La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

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Pero no pudieron marchar tan pronto porque la hija de don Santos cayódesmayada. La bajaron a la tienda, para librarla de los gritos furiososy de las injurias de su padre. Quedó el campo por don Pompeyo, quevolvió a sus paseos y después fue a la cocina a espumar el pucheromiserable de don Santos.

«Allí no había más caridad que la de él. Cierto que no podía ser pródigocon su amigo, porque la propia familia tan numerosa tenía apenas lonecesario; pero solicitud, atenciones no le faltarían al enfermo».

Volvió a poco soplando un líquido pálido y humeante en el que flotabanpartículas de carbón.

Se lo hizo beber a don Santos, sujetándole la cabeza que temblaba y sinpermitirle tomar la taza con su flaca mano, que temblaba también.

De esta manera quedó el campo libre y por don Pompeyo, el cual nopensaba más que en asegurar el triunfo de sus ideas, para lo que eranecesario estar de guardia todo el tiempo posible al lado del enfermo, yasí evitar que la hija de don Santos introdujese allí subrepticiamente«el elemento clerical».

Guimarán madrugaba para correr a casa de Barinaga; estaba allí casisiempre hasta la hora de cenar, y esta necesidad material ladespachaba en un decir Jesús, dando prisa a la criada, a su mujer, a lasniñas.

—Ea, ea... menos cháchara, la sopa... que me esperan....

Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un pocode azúcar y otros desperdicios, se los metía en un bolsillo y echaba acorrer.

Algunas noches entraba en su hogar gritando:

—¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anís, que hoy velo adon Santos.

La esposa de don Pompeyo suspiraba y entregaba las zapatillas suizas yel frasco del aguardiente, y el amo de la casa desaparecía.

Foja, los Orgaz, Glocester «como particular, no como sacerdote», donÁlvaro Mesía, los socios librepensadores que comían de carnesolemnemente en Semana Santa, algunos de los que asistían a las cenassecretas del Casino, los redactores del Alerta y otros muchos enemigosdel Provisor visitaban de vez en cuando a don Santos; todos compadecíanaquella miseria entre protestas de cólera mal comprimida. «Oh el hombreque había reducido a tal estado al señor Barinaga era bien miserable,merecía la pública execración». Pero nada más. Casi nadie se atrevía adejar allí una limosna «por no ofender la susceptibilidad del enfermo».Muchos se ofrecían a velarle en caso de necesidad.

Don Pompeyo recibía las visitas como si él fuera el amo de casa;Celestina tenía que tolerarlo porque su padre lo exigía.

—Él es mi único hijo... descastada... mi único padre... mi únicoamigo... tú eres la que estás aquí de más... ¡mala entraña!...¡mojigata!...—gritaba desde su alcoba el borracho moribundo.

La enfermedad se agravó con las fuertes heladas con que terminó aquelaño noviembre.

El primer día de diciembre Celestina se propuso, de acuerdo con donCustodio, dar el último ataque para conseguir que su padre admitiera losSacramentos.

Al entrar, por la mañana, a eso de las ocho, don Pompeyo Guimarán, quevenía soplándose los dedos, la beata le detuvo en la tienda abandonada,fría, llena de ratones.

Empleó la joven toda clase de resortes; pidió, suplicó, se puso derodillas con las manos en cruz, lloró... Después exigió, amenazó,insultó: todo fue inútil.

—Hable usted con su papá—decía Guimarán por toda contestación—. Yono hago más que cumplir su voluntad.

Celestina, desesperada, se acercó al lecho de su padre, lloró otra vez,de rodillas, con la cabeza hundida en el flaco jergón, mientras donSantos repetía con voz pausada, débil, que tenía una majestad especial,compuesta de dolor, locura, abyección y miseria:

—¡Mojigata, sal de mi presencia! Como hay Dios en los cielos, abominode ti y de tu clerigalla.... Fuera todos.... Nadie me entre en la tienda,que no me dejarán un copón... ni una patena.... ¡Esa lámpara, seorbandido! y tú, hija de perdición, no ocultes debajo del mandil...

eso...eso... ese sacramento.... ¡Fuera de aquí!...

—¡Padre, padre, por compasión... admita usted los santossacramentos!...

—Me los han robado todos... y las lámparas... y tú los ayudas... erescómplice.... ¡A la cárcel!

—Padre, señor, por compasión de su hija... los Sacramentos... tomeusted... tome usted....

—No, no quiero... seamos razonables. Una partida de sacramentos...¿para qué? Si la tomo...

ahí se pudrirá en la tienda.... El Provisor lesprohíbe comprar aquí... Ellos, los pobrecitos curas de aldea... ¿qué hande hacer?... ¡Infelices!... Le temen... le temen.... ¡Infame!¡Infelices!

Y don Santos se incorporó como pudo, inclinó la cabeza sobre el pecho, ylloró en silencio.

Y repetía de tarde en tarde:—¡Infelices!... Celestina salió de laalcoba sollozando.

«Su padre había perdido la cabeza. Ya no podría confesar si no recobrabala razón... sólo por milagro de Dios».

—Ni puede, ni quiere, ni debe—exclamó don Pompeyo cruzado de brazos,inflexible, dispuesto a no dejarse enternecer por el dolor ajeno.

El día de la Concepción, muy temprano, el médico Somoza dijo que donSantos moriría al obscurecer.

El enfermo perdía el uso de la poca razón que tenía muy a menudo; senecesitaba alguna impresión fuerte para que volviese a discurrir lo pocoque sabía. La entrada de don Robustiano, o sea de la ciencia, le hacíavolver la atención a lo exterior. Al medio día le anunció Celestina quequería verle el señor Carraspique. Aquel honor inesperado puso almoribundo muy despierto, Carraspique, sin saludar a don Pompeyo, que sequedó, siempre cruzado de brazos, a la puerta de la alcoba, se colocó ala cabecera de Barinaga en compañía de un clérigo, el cura de laparroquia.

Era este un anciano de rostro simpático, de voz dulce,hablaba con el acento del país muy pronunciado. Carraspique, a quien enotro tiempo había pedido dinero prestado don Santos, tenía algunaautoridad sobre el enfermo; no se hablaban muchos años hacía, pero seestimaban a pesar de las ideas y de la frialdad que el tiempo habíatraído. Barinaga, con buenos modos, usando un lenguaje culto, que no eraordinario en él, se negó a las pretensiones del ilustre carlista ysincero creyente D. Francisco Carraspique.

—«Todo es inútil... la Iglesia me ha arruinado... no quiero nada con laIglesia.... Creo en Dios... creo en Jesucristo... que era... un grandehombre... pero no quiero confesarme, señor Carraspique, y siento...darle a usted este disgusto. Por lo demás... yo estoy seguro... de queesto que tengo... se curaría... o por lo menos... se... se... conaguardiente.... Crea usted que muero por falta de líquidos... gaseosos...y sólidos....

Don Santos levantó un poco la cabeza y conoció al cura de la parroquia.

—Don Antero... usted también... por aquí... Me alegro... así... podráusted dar fe pública...

como escribano... espiritual... digámoslo así...de esto que digo... y es todo mi testamento: que muero, yo, SantosBarinaga... por falta de líquidos suficientemente... alcohólicos... quemuero...

de... eso... que llama el señor médico.... Colasa... o Colás...segundo....

Se detuvo, la tos le sofocaba. Hizo un esfuerzo y trayendo hacia labarba el embozo sucio de la sábana rota, continuó:

—Ítem: muero por falta de tabaco.... Otrosí... muero... por falta dealimento... sano.... Y de esto tienen la culpa el señor Magistral, y miseñora hija....

—Vamos, don Santos—se atrevió a decir el cura—no aflija usted a lapobre Celesta. Hablemos de otra cosa. Ni usted se muere, ni nada de eso.Va usted a sanar en seguida.... Esta tarde le traeré yo, con todasolemnidad, lo que usted necesita, pero antes es preciso que hablemos asolas un rato.

Y después... después... recibirá usted el Pan del alma....

—¡El pan del cuerpo!—gritó con supremo esfuerzo el moribundo, irritadocuando podía—. ¡El pan del cuerpo es lo que yo necesito!... que así mesalve Dios... ¡muero de hambre! Sí, el pan del cuerpo... ¡que muero dehambre... de hambre!...

Fueron sus últimas palabras razonables. Poco después empezaba eldelirio. Celestina lloraba a los pies del lecho. Don Antero, el cura, sepaseaba, con los brazos cruzados, por la sala miserable, haciendorechinar el piso. Guimarán con los brazos cruzados también, entre laalcoba y la sala, admiraba lo que él llamaba la muerte del justo.Carraspique había corrido a Palacio.

Llegó y todo se supo; el Obispo rezaba ante una imagen de la Virgen, yal oír que don Santos se negaba a recibir al Señor, y a confesar,levantó las manos cruzadas... y con voz dulcemente majestuosa y llena delágrimas, exclamó:

—¡Madre mía, madre de Dios, ilumina a ese desgraciado!...

Estaba pálido el buen Fortunato; le temblaba el labio inferior, algogrueso, al balbucear sus plegarias íntimas.

El Magistral se paseaba a grandes pasos, con las manos a la espalda, enla cámara roja, cubierta de damasco.

Carraspique, que vestía el luto reciente de su hija, miraba a don Fermíncon los ojos arrasados en lágrimas.

«Don Fermín padecía», pensaba el pobre don Francisco y sin querer, congran remordimiento, él se alegraba un poco, gozaba el placer de unavenganza... «irracional... injusta... todo lo que se quiera... perogozaba acordándose de su hija muerta».

Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedad del tendero de enfrente era unacomplicación».

De Pas ya no era el mismo que sentía remordimientos románticos aquellanoche de luna al ver a don Santos arrastrar su degradación y su miseriapor el arroyo; ahora no era más que un egoísta, no vivía más que para supasión; lo que podría turbarle en el deliquio sin nombre que gozaba enpresencia de Ana, eso aborrecía; lo que pudiera traer una solución alterrible conflicto, cada vez más terrible, de los sentidos enfrenados yde la eternidad pura de su pasión, eso amaba. Lo demás del mundo noexistía. «Y ahora don Santos moría escandalosamente, moría como unperro, habría que enterrarle en aquel pozo inmundo, desamparado, quehabía detrás del cementerio y que servía para los enterramientosciviles; y de todo esto iba a tener la culpa él, y Vetusta se le iba aechar encima». Ya empezaba el rum rum del motín, el Chato venía a cadamomento a decirle que la calle de don Santos y la tienda se llenaban degente, de enemigos del Magistral... que se le llamaba asesino en losgrupos—porque él obligaba al Chato a decirle la verdad sinrodeos—

asesino, ladrón.... El Magistral al llegar a este pasaje de susreflexiones, sin poder contenerse, golpeó el pavimento con el pie.Carraspique dio un salto. El Obispo, saliendo de su oratorio, con lasmanos en cruz, se acercó al Provisor.

—Por Dios, Fermo, por Dios te pido que me dejes....

—¿Qué?...—Ir yo mismo; ver a ese hombre... quiero verle yo... a mí meha de obedecer... yo he de persuadirle.... Que traigan un coche si noquieres que me vean, una tartana, un carro... lo que quieras.... Voy averle, sí, voy a verle....

—¡Locuras, señor, locuras!—rugió el Provisor sacudiendo la cabeza.

—¡Pero Fermo, es un alma que se pierde!...

—No hay que salir de aquí... Ir... el Obispo... a un herejecontumaz..., absurdo....

—Por lo mismo, Fermo...—¡Bueno! ¡bueno! Los Miserables, siempre lacomedia.... La escena del Convencional, ¿no es eso? don Santos es unborracho insolente que escupiría al Obispo con mucha frescura; donPompeyo discutiría con Su Ilustrísima si había Dios o no había Dios....No hay que pensar en ello. ¡Absurdo moverse de aquí!

Hubo algunos momentos de silencio. Carraspique, único testigo de laescena, temblaba y admiraba con terror el poder del Magistral y suenergía.

«Era verdad, tenía a S. I. en un puño». Después continuó don Fermín:

—Además, sería inútil ir allá. El señor Carraspique lo ha dicho....Barinaga ya ha perdido el conocimiento, ¿verdad? Ya es tarde, ya no hayque hacer allí. Está ya como si hubiese muerto.

Carraspique, aunque con mucho miedo, animado por su afán piadoso desalvar a don Santos, se atrevió a decir:

—Sin embargo, tal vez.... Se ven muchos casos....

—¿Casos de qué?—preguntó el Magistral con un tono y una mirada queparecían navajas de afeitar—. ¿Casos de qué?—repitió porque el otrocallaba.

—Puede pasar el delirio y volver a la razón el enfermo.

—No lo crea usted. Además, allí está el cura... para eso está donAntero.... ¡Su Ilustrísima no puede... no saldrá de aquí!

Y no salió. El que entraba y salía era el Chato, Campillo, que hablabaen secreto con don Fermín y volvía a la calle a recoger rumores y aespiar al enemigo. El cual se presentaba amenazador en la calle estrechay empinada en que vivía don Santos, casi enfrente de la casa delMagistral. Era la calle de los Canónigos, una de las más feas y másaristocráticas de la Encimada.

Al obscurecer de aquel día no se podía pasar sin muchos codazos ytropezones por delante de la tienda triste y desnuda de Barinaga. Susamigos, que habían aumentado prodigiosamente en pocas horas,interceptaban la acera y llegaban hasta el arroyo divididos en gruposque cuchicheaban, se mezclaban, se disolvían.

Por allí andaban Foja, los dos Orgaz y algunos otros de los socios delCasino que asistían a las cenas mensuales en que se conspiraba contra elProvisor. El ex-alcalde se multiplicaba, entraba y salía en casa de donSantos, bajaba con noticias, le rodeaban los amigos.

—Está espirando.—¿Pero conserva el conocimiento?

—Ya lo creo, como usted y como yo. Era mentira. Barinaga moríahablando, pero sin saber lo que decía; sus frases eran incoherentes;mezclaba su odio al Magistral con las quejas contra su hija. Unas vecesse lamentaba como el rey Lear y otras blasfemaba como un carretero.

—Y diga usted, señor Foja, ¿hay arriba algún cura? Dicen que ha venidoel mismo Magistral....

—¿El Magistral? ¡No faltaba más! Sería añadir el sarcasmo a la...al.... No vendrá, no. Quien está arriba es don Antero, el cura de laparroquia, el pobre es un bendito, un fanático digno de lástima y creecumplir con su deber... pero como si cantara. Don Santos era un hombrede convicciones arraigadas.

—¿Cómo era? ¿pues ha muerto ya?—preguntó uno que llegaba en aquelmomento.

—No señor, no ha muerto. Digo eso, porque ya está más allá que acá.

—También don Pompeyo se ha portado con mucha energía, según dicen....

—También...—Pero estando sano es más fácil.

—Y como no va con él la cosa....

—Morirá esta noche.—El médico no ha vuelto.—Somoza aseguraba quemoriría esta tarde.

—Pues por eso no ha vuelto, porque se ha equivocado....

—El cura dice que durará hasta mañana.

—Y muere de hambre.—Dicen que lo ha dicho él mismo.

—Sí, señor, fueron sus últimas palabras sensatas, advirtió Fojacontradiciéndose.

—Dicen que dijo: «—¡El pan del cuerpo es el que yo necesito, que asíme salve Dios muero de hambre!».

A Orgaz hijo se le escapó la risa, que procuró ahogar con el embozo dela capa.

—Sí, ríase usted, joven, que el caso es para bromas.

—Hombre, no me río del moribundo... me río de la gracia.

—Profundísima lección debía llamarla usted. Se muere de hambre, es unhecho; le dan una hostia consagrada, que yo respeto, que yo venero,pero no le dan un panecillo.—Así habló un maestro de escuela perseguidopor su liberalismo... y por el hambre.

—Yo soy tan católico como el primero—dijo un maestro de la FábricaVieja, de larga perilla rizada y gris, socialista cristiano a sumanera—soy tan católico como el primero, pero creo que al Magistral sele debería arrastrar hoy y colgarlo de ese farol, para que viese salirel entierro....

—La verdad es, señores—observó Foja—que si don Santos muere fueradel seno de la Iglesia, como un judío, se debe al señor Provisor.

—Es claro.—Evidente.—¿Quién lo duda?—Y diga usted, señor Foja,¿no le enterrarán en sagrado, verdad?

—Eso creo: los cánones están sangrando; quiero decir que la Sinodalestá terminante.—Y se puso algo colorado, porque no sabía si loscánones sangraban o no, ni si la Sinodal hablaba del caso.

—¡De modo que le van a enterrar como un perro!

—Eso es lo de menos—dijo el maestro de la Fábrica—toda la tierra estáconsagrada por el trabajo del hombre.

—Y además en muriéndose uno....

—Más despacio, señores, más despacio—interrumpió Foja que no queríadesperdiciar el arma que le ponían en las manos para atacar alMagistral—. Estas cosas no se pueden juzgar filosóficamente.Filosóficamente es claro que no le importa a uno que le entierren dondequiera.

Pero ¿y la familia? ¿Y la sociedad? ¿Y la honra? Todos ustedessaben que el local destinado en nuestro cementerio municipal—ysubrayó la palabra—a los cadáveres no católicos, digámoslo así...

Orgaz hijo sonrió.—Ya sé, joven, ya sé que he cometido un lapsus.Pero no sea usted tan material.

Aquel grupo de progresistas y socialistas serios miró en masa almediquillo impertinente con desprecio.

Y dijo el socialista cristiano:—Aquí lo que sobra es la materia; laletra mata, caballero, y tengo dicho mil veces que lo que sobran enEspaña son oradores....

—Pues usted no habla mal ni poco; acuérdese del club difunto, señorParcerisa....

Y Orgaz hijo dio una palmadita en el hombro al de la fábrica.

Parcerisa sonrió satisfecho. La conversación se extravió. Se discutió siel Ayuntamiento disputaba o no con suficiente energía al Obispo laadministración del cementerio.

En tanto subían y bajaban amigas y amigos, curas y legos que iban a veral enfermo o a su hija.

Don Pompeyo había hecho llevar a Celestina a sucuarto y allí recibía la beata a sus correligionarias y a los sacerdotesque venían a consolarla. Guimarán no dejaba entrar en la sala más que alos espíritus fuertes, o por lo menos, si no tan fuertes como él, queeso era difícil, partidarios de dejar a un moribundo «espirar en laconfesión que le parezca, o sin religión alguna si lo consideraconveniente».

—¡Muerte gloriosa!—decía don Pompeyo al oído de cualquier enemigo delProvisor que venía a compadecerse a última hora de la miseria deBarinaga—. «¡Muerte gloriosa! ¡Qué energía!

¡Qué tesón! Ni la muertede Sócrates... porque a Sócrates nadie le mandó confesarse».

Los que subían o bajaban, al pasar por la tienda abandonada echaban unamirada a los desiertos estantes y al escaparate cubierto de polvo ycerrado por fuera con tablas viejas y desvencijadas.

Sobre el mostrador, pintado de color de chocolate, un velón de petróleoalumbraba malamente el triste almacén cuya desnudez daba frío. Aquellosanaqueles vacíos representaban a su modo el estómago de don Santos. Lasúltimas existencias, que había tenido allí años y años cubiertas depolvo, las había vendido por cuatro cuartos a un comerciante de aldea;con el producto de aquella liquidación miserable había vivido y se habíaemborrachado en la última parte de su vida el pobre Barinaga. Ahora losratones roían las tablas de los estantes y la consunción roía lasentrañas del tendero.

Murió al amanecer. Las nieblas de Corfín dormían todavía sobre lostejados y a lo largo de las calles de Vetusta. La mañana estaba templaday húmeda. La luz cenicienta penetraba por todas las rendijas como unpolvo pegajoso y sucio. Don Pompeyo había pasado la noche al lado delmoribundo, solo, completamente solo, porque no había de contarse unperro faldero que se moría de viejo sin salir jamás de casa. AbrióGuimarán el balcón de par en par; una ráfaga húmeda sacudió la cortinade percal y la triste luz del día de plomo cayó sobre la palidez delcadáver tibio.

A las ocho se sacó a Celestina de la «casa mortuoria» y el cuerpo,metido ya en su caja de pino, lisa y estrecha, fue depositado sobre elmostrador de la tienda vacía, a las diez. No volvió a parecer por allíningún sacerdote ni beata alguna.

—Mejor—decía don Pompeyo, que se multiplicaba.

—Para nada queremos cuervos—exclamaba Foja, que se multiplicabatambién.

—Esto tiene que ser una manifestación—decía del ex-alcalde a muchoscorreligionarios y otros enemigos del Magistral reunidos en la tienda,al pie del cadáver—. Esto tiene que ser una manifestación: el gobiernono nos permite otras, aprovechemos esta coyuntura. Además, esto es unainiquidad: ese pobre viejo ha muerto de hambre, asesinado por losacaparadores sacrílegos de la Cruz Roja. Y para mayor deshonra yludibrio, ahora se le niega honrada y cristiana sepultura, y habrá queenterrarle en los escombros, allá, detrás de la tapia nueva, en aquelestercolero que dedican a los entierros civiles esos infames....

—¡Muerto de hambre y enterrado como un perro!—exclamó el maestro deescuela perseguido por sus ideas.

—¡Oh, hay que protestar muy alto!

—¡Sí, sí!—¡Esto es una iniquidad!—¡Hay que hacer una manifestación!

Hablaban también muchos conjurados con trazas de curiales de Palacio;eran amigos del Arcediano, del implacable Mourelo, que conspiraba desdela sombra.

—A ver usted, señor Sousa, usted que escribe los telegramas del Alerta... es preciso que hoy retrasen ustedes un poco el número paraque haya tiempo de insertar algo....

—Sí, señor, ahora mismo voy yo a la imprenta y con la mayor energía quepermite la ley, la pícara ley de imprenta, redactaré allí mismo unsuelto convocando a los liberales, amigos de la justicia, etc., etc....Descuide usted, señor Foja.

—Llame usted al suelto: Entierro civil.

—Sí, señor; así lo haré.

—Con letras grandes.—Como puños, ya verá usted.

—Eso podrá servir de aviso a todo el pueblo liberal....

—¿Vendrán los de la Fábrica?

—¡Ya lo creo!—exclamó Parcerisa—. Ahora mismo voy yo allá a calentara la gente. Esto no nos lo puede prohibir el gobierno....

—Como no se alborote.... El entierro fue cerca del anochecer. Sólo asípodían asistirlos de la Fábrica.

Llovía. Caían hilos de agua perezosa, diagonales, sutiles.

La calle se cubrió de paraguas.

El Magistral, que espiaba detrás de las vidrieras de su despacho, vio unfondo negro y pardo; y de repente, como si se alzase sobre un pavés,apareció por encima de todo una caja negra, estrecha y larga, que alsalir de la tienda se inclinó hacia adelante y se detuvo como vacilando.Era don Santos que salía por última vez de su casa. Parecía dudar entredesafiar el agua o volver a su vivienda. Salió; se perdió el ataúd entreel oleaje de seda y percal obscuro. En el balcón que había sobre lapuerta, entre las rejas asomó la cabeza de un perro de lanas negro ysucio: el Magistral lo miró con terror. El faldero estiró el pescuezo,procuró mirar a la calle y se le erizaron las orejas.

Ladró a la caja, alos paraguas y volvió a esconderse. Lo habían olvidado en la sala,cerrada con llave por don Pompeyo.

Guimarán, de levita negra presidía el duelo.

Delante del féretro, en filas, iban muchos obreros y algunoscomerciantes al por menor, con más, varios zapateros y sastres, rezandoPadrenuestros.

Guimarán había propuesto que no se dijese palabra.

«No había muerto el gran Barinaga, aquel mártir de las ideas, dentro deninguna confesión cristiana; luego era contradictorio...».

—Deje usted, deje usted—había advertido Foja con mal gesto—. Noseamos intransigentes, no extrememos las cosas. Es de más efecto que serece.

—Esto no es una manifestación anti-católica—observó el maestro deescuela.

—Es anti-clerical—dijo otro liberal probado.

—El tiro va contra el Provisor—manifestó un lampiño, de la policíasecreta de Glocester.

Así pues, se convino que se rezaría y se rezó. Requiescat in pace,decía Parcerisa, que rezaba delante, con voz solemne, al terminar cadaoración.

Y contestaban los de la fila, que llevaban hachas encendidas: Requiescat in pace.

Ni el latín ni la cera le gustaban a don Pompeyo, pero había quetransigir.

«Todo aquello era una contradicción, pero Vetusta no estaba preparadapara un verdadero entierro civil».

Las mujeres del pueblo, que cogían agua en las fuentes públicas, lasribeteadoras y costureras que paseaban por la calle del Comercio, y porel Boulevard, arrastrando por el lodo con perezosa marcha los pies malcalzados; las criadas que con la cesta al brazo iban a comprar la cena,se arremolinaban al pasar el entierro y por gran mayoría de votoscondenaban el atrevimiento de enterrar «a un cristiano» (sinónimo dehombre) sin necesidad de curas. Algunas buenas mozas, mal pergeñadas,alababan la idea en voz alta.

Hubo una que gritó:—¡Así, que rabien los de la pitanza!

Esta imprudencia provocó otra del lado contrario.

—¡ Anday, judíos!—exclamaba una moza del partido azotando con unzueco la espalda de muchos de sus conocidos, peones de albañil ycanteros.

Detrás del duelo iba una escasa representación del sexo débil; pero,según las de la cesta y las de las fuentes públicas, «eran malasmujeres».

—¡Anda tú, pendón!

—¿Adónde vais, pingos?

Y las correligionarias de don Pompeyo reían a carcajadas, demostrandoasí lo poco arraigado de sus convicciones. La noche se acercaba; elcementerio estaba lejos, y hubo que apretar el paso.

La lluvia empezó a caer perpendicular, pero en gotas mayores, losparaguas retumbaban con estrépito lúgubre y chorreaban por todas susvarillas. Los balcones se abrían y cerraban, cuajados de cabezas decuriosos.

Se miraba el espectáculo generalmente con curiosidad burlona, con algode desprecio. «Pero por lo mismo se declaraba mayor el delito delMagistral. Aquel pobre don Santos había muerto como un perro por culpadel Provisor; había renegado de la religión por culpa del Provisor,había muerto de hambre y sin sacramentos por culpa del Provisor».

«Y ahora los revolucionarios, que de todo sacan raja, aprovechan laocasión para hacer una de las suyas...».

«Y por culpa del Provisor...».

«No se puede estirar demasiado la cuerda».

«Ese hombre nos pierde a todos».

Estos eran los comentarios en los balcones. Y después de cerrarlos,continuaban dentro las censuras. Muchas amistades perdió De Pas aquellatarde.

Sin que se supiera cómo, llegó a ser un lugar común, verdad evidentepara Vetusta, que

«Barinaga había muerto como un perro por culpa delMagistral».

Los amigos que le quedaban a don Fermín reconocían que no se podíaluchar, por aquellos días a lo menos, contra aquella afirmación injusta,pero tan generalizada.

El entierro dejó atrás la calle principal de la Colonia, que estabaconvertida en un lodazal de un kilómetro de largo, y empezó a subir lacuesta que terminaba en el cementerio. El agua volvía a azotar a los delduelo en diagonales, que el viento hacía penetrar por debajo de losparaguas.

Llovía a latigazos. Una nube negra, en forma de pájaromonstruoso, cubría toda la ciudad