La Serie de Lenguaje Moderno del Librero Heath - Historias Cortas by Elijah Clarence Hills, Ph. D and Louise Reinhardt - HTML preview

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vidrieras de las ojivas del templo, el atolondradorevolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel depiedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasosdel vigilante que se paseaba envuelto en los anchos pliegues de sucapote, á lo largo del pórtico.

II

En la época á que se remonta la relación de esta historia, tan verídicacomo extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabíanapreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad deToledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso éinsufrible.

Los oficiales del ejército francés, que á juzgar por los actos devandalismo con que

dejaron en ella triste y perdurable memoria de suocupación, de todo tenían menos de{149-1} artistas ó arqueólogos, no haypara qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad delos Césares.{149-2}

En esta situación de ánimo la más insignificante novedad, que viniese áromper la monótona quietud de aquellos días eternos é iguales, eraacogida con avidez entre los ociosos; así es que la promoción al gradoinmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégicode una columna volante, la salida de un correo de

gabinete ó la llegadade una fuerza cualquiera á la ciudad, convertíanse en tema fecundo deconversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otroincidente venía á sustituirle, sirviendo de base á nuevas quejas,críticas y suposiciones.

Como era de esperar, entre los oficiales que, según tenían de costumbre,acudieron

al día siguiente á tomar el sol y á charlar un rato en elZocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de losdragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo á piernasuelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacíaque la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba

áinterpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, á quienuno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citadopara el Zocodover, cuando

en una de las boca-calles de la plaza aparecióal fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capotón de guerra,luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, unacasaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con

vainade acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos ydel golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.

Apenas le vió su camarada, salió á su encuentro para saludarle, y con élse adelantaron casi todos los que á la sazón se encontraban en elcorrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la gana deconocerle los pormenores que ya habían

oído referir acerca de sucarácter original y extraño.

Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones,plácemes y

preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablarlargo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la variafortuna de la guerra y los amigotes muertos ó ausentes, rodando de unoen otro asunto la conversación, vino á parar al tema obligado, esto es,las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad yel inconveniente de los alojamientos.

Al llegar á este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto,tenía noticia del mal talante con que el joven oficial se habíaresignado á acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con airede zumba:

—Y á propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el queocupáis?

—Ha habido de todo, contestó el interpelado; pues si bien es verdad queno he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de lavelada. El insomnio junto á una mujer bonita no es seguramente el peorde los males.

—¡Una mujer! repitió su interlocutor como admirándose de la buenafortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar elsanto.{151-1}

—Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue á Toledo parahacerle más

soportable el ostracismo, añadió otro de los del grupo.

—¡Oh! no, dijo entonces el capitán; nada menos que eso. Juro, á fe dequien soy, que no la conocía, y que nunca creí hallar tan bella patronaen tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdaderaaventura.

—¡Contadla! ¡contadla! exclamaron en coro los oficiales que rodeaban alcapitán; y

como éste se dispusiera á hacerlo así, todos prestaron lamayor atención á sus palabras, mientras él comenzó la historia en estostérminos:

—Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpotrece{152-

1} leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueñome hizo despertar sobresaltado é incorporarme sobre el codo un estruendohorrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarmedespués los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón mecantase á la oreja.

Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe queoía de esa

endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, quelos canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudablepropósito de matar á disgustos á los necesitados de reposo.

Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca,disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, á cogernuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino á herir miimaginación y á ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. Á ladudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimezdel muro de la capilla mayor, vi una mujer arrodillada junto al altar.

Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada éincrédula; el capitán, sin atender al efecto que su narración producía,continuó de este modo:

—No podéis figuraros nada semejante á aquella nocturna y fantásticavisión que se

dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla comoesas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis vistoalguna vez destacarse á lo lejos, blancas y luminosas, sobre el obscurofondo de las catedrales.

Su rostro ovalado en donde se veía impreso el sello de una leve yespiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave ymelancólica dulzura, su

intensa palidez, las purísimas líneas de sucontorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco yflotante, me traían á la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casiera un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amorde la adolescencia! Yo me creía juguete de una alucinación, y sinquitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplodesvaneciese el encanto.

Ella permanecía inmóvil.

Antojábaseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criaturaterrenal, sino

un espíritu que, revistiendo por un instante la formahumana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y enpos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajabaverticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la obscura sombrade aquel recinto lóbrego y misterioso.

—Pero... exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que,comenzando por

echar á broma la historia, había concluido interesándosecon su relato: ¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No la dijiste nada? ¿Note explicó su presencia en aquel sitio?

—No me determiné á hablarla, porque estaba seguro de que no había

decontestarme, ni verme ni oirme.

—¿Era sorda?

—¿Era ciega?

—¿Era muda? exclamaron á un tiempo tres ó cuatro de los que escuchabanla relación.

—Lo era todo á la vez, exclamó al fin el capitán después de un momentode pausa;

porque era... de mármol.

Al oir el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había enel corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellosdijo al narrador de la peregrina historia, que era el único quepermanecía callado y en una grave actitud:

—¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de unmillar, un

verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo quedesde ahora pongo á vuestra disposición, ya que, á lo que parece, tantoos da de una mujer de carne como de piedra.

—¡Oh! no... continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por lascarcajadas

de sus compañeros: estoy seguro de que no pueden ser como lamía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de laescultura parece que no la han enterrado en un sepulcro, sino que aunpermanece en cuerpo y alma de hinojos sobre

la losa que la cubre,inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en unéxtasis de místico amor.

—De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitudde la fábula

de Galatea.

—Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desdeanoche comienzo á comprender la pasión del escultor griego.

—Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no

tendrásinconveniente en presentarnos á ella. De mí sé decir que ya novivo{154-1} hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?...diríase que esquivas la presentación.

¡Ja! ¡ja! ¡ja! Bonito fuera que yate tuviéramos hasta celoso.

—Celoso, se apresuró á decir el capitán, celoso... de los hombres,no... mas ved, sin embargo, hasta donde llega mi extravagancia. Junto ála imagen de esa mujer, también

de mármol, grave y al parecer con vidacomo ella, hay un guerrero... su marido sin duda.... Pues bien... lo voyá decir todo, aunque os moféis de mi necedad... si no hubiera temido queme tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.

Una nueva y aun más ruidosa carcajada de los oficiales saludó estaoriginal revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.

—Nada, nada; es preciso que la veamos, decían los unos.

—Sí, sí, es preciso saber si el objeto corresponde á tan alta pasión,añadían los otros.

—¿Cuándo nos reuniremos á echar un trago en la iglesia en que osalojáis?

exclamaron los demás.

—Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis, respondió eljoven

capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante poraquel relámpago de celos.—Á propósito. Con los bagajes he traído hastaun par de docenas de botellas de

Champagne, verdadero Champagne,restos de un regalo hecho á nuestro general de brigada, que, comosabéis, es algo pariente.

—¡Bravo! ¡bravo! exclamaron los oficiales á una voz, prorrumpiendo enalegres exclamaciones.

—¡Se beberá vino del país!

—¡Y cantaremos una canción de Ronsard!

—¡Y hablaremos de mujeres, á propósito de la dama del anfitrión!

—Conque... ¡hasta la noche!

—Hasta la noche.

III

Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habíancerrado con llave

y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguoscaserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de laqueda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el últimotoque de silencio de los clarines, cuando diez ó doce oficiales que pocoá poco habían ido reuniéndose en el Zocodover, tomaron el camino queconduce

desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán,animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que conel deseo de conocer la maravillosa escultura.

La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubiertode nubes de

color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en lasestrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo delos retablos, ó hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierrode las torres.

Apenas los oficiales dieron vista á la plaza en que se hallaba situadoel alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente,salió á encontrarles; y después de cambiar algunas palabras á media voz,todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasaclaridad de una linterna luchaba trabajosamente con las obscuras yespesísimas sombras.

—¡Por quien soy! exclamó uno de los convidados tendiendo á su alrededorla vista,

que el local es de los menos á propósito del mundo para unafiesta.

—Efectivamente, dijo otro, nos traes á conocer á una dama, y apenas sicon mucha

dificultad se ven los dedos de la mano.

—Y sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en laSiberia, añadió

un tercero arrebujándose en el capote.

—Calma, señores, calma, interrumpió el anfitrión; calma, que á todo seproveerá.

¡Eh, muchacho! prosiguió dirigiéndose á uno de sus asistentes,busca por ahí un poco

de leña, y enciéndenos una buena fogata en lacapilla mayor.

El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó á descargargolpes en

la sillería del coro, y después que hubo reunido una grancantidad de leña que fué apilando al pie de las gradas del presbiterio,tomó la linterna y se dispuso á hacer un auto de fe con aquellosfragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían poraquí parte de una columnilla salomónica, por allá la imagen de un santoabad, el torso de una mujer, ó la disforme cabeza de un grifo asomadoentre hojarasca.

Á los pocos minutos una gran claridad, que de improviso se derramó portodo el ámbito de la iglesia, anunció á los oficiales que había llegadola hora de comenzar el festín.

El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la mismaceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose á losconvidados:

—Si gustáis, pasaremos al buffet.

Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron á la invitacióncon un cómico saludo, y se encaminaron á la capilla mayor precedidos delhéroe de la fiesta, que al llegar á la escalinata se detuvo uninstante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba latumba, les dijo con la finura más exquisita:

—Tengo el placer de presentaros á la dama de mis pensamientos. Creo

queconvendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.

Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, yuna exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos loslabios.

En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros,arrodillada delante

de un reclinatorio, con las manos juntas y la caravuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tanbella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseopudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.

—En verdad que es un ángel, exclamó uno de ellos.

—¡Lástima que sea de mármol! añadió otro.

—No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto áuna mujer

de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos entoda la noche.

—¿Y no sabéis quién es ella? preguntaron algunos de los quecontemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de sutriunfo.

—Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, áduras penas,

descifrar la inscripción de la tumba, contestó elinterpelado; y á lo que he podido colegir, pertenece á un título deCastilla, famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Sunombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama

doñaElvira de Castañeda,{158-1} y por mi fe que si la copia se parece aloriginal, debió ser la mujer más notable de su siglo.

Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían devista al principal objeto de la reunión, procedieron á destapar algunasde las botellas y sentándose alrededor de la lumbre, empezó á andar elvino á la ronda.

Á medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y elvapor del espumoso Champagne comenzaba á trastornar las cabezas,crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de loscuales éstos arrojaban á los monjes de granito adosados en los pilareslos cascos de las botellas vacías, y aquéllos cantaban á toda vozcanciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpíanen carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso, ó disputaban entresí con blasfemias y juramentos.

El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojosde la estatua de doña Elvira.

Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y á través del confusovelo que la

embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale quela marmórea imagen se transformaba á veces en una mujer real; parecíaleque entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba supecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza;que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se

ruborizase ante aquelsacrílego y repugnante espectáculo.

Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, lesacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole unacopa, exclamaron en coro:

—¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda lanoche!

El joven tomó la copa, y poniéndose de pie y alzándola en alto, dijoencarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto á doña Elvira:

—¡Brindo por el emperador,{160-1} y brindo por la fortuna de sus armas,merced á las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla ácortejarle su mujer, en su misma tumba, á un vencedor de Ceriñola!

Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y elcapitán, balanceándose, dió algunos pasos hacia el sepulcro.

—No... prosiguió dirigiéndose siempre á la estatua del guerrero, y conesa sonrisa estúpida propia de la embriaguez... no creas que te tengorencor alguno porque veo en ti un rival... al contrario, te admiro comoun marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y á mi vezquiero también ser generoso. Tú serías bebedor á fuer de

soldado... nose ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veintebotellas... ¡toma!

Y esto diciendo llevóse la copa á los labios, y después dehumedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto á la cara,prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vinosobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.

—¡Capitán! exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono dezumba,

cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gentede piedra suelen costar caras.... Acordaos de lo que aconteció á loshúsares del 5. º{161-1} en el monasterio de Poblet.... Los guerreros delclaustro dicen que pusieron{161-2} mano una noche á sus espadas degranito, y dieron que hacer á los que se entretenían en pintarlesbigotes con carbón.

Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero elcapitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la mismaidea:

—¿Creéis que yo le hubiera dado el vino á no saber que se tragaba almenos el que

le cayese en la boca?...

¡Oh!... ¡no!... yo no creo como vosotros que esas estatuas son un pedazode mármol

tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera.Indudablemente el artista, que es casi un dios, da á su obra un soplo devida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde unavida incomprensible y extraña; vida que yo no me

explico bien, pero quela siento, sobre todo cuando bebo un poco.

—¡Magnífico! exclamaron sus camaradas, bebe y prosigue.

El oficial bebió, y fijando los ojos en la imagen de doña Elvira,prosiguió con una

exaltación creciente:

—¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnesmórbidas y

transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligeraepidermis azulada y suave de alabastro circula un flúido de luz de colorde rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...

—¡Oh! sí, seguramente, dijo uno de los que le escuchaban; quisiéramosque fuese de

carne y hueso.

—¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... exclamó el capitán. Yo hesentido en

una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido estefuego que corre por las venas hirviente como la lava de un volcán,cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen vervisiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales mequemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, conhorror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplode brisa

del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve...nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol...una mujer blanca, hermosa y fría, como

esa mujer de piedra que pareceincitarme con su fantástica hermosura, que parece que

oscila al compásde la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome untesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrácalmar el ardor que me consume.

—¡Capitán! exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse haciala estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasosinseguros... ¿qué locura vais á hacer?

¡Basta de broma y dejad en paz álos muertos!

El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos, y tambaleando ycomo pudo llegó á la tumba, y aproximóse á la estatua; pero al tenderlelos brazos, resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre porojos, boca y nariz había caído desplomado y con la cara deshecha al piedel sepulcro.

Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían á dar un paso paraprestarle socorro.

En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes álos de doña

Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano yderribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.

LA LEVA

POR DON JOSÉ MARÍA DE PEREDA{163-1}

I

Enfrente de la habitación en que escribo estas líneas hay un casucho demiserable aspecto. Este casucho tiene tres pisos. El primero se adivinapor tres angostísimas ventanas abiertas á la calle. Nunca he podidoconocer los seres que viven en él. El segundo tiene un desmanteladobalcón que se extiende por todo el ancho de la fachada. El tercero lecomponen dos buhardillones independientes entre sí. En el de mi derechavive, digo mal, vivía hace pocos días, un matrimonio, joven aún, conalgunos

hijos de corta edad. El marido era bizco, de escasa talla,cetrino, de ruda y alborotada cabellera; gastaba ordinariamente unaelástica verde remendada y unos pantalones pardos, rígidos, indomablesya por los remiendos y la mugre. Llamábanle de mote el

Tuerto. Lamujer no es bizca como su marido, ni morena; pero tiene los cabellos tancerdosos como él, y una rubicundez en la cara, entre bermellón ychocolate, que no hay quien la resista.{163-2} Gasta saya de bayetaanaranjada, jubón de estameña parda y pañuelo blanco á la cabeza. Loschiquillos no tienen fisonomía propia, pues como no

se lavan, según esel tizne con que primero se ensucian, así es la cara con que yo los veo.En cuanto á traje, tampoco se le conozco determinado, pues en veranoandan en cueros vivos, ó se disputan una desgarrada camisa que á cadahora cambia de poseedor. En invierno se las arreglan, de un modoanálogo, con las ropas de desperdicio del padre, con un refajo de lamadre, ó con la manta de la cama.

El Tuerto era pescador, su mujer es sardinera, y los niños... viven demilagro.

En la otra buhardilla habita solo otro marinero, sesentón, de complexiónhercúlea, y

un tanto encorvado por los años y las borrascas del mar. Usaun gorro colorado en la

cabeza y un vestido casi igual al de su vecinoel Tuerto. Tiene las greñas, las patillas y las cejas canas. No sé decierto cómo tiene la cara, porque es hombre que la da raras veces, y nohe podido vérsela á mi gusto. Se llama de nombre tío Miguel; peroresponde á todo el mundo por el mote de Tremontorio, corruptela de promontorio, mote que le dieron en su juventud por su giganteacorpulencia y por su vigor para tirar del remo contra corrientes ycelliscas. Á la edad que cuenta, lleva hechas dos campañas de rey; esdecir, le ha tocado la suerte de servir en barco de guerra, dos veces, ácuatro años cada una. La última campaña la hizo en la Ferrolana, y conesta fragata dió la vuelta al mundo, con el cual viaje acabó deconquistar el prestigio que le iban dando entre sus compañeros susmuchos conocimientos como marinero, su valor,

su buen corazón... y susférreos puños. Se conserva soltero, porque entre su lancha, sus campañasy sus redes, que teje con mucho primor, nunca le quedó un cuarto de horalibre para buscar una compañera.

Por último, en el cuarto segundo habita un matrimonio contemporáneo deltío Miguel; y si no tan robustos como éste, los dos cónyuges están aúnmás desaliñados que él, y tan canos, tan curtidos y arrugados. De estematrimonio nació el Tuerto de la buhardilla, quien al lado de su padreaprendió á tirar del remo, á aparejar sereña, á ser, en fin, un buenpescador. El padre del Tuerto, tío Bolina llamado, porque siempre alandar se ladeó de la derecha, sigue, á pesar de sus años, bregando conla mar, como el tío Tremontorio; y no por afición á ella, como diría muyserio un poeta del riñón de Castilla ó de la Mancha,{165-1} acostumbradoá mandar las maniobras y á conjurar tormentas desde un escenario, ó enel estanque del Retiro, sino porque viven de lo que pescan, y sólopescan para vivir exponiendo la vida cien veces al año en el indómitomar de Cantabria, sobre una frágil lancha.

Dados estos pormenores, debo decir al lector, por si se ha sorprendidoal verme tan

enterado de ellos, que ni yo los he buscado ni lospersonajes descritos han venido á traérmelos: ellos, solitos, se hancolado por la puerta de mi balcón, de la manera más sencilla.

La aludida casa está separada de la en que escribo por la calle, que noes muy ancha; y mis vecinos, lo mismo en invierno que en verano, saldantodas sus cuentas y ventilan los asuntos más graves, de balcón á balcón.