La Tierra de Todos by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Mañana buscaremos el medio más oportuno para que te libres de ella.

Empieza por quedarte aquí esta noche. Yo pensaré lo que podemos hacer.

Ella se irá; no sé cómo llegaré á conseguirlo, pero se irá, y tú quedarás conmigo.

Pasó una mano por la espalda de Torrebianca, acariciándole conexpresión paternal, mientras el marqués conservaba oculto el rostro.

Aborrecía ahora á su esposa, pero al mismo tiempo experimentaba uninexplicable malestar pensando que iba á separarse de ella parasiempre.

* * * * *

#XVI#

Agitada por su curiosidad femenil, esperó la mestiza con impacienciala hora de la cita.

Estaba en la cocina de la casa, situada en el corral, bajo uncobertizo. Sobre una mesa tenía un reloj despertador, y varias vecesaproximó á él su quinqué para saber la hora. Poco antes de las diez sequitó los zapatos, atravesando descalza el corral, para seguir ácontinuación una de las galerías exteriores.

Así llegó, con paso silencioso, al ángulo del edificio más inmediato ála ventana del dormitorio de Elena.

Luego se sentó en el suelo detablas, encogiéndose para escuchar sin ser vista.

Distinguió al poco rato en la obscuridad á Manos Duras, que ibaaproximándose á la casa. Vió cómo se quitaba las espuelas,guardándolas en el cinto, y subía cautelosamente los peldaños de laescalinata. Se abrió poco después la ventana del dormitorio de laseñora, y apareció ésta, haciendo signos al recién llegado para quehablase en voz baja.

Sebastiana se esforzó por oir, pero la ventana estaba tan lejos, quesólo reconcentrando su atención pudo alcanzar fragmentariamentealgunas palabras. Estas palabras eran dichas con voces tan tenues, queno pudo tener una certeza absoluta de su exactitud. Le pareció oir«Celinda» y «Flor de Río Negro». Poco después creyó que era esto unerror de sus sentidos.

«¿Qué tiene que ver—se dijo—mi antigua patroncita con los enredos deesta gente?»

Avanzando su cabeza fuera de la esquina, alcanzaba á ver á Manos Durasy á la señora. El gaucho oía á ésta con movimientos de aprobación.Otras veces era él quien hablaba, pero brevemente, apoyando suspalabras con gestos afirmativos. Hubo un momento en que pretendiócoger las manos de ella, pero Elena se echó atrás con una retracciónque denotaba al mismo tiempo repugnancia y altivez. Inmediatamentepareció arrepentirse, y dijo en voz más alta, con tono de promesa:

—De eso hablaremos mañana ú otro día, cuando haya hecho usted miencargo. Ya sabe lo que hemos convenido.

Y se despidió de él con cierta coquetería, aunque procurandomantenerse á gran distancia de sus manos.

El gaucho, al ver cerrada la ventana, bajó los escalones, y una vez enla calle, se detuvo.

Sebastiana, que se había incorporado para verle mejor, creyó quemurmuraba con expresión alegre:

—En vez de una, van á ser dos.

Pero tampoco estaba segura de haber oído esto exactamente, y al fin seretiró á la casucha del corral, donde tenía su camastro, algodecepcionada por el insignificante resultado de su acecho.

Lo único que persistió en ella, quitándole el sueño, fué la duda de siverdaderamente aquellas dos personas habían nombrado en suconversación á la señorita de Rojas. Y volvió á preguntarse muchasveces: «¿Qué tendrán esas gentes que decir de mi niña?…»

Robledo pasó igualmente una noche agitada. Había instalado áTorrebianca en la misma habitación que ocupó éste con su mujer cuandollegaron á la Presa. Fatigado por sus emociones, el marqués habíaaccedido al fin á quedarse en la casa de su amigo.

Dos veces durante la noche despertó el español, avanzando su oído paraescuchar mejor. Llegaban hasta él gemidos y palabras balbucientesdesde la habitación próxima, ocupada por Torrebianca.

—Federico, ¿deseas algo?…

Su amigo Federico le contestaba con voz débil y humilde, procurando ácontinuación mantenerse silencioso.

Despertó Robledo por tercera vez, pero ahora la luz del día marcabacon líneas de claridad las rendijas de su ventana. Un ruido habíacortado su sueño, obligándole á echarse de la cama con sobresalto.

Al salir á la sala común, que servía al mismo tiempo de comedor, vióen ella á Watson inclinado sobre una silla y acabando de calzarse lasespuelas. La caída de esta silla, ocurrida poco antes, era lo quehabía despertado á Robledo. Éste, al ver á su socio, dijo alegremente:

—¡Cómo madruga usted!… Y eso que anoche le oí entrar muy tarde.

Watson parecía triste, y se limitó á contestar:

—Como hoy no trabajamos, voy á dar unos galopes por el campo.

Al marcharse el joven acabó Robledo de vestirse, paseando después porel comedor. Cuando en sus evoluciones pasaba ante la puerta de lapieza ocupada por Torrebianca, sentía la tentación de entrar.

Deseabaver á su amigo. Un vago presentimiento le infundía cierta inquietud.

«Vamos á enterarnos de cómo ha pasado la noche», se dijo.

Abrió la puerta, miró al interior de la habitación, é hizo un gestode asombro. No había nadie en ella; la cama, con sus ropas endesorden, estaba vacía. El español quedó pensativo. Primeramente seimaginó que Federico, no pudiendo dormir en toda la noche, habríasalido á dar un paseo al apuntar el alba.

Instintivamente empezó á mirar en torno de él, examinando lahabitación. Vió sobre la mesa varios papeles, todos con una línea ódos de letra de Torrebianca. Eran cartas empezadas por éste y quehabía juzgado inútil continuar.

Leyó uno de los papeles: «Agradezco tus esfuerzos, pero no puedomás…» Lo escrito en otro decía así: «La única mujer que me amoverdaderamente fué mi madre, y ha muerto. ¡Si yo tuviese la seguridadde volver á encontrarla!…»

Robledo siguió examinando los demás papeles. Sólo contenían renglonesborrados ó palabras ininteligibles.

Torrebianca había queridoescribir, desistiendo al fin de tal esfuerzo. Se imaginó ver á suamigo, en las altas horas de la noche, arrojando la pluma—que élacababa de descubrir caída en el suelo—y diciendo con la indiferenciadel que se considera ya por encima de las preocupaciones terrenales:«¡Para qué!…»

Permaneció absorto, con estos papeles en una mano. Después le reanimóun pensamiento optimista. Tal vez su amigo estaba vagando por lasinmediaciones del pueblo. Aquellos escritos sin terminar mostraban sufalta de voluntad.

Examinó el suelo fuera de su casa, é hizo un gesto de satisfacción aldistinguir entre las huellas recientes del caballo de Watson elcontorno de un pie humano, que debía ser de su camarada. Él habíaaprendido de los rastreadores del país que estudian las huellasperdidas en el desierto.

Las señales de los pies de Torrebianca le hicieron seguir unacallejuela abierta entre su casa y la inmediata, que venía á dar en elcampo. Pero una vez fuera del pueblo perdió el rastro, por sernumerosas las pisadas de los que habían salido al amanecer.

Instintivamente marchó hacia el río, siguiendo su ribera curso arriba.Miraba las aguas deslizarse uniformemente, sin que el menor objetoalterase su superficie. Al fin se cansó de este examen sin más guía nijustificación que un presentimiento.

«Este Federico—se dijo—me ha perturbado con sus desgracias. ¿Por quépienso cosas absurdas?…

Volvamos á casa. Me avisa el corazón que lovoy á encontrar cuando llegue. Habrá estado paseando por el otro ladodel pueblo.»

Y regresó á la Presa, sintiendo sin embargo una ansiedad que le hacíamarchar apresuradamente.

A la misma hora, cerca de la estancia de Rojas, estaba Manos Duras consus tres camaradas de la Cordillera hablando al amparo de unosmatorrales.

Habían desmontado y tenían sus caballos de las riendas. Uno de loshombres iba vestido de modo diferente á sus camaradas, y más quejinete del campo parecía un trabajador de la Presa. Manos Duras ledaba explicaciones, que el otro iba aceptando en silencio,aprobándolas con leves parpadeos. Este hombre montó á caballo, y ManosDuras y sus dos compañeros le siguieron con los ojos hasta quedesapareció entre los grupos de áspera vegetación.

—El viejito va á ver lo que le cuesta amenazarme dijo el gaucho conuna sonrisa rencorosa.

Uno de los cordilleranos, apodado

Piola

, que por su edad y susademanes autoritarios parecía ejercer cierta influencia sobre sus dosacompañantes, movió la cabeza como si dudase de tales palabras. Elplan de Manos Duras le parecía excelente, pero no encontraba aceptableque se quedase en el país un día ó dos luego de dar el golpe.

Eramejor emprender todos juntos é inmediatamente la retirada hacia laCordillera.

—Déjeme, compadre; yo me entiendo—contesto el gaucho—. Necesitoantes de irme cobrar algo que me han prometido. Tal vez sea esta mismanoche, y mañana me junto con ustedes.

Contaba con su caballo, del que hizo grandes elogios, y que lepermitiría obtener una gran ventaja sobre sus camaradas, alcanzándolosen el camino. El podía correr con más ligereza al ir solo, y susamigos marcharían embarazados por el bagaje.

Mientras tanto, su enviado galopaba hacia la estancia de Rojas. Alllegar á una tranquera la abrió, continuando su marcha por los camposde don Carlos.

Cerca del edificio principal salió á su encuentro Cachafaz, avisadopor los ladridos de unos perros que daban saltos ante las patas delcaballo, pretendiendo morderle. Los espantó el pequeño con sus gritos,escuchando después con la gravedad de una persona mayor lo que le dijoel emisario.

Fué tanta su alegría al recibir el recado, que olvidando al jinetecorrió hacia la estancia.

Don Carlos estaba en su comedor tomando el décimo mate de la mañana.Celinda, con vestido femenino, ocupaba un sillón de junco y parecíaentregada á melancólicos pensamientos. El mestizo entró gritando:

—Patrón, el comisario dice que vaya ahorita mismo al pueblo. Hantomado preso al que robó nuestra vaca.

Regocijado el estanciero por la noticia siguió á Cachafaz, sin soltarpor esto la calabacita del mate, chupando, mientras marchaba, labombilla de plata. Quería que el «chasque» ó emisario llegado á todocorrer de su caballo le diese más explicaciones sobre este aviso.

Al salir de su casa quedó perplejo viendo que el jinete habíadesaparecido. Corrió Cachafaz la tierra inmediata, así como loscorrales, dando gritos, sin poder descubrir al «chasque». Finalmente,Rojas se encogió de hombros, y contento por la noticia, quisoexplicarse esta desaparición. Don Roque, para darle el aviso con másprontitud, se lo había enviado con algún viandante que tenía que hacerun largo rodeo en su marcha y deseaba no perder tiempo. Él tampocodebía perderlo, y como juzgaba conveniente ir á la Presa para hablarcon el comisario, montó á caballo, prometiendo á Celinda estar devuelta antes de la comida de mediodía.

Manos Duras y sus tres amigos, tendidos en el suelo, le vieron pasar álo lejos con dirección al pueblo.

Teniendo sus caras junto á lasraíces de los matorrales, hablaron y rieron con frío cinismo.

—Va en busca de la vaca que nos comimos ayer—dijo Piola.

Y Manos Duras añadió, acompañando sus palabras con un mueca impúdica:

—Veremos qué dice cuando nos hayamos llevado su vaquillona…

Ricardo Watson, que corría el campo, deseoso de aproximarse á laestancia y temiendo al mismo tiempo irritar á Celinda con supresencia, vió también pasar á lo lejos al señor Rojas con dirección ála Presa.

Esto pareció infundirle ánimo. Celinda quedaba sola en su casa, y élpodía visitaría con cualquier pretexto.

Pero á continuación sintiómiedo. No osaba acercarse á la estancia, temiendo que fuese Cachafazel único que saliese á recibirle. Era mejor vagar por el campo. Talvez la hija de Rojas, aburrida de su soledad, se decidiese á montar ácaballo.

Estaba dispuesto á esperar hasta que el sol se ocultase. Llevaba áprecaución, en una bolsa de su montura, algunos comestibles. Además,como todos los enamorados, olvidaba que los hombres nacen con laenfermedad mortal del hambre y únicamente pueden seguir viviendo si securan de ella dos veces al día.

Otras cosas le preocupaban en aquelmomento, más importantes para él.

Mientras tanto, su amigo Robledo vagaba cabizbajo por la calle centralde la Presa. Venía de su casa y no estaba en ella Torrebianca. Lacriada le había esperado en vano con el desayuno pronto. ¿Dóndeencontrar á este hombre?…

En mitad de la calle oyó voces amigas y levantó su rostro. Elestanciero Rojas hablaba vehementemente al comisario del pueblo, quele respondía con gestos de extrañeza. Atraído por el saludo de losdos, Robledo se aproximó.

—Un chasque—dijo don Carlos—ha venido á mi estancia para avisarmeque el comisario había encontrado la vaca que me robaron… Y donRoque no ha enviado á nadie, ni sabe una palabra. ¿Ha visto usted quéhistoria tan sin gracia? ¿Quién será el hijo de… tal que ha queridodarme esta broma?

Robledo escuchó algunos momentos, fingiendo interés por el asunto, ycontinuó su marcha. Únicamente le preocupaba el paradero de su amigoTorrebianca, creyendo reconocerlo en todos los hombres que veía á lolejos.

«Es lástima que Ricardo saliese tan temprano—pensó—. Él me hubieraayudado en esta busca.»

Watson, indeciso entre su timidez y el deseo de ver á Celinda, sehabía ido aproximando á la estancia; pero al llegar á cualquiera delas tranqueras que cerraban la cerca de alambres permanecía indeciso.¿Cómo explicar su presencia dentro de la propiedad de Rojas, cuandoFlor de Río Negro le había ordenado rencorosamente que no volviesemás?

La vista de una tranquera abierta le infundió ánimo.

«Diga ella lo que diga, ¡adelante!—pensó—. Necesito verla, aunquesea para recibir insultos.»

Y fué avanzando con lentitud por los caminos de la estancia.

De pronto su caballo se mostró inquieto, avivando el paso ydeteniéndose á continuación, como si pretendiera encabritarse.

Vió el joven los cuerpos de dos mastines muertos sin dudarecientemente, pues tenían sus cabezas destrozadas sobre un charco desangre. Siguió avanzando, y á pocos pasos de la casa encontró á unhombre tendido en mitad del camino.

También estaba muerto. Era un peón de Rojas, un mestizo al que creíahaber visto algunas veces, á pesar de que su rostro estaba ahoradestrozado á balazos. Una de sus órbitas había quedado vacía, colgandode este orificio del cráneo algunas piltrafas de la masa cerebral. Entorno á él, la tierra bebía sangre ávidamente, cubriéndose de moscas.

Se echó abajo del caballo, y con el revólver en la diestra avanzóhacia la casa. Al asomarse á su puerta y ver que no había nadie en lagran pieza que servía de sala y comedor, empezó á dar gritos.

Un sillón de junco, que era el preferido por Celinda, estaba volcadoen el suelo. Se fijó también en el tapete de la gran mesa, que parecíahaber sufrido un rudo tirón y estaba igualmente en el suelo, contodos los papeles y los objetos que descansaban sobre élordinariamente revueltos ó rotos.

Fueron tales sus gritos y repitió tanto su nombre para inspirarconfianza, que al fin sonaron pasos en el interior del edificio yasomó á una puertecita el rostro arrugado y cobrizo de la madre deCachafaz. Otras criadas y peones de la estancia, todos mestizos,fueron surgiendo de sus escondites, balbuceando respuestasininteligibles ó persistiendo en un silencio de terror.

Salió Watson de la casa á tiempo para ver cómo el pequeño Cachafazvenía de los corrales, mirando inquieto á un lado y á otro. De pronto,todos á la vez quisieron relatar al ingeniero lo ocurrido, pero elpequeño se les adelantó con cierta autoridad.

Él estaba junto á la patroncita y lo había visto todo. Tres hombresllegaron á todo galope. Cachafaz había salido de la casa atraído porlos ladridos de los mastines y oyó los tiros que les daban muerte.Luego vió á un peón que corría hacia los jinetes, sin duda parapreguntarles por qué invadían de este modo la estancia. Los tresdispararon sus revólveres contra él y rodó por el suelo.

—Yo me metí corriendo en la casa—continuó el pequeño—. Lapatroncita fué á salir para ver qué pasaba, pero llegaron los treshombres malos y le echaron un poncho por la cabeza. Me escondí debajode una mesa; luego me asomé, y vi cómo montaban y se llevaban á lapatroncita, que hacía con sus brazos así… así, debajo del poncho. Yno sé más.

Los otros deseaban contar igualmente sus impresiones, aunque enrealidad no habían visto gran cosa, pues se escondieron al caer muertoel peón, permaneciendo ocultos hasta la llegada de Watson. Éste,mientras se defendía de tantas personas que le hablaban á la vez,pensó con remordimiento en aquella indecisión que le había hecho vagarjunto á las alambradas de la estancia. ¡No haber entrado media horaantes, para estar al lado de Celinda y defenderla!…

Adivinó en los ojos de antílope de Cachafaz que callaba otras cosas yquería decírselas á él, pero á solas.

Sonreía el pequeño con desprecioal escuchar cómo los otros daban señas contradictorias describiendo álos asaltantes. Todos creían conocerlos y cada uno los había visto dedistinto modo. Watson lo llevó aparte, y empinándose Cachafaz sobre lapunta de sus pies, le dijo en voz baja:

—Es Manos Duras el que ha robado á la patroncita. Yo sé dónde latiene.

Acosado por las preguntas de Ricardo, fué explicándose. Ninguno de lostres hombres que se llevaron á Celinda era Manos Duras. Pero elpequeño, al abandonar su escondrijo, se había deslizado hasta uncorral inmediato, trepando á lo más alto de una pirámide de alfalfaseca, guardada para la alimentación de las vacas en invierno. Sucúspide era un lugar de observación, desde el cual podía abarcarseenorme espacio de terreno. Oculto en esta atalaya había visto cómo lostres jinetes se juntaban á gran distancia con otro que parecíaaguardarles, y era indudablemente Manos Duras. Luego, los cuatrogalopaban en la misma dirección, llevando uno de ellos á la prisionerasobre el delantero de su silla.

También había visto desde la colina de alfalfa cómo llegaba Watson,pero tal era su recelo, que no quiso bajar hasta convencerse de suidentidad.

Estas noticias conmovieron á Ricardo tan profundamente, que tardóalgún tiempo en poder coordinar sus ideas. Lo primero que pensó fué enla urgencia de buscar á Celinda para libertarla, sin considerar laenorme desproporción de fuerzas entre él y aquellos bandidos.Disponía de un auxiliar, el pequeño Cachafaz, conocedor del sitiodonde guardaban oculta á la joven. Esto era lo importante. Recobrarlaá mano armada corría de su cuenta. Y con la arrogancia absurda de losenamorados que no reconocen la valía exacta de los obstáculos, montó ácaballo é hizo una seña al pequeño para que le acompañase.

De un salto se encaramó Cachafaz en la grupa, agarrándose á las ropasde Watson, y éste metió espuelas á la cabalgadura, haciéndola salir algalope.

Creyendo adivinar Ricardo lo que pensaba el pequeño, así que hubopasado la alambrada de la estancia se dirigió hacia el rancho de ManosDuras, que muchas veces había visto de lejos.

—Lleva mal rumbo, patroncito—dijo Cachafaz. Y señalando lo más altode la cortadura que daba sobre el río por la parte de la Pampa,añadió:

—Vamos para allá, al rancho de la India Muerta.

Este rancho en ruinas, llamado de «la India Muerta», era célebre en lacomarca, y sin embargo, muy pocos lo habían visitado, pues únicamenteservía de refugio á vagabundos deseosos de continuar su marcha sin servistos por las gentes del país.

—Allí los encontraremos…—volvió á decir—si es que no han seguidoviaje.

Una sorpresa no menos desagradable que la de Watson cuando llegó á laestancia de Rojas fué la que experimentó Robledo casi á la misma hora,al regresar á su vivienda, cansado de la inútil busca de su amigo.

Vió sentada en el umbral de su puerta á Sebastiana, que parecíaaguardarle, á juzgar por el gesto de satisfacción con que le acogió.Él, por su parte, no tuvo menos contento al encontrarla, imaginándoseque la enviaba Federico para darle explicaciones sobre su huída. Talvez este hombre débil había vuelto al lado de su mujer creyendo unavez más en sus mentirosas explicaciones.

—¿La envía su patrón?… ¿Trae alguna carta de él?

Sebastiana acogió estas preguntas con una extrañeza que hizo dilatarsesus ojos oblicuos.

—¿Qué patrón?… ¿El marqués?… No sé nada de él. Yo creía queestaba aquí. Vengo por otra cosa.

Se había incorporado, suspirando fatigosamente al colocar sucorpulencia en sentido vertical, y dijo bajando el tono de su voz:

—No he podido dormir en toda la noche, y aquí estoy, don Manuel,aguardándole para que me conteste una preguntita.

Acogió el ingeniero con una paciencia algo irónica esta consulta; peroapenas la mestiza empezó á hablar, su rostro se transformó, prestandouna atención reconcentrada á todas sus palabras.

Cuando hubo terminado el relato de lo visto y oído por ella en lanoche anterior, siguió diciendo:

—¿Por qué esa señorona y Manos Duras hablaron de mi antiguapatroncita?… ¿Qué tiene que ver con ellos mi paloma inocente?…Como yo soy una zonza, que no puede entender muchas cosas, me hedicho: «Voy á ver á don Robledo, el ingeniero, que lo sabe todo. Él medirá…»

Pero Robledo no la escuchaba. Parecía abstraído, y de pronto hizo ungesto de asombro y de inquietud, como si acabase de descubrir unatemible verdad. Volvió la espalda á Sebastiana y anduvo velozmentehacia el sitio de donde había venido.

Quedó asombrada la mestiza viendo correr al ingeniero, cada vez másapresuradamente, como si sus palabras le hiciesen temer que podíallegar tarde. Robledo, desde lejos, empezó á hacer signos y á darvoces avisando á don Carlos y al comisario, que aún seguían suconversación en el mismo lugar. Los dos se miraron asombrados al oírledecir con voz jadeante:

—¡A caballo! Lo del aviso de la vaca fué una astucia de Manos Duraspara que usted abandonase su estancia. Me temo que algo malo puedeocurrir á Celinda, y debemos ir allá cuanto antes. ¡Con tal que nolleguemos tarde!…

Estas palabras y otras del ingeniero esparcieron la alarma después delos primeros momentos de estupefacción.

Don Roque fué corriendo á su casa para armarse y montar á caballo. Suscuatro hombres, avisados por él, hicieron todo lo posible paraseguirle, pero sólo tres lograron encontrar montura lista y armas defuego prestadas por algunos vecinos, abandonando sus sables inútiles.

Mientras Robledo, vuelto á su vivienda, daba prisa al servidor españolpara que le preparase su caballo y se ceñía el revólver con una cananallena de cartuchos, envió aviso á los capataces de sus obras quevivían cerca y tenían armas. Además, pidió al dueño del boliche unmagnífico rifle americano que guardaba oculto debajo de su mostrador.

Otra preocupación de Robledo en aquel momento era impedir que seescapase don Carlos Rojas. Le había obligado á venir con él hasta sucasa, aconsejándole prudencia.

—Porque usted llegue allá media hora antes no va á evitar lo que hayaocurrido. En cambio, si va solo puede verse á merced de esosbandoleros. Un poco de paciencia y saldremos todos juntos.

El estanciero recibía sus consejos con gruñidos impacientes, temblandoal mismo tiempo de cólera y de inquietud. Se apartó Robledo unosinstantes de la puerta de su casa para ir al encuentro de algunoshombres convocados por él y explicarles lo que debían hacer. Sepresentó también el dueño del boliche con el rifle americano,entregándolo solemnemente á su compatriota como si le confiase toda sufamilia.

Aprovechó don Carlos este alejamiento momentáneo de Robledo, ysaltando sobre su caballo lo hizo salir á todo galope, sin prestaratención á los gritos que acompañaron su fuga.

Después de este acto del impaciente Rojas, se fué organizando laexpedición, compuesta de una docena de jinetes, todos con carabinas, yal frente de los cuales se colocaron el ingeniero y el comisario.

La noticia había circulado por el pueblo y acudieron grupos de mujeresy chiquillos para ver la salida de la tropa montada. Cuando el pelotónde jinetes fué pasando ante la casa que había sido de Pirovani,Robledo miró sus ventanas con cierta inquietud.

«¡Si iremos—se dijo—al encuentro de otra desgracia proporcionada poresa mujer!»

En aquel momento Watson abandonaba su caballo y seguido de Cachafazempezó á arrastrarse entre ásperos matorrales. El mesticillo le habíaconducido á una altura arenosa, en el borde de la altiplanicie, desdela cual podían verse casi verticalmente las ruinas del rancho de laIndia Muerta.

El conocía de fama este sitio. Veinte años antes estaba habitado porgentes que hacían pastar sus ovejas en los campos inmediatos. Pero elcapricho de los huracanes los había cubierto de pronto con una gruesacapa de arena. Además, el pozo del rancho, que proporcionaba un aguarelativamente dulce, no ofrecía ya mas que sal líquida. Los hombreshabían huído, arruinándose con rapidez las construcciones de adobes.Únicamente los vagabundos buscaban el abrigo de sus techos rotos.

Watson sintió cierto asombro al poder avanzar á gatas entre el ramajede la colina arenosa sin que el ladrido de ningún perro avisase supresencia. Esto le hizo temer que Cachafaz se hubiera equivocado ensus deducciones y el rancho estuviese desierto. Pero el pequeñomestizo, que avanzaba delante de él, se detuvo entre dos matorrales yluego volvió el rostro, haciendo un gesto para que se aproximase.

Metió su cabeza igualmente entre las ramas, y pudo ver, veinte metrosmás abajo, una explanada arenosa, en el centro de la cual estaban lasruinas del rancho. Dos caballos iban de un lado á otro con paso tardo,buscando las hierbas ralas para mascarlas, y un hombre estaba sentadoen el suelo teniendo un rifle sobre las rodillas.

Cachafaz le habló al oído tenuemente.

—Es uno de los que se llevaron á la patroncita.

Por más que miró Watson estirando su cuello, no pudo ver á otrapersona. Retrocedió á rastras, abandonando su observatorio, y alllegar al pie de la colina sacó de un bolsillo un lápiz y una cartaolvidada, de la que arrancó una hoja. Cachafaz le miró mientrasescribía, con sus ojos de animalejo astuto, como si adivinase lo queiba á encargarle.

Le entregó Ricardo el papel, señalando á continuación el lugar dondehabía dejado su caballo.

—Corre al pueblo y da esta carta al señor Robledo el ingeniero, ó alcomisario… Al primero que encuentres.

Quiso añadir nuevas explicaciones, pero el duende cobrizo ya no podíaescucharlas. Se había lanzado cuesta abajo, y poco después saltabasobre el caballo, desapareciendo al galope.

Volvió otra vez Ricardo á subir la ladera arenosa para observar lo quepasaba en el rancho. Ahora vió á dos hombres: el mismo de antes, quecontinuaba sentado en el suelo con su carabina sobre las rodillas, yfrente á él, de pie y sin otras armas que las del cinto, un gaucho alque reconoció inmediatamente, pues era Manos Duras. Hablaban los dos,pero no pudo oir sus palabras por ser grande la distancia que leseparaba de ellos.

Esto hacía inútil su observación por el momento.Tampoco pudo pensar en atacarlos, ni aún valiéndose de la sorpresa.Sólo eran dos los enemigos que tenía á la vista, pero indudablementelos otros dos estaban en el interior de las ruinas, tal vez durmiendo.

«¿Dónde guardarán á Celinda?», pensó el joven.

Arrastrándose siempre entre los matorrales, empezó á seguir elcontorno de la loma de arena, para poder ver las ruinas por el ladoopuesto. Los dos bandoleros continuaron hablando, sin sospechar quesobre el borde de la pendiente que tenían junto á ellos se deslizabaun hombre espiándolos.

El acompañante de Manos Duras, que era el llamado Piola, le habló contono de reconvención.

—Bien sabes vos que no me gustan negocios en que hay hembras de pormedio. Casi nunca terminan bien, y además arman un bochinche de losdemonios. Mejor era habernos ido á tomar «hacienda» en el Limay, paraluego venderla en la Cordillera. Mejor también habernos llevado lasvacas del viejo Rojas y convertirlas en plata, en vez de entretenernoscomo unos muchachos en robarle su vaquillona.

Manos Duras contestó con un gesto de hombre superior que no consideranecesario explicar la conveniencia de sus actos. Piola continuo:

—Tal vez tengas vos tus razones para eso. Nosotros te ayudamos comohermanos, pero si te han dado plata por llevarte á esa señorita,debías partírtela con nosotros.

El gaucho tomó una actitud altiva.

—Nada de plata. Te expliqué que esto es venganza; la peor para eseviejito que me insultó… Ya sabés también nuestro trato. Me la