La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

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contentón

mandilón,

mandilón,

mandilón.

Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron la gracia,hubo cuchicheos, risas comprimidas y en esto vio la Regenta un signo depaz universal. En aquel momento, pensaba ella, unidos todos ante el Diosde todos, que nacía, las diferencias políticas eran nimiedades que seolvidaban.

Ripamilán no pudo menos de sonreír, mientras colocaba, con grandificultad, el libro en que había de leer el Evangelio de San Lucas,sobre las alas del águila de hierro.

El Arcediano, en la escalera del púlpito esperaba con los brazoscruzados sobre la panza; cerca de él y haciendo guardia estaban dosacólitos con los ciriales; uno era Celedonio.

« ¡Secuentia Sancti Evangelii secundum Lucaaam! »... cantó Ripamilán,muerto de sueño y aprovechándose del canto llano para bostezar en laúltima nota.

« ¡In illo tempore! »... continuó... En aquel tiempo se promulgó unedicto mandando empadronar a todo el mundo. Fue cosa de César Augusto,muy aficionado a la Estadística. «Este empadronamiento fue hecho porCirino, que después fue gobernador de la Siria». Ripamilán se dormíasobre el recuerdo de Cirino, pero al llegar al empadronamiento de Josése animó el Arcipreste, figurándose a los santos esposos camino deBethlehem (o mejor Belén.) «Y sucedió que hallándose allí le llegó aMaría la hora de su alumbramiento; y dio a luz a su Hijo primogénito yenvolviole en pañales y recostole en un pesebre». Ripamilán leía ahorapausadamente, a ver si se enteraba el público. Cuando llegó a lospastores que estaban en vela, cuidando sus rebaños, don Cayetano recordósu grandísima afición a la égloga y se enterneció muy de veras.

Más enternecida estaba la Regenta, que seguía en su libro la sencilla ysublime narración. «¡El Niño Dios! ¡El Niño Dios! Ella comprendía ahoratoda la grandeza de aquella Religión dulce y poética que comenzaba enuna cuna y acababa en una cruz. ¡Bendito Dios! ¡las dulzuras que lepasaban por el alma, las mieles que gustaba su corazón, o algo que teníaun poco más abajo, más hacia el medio de su cuerpo!... ¡Y aquelRipamilán allá arriba, aquel viejecillo que contaba lo del parto como siacabara de asistir a él! También Ripamilán estaba hermoso a su manera».

En tanto el público empezaba a impacientarse, se iba acabando laformalidad, y en algunos rincones se oían risas que provocaba algúnchusco. En la nave del trasaltar, la más obscura, escondidos en lasombra de los pilares y en las capillas, algunos señoritos se divertíanen echar a rodar sobre el juego de damas del pavimento de mármolmonedas de cobre, cuyo profano estrépito despertaba la codicia de lagente menuda; bandos de pilletes que ya esperaban ojo avizor latradicional profanación, corrían tras las monedas, y al caer tantossobre una sola en racimo de carne y andrajos, excitaban la risa de losfieles, mientras ellos se empujaban, pisaban y mordían disputándose elochavo miserable.

Pero llegaba la ronda y el racimo de pillos se deshacía, cada cualcorría por su lado. La ronda la presidía el señor Magistral, deroquete y capa de coro; en las manos, cruzadas sobre el vientre, llevabael bonete; a derecha e izquierda, como dándole guardia caminaban conpaso solemne acólitos con sendas hachas de cera. La ronda daba vueltaspor el trascoro, las naves y el trasaltar.

Se vigilaba para evitarabusos de mayor cuantía. La obscuridad del templo, los excesos de lacolación clásica, la falta de respeto que el pueblo creía tradicional enla misa del gallo, hacían necesarias todas estas precauciones.

Había otra clase de profanaciones que no podía evitar la ronda.Apiñábase el público en el crucero, oprimiéndose unos a otros contra laverja del altar mayor, y la valla del centro, debajo de los púlpitos, yquedaban en el resto de la catedral muy a sus anchas los pocos quepreferían la comodidad al calorcillo humano de aquel montón de carnerepleta. Como la religión es igual para todos, allí se mezclaban todaslas clases, edades y condiciones. Obdulia Fandiño, en pie, oía la misaapoyando su devocionario en la espalda de Pedro, el cocinero deVegallana, y en la nuca sentía la viuda el aliento de Pepe Ronzal, queno podía, ni tal vez quería, impedir que los de atrás empujasen. Para lade Fandiño la religión era esto, apretarse, estrujarse sin distinciónde clases ni sexos en las grandes solemnidades con que la Iglesiaconmemora acontecimientos importantes de que ella, Obdulia, tenía muyconfusa idea. Visitación estaba también allí, más cerca de la capilla,con la cabeza metida entre las rejas. Paco Vegallana, cerca deVisitación, fingía resistir la fuerza anónima que le arrojaba, como unoleaje, sobre su prima Edelmira. La joven, roja como una cereza, con losojos en un San José de su devocionario y el alma en los movimientos desu primo, procuraba huir de la valla del centro contra la cualamenazaban aplastarla aquellas olas humanas, que allí en lo obscuroimitaban las del mar batiendo un peñasco, en la negrura de su sombra.Todo el elemento joven de que hablaba El Lábaro en sus crónicas delpequeñísimo gran mundo de Vetusta, estaba allí, en el crucero de lacatedral, oyendo como entre sueños el órgano, dirigiendo la colación deNoche-buena, viendo lucecillas, sintiendo entre temblores de la perezapinchazos de la carne. El sueño traía impíos disparates, ideas que eranprofanaciones, y se desechaban para atenerse a los pecados veniales conque brindaba la realidad ambiente. Miradas y sonrisas, si la distanciano consentía otra cosa, iban y venían enfilándose como podían en aquellaselva espesa de cabezas humanas. Se tosía mucho y no todas las toseseran ingenuas. En aquella quietud soporífera, en aquella obscuridad depesadilla hubieran permanecido aquellos caballeritos y aquellasseñoritas hasta el amanecer, de buen grado. Obdulia pensaba, aunque esclaro que no lo decía sino en el seno de la mayor confianza, pensaba,que el hacer el oso, que era a lo que llamaba timarse Joaquín Orgaz,si siempre era agradable, lo era mucho más en la iglesia, porque allítenía un cachet. Y para la viuda las cosas con cachet eran lasmejores.

«En la inmoralidad que acusaba aquella aglomeración de maloscristianos», estaba pensando precisamente don Pompeyo Guimarán, que, malcurado de una fiebre, había consentido en cenar con don Álvaro, Orgaz,Foja y demás trasnochadores en el Casino y había venido con ellos a lamisa del gallo.

«¡Sí, le remordía la conciencia, en medio de su embriaguez!, pero elhecho era que estaba allí.

Habían empezado por emborracharle con unlicor dulce que ahora le estaba dando náuseas, un licor que le habíaconvertido el estómago en algo así como una perfumería... ¡puf! ¡quéasco!; después le habían hecho comer más de la cuenta y beber,últimamente, de todo. Y cuando él se preparaba a volverse a su casa, sialguno de aquellos señores tenía la bondad de acompañarle ¡oh colmo delas bromas pesadas y ofensivas! habían dado con él en medio de lacatedral, donde no había puesto los pies hacía muchos años. Habíaprotestado, había querido marcharse, pero no le dejaron, y él tampoco seatrevía a buscar solo su casa; y en la calle hacía frío».

—Señores—dijo en voz baja a don Álvaro y a Orgaz—conste que protesto,y que obedezco a fuerza mayor, a la fuerza de la borrachera de ustedes,al permanecer en semejante sitio.

—¡Bien, hombre, bien!—Conste que esto no es una abdicación....

—No... qué ha de ser... abdicación....

—Ni una profanación. Yo respeto todas las religiones, aunque no profesoninguna.... ¿Qué dirá el mundo si sabe que yo vengo aquí... con unacompañía de borrachos matriculados? Reconozco en el Palomo el derechode arrojarme del templo a latigazos o a patadas....

—Ya lo sabemos, hombre...—pudo balbucear Foja—.

En resumen: don Pompeyo reconoce que él aquí representa lo mismo... quelos perros en misa.

—Comparación exacta... eso, yo aquí lo mismo que un perro.... Y ademásesto repugna....

Oigan ustedes a ese organista, borracho como ustedesprobablemente: convierte el templo del Señor, llamémoslo así, en unbaile de candil... en una orgía.... Señores, ¿en qué quedamos, es que hanacido Cristo o es que ha resucitado el dios Pan?

—¡Y Pun, Pin, Pun!... yo soy el general.... Bum Bum.

Esto lo cantó bajito Joaquín Orgaz, tocando el tambor en la cabeza deGuimarán. Y acto continuo el mediquillo salió de la capilla obscuradonde se representaba tal escena, y se fue a buscar una aguja en unpajar, como él dijo, esto es, a buscar a Obdulia entre la multitud. Y

laencontró, emparedada entre el formidable Ronzal y el cocinero de Paco.Joaquín dio media vuelta y se volvió al lado de don Pompeyo.

La capilla desde la que oía misa la Regenta estaba separada sólo por unaverja alta de la en que se habían escondido los trasnochadores delCasino. Ana oyó la voz de Orgaz que disuadía al ateo de su propósito deabandonar el templo. Pero de una capilla a otra no se distinguían laspersonas, sólo se veían bultos.

Cuando pasó la ronda fue otra cosa; las hachas de los acólitos dejaron aAnita ver a una claridad temblona y amarillenta la figura arrogante delMagistral al mismo tiempo que la esbelta y graciosa de don Álvaro, quecon los ojos medio cerrados, semi-dormido, con la cabeza inclinada, ycogido a la verja que separaba las capillas, parecía atender a losoficios divinos con el recogimiento propio de un sincero cristiano.

El Magistral también pudo ver a la Regenta y a don Álvaro, casi juntos,aunque mediaba entre ellos la verja. Le tembló el bonete en las manos;necesitó gran esfuerzo para continuar aquella procesión que en aquelinstante le pareció ridícula.

Mesía no vio ni al Magistral ni a la Regenta, ni a nadie. Estaba mediodormido en pie. Estaba borracho, pero en la embriaguez no era nuncaescandaloso. Nadie sospechaba su estado.

Ana siguió viendo a don Álvaro aun después que la ronda se alejó con susluces soñolientas.

Siguió viéndole en su cerebro; y se le antojó vestidode rojo, con un traje muy ajustado y muy airoso. No sabía si era aquelloun traje de Mefistófeles de ópera o el de cazador elegante, pero estabael enemigo muy hermoso, muy hermoso.... «Y estaba allí cerca, detrás deaquella reja, ¡si daba tres pasos podía tocarla a ella!». El órgano sedespedía de los fieles con las mayores locuras del repertorio; un aireque Ana había oído por primera vez al lado de Mesía, en la romería deSan Blas, aquel mismo año.... Cerró los ojos, que se le habían llenado delágrimas.... «¡Por dónde la tomaba ahora la tentación! Se hacíasentimental, tierna, evocaba recuerdos, la autoridad de los recuerdos,que era siempre cosa sagrada, dulce, entrañable.... ¿Qué había pasado enaquella romería de San Blas? Nada, y sin embargo, ahora recordandoaquella tarde, por culpa del organista, Ana veía a don Álvaro a su lado,muerto de amor, mudo de respeto, y a sí misma se veía, contenta en lomás hondo del alma... ¡ay sí, ay sí!... en unas honduras del alma, o delcuerpo, o del infierno... a que no llegaban las suaves pláticas delmisticismo y fraternidad de que seguía gozando en compañía de aquelseñor canónigo que acababa de pasar por allí, con las manos cruzadassobre el vientre, rodeado de monaguillos».

Cuando Ana procuró sacudir, moviendo la cabeza, aquellas imágenesimportunas y pecaminosas, el templo iba quedándose vacío. Tuvo ella fríoy casi casi miedo a la sombra de un confesonario en que se apoyaba. Selevantó y salió de la catedral, que empezaba a dormirse.

El órgano se había callado como un borracho que duerme después dealborotar el mundo. Las luces se apagaban....

En el pórtico encontró Ana al Magistral.

Don Fermín estaba pálido; lo vio ella a la luz de una cerilla queencendieron por allí. Cuando volvió la obscuridad, De Pas se acercó a laRegenta y con una voz dulce en que había quejas le preguntó:

—¿Se ha divertido usted en misa?

—¡Divertirme en misa!—Quiero decir... si le ha gustado... lo quetocan... lo que cantan....

Notó Ana que su confesor no sabía lo que decía.

En aquel momento salían del pórtico; en la calle había algunos grupos derezagados. Había que separarse.

—¡Buenas noches, buenas noches!—dijo el Magistral con tono de malhumor, casi con ira.

Y embozándose sin decir más, tomó a paso largo el camino de su casa.

Ana sintió deseos de seguirle: ella no sabía por qué pero le teníaenfadado: ¿qué había hecho ella? Pensar, pensar en el enemigo, gozar conrecuerdos vitandos... pero... de todo eso ¿cómo podía tener don Fermínnoticia?... ¡Y se había marchado así! Una profunda lástima y unagratitud que parecía amor invadieron el ánimo de Ana en aquelinstante.... «¡Oh! ¿por qué ella no podía ahora ir con aquel hombre,llamarle, consolarle... probarle que era la de siempre, que ella no levolvía la espalda como tantas otras?...». «Sí, sí, le volvían la espaldaa él, el santo, el hombre de genio, el mártir de la piedad... le volvíanla espalda las que antes se le disputaban, y todo ¿por qué? por vilescalumnias. Ella no, ella creía en él... le seguiría ciega al fin delmundo; sabía que entre él y Santa Teresa la habían salvado delinfierno...». Pero no se podía correr detrás de él para consolarle, paradecirle todo esto. «¡Qué hubiera pensado, sin ir más lejos, Petra ladoncella que estaba allí, a su lado, silenciosa, sonriente, cada día másantipática, y más servicial... y más insufrible!».

Petra, mientras hablaron el Magistral y Ana, se había separadodiscretamente dos pasos. Al ver al Provisor escapar y embozarse contanto garbo, pensó la criada:

«Están de monos» y sonrió.

La Regenta tomó el camino de la Plaza Nueva. Iba andando medio dormida;estaba como embriagada de sueño y música y fantasía.... Sin saber cómo seencontró en el portal de su casa pensando en el Niño Jesús, en su cuna,en el portal de Belén. Ella se figuraba la escena como la representabaun nacimiento que había visto aquella noche a primera hora.

Cuando se quedó sola en su tocador, se puso a despeinarse frente alespejo; suelto el cabello, cayó sobre la espalda.

«Era verdad, ella se parecía a la Virgen: a la Virgen de la Silla...pero le faltaba el niño»; y cruzada de brazos se estuvo contemplandoalgunos segundos.

A veces tenía miedo de volverse loca. La piedad huía de repente, y ladominaba una pereza invencible de buscar el remedio para aquellasequedad del alma en la oración o en las lecturas piadosas. Ya meditabapocas veces. Si se paraba a evocar pensamientos religiosos, a contemplarabstracciones sagradas, en vez de Dios se le presentaba Mesía.

«Creía que había muerto aquella Ana que iba y venía de la desesperacióna la esperanza, de la rebeldía a la resignación, y no había tal; estabaallí, dentro de ella; sojuzgada, sí, perseguida, arrinconada, pero nomuerta. Como San Juan Degollado daba voces desde la cisterna en queHerodías le guardaba, la Regenta rebelde, la pecadora de pensamiento,gritaba desde el fondo de las entrañas, y sus gritos se oían por todo elcerebro. Aquella Ana prohibida era una especie de tenia que se comíatodos los buenos propósitos de Ana la devota, la hermana humilde ycariñosa del Magistral.

»¡El Niño Jesús! ¡Qué dulce emoción despertaba aquella imagen! ¿Pero porqué había servido el evocarla para dar tormento al cerebro? La necesidaddel amor maternal se despertaba en aquella hora de vigilia con unavaguedad tierna, anhelante».

Ana se vio en su tocador en una soledad que la asustaba y daba frío....¡Un hijo, un hijo hubiera puesto fin a tanta angustia, en todas aquellasluchas de su espíritu ocioso, que buscaba fuera del centro natural de lavida, fuera del hogar, pábulo para el afán de amor, objeto para la sedde sacrificios!...

Sin saber lo que hacía, Ana salió de sus habitaciones, atravesó elestrado, a obscuras, como solía, dejó atrás un pasillo, el comedor, lagalería... y sin ruido, llegó a la puerta de la alcoba de Quintanar. Noestaba bien cerrada aquella puerta y por un intersticio vio Anaclaridad. No dormía su marido. Se oía un rum rum de palabras.

«¿Con quién habla ese hombre?». Acercó la Regenta el rostro a la raya deluz y vio a don Víctor sentado en su lecho; de medio cuerpo abajo lecubría la ropa de la cama, y la parte del torso que quedaba fueraabrigábala una chaqueta de franela roja; no usaba gorro de dormir donVíctor por una superstición respetable; él incapaz de sospechar de suAna la falta más leve, huía de los gorros de noche por una preocupaciónliteraria. Decía que el gorro de dormir era una punta que atraía losatributos de la infidelidad conyugal. Pero aquella noche había tenidofrío, y a falta de gorro de algodón o de hilo, se había cubierto con elque usaba de día, aquel gorro verde con larga borla de oro. Ana vio yoyó que en aquel traje grotesco Quintanar leía en voz alta, a la luz deun candelabro elástico clavado en la pared.

Pero hacía más que leer, declamaba; y, con cierto miedo de que su maridose hubiera vuelto loco, pudo ver la Regenta que don Víctor,entusiasmado, levantaba un brazo cuya mano oprimía temblorosa el puño deuna espada muy larga, de soberbios gavilanes retorcidos. Y don Víctorleía con énfasis y esgrimía el acero brillante, como si estuvieraarmando caballero al espíritu familiar de las comedias de capa y espada.

Admitida la situación en que se creía Quintanar, era muy noble yverosímil acción la de azotar el aire con el limpio acero. Se trataba dedefender en hermosos versos del siglo diez y siete a una señora que unsu hermano quería descubrir y matar, y don Víctor juraba en quintillasque antes le harían a él tajadas que consentir, siendo como eracaballero, atrocidad semejante.

Pero como la Regenta no estaba en antecedentes sintió el alma en lospies al considerar que aquel hombre con gorro y chaqueta de franela querepartía mandobles desde la cama a la una de la noche, era su marido,la única persona de este mundo que tenía derecho a las caricias de ella,a su amor, a procurarla aquellas delicias que ella suponía en lamaternidad, que tanto echaba de menos ahora, con motivo del portal deBelén y otros recuerdos análogos.

Iba la Regenta al cuarto de su marido con ánimo de conversar, si estabadespierto, de hablarle de la misa del gallo, sentada a su lado, sobre ellecho. Quería la infeliz desechar las ideas que la volvían loca,aquellas emociones contradictorias de la piedad exaltada, y de la carnerebelde y desabrida; quería palabras dulces, intimidad cordial, el calorde la familia... algo más, aunque la avergonzaba vagamente el quererlo,quería... no sabía qué... a que tenía derecho... y encontraba a sumarido declamando de medio cuerpo arriba, como muñeco de resortes quesalta en una caja de sorpresa.... La ola de la indignación subió alrostro de la Regenta y lo cubrió de llamas rojas. Dio un paso atrásAnita, decidiendo no entrar en el teatro de su marido... pero su faldameneó algo en el suelo, porque don Víctor gritó asustado:

—¡Quién anda ahí!

No respondió Ana.—¿Quién anda ahí?—repitió exaltado don Víctor, quese había asustado un poco a sí mismo con aquellos versos fanfarrones.

Y algo más tranquilo, dijo a poco:

—¡Petra! ¡Petra! ¿Eres tú, Petra?

Una sospecha cruzó por la imaginación de Ana; unos celos grotescos, tallos reputó, se le aparecieron casi como una forma de la tentación que laperseguía.

«¿Si aquel hombre sería amante de su criada?».

—«¡Anselmo! ¡Anselmo!»—añadió don Víctor en el mismo tono suave yfamiliar.

Y Ana se retiró de puntillas, avergonzada de muchas cosas, de sussospechas, de su vago deseo que ya se le antojaba ridículo, de sumarido, de sí misma...

«¡Oh, qué ridículo viaje por salas y pasillos, a obscuras, a las dos dela madrugada, en busca de un imposible, de una grotesca farsa... de unabsurdo cómico... pero tan amargo para ella!...». Y

Ana, sin querer,como siempre, mientras iba a tientas por el salón, pero sin tropezar,pensaba: Y si ahora, por milagro, por milagro de amor, Álvaro sepresentase aquí, en esta obscuridad, y me cogiese, y me abrazase por lacintura... y me dijera: tú eres mi amor...; yo infeliz, yo miserable, yocarne flaca, qué haría sino sucumbir... perder el sentido en susbrazos.... «¡Sí, sucumbir!», gritó todo dentro de ella; y desvanecida,buscó a tientas el sofá de damasco y sobre él, tendida, medio desnuda,lloró, lloró sin saber cuánto tiempo.

Una campanada del reloj del comedor la despertó de aquella somnolenciade fiebre; tembló de frío y a tientas otra vez, el cabello por laespalda, la bata desceñida, y abierta por el pecho, llegó Ana a sutocador; la luz de esperma que se reflejaba en el espejo estaba próximaa extinguirse, se acababa... y Ana se vio como un hermoso fantasmaflotante en el fondo obscuro de alcoba que tenía enfrente, en el cristallímpido. Sonrió a su imagen con una amargura que le pareció diabólica...tuvo miedo de sí misma... se refugió en la alcoba, y sobre la piel detigre dejó caer toda la ropa de que se despojaba para dormir. En unrincón del cuarto había dejado Petra olvidados los zorros con quelimpiaba algunos muebles que necesitaban tales disciplinas; y pensandoella misma en que estaba borracha... no sabía de qué, Ana, desnuda,viendo a trechos su propia carne de raso entre la holanda, saltó alrincón, empuñó los zorros de ribetes de lana negra... y sin piedad azotósu hermosura inútil una, dos, diez veces.... Y como aquello también eraridículo, arrojó lejos de sí las prosaicas disciplinas, entró de unbrinco de bacante en su lecho; y más exaltada en su cólera por lafrialdad voluptuosa de las sábanas, algo húmedas, mordió con furor laalmohada. A fuerza de no querer pensar, por huir de sí misma, media horadespués se quedó dormida.

Aquella misma mañana, a las ocho, Ana, sola, pasaba por delante de lacasa del Magistral. ¿A qué había ido allí? Aquel no era camino de lacatedral. Una vaga esperanza de encontrar a don Fermín, de verle albalcón, de algo que ella no podía precisar, le había hecho tomar por lacalle de los Canónigos. No topó con el suyo. Se dirigió a la catedral yse sentó sobre la tarima que había en medio del crucero, desde el coro ala capilla del Altar mayor. Apoyada la cabeza en la valla dorada, fríacomo un carámbano, la Regenta estuvo oyendo misa desde lejos, rezandooraciones que no terminaban y soñando despierta hasta que concluyó elcoro. Vio entrar en él a su amigo, a su De Pas, a quien sonrió cariñosa,con la dulzura que a él le entraba por las entrañas como si fuera fuego;el Magistral no sonrió, pero su mirada fue intensa; duró muy poco, perodijo muchas cosas, acusó, se quejó, inquirió, perdonó, agradeció... Ypasó don Fermín. Entró en el coro y se fue a su rincón. Terminadas lashoras canónicas, el Magistral salió, se inclinó ante el Altar, sedirigió a la sacristía, y a poco volvió a verle la Regenta, sin roquete,muceta ni capa, con manteo y el sombrero en la mano. Otra vez semiraron.

Ahora sonrieron los dos. Ana se levantó cinco minutos después. Sinnecesidad de decírselo, ni por señas, acudieron ambos a una cita.... Seencontraron a poco en el salón de doña Petronila Rianzares donde habíanmuchas señoras y tres clérigos. Allí se había reunido la flor y nata delo que llamaba El Alerta « el elemento levítico» de la población.Aquellas señoras de respetable aspecto las más, guapas y jóvenesalgunas, celebraban con alegría evangélica el natalicio de Nuestro SeñorJesucristo como si el Hijo de María hubiese venido al mundoexclusivamente para ellas y otras cuantas personas distinguidas. LaNatividad del Señor se les antojaba algo como una fiesta de familia.Doña Petronila, con una manteleta de raso negro, antiquísima, malcortada, recibía a su mundo devoto como si estuviese ella decumpleaños. Todo se volvía allí sonrisas, apretones de manos, elogiosmutuos, carcajadas sonoras, que reflejaban el interior contento deaquellas almas en gracia de Dios. El Magistral fue recibido en triunfo.¡Qué fino! ¡qué atento!

Una hora después tenía que subir al púlpito, enla catedral, a predicar un sermón de los de tabla,

¡y sin embargo acudíaantes a dar las Pascuas a su amiga doña Petronila! «¡Qué hombre!

¡quéángel! ¡qué pico de oro! ¡qué lumbrera!».

El descrédito de don Fermín no había llegado al círculo de doñaPetronila; allí nadie dudaba de la virtud del Provisor, nadie ladiscutía. Si alguno de los presentes, fuera de aquel salón venerable, seatrevía a calumniar a aquel santo, no se sabía, no se quería saber, peroen casa del gran Constantino nadie osaría poner en tela de juicio lasantidad del Crisóstomo vetustense.

Por poco tiempo consiguieron verse solos Ana y don Fermín. Fue en elgabinete de doña Petronila. Ella los encontró...; pero sonriéndoles ysaludando con la mano les dijo, desde la puerta:

—Nada, nada... venía por unos papeles.... Ya volveré...

Ana iba a llamarla: «no había secretos, ¿por qué se retiraba aquellaseñora?...» esto quería decirle, pero un gesto del Magistral la contuvo.

—Déjela usted—dijo De Pas con un tono imperioso que a la Regentasiempre le sonaba bien.

Eso quería ella, que el Magistral mandase,dispusiera de ella y de sus actos.

Ana volvió hacia De Pas, que estaba cerca del balcón y le sonrió comopoco antes en la catedral. Aquella sonrisa pedía perdón y bendecía.

Don Fermín estaba pálido, le temblaba la voz. Estaba más delgado que porel verano. En esto pensaba Anita.

—¡Estoy tan cansado!—dijo él y suspiró con mucha tristeza.

Ana se sentó a su lado, al verle dejarse caer en una butaca.

—¡Estoy tan solo!—¿Cómo solo...? No entiendo.

—Mi madre me adora, ya lo sé... pero no es como yo; ella procura mibien por un camino...

que yo no quiero seguir ya... usted sabe todoesto, Ana.

—Pero... ¿por qué está usted solo? y... ¿los demás?

—Los demás... no son mi madre. No son nada mío. ¿Qué tiene usted, Ana?¿se pone usted mala? ¿qué es esto? llamaré...

—No, no, de ningún modo.... Un escalofrío... un temblor... ya pasó...esto no es nada.

—¿Tendrá usted un ataque?

—No... el ataque se presenta con otros síntomas... deje usted... dejeusted. Esto es frío...

humedad... nada.... Callaron. De Pas vio que Anacontenía el llanto que quería saltar a la cara.

—¿Qué sucede aquí? yo necesito saberlo todo, tengo derecho... creo quetengo derecho....

Ana cayó de rodillas a los pies de su hermano mayor, y sollozando pudodecir:

—Sí, todo, todo lo sabrá usted... pero aquí no, en la Iglesia....Mañana... temprano....

—¡No, no, esta tarde!... El Magistral se puso de pie. Sin que lo vieseella, que tenía escondida la cabeza entre las manos, levantó los brazosy llevó los puños crispados a los ojos. Dio dos vueltas por el gabinete.Volvió a paso largo al lado de la Regenta que seguía de rodillas,sollozando y ahogando el llanto para que no sonase.

—Ahora, Ana, ahora es mejor... aquí... aún hay tiempo....

—Aquí no, no.... Ya es hora... va usted a llegar tarde....

—Pero ¿qué es esto... qué pasa? por caridad... señora... por compasión,Ana... no ve usted que tiemblo como una vara verde.... Yo no soy unjuguete.... ¿Qué pasa... qué debo temer...? Ayer ese hombre estababorracho... él y otros pasaron delante de mi casa... a las tres de lamadrugada....

Orgaz le llamaba a gritos: «¡Álvaro! ¡Álvaro! aquí vive...tu rival... eso decía, tu rival...» ¡la calumnia ha llegado hastaahí!...

Ana miró espantada al Provisor.... Parecía que no comprendía suspalabras....

—Sí, señora, les pesa de nuestra amistad, y quieren separarnos, y asípodrán conseguirlo...

echan lodo en medio... y se acabó...