Hizo retroceder con un empellón á Watson, y éste sólo se preocupó deCelinda, levantándola del suelo y llevándosela al otro lado de losmatorrales más próximos. La joven, aturdida aún por su caída, se pasólas manos por los ojos, sin reconocer al norteamericano. Tenía variasdesolladuras en los brazos y en el rostro que manaban sangre. Mientrastanto, don Carlos casi ayudaba á incorporarse á Manos Duras.
—¡Levántate, hijo de… para que no digas que te mato sin defensa!
Saca tu facón y pelea.
El cuchillo lo tenía ya en la mano el gaucho, pero Rojas no lo habíavisto, turbado por el goce feroz de encontrar finalmente á ese hombreal alcance de su diestra.
Apenas el bandido estuvo de pie, le tiró á traición una cuchillada alvientre, pero aturdido aún por los golpes que le había dado Watson, suataque fué lento, lo que permitió al estanciero pararla con un revésde su mano izquierda. Él, por su parte, le asestó un golpe en elpecho, luego otro, y menudeó sus cuchilladas con tal celeridad, quehizo derrumbarse á Manos Duras arrojando sangre por numerososdesgarrones de su cuerpo.
—¡Ya está muerto el puma!
Esto lo gritó don Carlos agitando sobre su cabeza el arma enrojecida,mientras el bandolero daba vueltas junto á sus pies, apoyándose en uncostado y en otro, entre ronquidos de agonizante.
Watson había ido llevándose á Celinda más lejos, para que nopresenciase esta lucha, pero al mismo tiempo procuraba no perder devista al estanciero, por si le era necesario su auxilio.
Al juntarse los dos hombres, condujeron á la joven hasta el lugardonde el ingeniero había dejado su caballo.
No querían que Celindaviese al agonizante. Ella, conmovida por tantas emociones, los mirabacon unas pupilas dilatadas é inciertas, como si no los reconociese. Alfin acabó por llorar, abrazándose á su padre.
Luego, olvidando losprejuicios de los días normales, abrazó también á Watson y empezó ábesarlo.
El mocetón, aturdido por estas caricias y asustado por las heridassuperficiales que notaba en el rostro de la joven, preguntó conansiedad:
—¿Le he hecho daño, miss Rojas?… ¿No es cierto que he tirado ellazo menos mal que otras veces?…
Los dos le ayudaron á montar, y marcharon junto á su caballo condirección al rancho de la India Muerta.
Robledo y el comisario salieron á su encuentro, mostrando gran alegríaal reconocer á Celinda. Frente á las ruinas estaban los otros hombresde la expedición. Después de curar á su modo á los dos cordilleranosheridos, los vigilaban, así como á Piola, hablando de conducirlos aldía siguiente á la cárcel de la capital del territorio.
Viéndose entre amigos que celebraban con gozosas demostraciones suliberación, Celinda volvió á recobrar su carácter ligero y animoso.Procuró ocultar su rostro para que Watson no viese más tiempo lasdesolladuras que lo desfiguraban; pero cuando de tarde en tarde volvíasus ojos á él, éstos tenían una expresión acariciante.
—¿Le he hecho daño, miss Rojas?—dijo otra vez el joven con vozsuplicante, como si su emoción no le permitiera en aquellos momentospreguntar otra cosa—. ¿Verdad que no he tirado el lazo muy mal?…
Ella, después de mirar á un lado y á otro para convencerse de que supadre estaba lejos, dijo en voz baja, imitando el acento delnorteamericano:
—¡Gringo chapetón! ¡grandísimo torpe!… Si que me has hecho daño, yel lazo lo tiras rematadamente mal… Pero de todos modos meenganchaste con él, y como yo juré que sólo así conseguirías tenermeotra vez… aquí me tienes.
Y avanzó los labios cual si pretendiese acariciarle desde lejos con susonrosado redondel, siendo este gesto una promesa de lo que haríaseguramente luego, cuando se viesen solos.
Entró la expedición en la Presa al anochecer, después de haberdescansado en la estancia de Rojas, donde esperaba Sebastiana. Ésta,al ver libre á su patroncita, prorrumpió en exclamaciones de gozo, quese convirtieron poco después en frases de indignación por las lesionesque Celinda tenía en su cara. El nombre de la marquesa se le escapó ála mestiza en el curso de una furibunda palabrería, á pesar de lasrecomendaciones de prudencia hechas en voz baja por Robledo. Al finacabó relatando á Rojas todo lo que sabía de la entrevista de la«señorona» con Manos Duras y lo que sospechaba ella que habíanconvenido los dos.
Sebastiana quiso quedarse en la estancia, al lado de Celinda, sincreer necesario para ello el permiso del patrón.
El mismo don Carlos había rogado á Watson que se quedase también hastael día siguiente, en que volvería él.
—Tengo que hacer una cosita urgente en la Presa. Deseo decir unaspalabritas á cierta persona.
La voz meliflua del criollo, así como su acento dulzón, eran parameter espanto á cualquiera. Robledo intentó disuadirle de este viaje,adivinando sus intenciones. Con él se mostró Rojas más explícito.
—Déjeme, don Manuel; necesito ver á esa ¡mala… tal! que ha queridoperjudicar á mi niña. Me contentaré con levantarle las polleras ydarle cincuenta golpes con este rebenque, así… así.
Y movía el látigo corto con su terrible tira de cuero.
Hubo de aceptar al fin el español que le acompañase hasta el pueblo,convencido de lo inútil que era oponerse á sus propósitos. Aúnperduraba en Rojas la furia homicida de su combate á muerte con elgaucho, y Robledo esperaba abonanzarle cuando hubiesen transcurridounas horas.
Al entrar en la calle central vieron los expedicionarios aglomerados ácasi todos los habitantes de la Presa.
Los jinetes delanteros ibandando noticias al paso, y éstas se transmitían, de grupo á grupo,rápidamente.
Todos celebraron la muerte de Manos Duras, como si conella se viese libre el pueblo de una gran calamidad. Los más débileslamentaban que el comisario hubiese guardado en un rancho cerca de lapoblación á los tres prisioneros para enviarlos al día siguiente á lacárcel del territorio. La muchedumbre, con esa ferocidad colectiva quesurge en las primeras horas de una emancipación largamente esperada,quería destrozarlos, para vengarse de los miedos que la había hechosufrir el gancho ya difunto.
La última noticia que hizo circular la locuacidad de los jinetesdelanteros sirvió para que esta indignación común encontrase dóndesatisfacerse. Las revelaciones de Sebastiana fueron conocidas en unmomento por todos. Era aquella «señorona» la que de acuerdo con ManosDuras había organizado una venganza terrible; una venganza semejante áotras que ellos habían oído contar á los lectores de novelas ó vistopor sus ojos en las historias cinematográficas. La gringa
rubiaquería matar á la pobre niña de la estancia, hija del país, tal vezpor envidia, tal vez por otro motivo.
Robledo, que pasaba á caballo entre los grupos, adivinó por algunaspalabras sueltas la cólera que empezaba á conmoverlos. Precisamente enaquellos momentos la expedición iba desfilando ante la antigua casa dePirovani. Las mujeres eran las que se mostraban más furiosas ylanzaron los primeros gritos agresivos mirando las ventanas deledificio.
—¡Muera la Cara Pintada! ¡Muera la gran…!
Y soltaba redonda la mayor de las injurias femeniles. Presintiendo loque iba á ocurrir, torció Robledo su marcha, avanzando hacia la casa ycolocando su caballo ante los últimos peldados de la escalinata demadera. Pero no consiguió verse obedecido ni aún por los hombres másadictos á él, que le habían acompañado en la expedición.
Desoyendo sus consejos y sus órdenes, mujeres y chiquillos empezaron ápasar por debajo de la panza de su caballo ó á deslizarse por susflancos… Y detrás de estos primeros asaltantes, los hombres fueroninvadiendo la entrada de la casa, excusándose con un gesto y un levesaludo al pasar ante el ingeniero.
El asalto fué rapidísimo, abatiéndose los obstáculos con esa facilidadque parece centuplicar la fuerza de los ataques populares en días derevolución triunfadora. La puerta cayó rota, y toda la ola humana serevolvió un momento en su quicio, penetrando después á borbotones enel interior de la casa. Saltaron rotos los vidrios de las ventanas, ypoco después empezaron á salir por ellas, como proyectiles, losmuebles, las ropas y toda clase de objetos. En vano algunos, másprudentes y serenos, protestaban del absurdo destrozo.
—¡Pero si eso no es de ella!… ¡Si todo pertenecía á don Enrique elitaliano!
La multitud se mostraba sorda; quería que fuese todo propiedad de la«señorona», para de esta manera satisfacer su cólera sin escrúpulos. Ycontinuaba dando gritos, en los que se repetía la palabra infamante.
De pronto, Robledo, que braceaba sobre su caballo dando órdenesinútiles, consiguió hacerse oir. Los asaltantes parecían cansados.Además, la decepción de no encontrar á la hembra odiada habíadisminuido su actividad destructora. Pero la verdadera causa delrelativo silencio que permitió á Robledo restablecer su influencia fuéla llegada de un viejo trabajador español, retirado de las obras delcanal para dedicarse á llevar á las viviendas agua del río en un carrodel que tiraba un mísero caballejo.
Este hombre logró que le escuchasen con más rapidez que el ingeniero.
Los asaltantes bajaron poco á poco de la casa para oírle de más cerca.
—¿Qué hacen ahí?—gritaba—. ¡Se ha ido!… Yo la he visto en uncoche con el señor Moreno, el del gobierno. Van á la estación á tomarel tren de Buenos Aires.
Inmediatamente se ofrecieron varios jinetes de buena voluntad paraalcanzarla en su fuga. Llevaba mucha delantera, pero tal vez á matacaballo podrían detenerla en Fuerte Sarmiento.
Otros ponían en duda el éxito de tal persecución. Sólo quedaba unahora escasa para la llegada del tren, y como éste partía de lapróxima estación del Neuquen, nunca llegaba con retraso.
Las mujeres, por ser las más furiosas, aconsejaban á los jinetes queintentasen de todos modos la aventura, para traer á la «señorona»arrastrándola del pelo. Otros varones, sesudos y de luminosas ideas,proponían, con el mismo piadoso deseo, colocarse simplemente al ladode la vía, cuando pasase el tren cerca de la Presa, y hacer unadescarga cerrada sobre el coche que llevase á la grandísima… tal. Ymostraban asombro cuando Robledo intentaba hacerles comprender que enel mismo coche podían ir otros viajeros y además resultaba imposibleadivinar su vagón entre los muchos que componen un tren.
Cuando todas estas gentes, roncas de gritar y convencidas de que lesera imposible dar alcance á la
«señorona», quedaron en silencio, elingeniero consiguió hacerse oir.
—Dejadla que se vaya. Es Gualiche que nos abandona, después dehaberlo perturbado todo… Lo que hay que desear es que ese demonio novuelva nunca. ¡Ojalá se hubiese marchado antes!…
Al fin, cerrada ya la noche, las gentes se fueron apaciguando. Era lahora de la cena, y los más exaltados prefirieron seguir susconversaciones en la mesa familiar ó en el almacén del Gallego.
Rojas se mostraba sombrío, como si hubiese olvidado todos los sucesosde aquel día para no ver mas que la fuga de Elena.
—Crea usted que lo siento, don Manuel. Mi gusto hubiese sidoremangarle las polleras, para con este rebenque…
Y haciendo con una mano el mismo ademán que si levantase las faldas deElena, iba explicando todo lo que su venganza se hubiese complacido enrealizar.
A partir de este día, la existencia resultó angustiosa ó monótona enaquel pueblo, donde no quedaba otro personaje importante que Robledo.Los obreros empezaron á desbandarse al ver suspendida la continuaciónde las obras. Pasaban el tiempo los grupos inactivos hablando de laposibilidad de que se reanudasen los trabajos en la semana próxima pordisposición del gobierno; pero la orden no llegaba. Allá en BuenosAires estudiaban el asunto con toda calma, y los peones, perdida lapaciencia, echábanse al hombro el saco de ropa para huir á pie ó enferrocarril de un lugar donde ya no entraba dinero y cada vez era másgeneral la pobreza.
El almacén había descendido á boliche y tenía un aspecto fúnebre. Sóloalgunos parroquianos viejos, de solvencia probada, venían á beber depie ante el mostrador. Don Antonio el Gallego había cortadoviolentamente el crédito á la mayor parte de los concurrentes, y paraapoyar su voluntad de no dar nada al fiado, tenía un revólver en cadacajón del mostrador y el hermoso rifle americano debajo de su asiento.Su público, cuando estaba falto de dinero, merecía todas estasprecauciones.
—Usted debe ir á Buenos Aires, don Manuel—decía á Robledo con firmeoptimismo—. Usted es el único á quien harán caso allá.
El ingeniero se mostraba triste y desalentado, como todo lo que lerodeaba. Lo único que conseguía hacerle sonreir con una expresiónmelancólica era el nuevo aspecto de Watson su socio. Éste parecíaalegre, como si nada le importase la suerte de sus canales. Ahora sólole interesaba la ganadería, pasando los días enteros en la estancia deRojas.
¡Qué podía importarle la paralización momentánea de las obras!… Erajoven y tenía muchos años por delante. Lo que deseaba estudiar era lavida de una estancia, pero teniendo por maestro á Flor de Río Negro,que le acompañaba á caballo á través de los campos desde la salida delsol hasta el ocaso.
Un fúnebre descubrimiento aumentó el mal humor del español, pocodespués de la fuga de Elena.
González le hizo ver un sombrero que uno de sus parroquianos habíaencontrado junto al río, lejos del campamento. El ingeniero loreconoció inmediatamente. Era el que llevaba Torrebianca.
Estaba convencido, desde mucho antes, que su compañero no figuraba yaentre los vivos. Con frecuencia, durante la noche, cuando lasdificultades financieras de sus obras le hacían permanecer insomne,reconstituía por deducciones lo que el marido de Elena había hecho alabandonar su casa, poco antes del amanecer.
Indudablemente su cuerpoestaba en el fondo del río.
Otro día, el dueño del boliche vino á contarle el descubrimiento hechopor unos españoles que, al verse faltos de trabajo, se dedicaban á lapesca. Dos leguas más abajo del pueblo habían pasado á una islafangosa rodeada de cañaverales, con la esperanza de apoderarse dealgunas truchas procedentes del lejano lago de Nahuel Huapi. Entre lascañas de la orilla habían visto dos objetos largos y negros que sebalanceaban mecidos por la corriente: las piernas de Torrebianca.
Robledo no había tenido valor para ver el cadáver. Después de un mesde permanencia en el río, era una masa gelatinosa que parecía vibrarpor el rebullicio de la fauna surgida de sus carnes. Fué sucompatriota González quien, abandonando el mostrador del almacén, seencargó de todo lo necesario para dar sepultura á estos restos.
—Usted lo que debe hacer es irse á Buenos Aires—repetía elalmacenero—. Don Ricardo y yo le sustituiremos aquí. En la capitaltrabajará usted por nosotros más que si se queda en la Presa.
Al fin Robledo reconoció la pertinencia de estos consejos, marchándoseá Buenos Aires. Varios meses anduvo por los ministerios, solicitandoque se reanudasen las obras y luchando con las rutinas técnicas yadministrativas.
También tuvo que esforzarse por mantener su crédito en los Bancos. Losmismos que protegían antes su empresa dudaban ahora francamente deléxito, resistiéndose á proporcionarle más dinero para su continuación.Un ambiente de escepticismo y descrédito iba esparciéndose en torno átodo lo que era de la Presa.
Llegó el invierno sin que Robledo hubiese podido salir de BuenosAires. Algunas veces, con repentino optimismo, esperaba conseguir aldía siguiente la realización de sus deseos. Pero al otro día lecontestaban:
«Vuelva usted mañana»; y este «mañana» iba convirtiéndoseen una palabra fatídica, símbolo de algo vago que nunca llegaría á serrealidad.
Los periódicos le anunciaron una noche la inquietud de las poblacionesribereñas del río Negro. Los afluentes empezaban á aumentar su caudalcon una prodigalidad inquietante. Llegaba la crecida que él veníaanunciando desde meses antes en los ministerios para conseguir que secontinuasen las obras si aún era tiempo.
Recibió luego un telegrama de los mismos que le habían aconsejado lamarcha á Buenos Aires. Le pedían que volviese, como si su presencia,siendo milagrosa, pudiera sujetar las fuerzas naturales.
Entró en la Presa con un frío glacial. Volvió á enfundarse en un gabánde chófer con los pelos afuera que había usado siempre en los díasrudos del invierno.
La población estaba casi desierta. Las casas de madera, que eran lasmás fuertes, tenían cerradas puertas y ventanas. Las construcciones deadobes estaban con los techos rotos y el huracán había arrancadoigualmente las maderas de sus orificios de ventilación. No se veía ánadie en las calles. Sólo quedaban los hombres que ya eran habitantesdel país antes de que empezasen las obras. Parecía que durante loscuatro meses de su ausencia hubiesen transcurrido diez años.
Sufrió el tormento de largas y angustiosas inquietudes al permanecerdías enteros en la orilla del río, viendo con una indignaciónimpotente cómo aumentaba el peligro. Las aguas eran cada vez más altasy tumultuosas, arrastrando en su corriente troncos de árboles quevenían tal vez de las vertientes de los Andes, ó haciendo rodarinvisibles, por el fondo de su lecho, rocas enormes.
No le preocupaba el peligro de una inundación. Era la suerte de lasobras incompletas, y no la seguridad de las personas, lo que le hacíavivir en perpetua angustia. Examinaba todas las mañanas, con laatención de un médico que ausculta á un enfermo, aquel dique que debíaobstruir el río de orilla á orilla y estaba sin terminar, primeramentepor la distracción amorosa de sus constructores y después por surivalidad mortal.
El brazo más largo del dique había quedado incompleto á unos cuantosmetros del otro brazo que venía á su encuentro desde la orillaopuesta. Las aguas, cada vez más altas, cubrían estos dos muros,marcando su oculta existencia con remolinos y espumarajos.
Como todos los que viven en incesante peligro, Robledo empezó ásentirse supersticioso, recomendándose en su interior á variasdivinidades confusas y omnipotentes que podían realizar un milagro.
«Si conseguimos pasar el invierno—pensaba—sin que esto se rompa,¡qué felicidad!»
Pero una mañana, cual si fuese una construcción de arena igual á laque levantan los niños y demuelen á su capricho, las aguas se llevaronante sus ojos un extremo del dique sin concluir; luego lo partieroncomo algo tierno y dúctil, y finalmente las dos murallas subfluviales,en las que se habían empleado cientos de hombres y miles de toneladasde materia dura y en apariencia inconmovible, rodaron corriente abajo,dejando fragmentos encallados en las orillas y las islas. EntoncesRobledo lloró.
—Cuatro años de trabajo, ¡y el agua lo disuelve todo, como si fueseazúcar!… Cuatro años de labor perdida… ¡y habrá que empezar otravez!
Su compatriota el dueño del boliche se consideraba tan arruinado comoél. En su establecimiento, el cajón del mostrador estaba vacío. Ademáspodía decir adiós á la esperanza de convertir sus arenosos campos enricas «chacras» de riego. Estaba pobre; más pobre que cuando llegó áestablecerse en esta tierra maldita.
Pero su fe en Robledo y la necesidad de consolarle hicieron que semostrase optimista.
—Todo se arreglará, don Manuel—repitió varias voces, pero sinconvicción.
Don Manuel, viendo cómo las aguas insistían en su obra destructora,pasó de la tristeza á la cólera. Sus ojos ya no miraban al río. Teníanla vaga expresión del que ha puesto su pensamiento muy lejos y ve loque no pueden ver los demás.
Recordó á Canterac y á Pirovani, tan intensamente como si los hubieseencontrado el día anterior. Vió después un rostro de mujer sonriendocon expresión maligna. A través del tiempo y la distancia hacía sentiraún la influencia de su paso por este rincón de la tierra. Ella eraen realidad la que destruía las obras.
El español cerró los puños. Se acordó del estanciero Rojas y lo queéste se proponía hacer con su rebenque para castigar las maldades deaquella hembra. Él hubiese hecho algo peor en el presente momento.
«Gualicho rubio—pensó—, demonio perturbador de los hombres y de lascosas… ¡en qué mala hora te traje aquí!»
* * * * *
#XIX#—Han transcurrido doce años desde la última vez que estuve en París… ¡Ay! Reconozco que mi aspecto ha cambiado mucho.
Y Robledo, al decir esto, volvió á verse tal como se contemplaba todaslas mañanas en el espejo, con ojos de conmiseración, mientras procedíaá su limpieza matinal.
Era todavía vigoroso y gozaba de excelente salud; pero la vejez habíaempezado á marcar en él sus devastaciones. La cúspide de su cráneoestaba completamente despoblada. En cambio había suprimido su bigote,rasurándolo por el motivo de tener con más abundancia las canas quelos pelos obscuros. Esta transformación le había dado, según él,cierto aspecto de clérigo ó de actor, pero al mismo tiempo esparcíapor su rostro cierta frescura juvenil.
Ocupaba un sillón en el
hall
de un hotel elegante de París, cercadel Arco de Triunfo.
Frente á él estaba un matrimonio joven: Watson y Celinda. El paso delos años no había hecho mas que afirmar los rasgos fisonómicos deRicardo, dando mayor estabilidad á su hermosura de atleta tranquilo.La antigua Flor de Río Negro tenía ahora una belleza estival de tratosazonado y dulce. Conservaba su esbeltez gimnástica de efebo, pero lamaternidad había amplificado majestuosamente sus formas.
Ya no llevaba su cabellera cortada como una melena de pajecillo, ni sepermitía en público los saltos y las travesuras infantiles de aquellaamazona patagónica admirada por los inmigrantes. Debía mostrar laseriedad de una mamá. En torno á la mesita del
hall
se movía un niñode nueve años, voluntarioso y algo desobediente, que buscaba laprotección de Robledo—por otro nombre «tío Manuel»—cuando le reñíansus padres. En un piso del «Palace» dos nurses
inglesas vigilabanlos juegos de otros tres hijos de menos edad.
Formaban todos en conjunto la conocida familia de la América del Surque viene á pasar varios meses en Europa, como una tribu rica yalegre, trasladando la casa entera de un lado á otro del Océano, sinolvidar á los criados. Ahora la familia estaba en sus comienzos, porser los padres todavía jóvenes, y se limitaba á ocupar cuatrocamarotes en los buques y cinco cuartos con salón común en loshoteles. Diez años más de vida y de prosperidad en los negocios, y lacaravana familiar, al hacer otro viaje á Europa, arrendaría todo uncostado del paquebote y un piso entero en los «Palaces».
—¡Las cosas que han ocurrido desde la última vez que estuve aquí!…
Se ensombreció el rostro de Robledo al recordar éste sus luchasdurante dos años para conseguir que se reanudasen las obras en el ríoNegro.
Había conocido las angustias que proporcionan las deudas crecientes ylas reclamaciones de acreedores que no pueden satisfacerse.
Casi todos los habitantes de la Presa escaparon al destruir el río lasobras. Los raros viajeros que visitaban el país venían á admirar estapoblación en ruinas, semejante á las ciudades históricas y muertasdel mundo antiguo, en una tierra falta de recuerdos.
A fin el gobierno había reanudado los trabajos. El río era vencidopoco á poco, aceptando el obstáculo del dique y los canales de Robledoy Watson se empapaban con las primeras aguas, dejando correr por sulecho fangoso el riego vivificante.
Después de esto sólo habían necesitado los dos socios quetranscurriese el tiempo. El milagro del agua realizaba un sinnúmero demilagros secundarios. Acudían á la muerta población hombres de todoslos países, deseosos de roturar un suelo que podía después ser suyo.Una costra de verde tierno y luminoso iba cubriendo los campos antespolvorientos. Los matorrales secos y punzantes cedían el sitio á losárboles jóvenes. Nutridos por la savia de una tierra dormida durantemiles de años, y refrescados incesantemente por el agua que corría ásus pies, realizaban en el corto plazo de varias semanas prodigiososestiramientos.
Las casuchas de adobes, derruídas en el período de soledad y miseria,eran reemplazadas por edificios de ladrillo extensos y bajos, con unpatio interior, imitando la arquitectura española de la épocacolonial. El antiguo boliche del Gallego se convertía en vasto almacéncon numerosa dependencia, donde era vendido cuanto puede ser agradabley útil á los que se enriquecen cultivando la tierra, haciéndose ademásen él todos los negocios, incluso el de banca.
El dueño había ganado millones, por otra parte, al convertir susarenales en campos de regadío. Al fin, acababa de realizar su ensueñode volverse á España, dejando al frente del almacén á un dependienteespañol interesado en sus negocios.
—Ayer me escribió don Antonio—dijo Robledo con una ironíabondadosa—. Quiere que vayamos á Madrid. Desea que admiremos su casa,sus automóviles, y sobre todo sus amistades. Me cuenta con orgullo quelos periódicos hablan de sus comidas. También me dice que le han dadouna condecoración y un día de estos lo presentarán al rey. He ahí unhombre dichoso.
El recuerdo del lejano país ensombreció el rostro de Celinda.
—Piensa en su padre—dijo Watson á su consocio—. Es imposible hablarde la Presa sin que se ponga triste… ¿Qué culpa tenemos nosotros siel viejo no ha querido venir?
Robledo asintió á estas palabras, pretendiendo animar á Celinda. DonCarlos no había querido moverse de su estancia, á pesar de lo muchoque le rogaron todos ellos para que les acompañase. No le interesabaver en su vejez aquella Europa donde tantas locuras había realizadosiendo joven. Deseaba conservar intactas las antiguas ilusiones.Además, temía que le faltase el tiempo para saborear los grandescambios realizados en su propiedad.
—Me quedan pocos años—decía—, y no puedo malgastarlos vagando porEuropa, cuando tantas cosas debo hacer aquí. Celinda me dará muchosnietos, y no quiero que sean unos pobretones.
Los canales de Robledo habían llegado á las tierras de su propiedad,convirtiendo los ralos y secos pastos de la estancia en lozanaspraderas de alfalfa, siempre húmedas y verdes. Su «hacienda»engordaba, multiplicándose prodigiosamente. Antes, tenía que correr ácaballo para encontrar de tarde en tarde un animal cornudo y huesosoque iba al descubrimiento y la conquista de algún hierbajo aislado, átravés de una soledad casi yerma. Ahora, los novillos gordos ylustrosos, con las patas dobladas bajo su carnal pesadumbre, rumiabanla suculenta alfalfa, mordida en torno á ellos, sin necesidad demoverse.
Además, don Carlos era considerado como el primer hombre del país, yrepresentaba para él una desvalorización marcharse á aquellas tierrasde
gringos
, donde ignoraban su historia y nadie le haría caso. Hastaespaciaba mucho sus viajes á Buenos Aires, pensando que los amigos desu juventud habían muerto y sólo podía encontrar á sus hijos ó susnietos, que apenas recordaban su nombre. En cambio, todos le hacíanacatamiento en la Presa, como primer propietario del país. También erajuez municipal, y los inmigrantes cultivadores de las
«chacras»reconocían su autoridad y sapiencia, consultándole en todos susasuntos y aceptando sus fallos.
—¿Qué puedo hacer yo en París? ¡Un papelón!… Déjenme con mi gente ycada buey que rumie su pasto.
Sentía mucho separarse de sus nietos, pero esta separación no podíaser larga. Cuando Celinda y su marido el
gringo
volviesen, el niñomayor llegaría á tiempo para que su abuelo le enseñase á montar ácaballo como debe hacerlo un criollo fino.
Precisamente este nieto hacía mucho rato que estaba junto á Robledo,montando en sus rodillas y dejándose caer en la alfombra.
—¡Carlitos, preciosura—suplicó la madre—, deja en paz á tío Manuel!
Y añadió, para contestar á todo lo que había dicho Robledo acerca desu padre:
—Es verdad, no quiso venir; pero eso no impide que me entristezcacuando pienso que podía estar aquí, viendo lo que nosotros vemos.
Se aproximó al grupo una señorita elegantemente vestida: lainstitutriz francesa encargada de la educación de Carlitos. Venía állevárselo para dar un paseo por el Bosque de Bolonia. La madre tuvoque acariciarle con vehemente ternura, y aún así, no pudo sofocar susprotestas de niño mimado.
—¡Yo quiero quedarme con tío Manuel!…
Pero tío Manuel necesitaba salir solo, y se lo explicó así al pequeñotirano, con palabras de excusa.
—Si obedeces á mamá y vas co