balcón á balcón se enredaba un diálogo animadísimo que entretenía,por espacio de media hora, á las gentes de la calle.
Si el patrón de la lancha de que son socios mis vecinos les debe algo,desde sus balcones lo dicen, y en los mismos discuten el medio decobrarlo.
Por el balcón recibe Tremontorio las consultas que se le hacen sobre eltiempo; por
el balcón las contesta, y el balcón es su observatorio.
En una palabra: mis vecinos tienen el balcón por casa, excepto paradormir y vestirse; y ni aun en estas dos ocasiones quieren prescindirtotalmente de la publicidad.
Tremontorio y Bolina, especialmente, semudan la camisa y los pantalones en medio de la sala... con todas laspuertas abiertas; pero donde se echan los botones y se amarran lacintura con la indispensable correa, es en el balcón. Y esto eninvierno; que en verano, ó cierro la puerta de mi antepecho, ó he decontemplarlos hasta en la menor particularidad de su vida íntima, tantode día como de noche... Por hacerme partícipe de sus costumbres estaspobres gentes,{174-1} hasta me despierta á mí al mismo tiempo que áellas el penetrante é intraducible grito de ¡apuyááá! {175-1} con queles llama, á las tres de la mañana en verano y á las cinco en invierno,para ir á la mar, otro marinero que tiene por esta obligación algunosgajes.
De todo lo cual resulta, lector, aun sin mi decidida afición á repararen achaques de costumbres, más de lo suficiente para que comprendascómo, sin poner trabajo alguno
de mi parte, y sin que en mi obsequio sele tomara nadie,{175-2} pude adquirir los datos que apunté en lasprimeras páginas de este bosquejo.
Ahora, pues, previa tu indulgencia por estas digresiones, y suponiéndoteorientado en el terreno de nuestros personajes, voy á tratar delverdadero asunto de mi cuadro.
II
Hace pocos días empezó á llamarme la atención el aspecto que presentabala casuca
de enfrente. La buhardilla del Tuerto apenas se abría, ni enella se escuchaban las risas, los lloros y los golpes de costumbre.
El tío Tremontorio trabajaba en sus redes al balcón algunas veces, perosiempre mudo y silencioso, cual era su carácter cuando sus convecinos ledejaban en paz y entregado á sus naturales condiciones.
Los dos viejos del segundo piso se daban muy pocas veces á luz, y enalgunas de ellas vi enrojecidos los arrugados y enjutos párpados de lamujer de Bolina.
Indudablemente pasaba algo grave en aquella vecindad.
Un tanto preocupado con esta idea, puse toda mi atención en la casucacon el objeto
de adquirir la verdad.
Las ahumadas puertas del balcón de la buhardilla se abrieron al cabo,después del mediodía, y lo primero que en el interior descubrieron misojos, fué un hombre vuelto de espaldas hacia mí, con camiseta blanca deancho cuello azul tendido sobre los hombros, y gorra de lana, tambiénazul, ocupado en colocar en un gran pañuelo de percal, desplegado sobreel arcón que conocemos, algunas piezas de ropa. Después que hubo anudadolas cuatro puntas del pañuelo que contenía el equipaje, se incorporó elhombre, volvió la cara... y conocí en ella á la del Tuerto; pero másobscura, más triste, más ceñuda que nunca. El pintoresco traje{176-1}del pobre pescador me explicó en un instante la causa del cambio operadoen aquella vecindad.
Hecho el lío de ropa, pasó el Tuerto su brazo izquierdo por debajo delos nudos, metió dentro de la gorra algunos mechones de pelo que lecaían sobre los ojos, tiró de una bolsa de piel mugrienta que guardabaen un bolsillo de sus pantalones, sacó de ella tabaco picado, hizo uncigarro, encendióle en un tizón que le trajo su mujer, que lloraba,aunque en silencio, fijóse en los chicuelos que también lo rodeaban, y,haciendo un gran esfuerzo, dijo con voz insegura:
—¡Ea! sobre que ha de ser, cuanto más pronto.{176-2}
La sardinera, al oir á su marido, rompió á llorar á todo trapo: sushijos la siguieron en el mismo tono.
—¡Á ver si vos calláis, con mil demonios!—exclamó el pescador convisible
emoción.—Y tú—añadió dirigiéndose á su mujer,—ya sabes lo quese va á hacer.
Estas criaturas se vienen ahora mesmo conmigo, y se lasdejo á mi madre al tiempo de
bajar. Allí se estarán con ella hasta queyo güelva.{176-3}
—¡ No, por todos los santos del cielo!—gritó la mujer, que al fin eramadre.—Yo
soy muy capaz de cuidarlas, y no quiero que naide más que yodé de comer á mis hijos.
—Lo que eres tú, me lo sé yo muy bien; y no me acomoda que el mejor
díaamanezcan los ángeles de Dios aterecíos á la puerta de la calle. Y sobretoo, no te los tiro á la mar: bien acerca te quedan: too el día tepuedes estar abajo con ellos...
Pero ya se lo he dicho á mi madre:cantes que dejarios subir aquí, rómpales una pata...» Y esto sacabó.Vámonos pa bajo... Y cuidao con que te vengas al Muelle detrás de mí,que no tengo ganas de perendengues; y cuanto más solo esté
uno,mejor.... Andando, hijos míos...
Y el desventurado Tuerto se bajó para coger al menor de losmuchachuelos, que le
miraban llorando. Entonces su mujer, cediendo á unirresistible impulso de su corazón, echó los brazos al cuello de sumarido, y con el torrente de sus lágrimas arrancó al fin
¡las primeras,tal vez! de los torvos ojos de aquel rudo marinero.
Pero éste no era hombre que se entregaba rendido á semejantesdebilidades; así es que, desprendiéndose de los brazos de su costilla,cogió entre los suyos al menor de sus hijos, mandó á los otros que lesiguieran, obligó á su mujer á quedarse en casa, y salió de ellaprecipitadamente, cerrando detrás de sí la puerta de la escalera.
Pocos minutos después estaba en la calle, con su lío al brazo, encompañía de Bolina
y Tremontorio. Los tres iban cabizbajos, taciturnos ycaminando con repugnancia.
Casi al mismo tiempo que ellos en la calle,aparecieron en sus respectivos balcones la mujer de Bolina, rodeada desus nietos, y la del pobre Tuerto, sola, desgreñada y dando alaridos dedesconsuelo. Sus hijos y su suegra, aunque sin gritar tanto como ella,vertían también abundantes lágrimas.
Al oir este coro desgarrador, los tres marineros apretaron el paso, losvecinos de la calle salieron á sus balcones, y yo me decidí á seguir ámis conocidos hasta el desenlace de la escena, cuyo principio habíapresenciado. El dolor tiene su fascinación como el placer, y laslágrimas seducen lo mismo que las sonrisas.
Tomé, pues, el sombrero, y me largué al Muelle.
Una apiñada multitud de gente de pueblo se revolvía, gritaba, lloraba éinvadía la última rampa, á cuyo extremo estaba atracada una lancha. Enesta lancha había hasta
una docena de hombres vestidos de igual maneraque el Tuerto; y también como él llevaba cada cual un pequeño lío deropa al brazo. De estos hombres, algunos lloraban sentados; otrospermanecían de pie, pálidos, inmóviles, con el sello terrible que dejaun dolor profundo sobre un organismo fuerte y varonil; otros, fingiendotranquilidad, trataban de ocultar con una sonrisa violenta el llanto queasomaba á sus ojos. Todos ellos se habían despedido ya de sus padres, desus mujeres, de sus hijos, que desde tierra les dirigían, entrelágrimas, palabras de cariño y de esperanza. Entre tanto, algunos otros,tan desdichados como ellos, se deshacían á duras penas de los lazos conque el parentesco y la amistad querían conservarlos algunos momentos másen tierra. Por eso las palabras «padre», «madre», «hijo», «amigo», eranlas únicas que dominaban aquella triste harmonía de suspiros y sollozos.¡Terrible debía ser la pena que hacía humedecerse aquellos ojosacostumbrados á contemplar serenos la muerte todos los días, entre losabismos del enfurecido mar!
Sin calmarse un momento la agitación de la gente de tierra, losmarineros que aun
quedaban en ella fueron poco á poco pasando á lalancha: el último entró el Tuerto, después de haber dado un estrechoabrazo á su padre y á su vecino, que le acompañaron hasta la orilla.Nada quedaba de común, sino el corazón, entre los embarcados y la gentede tierra. El servicio de la patria era el arbitro de la vida y de lalibertad de los primeros, durante cuatro años, á contar desde aquelmomento; y ante deber tan alto, tenían que romperse los lazos de lafamilia y los de la amistad.
Los remos habían tocado ya el agua, y aun permanecía la lancha atracadaá la rampa, y sujeta á ella por un cabo que tenía entre sus manos, porel extremo de tierra, un viejo patrón que contemplaba atónito la escena.
—¡Suelte!—le dijeron desde la lancha más de una vez, con débil ytrémula voz.
Pero el viejo patrón, ó no oyó las advertencias, ó se hizo sordo áellas, que es lo más probable, por disfrutar algunos instantes más de lapresencia de sus compañeros.
—¡Que suelte!—le volvieron á repetir más alto.
Y nada: el viejo, clavado como una estatua á la orilla del mar, no soltóel cabo.
Pero el Tuerto, á quien el llanto de su padre y el recuerdo de sus hijosestaban martirizándole el alma, temiendo ceder al cabo al peso de laaflicción que ya enturbiaba sus ojos, al ver el poco efecto que en elpatrón habían hecho las órdenes anteriores,
—¡Larga!—gritó con ruda y tremenda voz, dominando con ella losalaridos de
tierra, y fijando su torva mirada en el viejo marino.
Éste obedeció instantáneamente; el cabo cayó al agua, crujieron losremos, oyóse un
«¡adiós!» infinito, indescriptible; y la lancha sedeslizó hacia San Martín,{180-1} en cuyas aguas esperaba, humeando, unvapor que había de recoger á los pasajeros de ella.
En instante tan supremo, las mujeres que quedaban á la orilla redoblaronsus lamentos, abrazaron á sus hijos, á sus padres, á sus hermanos, á susamigos, y se confundieron todos en un solo torrente de lágrimas.
Hay situaciones, lector amigo, que no á todos es dado describir, y éstaes una de ellas. Para sentirla, basta un buen corazón como el tuyo y elmío; para pintarla con su verdadero colorido, se necesita la frescaimaginación de un poeta, y yo no la tengo.
Recuerdo que, dos años há, mi amigo Eduardo Bustillo, el inspiradocantor de nuestras glorias nacionales, delante de una escena idéntica ála que voy describiendo, desde el mismo sitio, acaso sobre la mismapiedra que yo, lloró con su alma las penas de las pobres familias áquienes una leva sumía en el abismo de todos los dolores, y puso enlabios de una esposa desvalida estas palabras sencillas, pero tiernas yelocuentes:
—«Mi pobre niña inocente
el amor perdido siente.
Mas ya, ¿quién pondrá en mis manos
su pan y el de sus hermanos?
¡Ay, Señor!
que en mi profundo dolor
presiento males prolijos;
que en este afán angustioso,
lloro, más que por mi esposo,
por el padre de mis hijos.»
Supla esta bella estrofa las frases que yo no encuentro para pintar ladesolación de
aquella escena. ¡Se lloraba al padre, al esposo, al hijo,que se iban, quizá para siempre; pero que, al irse, se llevaban el pande los que se quedaban!
. . . . . . . . . . . . .
Cuál sería la base de todas mis meditaciones, se adivina fácilmente; quéremedio fué
el primero que se me ocurriera para evitar males tanconsiderables como el que deploraba entonces, no debo decirlo aquí pordos razones: la primera, porque en mi buen deseo puedo equivocarme; y lasegunda, porque, aunque acierte, no se ha de hacer caso alguno de miteoría en las altas regiones donde se elabora la felicidad de los nietosdel Cid.{181-1} Pobre pintor de costumbres,{181-2} aténgome á mi oficio:copiarlas como Dios me da á entender y hasta grabarlas en mi corazón.
Por eso, mientras expongo este bosquejo á la consideración de loshombres que pueden,{181-3} dado que se dignasen echar sobre él unamirada, puesta mi esperanza en Dios, que es la mayor esperanza de losdesgraciados, me limito á exclamar, desde el fondo de mi corazón, con mitierno amigo Bustillo:
«¡Ay, SEÑOR!
Pues la ley en su rigor
los afectos no concilia,
haz que los hombres se hermanen,
porque al luchar no profanen
el amor de la familia.»
UN ALMA
POR DON RICARDO FERNÁNDEZ GUARDIA{182-1}
(Costa Rica)
La llamábamos «Tía Juana». Era una viejecita enjuta y pequeña, de razaindia casi
pura, que andaba ligero y menudito con un ruido de ropas muyalmidonadas. Había nacido en Ujarraz donde vivió hasta la muerte de sumadre, ocurrida poco antes de la
despoblación de este lugar insalubre,decretada en 1833 por D. José Rafael de Gallegos. Huérfana también depadre, sin protección de parientes ni de amigos, las autoridadestuvieron que buscarle acomodo, y así le cupo en suerte ir á parar á casade una tía de mi madre, señora principal y rica que la tomó bajo suamparo.
Podría tener á la sazón catorce años, pero nadie la hubiera dado más dediez, tan chiquitina y flacucha era. Bien que fea, su fisonomía abiertay la mirada dulcísima de sus ojos negros predisponían á su favor. Mitía, naturalmente bondadosa, pronto la tuvo cariño, viéndola tan infelizy desvalida, y á su vez la indita, aunque algo zahareña como todos losde su raza, se mostraba con ella muy reconocida. Cierta
graciainsinuante de animalito salvaje que tenía le ganaba todas lasvoluntades, de modo que habiendo llegado la última, vino á ser lapredilecta entre las cuatro entregadas[Q] de que se componía laservidumbre femenil de la casa. Muy rezadora por temperamento, estacircunstancia acabó de conquistarle la benevolencia de mi tía, señora enextremo devota y dada á prácticas religiosas, que rezaba todas lasnoches el rosario antes del chocolate, en medio de la familia reunidacon este piadoso fin.
Á la sombra de aquella casa patriarcal fué creciendo la pequeña Juana,no sólo de cuerpo, sino también en virtudes hasta llegar á ser unaespecie de santita. Su fervor se traducía en interminables oraciones quemascullaba al paso que atendía á sus quehaceres, y para ella no habíafelicidad como ir á la iglesia. Otro efecto de su ardiente celoreligioso era la aversión que le inspiraban los hombres, en quienes veíaotras tantas encarnaciones del espíritu maligno y añagazas del pecado.Su castidad arisca se sublevaba á la menor insinuación, se ofendía deuna simple sonrisa. Con su
venida á la casa terminaron las bromitas yretozos de las entregadas con los criados, lo que al principio le atrajoenemistades en la servidumbre; pero como era tan servicial y tan buena,acabó por ser querida y respetada de todos.
Pasaron años. Sus compañeras fueron una tras otra desamparando la casa,la una porque encontró marido, la otra para ir á buscarse la vida enotro lado; ella sola continuó sirviendo á mi tía con una fidelidadcanina, hasta la muerte de la buena señora. Cuando aconteció estadesgracia, no quiso por nada de este mundo separarse de la familia,bien que su ama la había legado haber de sobra para vivir independiente.
Tal como yo la recuerdo era ya muy vieja. Vivía en casa de otra de mistías, hermana de mi madre, más como una parienta querida que en calidadde criada. En realidad ya no lo era, porque no tenía más obligacionesque las que ella misma quería imponerse, limitándose éstas á vigilar elservicio y mantener el orden, para lo cual su presencia era bastante,tales eran el respeto y el afecto que le profesaba la servidumbre, quedió en llamarla cariñosamente «Tía Juana», nombre que no tardó engeneralizarse.
La viejecita se vivía las horas muertas en la iglesia rezando, barriendoy comadreando, porque la pobre había concluido por ingresar en elbatallón augusto de
las beatas y ratas de la iglesia. Á las cinco de lamañana se iba para misa, oyendo unas cuantas seguidas hasta la hora deldesayuno; y como el templo estaba cercano, el día
entero se lo pasaba enidas y venidas hasta el toque de oraciones, después del cual elsacristán cerraba las puertas. Volvía entonces á casa y aun me pareceverla en un rincón obscuro de la cocina, sentada sobre una canoa[R] consu sarta de escapularios resaltando sobre la piel morena y arrugada delpecho, que descubría el escote del traje.
Á la hora de la cena ellamisma preparaba su chocolate, batiéndolo cuidadosamente con un clis clasproducido por el choque de una sortijita de oro y carey contra el mangodel molinillo. Después se sentaba con la jícara entre las piernas ylentamente saboreaba la bebida, interrumpiéndose á ratos para reprenderá las muchachas cuando
no hacían las cosas como Dios manda, porque nolas toleraba frangolladas, gustándole
mucho primor en todo.
Yo nunca fuí persona de su agrado. En primer lugar por mi sexo, con elcual jamás
pudo reconciliarse; después á causa de mi precoz impiedad,que la escandalizaba sobre manera. Una picardía que le hice acabó deperderme en su ánimo. Entre las numerosas
imágenes que adornaban sucuarto, la viejecita reverenciaba muy en particular un san
Antonio detalla, recuerdo de mi tía y muy milagroso, según fama, pues no habíaobjeto perdido que no pareciese en cuanto le encendían una candela. Elsanto, obra de un artista ingenuo, habitaba en una urna de hojalata conportezuela de vidrio. Allí lo fuí á buscar un día para ponerle sobre latonsurada cabeza un cucurucho de papel azul, que
le daba cierto airecitode astrólogo ó nigromante. Cuando Tía Juana echó de ver el atentado,¡fuego de Dios! la que se armó.{185-1} Las sospechas cayeron desde luegosobre mí, pues ¿cuál otro era capaz de semejante irreverencia? En muchosdías no pude volver á casa de mi tía, justamente encolerizada por estainfernal travesura; y á fe que tenía razón la señora, porque deboconfesar que era yo un niño muy enrevesado.
Por más que lo procuré, no me fué posible evitar las consecuencias de
miperversidad. Apenas se encontró conmigo la propietaria del santo, mepuso verde en
una su{185-2} jerigonza salvajina que le servía de idioma,único resabio que le quedaba del tiempo que vivió entre los indios sushermanos. «Esto es lo que sacan con esta mentada cevilación, que losmuchachos sean herejes y no respeten las cosas santas...
Agorita mesmote reclarás, gu sos cristiano, gu sos{186-1} judío...»;[S] y por elestilo.
Aquello fué tremendo, la viejecita echaba fuego y la reprobaciónde mi conducta era
unánime.
En lo sucesivo tuve muchas veces ocasión de arrepentirme de haberprovocado las
iras de Tía Juana. Jamás me perdonó el desacato para conel gran santo portugués, y
me lo hizo expiar duramente excluyéndome delas golosinas y primores que solía hacer á menudo, aunque para serverídico debo confesar que casi siempre lograba yo
burlar su vigilancia.
El misticismo de la viejecita fué creciendo cada vez más con la avanzadaedad.
Durante sus largos rezos nocturnos comenzó á tener extrañasalucinaciones. Una noche sintió pasos muy quedos cerca de su cama; luegoun aliento helado sobre el rostro, al par que una voz sepulcralmurmuraba en las tinieblas: «¡Qué frío tengo!»
Encendió la vela creyendoque sería la criada que en el mismo cuarto dormía; pero al
ver á éstareposando tranquila, se puso á rezar con toda calma por el ánima cuyavisita acababa de recibir.
La pureza de su alma, la bondad de su corazón le impidieron caer en losaborrecibles
defectos de la gente mojigata. No gustaba de murmuracionesni de chismes, y jamás tomó parte á favor ni en contra de las distintascamarillas que se disputaban con ensañamiento el predominio de lasacristía. Era una beata del tercero ó cuarto orden, muy sincera yhumildita, siempre dispuesta á obedecer sin réplica los mandatos de lasde alta categoría, casi todas señoras muy autoritarias y gazmoñas, quehacían y deshacían á su antojo.
Era frecuente encontrarla en la calle llevando y trayendo floreros ycandelabros para adornar los altares, y en vísperas de las grandesfiestas no volvía á salir de la iglesia ni para comer, afanada como unahormiga en los preparativos de la solemnidad. Pero así
gozaba después,extasiándose en la contemplación del churrigueresco hacinamiento demuselinas, flores de mano y papel dorado. Se le figuraba estar delantede un pedacito de gloria, pues no de otra manera concebía su candor labienaventuranza eterna. Para ella el cielo era algo así como un altarinmenso y resplandeciente de luces, cundido de oro, de pedrerías, deflores y gasas, con millares de angelitos tocando violín.
Una gran pasión vino á endulzar los últimos años de su vida, pasiónmística que le
procuraba goces inefables. Hasta el día en que nació estesentimiento en el misterio de su alma, nunca había mostrado preferenciapor ninguno de los clérigos que servían la parroquia; antes bien juzgabacon severidad las de sus compañeras, que eran motivo de rivalidades ydiscordias entre partidarias del uno ó del otro padre. Pero sucedió queinsensiblemente se fué encariñando con uno de ellos que la mimaba muchoy le oía
resignado los nimios escrúpulos de su conciencia.
Lo que al principio no fué más que simpatía, llegó á ser amor vehemente,pero sublime de pureza. Toda la ternura de esposa y de madre,reconcentrada en el corazón
de la viejecita, brotó de pronto como unafuente impetuosa, inundándola de felicidad.
Aquel hombre, que para ellano lo era, fué objeto de una adoración sin límites y reverenciado casicomo un dios. Tía Juana conoció los más ideales refinamientos del
amormístico, y en alas de la pasión se remontó á un mundo superior, todopoblado de
visiones encantadoras. Su aspecto, su ademán, todo en elladenunciaba la completa enajenación del ánimo, y su mirada se perdía endulcísimas lejanías, llenas de ensueños peregrinos. En un ser concentrótodos sus anhelos, todas las vagas aspiraciones de su alma candorosa yprimitiva, complaciéndose en adornarlo con las perfecciones y bellezasque en la suya propia se anidaban. Poco á poco fué alcanzando á unestado de arrobamiento vecino del éxtasis, y cuando recibía la sagradacomunión
de manos de su adorado, se anonadaba en un nirvanadeleitoso,{188-1} que no podría compararse con ninguno de los placeresaccesibles á los comunes mortales.
Era divertido verla seguir con mirada atenta y solícita las vueltas queel padre daba dentro de la iglesia, para acudir á la menor señal de quesus servicios eran necesarios.
Permanecía largas horas arrodajada en untapiz, herencia de mi tía, esperando que terminase la confesión de losfieles, porque ella siempre se quedaba de última, para tener tiempo deescudriñar los más ocultos repliegues de su conciencia, en busca dealgún pecadillo olvidado que poder{188-2} llevar al tribunal de lapenitencia; y es dable sospechar que más de una vez le suministré yo eldeseado pretexto. Otros ratos
felices eran las tertulias en lasacristía. Disimulada en un rincón, con el rebozo echado por la cabeza,gozaba oyendo el discreteo del padre con las beatas de
importancia.Cuando éste predicaba, era todavía mayor el placer; y aunque las más delas veces no entendía los complicados conceptos de la plática, el ecode la voz amada era suficiente para llenarla de placer.
Tía Juana era demasiado creyente para tener miedo á la muerte. Alllegarle su turno
la esperó con serenidad, que luego se trocó en alegríaen el momento de entrar el viático. Por última vez vió al padre con susojos mortales ya empañados; y cuando éste salió, después de darle elsupremo consuelo de la Religión, no quiso abrirlos más y expiró con lasonrisa en los labios.
Footnotes to Un Alma:
[Q] Entregados llamamos en Costa Rica á los niños del puebloque por cualquier motivo confían las autoridades á familias respetables,para que los eduquen, mantengan y vistan basta su mayor edad, á truequede los servicios que prestan en la casa. La entrega, que antes era muyfrecuente, es rara hoy en día.
[R] Especie de arca muy grande de madera, que servíaantiguamente para guardar víveres.
[S] Ahora mismo lo tienes que declarar, ó eres Cristiano ó eresjudío.
JUAN NEIRA
POR DON JOAQUIN DIAZ GARCES{190-1} ("ÁNJEL PINO") (Chile)
Neira era el capataz del fundo de los Sauces, estensa propiedad del sur,con grandes
pertenencias de cerro y no escasa dotacion de cuadrasplanas. Cincuenta años de activísima existencia de trabajo no habianpodido marcar en él otra huella que una leve inclinación de las espaldasy algunas canas en el abundante pelo negro de su cabeza.
Ni bigotes, nipatillas usaba ño Neira, como es costumbre en la jente de
campo,mostrando su rostro despejado un jesto de decision y de franqueza, quele hacia especialmente simpático. Soldado del Valdivia en la revoluciondel 51,{190-2} y sarjento del Buin en la guerra del 79,{190-3} elcapataz Neira tenia un golpe de sable en la nuca y tres balazos en elcuerpo. Alto, desmedidamente alto, ancho de espaldas, a pesar de suinclinacion y de las curvas de sus piernas amoldadas al caballo, podiapasar Neira por un hermoso y escultural modelo de fuerza y de vigor.
Enérjica la voz, decidido el jesto, franca la espresion, ¡quéencantadora figura de huaso valiente y leal tenia Neira! Su posesionestaba no léjos de las casas viejas de los Sauces, donde he pasado muiagradables dias de verano con mi amigo, el hijo de los
propietarios. Larecuerdo como si la viera: un maiten enorme tendia parte de sus ramassobre la casita blanca con techo de totora; en el corredor, eternamentela Andrea,{191-1} su mujer, lavando en la artesa una ropa mas blanca quela nieve; una montura llena de pellones y amarras colgada sobre uncaballete de pa