Anochecía, seguía lloviendo, los mozos de servicio encendían dos o tresluces de gas en el salón, y Quintanar conocía por esta seña y por elcansancio, que le arrancaba sudor copioso, que había hablado mucho;sentía entonces remordimientos, se apiadaba de Mesía, le agradecía en elalma su silencio y atención, y le invitaba muchas veces a tomar un vasode cerveza alemana en su casa.
La frase era:—¿Vamos a la Rinconada? Mesía, callando, seguía a donVíctor.
Una intuición singular le decía al ex-regente que pagaba bien al amigosu atención llevándoselo a casa. ¿Por qué don Álvaro había de tenergusto en seguirle? Si se lo hubieran preguntado a Quintanar, no hubiesepodido responder. Pero se lo daba el corazón; lo había observado, sinfijarse en la observación: a Mesía le gustaba entrar en la casa de laRinconada.
Solía llevarle al despacho, a su museo como él decía; allí le explicabael mecanismo de aquellos intrincados maderos y resortes y, convencido dela ignorancia de su amigo, le engañaba sin conciencia. Lo que noconsentía don Álvaro era que se pasase revista a las colecciones deyerbas y de insectos: le mareaba el fijar sucesiva y rápidamente laatención en tantas cosas inútiles.—El único bicho que le erasimpático a don Álvaro era un pavo real disecado por Frígilis y suamigo.—Solía acariciarle la pechuga, mientras Quintanar disertaba:
—Bueno—decía don Víctor—pues pasaremos a mi gabinete, ya que usteddesprecia mis colecciones.—Anselmo, la cerveza al gabinete.
El gabinete era otro museo: estaban allí las armas y la indumentaria.Una panoplia antigua completa, otras dos modernas muy brillantes ybordadas; escopetas, pistolas y trabucos de todas épocas y tamañosllenaban las paredes y los rincones. En arcas y armarios guardaba donVíctor con el cariño de un coleccionador los trajes de aficionado quehabía lucido en mejores tiempos.
Si se entusiasmaba hablando de susmarchitos laureles, abría las arcas, abría los armarios, y seda, galonesy plumas, abalorios y cintajos en mezcla de colores chillones saltaban ala alfombra, y en aquel mar de recuerdos de trapo perdía la cabezaQuintanar. En una caja de latón, entre yerba, guardaba como oro en paño,un objeto, que a primera vista se le antojó a Mesía una serpiente; enefecto, yacía enroscado y era verdinegro el bulto.... No había quetemer... don Víctor domaba fieras; aquello era la cadena que él habíaarrastrado representando el Segismundo de La vida es sueño, en elprimer acto.
—Mire usted, amigo mío, a usted puedo decírselo; no es inmodestia;reconozco, ¿cómo no? la superioridad de Perales en el teatro antiguo, suSegismundo es una revelación, concedo, revela mejor que el mío lafilosofía del drama, pero... no me gustaba su modo de arrastrar lacadena; parecía un perro con maza; yo la manejaba con mucha mayorverosimilitud y naturalidad; arrastraba la cadena, créame usted, como sino hubiese arrastrado otra cosa en mi vida. Tanto, que una noche, enCalatayud, me arrojaron todo ese hierro al escenario, como símbolo de mihabilidad. Por poco se hunde el tablado. Guardo esa cadena como el mejorrecuerdo de mi efímera vida artística.
Mesía esperaba la presencia de Ana y así podía resistir la conversaciónde su amigo, pero muchas veces la Regenta no parecía por el gabinete desu marido, y el galán tenía que contentarse con el bock de cerveza y elteatro de Calderón y Lope.
Pero ya estaba en casa. Poco a poco fue atreviéndose a ir a cualquierhora y Ana, sin sentirlo, se lo encontró a su lado como un objetofamiliar. Iba siendo Mesía al caserón lo que Frígilis a la huerta.
Aquel procedimiento rastrero, de villano, debió irritarla, pero no lairritó; tuvo que confesar que no despreciaba ni aborrecía a don Álvaro,a pesar de que sus intenciones eran torcidas, miserables; quería abusarde la confianza de don Víctor. «Pero ¿y si no quería? ¿Si se contentabacon estar cerca de ella, con verla y hablarla a menudo y tenerla poramiga? Veríamos.
Si él se propasaba, estaba segura de resistir y hastavalor sentía para echarle en cara su crimen, su bajeza y arrojarle decasa».
Pasaron días y Ana cada vez estaba más tranquila. «No, no se propasaba;no hacía más que admirarla, amarla en silencio. Ni una palabrapeligrosa, ni gesto atrevido; nada de acechar ocasiones, nada de buscar escenas; una honradez cabal; el amor que respeta la honra, la pasiónque se alimenta de ver y respirar el ambiente que rodea al ser amado. Elplacer que ella sentía, también tenía que confesárselo, era el másintenso que había saboreado en su vida. Poco decir era por que ¡habíagozado tan poco!». Al sentir cerca de sí a don Álvaro, segura de que nohabía peligro, respiraba con delicia, dejaba el espíritu en unasomnolencia moral que la tenía bajo los efectos del opio. Comparaba ellala situación a la aventura de flotar sobre mansa corriente perezosa,sombría, a la hora de la siesta; el agua va al abismo, el cuerpoflota... pero hay la seguridad de salir de la corriente cuando elpeligro se acerque; basta con un esfuerzo, dos golpes de los brazos y seestá fuera, en la orilla.... Ya sabía Ana en sus adentros que aquello noestaba bien, por que ella no podía responder de la prudencia de donÁlvaro. «Pero, ¿no estaba segura de sí misma? sí ¡pues entonces! ¿porqué no dejarle venir a casa, contemplarla, mostrar los cuidados de unamadre, la fidelidad de un perro?». «Además, quien mandaba en casa era sumarido, no era ella. ¿Buscaba ella a Mesía? No. ¿Mandaba ella aQuintanar que le trajese? No.
Pues bastaba. Obrar de otro modo hubierasido alarmar al esposo sin motivo, infundir sospechas sin fundamento,tal vez robar a don Víctor para siempre la paz del alma. Lo mejor eracallar, estar alerta, y... gozar la tibia llama de la pasión de soslayo;que con ser poco tal calor era la más viva hoguera a que ella se habíaarrimado en su vida».
«Y al Magistral no se le decía nada de esto. ¿Para qué? No había pecado.Había ocasión, pero no se buscaba». Además, Ana, puesto que defendía suvirtud, creía prudente ocultar todo lo que fueran personalidades alconfesor. «Si crecía el peligro, hablaría. Mientras tanto, no».
Entonces fue cuando el Provisor vio con su catalejo, desde el campanariode la catedral, los preparativos de una expedición al campo en la queacompañaban a la Regenta Mesía, Frígilis y Quintanar. No fue aquellasola; muchas veces, en cuanto veía un rayo de sol, a don Víctor se leantojaba aprovechar el buen tiempo y echar una cana al aire en losventorrillos de la carretera de Castilla o en los de Vistalegre, encompañía de las personas que más quería en Vetusta, a saber: su caraesposa, Frígilis... y don Álvaro. El pobre Ripamilán era invitado, perodecía que si no le llevaban en coche.... «El espíritu no faltaba, perolos huesos no tienen espíritu».
Se comía, allá arriba, lo que salía al paso, lo que daban los pasmadosventeros: chorizos tostados, chorreando sangre, unas migas, huevosfritos, cualquier cosa; el pan era duro, ¡mejor! el vino malo, sabía ala pez, ¡mejor! esto le gustaba a Quintanar: y en tal gusto coincidíacon su esposa, amiga también de estas meriendas aventuradas, en las queencontraba un condimento picante que despertaba el hambre y la alegríainfantil. En aquellos altozanos se respiraba el aire como cosa nueva;se calentaban a los rayos del sol con voluptuosa pereza, como si el solde Vetusta, de allá abajo, fuera menos benéfico. Notaba Ana que enaquella altura, en aquel escenario, mitad pastoril, mitad de novelapicaresca, entre arrieros, maritornes y señores de castillos, a lo donQuijote, se despertaba en ella el instinto del arte plástico y elsentido de la observación; reparaba las siluetas de árboles, gallinas,patos, cerdos, y se fijaba en las líneas que pedían el lápiz, veía másmatices en los colores, descubría grupos artísticos, combinaciones decomposición sabia y armónica, y, en suma, se le revelaba la naturalezacomo poeta y pintor en todo lo que veía y oía, en la respuesta aguda deuna aldeana o de un zafio gañán, en los episodios de la vida del corral,en los grupos de las nubes, en la melancolía de una mula cansada ycubierta de polvo, en la sombra de un árbol, en los reflejos de uncharco, y sobre todo en el ritmo recóndito de los fenómenos, divisiblesa lo infinito, sucediéndose, coincidiendo, formando la trama dramáticadel tiempo con una armonía superior a nuestras facultades perceptivas,que más se adivina que de ella se da testimonio. Este nuevo sentido deque tenía conciencia Ana en estas expediciones a los ventorrillos altosde Vistalegre, camino de Corfín, le inundaba de visiones el cerebro y lasumía en dulce inercia en que hasta el imaginar acababa por ser unafatiga. Entonces la sacaban de sus éxtasis naturalistas una atencióndelicada de Mesía o una salida de buen humor intempestivo de Quintanar.Don Víctor creía que en el campo, sobre todo si se merienda, no se debehacer más que locuras; y, por supuesto, era según él indispensable quealguien se disfrazase cambiando, por lo menos, de sombrero. Él solía entales ocasiones buscar un aldeano que usara la antigua montera del país;se la pedía en préstamo y se presentaba cubierto con aquel trapo de pananegra al respetable concurso. Se reían por complacerle. Se merendabacasi siempre al aire libre, contemplando allá abajo el caserío parduzcode Vetusta; la catedral parecía desde allí hundida en un pozo, y muychiquita; esbelta, pero como un juguete; detrás el humo de las fábricasen la barriada de los obreros en el campo del Sol, y más allá los camposde maíz, ahora verdes con el alcacer, los prados, los bosques decastaños y robles... las colinas de un verde obscuro y la niebla, porfin, confundiéndose con los picachos de los puertos lejanos. Sefilosofaba mientras se comía, tal vez con los dedos, salchichón ochorizos mal tostados, queso duro, o tortillas de jamón, lo que fuese;se hablaba al descuido, lentamente, pensando en cosas más hondas que lasque se decía, con los ojos clavados en la lontananza, detrás de la cualse vela el recuerdo, lo desconocido, la vaguedad del sueño; se hablabade lo que era el mundo, de lo que era la sociedad, de lo que era eltiempo, de la muerte, de la otra vida, del cielo, de Dios; se evocaba lainfancia, las fechas lejanas en que había una memoria común; y unsentimentalismo, como desprendido de la niebla que bajaba de Corfín, seextendía sobre los comensales bucólicos y su filosofía de sobremesa.
Comenzaba la brisa; picaba un poco y tenía sus peligros, pero halagabala piel; salía una estrella; el cuarto de luna (que a don Víctor leparecía la plegadera de oro que le habían regalado en Granada), tomabacolor, es decir, luz. La conversación, ya perezosa, daba entonces en laastronomía y se paraba en el concepto de lo infinito; se acababa portener un deseo vago de oír música. Entonces Quintanar recordaba que secantaba aquella noche El Relámpago o Los Magyares; levantaba elcampo, y paso a paso, volvían a la soñolienta Vetusta dejándose resbalarpor la pendiente suave de la carretera. Frígilis dejaba el brazo a laRegenta, que indefectiblemente lo buscaba; y Mesía resignado, firme ensu propósito de ser prudente mientras fuera necesario, se emparejaba condon Víctor, que tal vez se permitía cantar a su modo el spirto gentil o la casta diva; aunque prefería recitar versos, sin que jamás se leolvidase decir con Góngora:
A
su
cabaña
los
guía
que
el
sol
deja
el
horizonte,
y
el
humo
de
su
cabaña
les va sirviendo de Norte.
Los sapos cantaban en los prados, el viento cuchicheaba en las ramasdesnudas, que chocaban alegres, inclinándose, preñadas ya de las nuevashojas; y Ana, apoyándose tranquila en el brazo fuerte del mejor amigo,olfateaba en el ambiente los anuncios inefables de la primavera. De estohablaban ella y Frígilis. Crespo, satisfecho, tranquilo, apacible, envoz baja, como respetando el primer sueño del campo, su ídolo, dejabacaer sus palabras como un rocío en el alma de Ana, que entoncescomprendía aquella adoración tranquila, aquel culto poético, nadaromántico, que consagraba Frígilis a la naturaleza, sin llamarla así,por supuesto. Nada de grandes síntesis, de cuadros disolventes, defilosofía panteística; pormenores, historia de los pájaros, de lasplantas, de las nubes, de los astros; la experiencia de la vida naturalllena de lecciones de una observación riquísima. El amor de Frígilis ala naturaleza era más de marido que de amante, y más de madre que deotra cosa. En aquellos momentos, al volver a Vetusta con Ana del brazo,se hacía elocuente, hablaba largo y sin miedo, aunque siemprepausadamente; en su voz había arrullos amorosos para el campo quedescribía, y temblaba en sus labios el agradecimiento con que oía a otrapersona palabras de cariño y de interés por árboles, pájaros y flores.Ana envidiaba en tales horas aquella existencia de árbol inteligente, yse apoyaba y casi recostaba en Frígilis como en una encina venerable. Ydetrás venía el otro, ella lo sentía. A veces hablaba con Ana don Álvaroy Ana contestaba con voz afable, como en pago de su prudencia, de supaciencia y de su martirio....
«Porque, sin duda, sufrir tanto tiempo aQuintanar era un martirio».
Don Álvaro sudaba de congoja. Don Víctor se le colgaba del brazo,levantaba los ojos al cielo y se divertía en encontrar parecidos entrelos nubarrones de la noche y las formas más vulgares de la tierra.
—«Mire usted, mire usted, aquel cúmulus es lo mismo que Ripamilán;figúreselo usted con la teja en la mano....
—»Aquel cirrus negro parece la moña de un torero...».
Don Álvaro, al llegar a la Rinconada, mientras dejaba pasar delante adon Víctor, que traía llavín, levantaba el puño cerrado sobre la cabezadel insoportable amigo.... No descargaba el golpe... no... pero.... «¡Yalo descargaría!».
«¡Oh! pensaba, lo que es ahora estoy en mi derecho. Ojo por ojo».
Así vivía Ana, menos aburrida si no contenta, sin grandesremordimientos, aunque no satisfecha de sí misma. Ni permitía a donÁlvaro acercarse, alentar esperanzas que ella sustentase, ni lerechazaba con el categórico desdén que la virtud, lo que se llama lavirtud, exigía.
Estas medias tintas de la moralidad le parecían entoncesa ella las más conformes a la flaca naturaleza humana. «¿Por qué he decreerme más fuerte de lo que soy?».
También volvió a frecuentar la casa de Vegallana. Fue muy bien recibida;la del Banco se la comía a besos, le hablaba de modas, le mandabapatrones a casa, y le recordaba visitas que tenía que pagar y a que ellala acompañaba, porque don Víctor se negaba a perder el tiempo en estoscumplidos.
—Señor—gritaba él—yo no sirvo para eso; no se me haga a mi hablar deltiempo, del mal servicio de criadas, de la carestía de los comestibles.¡Exíjase de mí cualquier cosa menos hacer visitas de cumplido!
—Yo soy artista, no sirvo para esas nimiedades—decía para susadentros.
Visitación procuraba meterle a Ana, a manos llenas, por los ojos, por laboca, por todos los sentidos, el demonio, el mundo y la carne; el buentiempo la ayudaba.
La Regenta no tomaba con gran calor aquellas diversiones, pero lasprefería a su estéril soledad, en que buscando ideas piadosas encontrabatristezas, un hastío hondo y el rencoroso espíritu de protesta de lacarne pisoteada, que bramaba en cuanto podía. «Era mejor vivir comotodos, dejarse ir, ocupar el ánimo con los pasatiempos vulgares, sosos,pero que, al fin, llenan las horas...».
En esta situación estaba cuando el Magistral le dijo en el confesonarioque se perdía; que él la había visto arrojar con desdén sobre un bancode césped la historia de Santa Juana Francisca....
Aquella tarde De Pasestuvo más elocuente que nunca; ella comprendió que estaba siendo unaingrata, no sólo con Dios, sino con su apóstol, aquel apóstol todofuego, razón luminosa, lengua de oro, de oro líquido.... La voz delsacerdote vibraba, su aliento quemaba, y Ana creyó oír sollozoscomprimidos. «Era preciso seguirle o abandonarle; él no era el capelláncomplaciente que sirve a los grandes como lacayo espiritual; él era elpadre del alma, el padre, ya que no se le quería oír como hermano. Habíaque seguirle o dejarle». Y después había hablado de lo que él mismosentía, de sus ilusiones respecto de ella. «Sí, Ana (Ana la habíallamado, estaba ella segura), yo había soñado lo que parecía anunciarsedesde nuestra primer entrevista, un espíritu compañero, un hermanomenor, de sexo diferente para juntar facultades opuestas en armónicaunión; yo había soñado que ya no era Vetusta para mí cárcel fría, nisemillero de envidias que se convierten en culebras, sino el lugar enque habitaba un espíritu noble, puro y delicado, que al buscarme paracaminar en la vía santa de salvación, sin saberlo, me guiaba también poresa vía; yo esperaba que usted fuese lo que aquella historia quellorando me contaba, prometía... lo que usted me prometió cien vecesdespués.... Pero no, usted desconfía de mí, no me cree digno de sudirección espiritual, y para satisfacer esas ansias de amor ideal quesiente, tal vez ya busca en el mundo quien la comprenda y pueda ser suconfidente».
—No, no—repetía Ana llorando; pero él había seguido hablando de sudespecho, cada vez más triste, cada vez con más ardor en las palabras yen el aliento.... Y habían concluido por reconciliarse, por prometersenueva vida, verdadera reforma, eficaz cambio de costumbres; y ellaexaltada le había dicho: «¿Quiere usted que hoy mismo le acompañe a casade doña Petronila?». «Sí, sí; eso, lo mejor es eso», había contestadoél. Y habían ido juntos sin pensar ni uno ni otro lo que hacían.
Desde aquella tarde había empezado para la Regenta la vida de la devotapráctica; pero duró poco la eficacia de aquel impulso en que no habíapiedad acendrada sino gratitud, el deseo de complacer al hombre quetanto trabajaba por salvarla, y que era tan elocuente y que tanto valía.Ana a veces, no pudiendo elevar su atención a las cosas invisibles, a lacontemplación piadosa, procuraba preparar este viaje místico pensando enel Magistral. «¡Oh, qué grande hombre! ¡Y qué bien penetraba en elespíritu, y qué bien hablaba de lo que parece inefable, de lossubterráneos de las intenciones, de las delicadezas del sentimiento! ¡Ycuánto le debía ella!
¿Por qué tanto interés si aquella pecadora no lomerecía?». Las lágrimas se agolpaban a los ojos de Ana. Lloraba degratitud y de admiración. Y no pudiendo meditar sobre cosas santas,piadosas, poníase la mantilla y corría a la conferencia de San Vicente,o a la Junta del Corazón o al Catecismo, o a misa... dondecorrespondiera. Pero la fe era tibia; por allí no se iba a donde ellahabía deseado. Además, se conocía; sabía que ella, de entregarse a Dios,se entregaría de veras; que mientras su devoción fuese callejera,ostentosa y distraída, ella misma la tendría en poco, y cualquier pasiónmala, pero fuerte, la haría polvo.
Mas resuelta a huir de los extremos, a ser como todo el mundo,insistió en seguir a las demás beatas en todos sus pasos, y aunque singusto, entró en todas las cofradías, fue hija y hermana, según sequiso, de cuantas juntas piadosas lo solicitaron.
Dividía el tiempo entre el mundo y la iglesia: ni más ni menos que doñaPetronila, Olvido Páez, Obdulia y en cierto modo la Marquesa. Se la vioen casa de Vegallana y en las Paulinas, en el Vivero y en el Catecismo,en el teatro y en el sermón. Casi todos los días tenían ocasión dehablar con ella, en sus respectivos círculos, el Magistral y don Álvaro,y a veces uno y otro en el mundo y uno y otro en el templo; lugareshabía en que Ana ignoraba si estaba allí en cuanto mujer devota o encuanto mujer de sociedad.
Pero ni De Pas ni Mesía estaban satisfechos. Los dos esperaban vencer,pero a ninguno se le acercaba la hora del triunfo.
—Esta mujer—decía don Álvaro—es peor que Troya.
—El remedio ha sido peor que la enfermedad—pensaba don Fermín.
Ana veía en los pormenores de la vida de beata mil motivos derepugnancia; pero prefería apartar de ellos la atención: no dejaba queel espíritu de contradicción buscase las debilidades, las groserías, lasmiserias de aquella devoción exterior y bullanguera. No quería censurar,no quería ver.
Pero a sí misma se comparaba al cadáver del Cid venciendo moros. No eraella, era su cuerpo el que llevaban de iglesia en iglesia.
Y volvió la inquietud honda y sorda a minar su alma. Esperaba ya otraépoca de luchas interiores, de aridez y rebelión.
Una noche, después de oír un sermón soporífero, entró en su tocador casiavergonzada de haber estado dos horas en la iglesia como una piedra;oyendo, sin piedad y sin indignación, sin lástima siquiera, necedadesmonótonas, tristes; viendo ceremonias que nada le decían al alma....
—Oh, no, no—se dijo, mientras se desnudaba—yo no puedo seguir así...
Y luego, sacudiendo la cabeza, y extendiendo los brazos hacia el techo,había añadido en voz alta, para dar más solemnidad a su protesta:
—¡Salvarme o perderme! pero no aniquilarme en esta vida de idiota....¡Cualquier cosa...
menos ser como todas esas!
Y a los pocos días cayó enferma.
Cuando esta historia de su tibieza y de sus cobardes y perezosastransacciones con el mundo pasaba por la memoria de Ana, con formasplásticas, teatrales—gracias a la salud que volvía a rodar con lasangre—, sentía la débil convaleciente remordimientos que ella secomplacía en creer intensos, punzantes. «¡Oh! ¡qué diferencia entreaquel sopor moral en que vivía pocas semanas antes, y la agudeza de suconciencia ahora, allí postrada, sin poder levantar el embozo de lacolcha con la mano, pero con fuerza en la voluntad para levantar elplomo del pecado, que la abrumaba con su pesadumbre!».
«¡Esta sí que era resolución firme! Iba a ser buena, buena, de Dios,sólo de Dios; ya lo vería el Magistral. Y él, don Fermín, sería sumaestro vivo, de carne y hueso; pero además tendría otro; la santadoctora, la divina Teresa de Jesús... que estaba allí, junto a sucabecera esperándola amorosa, para entregarle los tesoros de suespíritu».
Ana, burlando los decretos del médico, probó en los primeros días deaquella segunda convalecencia a leer en el libro querido: iba a él comoun niño a una golosina. Pero no podía. Las letras saltaban, estallaban,se escondían, daban la vuelta... cambiaban de color... y la cabeza seiba.... «Esperaría, esperaría». Y dejaba el libro sobre la mesilla denoche, y con delicia que tenía mucho de voluptuosidad, se entretenía enimaginar que pasaban los días, que recobraba la energía corporal; secontemplaba en el Parque, en el cenador, o en lo más espeso de laarboleda leyendo, devorando a su Santa Teresa. «¡Qué de cosas la diríaahora que ella no había sabido comprender cuando la leyera distraída,por máquina y sin gusto!».
La impaciencia pudo más que las órdenes del médico, y antes de dejar ellecho, cuando empezaron a permitirle otra vez incorporarse entrealmohadones, algo más fuerte ya, Ana hizo nuevo ensayo y entoncesencontró las letras firmes, quietas, compactas; el papel blanco no eraun abismo sin fondo, sino tersa y consistente superficie. Leyó; leyósiempre que pudo. En cuanto la dejaban sola, y eran largas sussoledades, los ojos se agarraban a las páginas místicas de la Santa deÁvila, y a no ser lágrimas de ternura ya nada turbaba aquel coloquio dedos almas a través de tres siglos.
—XX—
Don Pompeyo Guimarán, presidente dimisionario de la Libre Hermandad,natural de Vetusta, era de familia portuguesa; y don Saturnino Bermúdez,el arqueólogo y etnógrafo, que dividía a todos sus amigos en celtas,íberos y celtíberos, sin más que mirarles el ángulo facial y a lo sumopalparles el cráneo, aseguraba que a don Pompeyo le quedaba mucho de lagente lusitana, no precisamente en el cráneo, sino más bien en elabdomen. Don Pompeyo no decía que sí ni que no; cierto era que el teníaun poco de panza, no mucho, obra de la edad y la vida sedentaria; queandaba muy tieso, porque creía que «quien era recto como espíritu,digámoslo así, debía serlo como físico»; pero en punto a los vestigiosde raza y nación él se declaraba neutral: quería decir que le eraindiferente esta cuestión, toda vez que tan español consideraba a unportugués como a un castellano como a un extremeño. De modo, que siempreque se le hablaba de tal asunto acababa por hacer una calorosa defensade la unión ibérica, unión que debía iniciarse en el arte, la industriay el comercio para llegar después a la política.
Además ¿qué le importaban a don Pompeyo estos accidentes del nacimiento?Su inteligencia andaba siempre por más altas regiones. Él en este mundoera principalmente un altruista, palabreja que, preciso es confesarlo,no había conocido hasta que con motivo de una disputa filosófica de laque salió derrotado, el amor propio un tanto ofendido le llevó a leerlas obras de Comte. Allí vio que los hombres se dividían en egoístas y altruistas y él, a impulsos de su buen natural, se declaró altruista de por vida; y, en efecto, se la pasó metiéndose en lo que no leimportaba. Tenía algunas haciendas, pocas, la mayor parte procedentes debienes nacionales; y de su renta vivía con mujer y cuatro hijascasaderas.
Comía sopa, cocido y principio; cada cinco años se hacía una levita,cada tres compraba un sombrero alto lamentándose de las exigencias de lamoda, porque el viejo quedaba siempre en muy buen uso. A esto lo llamabaél su aurea mediocritas. Pudo haber sido empleado; pero «¿con quién?¡si aquí nunca hay gobiernos!». Cargos gratuitos los desempeñaba siempreque se le ofrecían, porque sus conciudadanos le tenían a su disposición,sobre todo si se trataba de dar a cada uno lo suyo. A pesar de tantamodestia y parsimonia en los gastos, los maliciosos atribuían suexaltado liberalismo y su descreimiento y desprecio del culto y delclero a la procedencia de sus tierras. «¡Claro, decían las beatas en loscorrillos de San Vicente de Paúl, y los ultramontanos en la redacción de El Lábaro, claro, como lo que tiene lo debe a los despojos impíos delos liberalotes! ¿Cómo no ha de aborrecer al clero si se está comiendolos bienes de la Iglesia?». A esto hubiera objetado don Pompeyo, si nodespreciara tales hablillas, «abroquelado en el santuario de suconciencia», hubiera contestado que don Leandro Lobezno, el obispo delevita, el Preste Juan de Vetusta, el seráfico presidente de la JuventudCatólica, era millonario gracias a los bienes nacionales que habíacomprado cierto tío a quien heredara el don Leandro». Pero no, donPompeyo no contestaba. Él aborrecía el fanatismo, pero perdonaba a losfanáticos.
«¿No era él un filósofo? Bien sabía Dios que sí».—Esto de que bien losabía Dios era una frase hecha, como él decía, que se le escapaba sinquerer, porque, en verdad sea dicho, don Pompeyo Guimarán no creía enDios. No hay para qué ocultarlo. Era público y notorio. Don Pompeyo erael ateo de Vetusta. «¡El único!» decía él, las pocas veces que podíaabrir el corazón a un amigo. Y
al decir ¡el único! aunque afectabaprofundo dolor por la ceguedad en que, según él, vivían susconciudadanos, el observador notaba que había más orgullo y satisfacciónen esta frase que verdadera pena por la falta de propaganda. Él dabaejemplo de ateísmo por todas partes, pero nadie le seguía.
En Vetusta no se aclimataba esta planta; él era el único ejemplar,robusto, inquebrantable eso sí, pero el único. Y don Pompeyo sentíaremordimientos cuando se sorprendía deseando que jamás cundiese ladoctrina racional, salvadora, que por tal la tenía. Todos le llamabanel Ateo, pero la experiencia había convencido a los más fanáticos deque no mordía. «Era el león enamorado de una doncella», decíaelegantemente Glocester, «una fiera sin dientes». Hasta las másrecalcitrantes beatas pasaban al la