hermosa presencia; era dulce, cariñoso, teníablanduras de padrazo; cuidaba de los intereses domésticos como si fueranpropios, hasta ponía paz entre los criados y los amos. Así iba entrando,entrando en el corazón de todos; los amores con Angelina (o quien fuera,pues de tales aventuras había tenido muchas) comenzaban en secreto; ypoco a poco, junto a la camilla, una mesa cubierta con gran tapetedebajo del cual hay un brasero; en el balcón al obscurecer, en cuantasocasiones podía, se acercaba, se apretaba contra su víctima, la llenabade deseos de él, de su arrogante belleza varonil y simpática; despuéshablaba de amor como en broma, con un tono de paternal amparo queparecía la misma inocencia; y cualquier día o cualquiera noche, en unamerienda en el campo, después de la cena de Noche-buena, mientras losdemás de la familia reían alegres, descuidados, la pasión de Angelinallegaba al paroxismo, la ocasión echaba el resto y la deshonra entrabaen la casa, y el amigo íntimo, el favorito de todos, salía para novolver nunca.

Los que oían a don Álvaro se figuraban presenciar aquellas escenas deamistad íntima, tranquilas, dulces, llenas de expansión y confianza; enel rostro del seductor, en sus ademanes, en las sonrisas, en la voz, sereflejaban, por virtud del recuerdo, la bondad suave, el aire bonachón yentrañable, la franqueza sencilla, noble, familiar, la habilidadcasera, todas las artes y cualidades que hacían vencer a Mesía en lidestales.

—Otras veces, amigos, había que recurrir a la fuerza. Renunciar a unavictoria que se consigue con los puños y sudando gotas como garbanzos,entre arañazos y coces, es ser un platónico del amor, un cursi; elverdadero don Juan del siglo, y de todos los siglos tal vez, vence comopuede; es romántico, caballeresco, pundonoroso cuando conviene; grosero,violento, descarado, torpe si hace falta.

Nunca se le olvidaría a don Álvaro un combate de amor que duró tresnoches, y fue más glorioso para la vencida que para el vencedor. Laescena representaba una panera, casa de madera sostenida por cuatro piesde piedra, como las habitaciones palúdicas sustentadas por troncos, ylas de algunos pueblos salvajes. En la panera dormía Ramona, aldeana, ycerca de su lecho de madera pintada de azul y rojo, que rechinaba a cadamovimiento del jergón, yacía la cosecha de maíz de su casería, en montóndeleznable que subía al techo.

Allí fue la batalla. Y don Álvaro, como si lo estuviera pasando todavía,describía la obscuridad de la noche, las dificultades del escalo, losladridos del perro, el crujir de la ventana del corredor al saltar elpestillo; y después las quejas de la cama frágil, el gruñir del jergónde gárrulas hojas de mazorca, y la protesta muda, pero enérgica, brutalde la moza, que se defendía a puñadas, a patadas, con los dientes,despertando en él, decía don Álvaro, una lascivia montaraz, desconocida,fuerte, invencible.

«Hubo momentos en que peleé, como César en Munda, por la vida. EraRamona, señores, morena; su carne de cañón, dura, tersa, y aquellosbrazos que yo deseaba enlazados a mi cuerpo, en arrebato amoroso, meprobaban su fuerza dando tortura a los míos, oprimidos, inertes.

Mideseo era más poderoso, porque tenía un incentivo más picante que lapimienta: conocía yo que Ramona gozaba, gozaba como una loca en larefriega. Segura de no ser vencida por la fuerza, enamorada a su mododel señorito, sobre todo por su audacia, acostumbrada a tales devaneosmudos, gimnásticos, callaba, forcejeaba, mordía con deleite, magullabacon voluptuosidad bárbara, y encontraba placer de salvaje en el martiriode mis sentidos, que tocaban su presa, y se sentían dominados por ella.La cama se hundió; rodamos por el suelo; y rodando llegamos al monte demaíz. Entonces salió la luna; entraron sus rayos por la ventana que yodejara abierta, y vi a mi robusta aldeana, en pie, hundida una piernaentre los granos de oro y la rodilla de la otra clavada sobre mi pecho.Me intimaba la muerte o la huida, amenazándome con una medida paraáridos, cajón enorme de madera con chapas de hierro. Huí, huí por laventana; del corredor de la panera salté al callejón como pude, y tuveque emprender, ya sin fuerzas, nueva lucha con el perro. (Pausa.) Perovolví a la noche siguiente. El perro ladró menos. La ventana no estabacerrada, el pestillo estaba descompuesto; Ramona no dormía, me esperaba;en cuanto me sintió, descargó tremendo bofetón sobre mi rostro. Noimportaba. Volvimos a la lucha; los mismos incidentes; rodamos, nosanegamos en maíz; yo tragué muchos granos. Y tampoco vencí aquellanoche. Salí de allí por un armisticio, con promesas de futura victoria.Y a la noche tercera luché todavía; me había engañado; el premio mecostó batalla nueva, y sólo pude recogerlo entre molestias sin cuento,por culpa del maíz deleznable, curioso, importuno, entremetido. Ramona,ya rendida, se quejaba también. Nos hundíamos, olvidados de todo; y sino estuviera mandado que lo cómico no acabe en trágico, en buenaretórica, en aquel montón inquieto hubieran encontrado sepultura Álvaroy Ramona sofocados por uno de nuestros más humildes cereales».

Aplausos y carcajadas ahogaron la voz del narrador. Y entonces donÁlvaro, gozoso, entusiasmado, quiso deslumbrar a su auditorio con elcontraste de aventuras románticas, en que él aparecía como un caballerode la Tabla Redonda.

Y a todo esto don Pompeyo Guimarán olvidaba su exordio, interesado a supesar en las aventuras eróticas del frívolo Presidente del Casino.Paco Vegallana había hecho beber al ateo, sin que este lo sintiera, másde lo que la justicia manda. No estaba borracho, pero se sentía mal y asu pesar encontraba cierto deleite en oír aquellas escenas escandalosasque en otra ocasión le hubieran indignado.

Mesía al fin, cansado, y algo arrepentido de haber hablado tanto, pusotérmino a sus confesiones, y volviéndose a don Pompeyo le invitó a usarde la palabra.

—Don Pompeyo—dijo, y se puso en pie tambaleándose, lo cual probabaque, si no el vino, sus recuerdos le habían embriagado—don Pompeyo;puesto que ésta es la hora de las grandes revelaciones, es preciso queusted nos diga cuál es el fondo de su alma....

—Señores—interrumpió el ateo—el fondo de mi alma lo traigo en lasuperficie para que el mundo se entere.

—¡Bravo! ¡bravo!—gritó el concurso.

Y se vertieron y rompieron algunas copas.

—Propongo—gritó Juanito Reseco, encaramado en una silla—que en vistade ese rasgo de genio... se le permita llamarnos de tú y estar a larecíproca.

—¡Admitido! ¡Aprobado!—Pues bien—prosiguió Juanito—; oh tú,Pompeyo, pomposo Pompeyo; voy a darte un disgusto. Tú piensas que enVetusta no hay más ateos que tú...

—¡Caballerito!—Pues yo soy otro; anch'io... so pittore. Sólo que túeres un ateo progresista, un ateo fanático, un teólogo patas arriba....Tú pasas la vida mirando al cielo... pero lo miras cabeza abajo y pordebajo de tus piernas. Y aunque hay contradicción aparente en eso depatas arriba y patas abajo... todo se concilia, o se resuelve laantinomia como dicen los filósofos cursis, considerando que el serbípedo no es para todos....

—Caballerito... no comprendo esa jerga filosófica. Antes que ustednaciera, estaba yo cansado de ser ateo, y si lo que usted se propone esinsultar mis canas, y mi consecuencia....

—Decía que eres un teólogo patas arriba; pues sabe que en el mundocivilizado ya nadie habla de Dios ni para bien ni para mal. La cuestiónde si hay Dios o no lo hay, no se resuelve... se disuelve. Tú no puedesentender esto, pero oye lo que te importa; tú, fanático de la negación,morirás en el seno de la Iglesia, del que nunca debiste haber salido. Amen dico vobis.

Y cayó Juanito debajo de la mesa.

A todos había indignado su discurso, menos a Mesía que extendiendo sumano hacia él, exclamó:

—¡Perdonadle... porque ha bebido mucho!

—Ese Juanito—decía el coronel a don Frutos el americano—me parece ungran pedante.

—Es un hambriento con más orgullo que don Rodrigo en la horca.

Se habló de religión otra vez. Don Frutos expuso sus creencias con unapalabra aquí, otra allí, haciendo islas y continentes de vino tintosobre el mantel y suplicando con los ojos que le terminasen lascláusulas.

Insistía don Frutos en que él sentía que su alma era inmortal: habíaotro mundo, además de las Américas, otro mundo mejor al cual iban lasalmas de los que no habían robado en las carreteras.

Además Dios eramisericordioso, hacía la vista gorda. Y por supuesto, quería don Frutosir a ese mundo mejor con el recuerdo de la mala vida pasada, porque sino, ¡vaya una gracia!

—¿Para qué querrá don Frutos acordarse de lo bruto que ha sido sobre lahaz de la tierra?—

preguntaba Foja al oído de Orgaz hijo.

—¡Señores—gritó Joaquín—si en la otra vida no hay cante o es canteadulterado, renuncio al más allá!

Y dio un salto sobre la mesa agarrándose a una columna y comenzó unbaile flamenco con perfección clásica. No faltaron jaleadores, y sonabanlas palmas mientras cantaba el mediquillo con voz ronca y melancolía dechulo:

a

coooosa

que

maravilla

mamá

ver

al

Frascueeeelo

la pantorriiiilla mamá...

Don Pompeyo sentía escalofríos. ¡Qué degradación! Meditaba y veía dosOrgaz hijo sobre la mesa.

—Me han embriagado con sus herejías... quiero decir... con susblasfemias...—dijo al Marquesito, que callaba, pensando que todoaquello era muy soso sin mujeres.

Joaquín gritó:—Allá va una a la salud de don Pompeyo.

Y comenzó una copla impía y brutal alusiva a una sagrada imagen.

—¡Alto ahí, señor mío!—exclamó indignado el buen Guimarán al oír elpenúltimo verso—. Mi salud no necesita de semejantes indecencias: y loque ustedes hacen con tamañas blasfemias indecorosas es la causa, elcaldo gordo del clero; porque tenga usted entendido, joven inexperto yprocaz, que por el mundo han pasado muchas religiones positivas, y hoyse ha creído esto y mañana lo otro; pero de lo que nunca han prescindidolos pueblos cultos, ni ahora, ni en la antigüedad, es de la buenacrianza, y del respeto que nos debemos todos.

—¡Bien, muy bien!—dijeron todos, incluso Joaquín.

—Y yo estoy cansado de que se me tome a mí por un iconoclasta; sí,iconoclasta soy, pero iconoclasta del vicio, apóstol de la virtud yheresiarca de las tinieblas que envuelven la inteligencia y el corazónde la humanidad.

—¡Bravo!¡bravo!—Y si por alguien se ha creído que yo puedofraternizar con el escándalo, aunarme con la desfachatez y adherirme ala orgía, protesto indignado, que a muy otra cosa he venido aquí. Y creollegado el momento de que se hable con alguna formalidad.

—Perfectamente—interrumpió Foja—el señor Guimarán ha hablado como unlibro, y eso que no los lee, pero no importa, ha hablado como el librode su conciencia, según él dice. Aquí, señores, nos hemos reunido paracelebrar la vuelta del señor Guimarán al hogar doméstico, llamémosloasí, del Casino. Pero ¡ah! señores diputados, ¿por qué ha vuelto alCasino el señor Guimarán? Tatiste question, como dice Trabuco, a quiensiento no ver entre nosotros. (Aplausos, risas.) Pues ha vuelto porquenos hemos emancipado de la repugnante tutela del fanatismo, y ha vueltoa fundar una sociedad cuya sesión inaugural estáis celebrando, acaso sinsaberlo. Esta sociedad que, desde luego, no se llamará de la templanza,se propone perseguir a los fariseos, arrancar las caretas de loshipócritas y arrancar del cuerpo social de Vetusta las sanguijuelasmísticas que chupan su sangre. (Estrepitosos aplausos. Paco se abstieney piensa lo mismo que antes: que faltan chicas.) Señores... guerra alclero usurpador, invasor, inquisidor; guerra a esa parte del clero quecomercia con las cosas santas, que se vale de subterráneos para entrarcon sus tentáculos de pólipo en las arcas de la Cruz Roja...

—¡Ahí, ahí le duele!...

—A ese clero que condena a la tisis del hambre a dignos comerciantes, apadres de familia; a ese clero que dispersa los hogares y hunde enalcantarillas inmundas, mal llamadas celdas, a las vírgenes del Señor, yque entiende que las entrega a Jesús entregándolas a la muerte.(Frenéticos aplausos.) Juremos todos ser trompetas del escándalo, paraque tanto sea, y a tales oídos llegue, que la ruina del enemigo comúnsea un hecho. Porque, señores, nadie como yo respeta al cleroparroquial, ese clero honrado, pobre, humilde... pero el alto clero...muera... y sobre todo...

muera el señor Provisor... el....

—¡Muera! ¡muera!—contestaron algunos: Joaquín, el coronel, queestaba sereno, pero quería que muriese el Magistral, y otros dos o trescomensales borrachos.

Cuando se levantaron de la mesa amanecía. Se había hablado mucho más; sehabía contado la historia del Provisor tal como la narraba la leyendaescandalosa. Convinieron, hasta los más prudentes, en que era precisofundar seriamente aquella sociedad propuesta por Foja. Se acordójuntarse a cenar una vez al mes y hacer gran propaganda contra elMagistral. Al salir, repartidos en grupos, se decían en voz baja:

—«Todo esto lo ha preparado Mesía; don Fermín es su rival y él quierearruinarle, aniquilarle.

—»¿Pero ¿quién llevará el gato al agua?

—»¿Qué gato?—»¿O la gata?—»El Magistral.—»Álvaro.—»O los dos...—»O ninguno.—

»En fin—advirtió Foja—yo ni quito ni pongo rey....

—»Pero ayudo a mi señor»—concluyó el coro.

Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz acompañaron a don Pompeyo a sucasa. Era una mañana de Junio alegre, tibia, sonrosada. El sol anunciabasus rayos en los colores vivos de las nubes de Oriente. Los pasos de lostrasnochadores retumbaban en las calles de la Encimada como sianduvieran sobre una caja sonora. Aunque no hacía frío, todos habíanlevantado el cuello de la levita o lo que fuese. Don Pompeyo ibataciturno. Abrió la puerta de su casa con su llavín; entró sin hacerruido; y a poco cerraba los ojos, metido en su lecho, por no ver laclaridad acusadora que entraba por las rendijas de los balconescerrados. Aquello de acostarse de día era una revolución que mareaba aGuimarán; dudaba ya si las leyes del mundo seguían siendo las mismas. Alcerrar los ojos sintió que su lecho, siempre inmóvil, también sesublevaba bajando y subiendo. Poco después se creía en el Océano,encerrado en un camarote, víctima del mareo y corriendo borrasca.

Se levantó a las doce y no quiso hablar con su mujer y sus hijas de lacena, de la dichosa cena.

Sin embargo, aunque se prometió no verse enotra; pocas horas después, en el Casino, donde le recibieron conmuestras de simpatía y de júbilo, ofrecía solemnemente volver a lasandadas, acudir a los gaudeamus mensuales en que se daría cuenta delos trabajos de la sociedad innominada que había fundado inter-pocula.

Doña Paula supo por el Chato, a quien se lo contó un mozo del restaurantdel Casino, cuanto se había hablado en la cena inaugural, y lo quepretendían aquellos señores. Cuando el Magistral oyó a su madre que sehabía gritado: «Muera el Provisor» encogió los hombros, se levantó ysalió de casa.

—Este chico anda tonto... yo no sé lo que tiene; parece que no está eneste mundo.... ¡Oh, maldita Regenta! ¡Esa mala pécora me lo tieneembrujado!

Al mes siguiente se celebró la segunda sesión de la Innominada; sebebió, se emborracharon los que solían y se dio cuenta de los trabajosde propaganda. Foja participó que se había entendido en secreto con elArcediano, don Custodio y otros enemigos capitulares (así dijo) delProvisor. Se sabían muchos escándalos nuevos; el elemento eclesiástico yel secular, de común acuerdo para librar a Vetusta del enemigo general,tramaban la ruina del monstruo; pronto se llegaría a poner en manos delObispo las pruebas de aquellas prevaricaciones de todas clases de quese acusaba a don Fermín de Pas. Lo peor de todo, lo que haría saltar alObispo, era lo que se refería al abuso indecoroso del confesonario. Secontaban horrores; en fin, ello diría.

Don Álvaro propuso que las cenas mensuales se suspendiesen hasta elOtoño y suplicó que se guardase el más profundo secreto. Además, él,sintiéndolo, tenía que privarse en adelante de asistir a talesreuniones; su espíritu allí quedaba, pero él, don Álvaro, por razonespoderosas, que suplicaba a los presentes respetaran, se abstendría deacudir a tan agradables banquetes.

Quince días después, a mediados de Julio, entraba una tarde elPresidente del Casino en el caserón de los Ozores. Iba a despedirse. DonVíctor le recibió en el despacho. Estaba el amo de la casa en mangas decamisa, como solía en cuanto llegaba el verano, aunque no tuviera muchocalor. Para él venían a ser ideas inseparables el estío y aquel trajeligero. Quintanar al ver a don Álvaro suspiró, le tendió ambas manos,después de dejar un libro negro sobre la mesa y exclamó:

—¡Oh mi queridísimo Mesía! ¡Ingrato! cuánto tiempo sin parecer poraquí...

—Vengo a despedirme. Me voy a dar una vuelta por las provincias,después a los baños de Sobrón y a mediados de Agosto estaré de vuelta enPalomares, por no perder la costumbre.

—De modo que hasta Septiembre...—Hasta fines de Septiembre no nosveremos....

Don Álvaro hablaba alto, como si quisiera que le oyesen en toda la casa.

Don Víctor lamentó aquella ausencia. Suspiró. «Era un nuevocontratiempo, nuevo asunto de tristeza».

Notó don Álvaro que su amigo estaba menos decidor que antes, que semovía y gesticulaba menos.

—¿Ha estado usted malo?—¡Quiá! ¿quién? ¿yo? ¡ni pensarlo! Pues qué,¿tengo mala cara?

Dígame usted con franqueza... ¿tengo mala cara?...Pálido... ¿tal vez? ¿pálido?...

—No, no, nada de eso. Pero... se me figura que está usted menos alegre,preocupado... qué sé yo....

Don Víctor suspiró otra vez. Tras una pausa preguntó, con tonoquejumbroso:

—¿Ha leído usted eso?—¿Qué es eso?—Kempis, la Imitación deJesucristo...

—¿Cómo? ¡usted! ¿también usted?...

—Es un libro que quita el humor. Le hace a uno pensar en unas cosas...que no se le habían ocurrido nunca.... No importa. La vida, de todasmaneras, es bien triste. Vea usted. Todo es pasajero. Usted se nos va....Los marqueses se van.... Visita se va.... Ripamilán ya se marchó...Vetusta antes de quince días se quedará sola; de la Colonia... ni unalma queda.... De la Encimada se ausenta lo mejor... quedan los pobres...los jornaleros... y nosotros. Nosotros no salimos este año. ¡Y quétriste es un verano entero en Vetusta! El césped del paseo grande sepone como un ruedo de esparto... no se ve un alma por allí, en lascalles no hay más que perros y policías.... Mire usted, prefiero elinvierno con todas sus borrascas y su agua eterna... qué sé yo...

a míel frío me anima.... En fin, felices ustedes los que se van....

Y don Víctor suspiró otra vez.

—Voy a llamar a mi mujer. ¿Querrá usted decirla adiós, verdad? Esnatural.

—No... si está ocupada... no la moleste usted....

—No faltaba más. Ocupada... ella siempre está ocupada... ydesocupada... qué sé yo. Cosas de ella.

Salió. Don Álvaro tomó en las manos el Kempis; era un ejemplar nuevo,pero tenía manoseadas las cien primeras páginas, y llenas de registros.Nunca había leído él aquello. Lo miraba como una caja explosiva. Lo dejósobre la mesa con miedo y con ciertas precauciones.

Ana entró en el despacho. Vestía hábito del Carmen. Seguía pálida, perohabía vuelto a engordar un poco. A Mesía le latió el corazón y se leapretó la garganta, con lo que se asustó no poco.

Aquella mujer despertaba en él, ahora, una ira sorda mezclada de undeseo intenso, doloroso.

La miraba como el descubridor de una isla o uncontinente, a quien la tempestad arrastrara lejos de la orilla, tal vezpara siempre, antes de poner el pie en tierra. «¿Qué sabía él si jamásaquella mujer sería suya?». Su orgullo no renunciaba a ella. Pero otrasvoces le decían: «Renuncia para siempre a la Regenta». Ya se vería. Peroera doloroso aplazar otra vez, y sabía Dios hasta cuándo, todaesperanza, todo proyecto de conquista.

Quería observar en el rostro de Ana la huella de una emoción, al decirleque se marchaba sin saber cuándo volvería. Pero Ana oyó la noticia comodistraída; ni un solo músculo de su rostro se movió.

—Nosotros—dijo—nos quedamos este verano en Vetusta. Yo no puedobañarme y el médico me ha dicho que el aire del mar más podría hacermedaño que provecho por ahora.

—Vetusta se pone muy triste por el verano....

—No... no me parece.... Don Víctor los dejó solos.

Don Álvaro clavó los ojos en el rostro de Ana con audacia y ella levantólos suyos, grandes, suaves, tranquilos y miró sin miedo al seductor, ala tentación de años y años. Sintió él que perdía el aplomo, creyó queiba a decir o hacer alguna atrocidad; y sin poder contenerse, se puso enpie delante de ella.

—¿Se marcha usted ya? «Si yo me arrojo a sus pies ahora, ¿qué pasaaquí?» se preguntó don Álvaro. Y sin saber lo que hacía, tendió la manoenguantada y dijo temblando:

—Anita... si usted quiere... algo para las provincias....

—Que usted se divierta mucho, Álvaro...—contestó ella sin asomo deironía. Pero a él se le figuró que se burlaba de su torpeza ridícula, desu miedo estúpido... y sintió vehementes deseos de ahogarla. La mano dela Regenta tocó la de Mesía sin temblar, fría, seca.

Salió el buen mozo tropezando con el pavo real disecado y después con lapuerta. En el pasillo se despidió de su amigo Quintanar.

La Regenta sacó del seno un crucifijo y sobre el marfil caliente yamarillo puso los labios, mientras los ojos rebosando lágrimas, buscabanel cielo azul entre las nubes pardas.

—XXI—

Ana leyó en su lecho, a escondidas de don Víctor, los cuarenta capítulosde la Vida de Santa Teresa escrita por ella misma.

Fue en aquella convalecencia larga, llena de sobresaltos, de pasmos ycrisis nerviosas. Don Víctor, a quien los remordimientos, durante larecaída de su mujer, habían hecho jurar que hasta verla salva, sana,jamás se apartaría de ella, faltó al juramento en cuanto la creyó fuerade peligro.

Un día se aventuró a dar una vuelta por el Casino; despuésiba a ver los periódicos: más adelante jugaba una partida de ajedrez, y«ya se sabe lo pesado que es este juego». Al fin, sin dar pretextoalguno, estaba fuera toda la tarde. La casa se le caía encima. «Empezabael calor—

porque don Víctor, en cuestión de temperatura, se regía por elcalendario—y ya se sabía que él no podía trabajar en su despacho encuanto el sudor le molestaba; necesitaba el aire libre; mucho paseo,mucha naturaleza».

La Marquesa, Visitación, Obdulia, doña Petronila y otras amigas quehabían hecho compañía a la Regenta mientras duró el mal tiempo, ahora lavisitaban cada dos o tres días y las visitas eran breves. Hacía un solhermoso, días azules, sin una nube en el cielo; había que aprovechar elbuen tiempo; era la época del año en que Vetusta se anima un poco: habíateatro, paseos concurridos, con música, forasteros... una exposición deminerales.—Hasta Petra pidió una tarde permiso a la señora para ir aver un arco de carbón que habían construido....

Ana pasaba horas y más horas en la soledad de su caserón: a su lechollegaban los ruidos lejanos de la calle apagados, como aprensión de lossentidos. Allá abajo, en la cocina, quedaba Servanda, y a veces Petra.Anselmo silbaba en el patio, acariciando un gato de Angola, su únicoamigo.

La Regenta sentía más la soledad con tal compañía; aquellos criadosindiferentes, mudos, respetuosos, sin cariño, le hacían echar de menosla humanidad que compadece. Petra le era antipática. La temía sin saberpor qué. Para tranquilizarse un tanto, cuando las congojas nerviosas lainvadían, preguntaba a la doncella:

—¿Anda don Tomás por la huerta?

Si Frígilis estaba en el Parque, sentía un amparo cerca de sí. Secalmaba. Crespo subía una vez cada tarde a verla; pero no se sentabacasi nunca. Estaba cinco minutos en el gabinete, paseando del balcón ala puerta, y se despedía con un gruñido cariñoso.

Ana, a quien tanto molestaba aquel abandono en los momentos de debilidaden que los nervios exaltados la mortificaban con tristeza y desconsuelo,cuando estaba serena, sobre todo después de dormir algunas horas o detomar alimento con gusto, llegaba a sentir un placer sutil, casivoluptuoso en aquella soledad. El balcón del gabinete daba al Parque:incorporándose en el lecho, veía detrás de