La Tierra de Todos by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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#I#

Como todas las mañanas, el marqués de Torrebianca salió tarde de sudormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata concartas y periódicos que el ayuda de cámara había dejado sobre la mesade su biblioteca.

Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parecía contento,como si acabase de librarse de un peligro.

Si las cartas eran deParís, fruncía el ceño, preparándose á una lectura abundante ensinsabores y humillaciones. Además, el membrete impreso en muchas deellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores,haciéndole adivinar su contenido.

Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible,que sus amigas empezaban á considerar histórica á causa de suexagerada duración, recibía con más serenidad estas cartas, como sitoda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. Éltenía una concepción más anticuada del honor, creyendo que espreferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.

Esta mañana las cartas de París no eran muchas: una delestablecimiento que había vendido en diez plazos el último automóvilde la marquesa, y sólo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otrosproveedores—

también de la marquesa—establecidos en cercanías de laplaza Vendôme, y de comerciantes más modestos que facilitaban ácrédito los artículos necesarios para la manutención y ampliobienestar del matrimonio y su servidumbre.

Los criados de la casa también podían escribir formulando idénticasreclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la señora, quele permitiría alguna vez salir definitivamente de apuros, y selimitaban á manifestar su disgusto mostrándose más fríos y estiradosen el cumplimiento de sus funciones.

Muchas veces, Torrebianca, después de la lectura de este correo,miraba en torno de él con asombro. Su esposa daba fiestas y asistía átodas las más famosas de París; ocupaban en la avenida Henri Martin elsegundo piso de una casa elegante; frente á su puerta esperaba unhermoso automóvil; tenían cinco criados… No llegaba á explicarse envirtud de qué leyes misteriosas y equilibrios inconcebibles podíanmantener él y su mujer este lujo, contrayendo todos los días nuevasdeudas y necesitando cada vez más dinero para el sostenimiento de sucostosa existencia. El dinero que él lograba aportar desaparecía comoun arroyo en un arenal. Pero «la bella Elena» encontraba lógica ycorrecta esta manera de vivir, como si fuese la de todas las personasde su amistad.

Acogió Torrebianca alegremente el encuentro de un sobre con sello deItalia entre las cartas de los acreedores y las invitaciones parafiestas.

—Es de mamá—dijo en voz baja.

Y empezó á leerla, al mismo que una sonrisa parecía aclarar su rostro.Sin embargo, la carta era melancólica, terminando con quejas dulces yresignadas, verdaderas quejas de madre.

Mientras iba leyendo, vió con su imaginación el antiguo palacio de losTorrebianca, allá en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundadode jardines. Los salones, con pavimento de mármol multicolor y techosmitológicos pintados al fresco, tenían las paredes desnudas,marcándose en su polvorienta palidez la huella de los cuadros célebresque las adornaban en otra época, hasta que fueron vendidos á losanticuarios de Florencia.

El padre de Torrebianca, no encontrando ya lienzos ni estatuas comosus antecesores, tuvo que hacer moneda con el archivo de la casa,ofreciendo autógrafos de Maquiavelo, de Miguel Angel y otrosflorentinos que se habían carteado con los grandes personajes de sufamilia.

Fuera del palacio, unos jardines de tres siglos se extendían al pie deamplias escalinatas de mármol con las balaustradas rotas bajo lapesadez de tortuosos rosales. Los peldaños, de color de hueso, estabandesunidos por la expansión de las plantas parásitas. En las avenidas,el boj secular, recortado en forma de anchas murallas y profundosarcos de triunfo, era semejante á las ruinas de una metrópoliennegrecida por el incendio. Como estos jardines llevaban muchos añossin cultivo, iban tomando un aspecto de selva florida.

Resonaban bajoel paso de los raros visitantes con ecos melancólicos que hacían volará los pájaros lo mismo que flechas, esparciendo enjambres de insectosbajo el ramaje y carreras de reptiles entre los troncos.

La madre del marqués, vestida como una campesina, y sin otroacompañamiento que el de una muchacha del país, pasaba su existenciaen estos salones y jardines, recordando al hijo ausente ydiscurriendo nuevos medios de proporcionarle dinero.

Sus únicos visitantes eran los anticuarios, á los que iba vendiendolos últimos restos de un esplendor saqueado por sus antecesores.Siempre necesitaba enviar algunos miles de liras al últimoTorrebianca, que, según ella creía, estaba desempeñando un papelsocial digno de su apellido en Londres, en París, en todas las grandesciudades de la tierra. Y convencida de que la fortuna que favoreció álos primeros Torrebianca acabaría por acordarse de su hijo, sealimentaba parcamente, comiendo en una mesita de pino blanco, sobre elpavimento de mármol de aquellos salones donde nada quedaba quearrebatar.

Conmovido por la lectura de la carta, el marqués murmuró varias vecesla misma palabra: «Mamá…

mamá.»

«Después de mi último envío de dinero, ya no sé qué hacer. ¡Si vieses,Federico, qué aspecto tiene ahora la casa en que naciste! No quierendarme por ella ni la vigésima parte de su valor; pero mientras sepresenta un extranjero que desee realmente adquirirla, estoy dispuestaá vender los pavimentos y los techos, que es lo único que vale algo,para que no sufras apuros y nadie ponga en duda el honor de tu nombre.Vivo con muy poco y estoy dispuesta á imponerme todavía mayoresprivaciones; pero ¿no podréis tú y Elena limitar vuestros gastos, sinperder el rango que ella merece por ser esposa tuya? Tu mujer, que estan rica, ¿no puede ayudarte en el sostenimiento de tu casa?…»

El marqués cesó de leer. Le hacía daño, como un remordimiento, lasimplicidad con que la pobre señora formulaba sus quejas y el engañoen que vivía. ¡Creer rica á Elena! ¡Imaginarse que él podía imponer ásu esposa una vida ordenada y económica, como lo había intentadorepetidas veces al principio de su existencia matrimonial!…

La entrada de Elena en la biblioteca cortó sus reflexiones. Eran másde las once, y ella iba á dar su paseo diario por la avenida delBosque de Bolonia para saludar á las personas conocidas y versesaludada por ellas.

Se presentó vestida con una elegancia indiscreta y demasiadoostentosa, que parecía armonizarse con su género de hermosura. Eraalta y se mantenía esbelta gracias á una continua batalla con elengrasamiento de la madurez y á los frecuentes ayunos. Se hallabaentre los treinta y los cuarenta años; pero los medios de conservaciónque proporciona la vida moderna le daban esa tercera juventud queprolonga el esplendor de las mujeres en las grandes ciudades.

Torrebianca sólo la encontraba defectos cuando vivía lejos de ella. Alvolverla á ver, un sentimiento de admiración le dominabainmediatamente, haciéndole aceptar todo lo que ella exigiese.

Saludó Elena con una sonrisa, y él sonrió igualmente. Luego puso ellalos brazos en sus hombros y le besó, hablándole con un ceceo de niña,que era para su marido el anuncio de alguna nueva petición. Pero estefraseo pueril no había perdido el poder de conmoverle profundamente,anulando su voluntad.

—¡Buenos días, mi cocó!… Me he levantado más tarde que otrasmañanas; debo hacer algunas visitas antes de ir al Bosque. Pero no hequerido marcharme sin saludar á mi maridito adorado… Otro beso, y mevoy.

Se dejó acariciar el marqués, sonriendo humildemente, con unaexpresión de gratitud que recordaba la de un perro fiel y bueno. Elenaacabó por separarse de su marido; pero antes de salir de la bibliotecahizo un gesto como si recordase algo de poca importancia, y detuvo supaso para hablar.

—¿Tienes dinero?…

Cesó de sonreir Torrebianca y pareció preguntarle con sus ojos: «¿Quécantidad deseas?»

—Poca cosa. Algo así como ocho mil francos.

Un modisto de la

rue de la Paix

empezaba á faltarle al respeto poresta deuda, que sólo databa de tres años, amenazándola con unareclamación judicial. Al ver el gesto de asombro con que su maridoacogía esta demanda, fué perdiendo la sonrisa pueril que dilataba surostro; pero todavía insistió en emplear su voz de niña para gemir contono dulzón:

—¿Dices que me amas, Federico, y te niegas á darme esa pequeñacantidad?…

El marqués indicó con un ademán que no tenía dinero, mostrándoledespués las cartas de los acreedores amontonadas en la bandeja deplata.

Volvió á sonreir ella; pero ahora su sonrisa fué cruel.

—Yo podría mostrarte—dijo—muchos documentos iguales á esos… Perotú eres hombre, y los hombres deben traer mucho dinero á su casa paraque no sufra su mujercita. ¿Cómo voy á pagar mis deudas si tú no meayudas?…

Torrebianca la miró con una expresión de asombro.

—Te he dado tanto dinero… ¡tanto! Pero todo el que cae en tus manosse desvanece como el humo.

Se indignó Elena, contestando con voz dura:

—No pretenderás que una señora

chic

y que, según dicen, no es fea,viva de un modo mediocre. Cuando se goza el orgullo de ser el maridode una mujer como yo hay que saber ganar el dinero á millones.

Las últimas palabras ofendieron al marqués; pero Elena, dándosecuenta de esto, cambió rápidamente de actitud, aproximándose á él paraponer las manos en sus hombros.

—¿Por qué no le escribes á la vieja?… Tal vez pueda enviarnos esedinero vendiendo alguna antigualla de tu caserón paternal.

El tono irrespetuoso de tales palabras acrecentó el mal humor delmarido.

—Esa vieja es mi madre, y debes hablar de ella con el respeto quemerece. En cuanto á dinero, la pobre señora no puede enviar más.

Miró Elena á su esposo con cierto desprecio, diciendo en voz baja,como si se hablase á ella misma:

—Esto me enseñará á no enamorarme más de pobretones… Yo buscaré esedinero, ya que eres incapaz de proporcionármelo.

Pasó por su rostro una expresión tan maligna al hablar así, que sumarido se levantó del sillón frunciendo las cejas.

—Piensa lo que dices… Necesito que me aclares esas palabras.

Pero no pudo seguir hablando. Ella había transformado completamente laexpresión de su rostro, y empezó á reir con carcajadas infantiles, almismo tiempo que chocaba sus manos.

—Ya se ha enfadado mi cocó. Ya ha creído algo ofensivo para sumujer… ¡Pero si yo sólo te quiero á ti!

Luego se abrazó á él, besándole repetidas veces, á pesar de laresistencia que pretendía oponer á sus caricias. Al fin se dejódominar por ellas, recobrando su actitud humilde de enamorado.

Elena lo amenazaba graciosamente con un dedo.

—A ver: ¡sonría usted un poquito, y no sea mala persona!… ¿De verasque no puedes darme ese dinero?

Torrebianca hizo un gesto negativo, pero ahora parecía avergonzado desu impotencia.

—No por ello te querré menos—continuó ella—. Que esperen misacreedores. Yo procuraré salir de este apuro como he salido de tantosotros. ¡Adiós, Federico!

Y marchó de espaldas hacia la puerta, enviándole besos hasta quelevantó el cortinaje.

Luego, al otro lado de la colgadura, cuando ya no podía ser vista, sualegría infantil y su sonrisa desaparecieron instantáneamente. Pasópor sus pupilas una expresión feroz y su boca hizo una mueca dedesprecio.

También el marido, al quedar solo, perdió la efímera alegría que lehabían proporcionado las caricias de Elena. Miró las cartas de losacreedores y la de su madre, volviendo luego á ocupar su sillón paraacodarse en la mesa con la frente en una mano. Todas las inquietudesde la vida presente parecían haber vuelto á caer sobre él de golpe,abrumándolo.

Siempre, en momentos iguales, buscaba Torrebianca los recuerdos de suprimera juventud, como si esto pudiera servirle de remedio. La mejorépoca de su vida había sido á los veinte años, cuando era estudianteen la Escuela de Ingenieros de Lieja. Deseoso de renovar con el propiotrabajo el decaído esplendor de su familia, había querido estudiar unacarrera «moderna» para lanzarse por el mundo y ganar dinero, como lohabían hecho sus remotos antepasados. Los Torrebianca, antes de quelos reyes los ennobleciesen dándoles el título de marqués, habían sidomercaderes de Florencia, lo mismo que los Médicis, yendo á lasfactorías de Oriente á conquistar su fortuna. Él quiso ser ingeniero,como todos los jóvenes de su generación que deseaban una Italiaengrandecida por la industria, así como en otros siglos había sidogloriosa por el arte.

Al recordar su vida de estudiante en Lieja, lo primero que resurgía ensu memoria era la imagen de Manuel Robledo, camarada de estudios y dealojamiento, un español de carácter jovial y energía tranquila paraafrontar los problemas de la existencia diaria. Había sido para éldurante varios años como un hermano mayor. Tal vez por esto, en losmomentos difíciles, Torrebianca se acordaba siempre de su amigo.

¡Intrépido y simpático Robledo!… Las pasiones amorosas no le hacíanperder su plácida serenidad de hombre equilibrado. Sus dos aficionespredominantes en el período de la juventud habían sido la buena mesa yla guitarra.

De voluntad fácil para el enamoramiento, Torrebianca andaba siempre enrelaciones con una liejesa, y Robledo, por acompañarle, se prestaba áfingirse enamorado de alguna amiga de la muchacha. En realidad,durante sus partidas de campo con mujeres, el español se preocupabamás de los preparativos culinarios que de satisfacer elsentimentalismo más ó menos frágil de la compañera que le habíadeparado la casualidad.

Torrebianca había llegado á ver á través de esta alegría ruidosa ymaterialista cierto romanticismo que Robledo pretendía ocultar comoalgo vergonzoso. Tal vez había dejado en su país los recuerdos de unamor desgraciado. Muchas noches, el florentino, tendido en la cama desu alojamiento, escuchaba á Robledo, que hacía gemir dulcemente suguitarra, entonando entre dientes canciones amorosas del lejano país.

Terminados los estudios, se habían dicho adiós con la esperanza deencontrarse al año siguiente; pero no se vieron más. Torrebiancapermaneció en Europa, y Robledo llevaba muchos años vagando por laAmérica del Sur, siempre como ingeniero, pero plegándose á las másextraordinarias transformaciones, como si reviviesen en él, por serespañol, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.

De tarde en tarde escribía alguna carta, hablando del pasado más quedel presente; pero á pesar de esta discreción, Torrebianca tenía lavaga idea de que su amigo había llegado á ser general en una pequeñaRepública de la América del Centro.

Su última carta era de dos años antes. Trabajaba entonces en laRepública Argentina, hastiado ya de aventuras en países de continuosacudimiento revolucionario. Se limitaba á ser ingeniero, y servíaunas veces al gobierno y otras á empresas particulares, construyendocanales y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de lacivilización á través del desierto le hacía soportar alegremente lasprivaciones de esta existencia dura.

Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo,en el que aparecía á caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco yel cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes conbanderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez ibaá sentir las huellas de la civilización material.

Cuando recibió este retrato, debía tener Robledo treinta y siete años:la misma edad que él. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero suaspecto, á juzgar por la fotografía, era mejor que el de Torrebianca.La vida de aventuras en lejanos países no le había envejecido. Parecíamás corpulento aún que en su juventud; pero su rostro mostraba laalegría serena de un perfecto equilibrio físico.

Torrebianca, de estatura mediana, más bien bajo que alto, y enjuto decarnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias á sus aficionesdeportivas, y especialmente al manejo de las armas, que había sidosiempre la más predominante de sus aficiones; pero su rostro delatabauna vejez prematura. Abundaban en él las arrugas; los ojos tenían ensu vértice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabezaeran blancos, contrastándose con el vértice, que continuaba siendonegro. Las comisuras de la boca caían desalentadas bajo el bigoterecortado, con una mueca que parecía revelar el debilitamiento de lavoluntad.

Esta diferencia física entre él y Robledo le hacía considerar á sucamarada como un protector, capaz de seguir guiándole lo mismo que ensu juventud.

Al surgir en su memoria esta mañana la imagen del español, pensó, comosiempre: «¡Si le tuviese aquí!…

Sabría infundirme su energía dehombre verdaderamente fuerte.»

Quedó meditabundo, y algunos minutos después levantó la cabeza,dándose cuenta de que su ayuda de cámara había entrado en lahabitación.

Se esforzó por ocultar su inquietud al enterarse de que un señordeseaba verle y no había querido dar su nombre. Era tal vez algúnacreedor de su esposa, que se valía de este medio para llegar hastaél.

—Parece extranjero—siguió diciendo el criado—, y afirma que es dela familia del señor marqués.

Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamentepor considerarlo disparatado. ¿No sería este desconocido su camaradaRobledo, que se presentaba con una oportunidad inverosímil, como esospersonajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?… Peroera absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta,estuviese pronto á dejarse ver como un actor que aguarda entrebastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Estosólo se ve en el teatro y en los libros.

Indicó con un gesto enérgico su voluntad de no recibir al desconocido;pero en el mismo instante se levantó el cortinaje de la puerta,entrando alguien con un aplomo que escandalizó al ayuda de cámara.

Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se habíametido audazmente en la pieza más próxima.

Se indignó el marqués ante tal irrupción; y como era de carácterfácilmente agresivo, avanzó hacia él con aire amenazador. Pero elhombre, que reía de su propio atrevimiento, al ver á Torrebiancalevantó los brazos, gritando:

—Apuesto á que no me conoces… ¿Quién soy?

Le miró fijamente el marqués y no pudo reconocerlo. Después sus ojosfueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicción.

Tenía la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del frío.Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparecía con barba en todos susretratos… Pero de pronto encontró en los ojos de este hombre algoque le pertenecía, por haberlo visto mucho en su juventud. Además, sualta estatura… su sonrisa… su cuerpo vigoroso…

—¡Robledo!—dijo al fin.

Y los dos amigos se abrazaron.

Desapareció el criado, considerando inoportuna su presencia, y pocodespués se vieron sentados y fumando.

Cruzaban miradas afectuosas é interrumpían sus palabras paraestrecharse las manos ó acariciarse las rodillas con vigorosaspalmadas.

La curiosidad del marqués, después de tantos años de ausencia, fué másviva que la del recién llegado.

—¿Vienes por mucho tiempo á París?—preguntó á Robledo.

—Por unos meses nada más.

Después de forzar durante diez años el misterio de los desiertosamericanos, lanzando á través de su virginidad, tan antigua como elplaneta, líneas férreas, caminos y canales, necesitaba «darse un bañode civilización».

—Vengo—añadió—para ver si los restoranes de París siguen mereciendosu antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han decaído. Sóloaquí puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este quesohace muchos años.

El marqués rió. ¡Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer ybeber en París!… Siempre el mismo Robledo. Luego le preguntó coninterés:

—¿Eres rico?…

—Siempre pobre—contestó el ingeniero—. Pero como estoy solo en elmundo y no tengo mujer, que es el más caro de los lujos, podré hacerla misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses.Cuento con los ahorros de varios años de trabajo allá en el desierto,donde apenas hay gastos.

Miró Robledo en torno de él, apreciando con gestos admirativos ellujoso amueblado de la habitación.

—Tú sí que eres rico, por lo que veo.

La contestación del marqués fué una sonrisa enigmática. Luego, estaspalabras parecieron despertar su tristeza.

—Háblame de tu vida—continuó Robledo—. Tú has recibido noticiasmías; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti. Deben haberse perdidomuchas de tus cartas, lo que no es extraordinario, pues hasta losúltimos años he ido de un lugar á otro, sin echar raíces. Algo supe,sin embargo, de tu vida. Creo que te casaste.

Torrebianca hizo un gesto afirmativo, y dijo gravemente:

—Me casé con una dama rusa, viuda de un alto funcionario de la cortedel zar… La conocí en Londres. La encontré muchas veces en tertuliasaristocráticas y en castillos adonde habíamos sido invitados. Al finnos casamos, y hemos llevado desde entonces una existencia muyelegante, pero muy cara.

Calló un momento, como si quisiera apreciar el efecto que causaba enRobledo este resumen de su vida.

Pero el español permaneciósilencioso, queriendo saber más.

—Como tú llevas una existencia de hombre primitivo, ignorasfelizmente lo que cuesta vivir de este modo… He tenido que trabajarmucho para no irme á fondo, ¡y aún así!… Mi pobre madre me ayuda conlo poco que puede extraer de las ruinas de nuestra familia.

Pero Torrebianca pareció arrepentirse del tono quejumbroso con quehablaba. Un optimismo, que media hora antes hubiese consideradoabsurdo, le hizo sonreir confiadamente.

—En realidad no puedo quejarme, pues cuento con un apoyo poderoso. Elbanquero Fontenoy es amigo nuestro. Tal vez has oído hablar de él.Tiene negocios en las cinco partes del mundo.

Movió su cabeza Robledo. No; nunca había oído tal nombre.

—Es un antiguo amigo de la familia de mi mujer. Gracias á Fontenoy,soy director de importantes explotaciones en países lejanos, lo que meproporciona un sueldo respetable, que en otros tiempos me hubieseparecido la riqueza.

Robledo mostró una curiosidad profesional. «¡Explotaciones en paíseslejanos!…» El ingeniero quería saber, y acosó á su amigo conpreguntas precisas. Pero Torrebianca empezó á mostrar ciertainquietud en sus respuestas. Balbuceaba, al mismo tiempo que surostro, siempre de una palidez verdosa, se enrojecía ligeramente.

—Son negocios en Asia y en África: minas de oro… minas de otrosmetales… un ferrocarril en China…

una Compañía de navegación parasacar los grandes productos de los arrozales del Tonkín… En realidadyo no he estudiado esas explotaciones directamente; me faltó siempreel tiempo necesario para hacer el viaje.

Además, me es imposible vivirlejos de mi mujer. Pero Fontenoy, que es una gran cabeza, las havisitado todas, y tengo en él una confianza absoluta. Yo no hago enrealidad mas que poner mi firma en los informes de las personascompetentes que él envía allá, para tranquilidad de los accionistas.

El español no pudo evitar que sus ojos reflejasen cierto asombro aloir estas palabras.

Su amigo, dándose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de laconversación. Habló de su mujer con cierto orgullo, como siconsiderase el mayor triunfo de su existencia que ella hubieseaccedido á ser su esposa.

Reconocía la gran influencia de seducción que Elena parecía ejercersobre todo lo que le rodeaba. Pero como jamás había sentido la menorduda acerca de su fidelidad conyugal, mostrábase orgulloso de avanzarhumildemente detrás de ella, emergiendo apenas sobre la estela de sumarcha arrolladura. En realidad, todo lo que era él: sus empleosgenerosamente retribuídos, las invitaciones de que se veía objeto, elagrado con que le recibían en todas partes, lo debía á ser el esposode «la bella Elena».

—La verás dentro de poco… porque tú vas á quedarte á almorzar connosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venidodel otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo daré hastamatarte de una indigestión.

Luego abandonó su tono de broma, para decir con voz emocionada:

—No sabes cuánto me alegra que conozcas á mi mujer. Nada te digo desu hermosura; las gentes la llaman

«la bella Elena»; pero su hermosurano es lo mejor. Aprecio más su carácter casi infantil. Es caprichosaalgunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ¿qué mujerno es así?… Creo que Elena también se alegrará de conocerte… ¡Lehe hablado tantas veces de mi amigo Robledo!…

* * * * *

#II#

La marquesa de Torrebianca encontró «altamente interesante» al amigode su esposo.

Había regresado á su casa muy contenta. Sus preocupaciones de horasantes por la falta de dinero parecían olvidadas, como si hubieseencontrado el medio de amansar á su acreedor ó de pagarle.

Durante el almuerzo, tuvo Robledo que hablar mucho para responder álas preguntas de ella, satisfaciendo la vehemente curiosidad queparecían inspirarle todos los episodios de su vida.

Al enterarse de que el ingeniero no era rico, hizo un gesto de duda.Tenía por inverosímil que un habitante de América, lo mismo la delNorte que la del Sur, no poseyese millones. Pensaba por instinto, comola mayor parte de los europeos, siéndole necesaria una lenta reflexiónpara convencerse de que en el Nuevo Mundo pueden existir pobres comoen todas partes.

—Yo soy todavía pobre—continuó Robledo—; pero procuraré terminarmis días como millonario, aunque solo sea para no desilusionar á lasgentes convencidas que todo el que va á América debe ganarforzosamente una gran fortuna, dejándola en herencia á sus sobrinos deEuropa.

Esto le llevó á hablar de los trabajos que estaba realizando en la Patagonia.

Se había cansado de trabajar para los demás, y teniendo por socio ácierto joven norteamericano, se ocupaba en la colonización de unoscuantos miles de hectáreas junto al río Negro. En esta empresa habíaarriesgado sus ahorros, los de su compañero, é importantes cantidadesprestadas por los Bancos de Buenos Aires; pero consideraba el negocioseguro y extraordinariamente remunerador.

Su trabajo era transformar en campos de regadío las tierras yermas éincultas adquiridas á bajo precio. El gobierno argentino estabarealizando grandes obras en el río Negro, para captar parte de susaguas. Él había intervenido como ingeniero en este trabajo difícil,empezado años antes. Luego presentó su dimisión para hacersecolonizador, comprando tierras que iban á quedar en la zona de lairrigación futura.

—Es asunto de algunos años, ó tal vez de algunos meses—añadió—.Todo consiste en que el río se muestre amable, prestándose á que lecrucen el pecho con un dique, y no se permita una crecidaextraordinaria, una convulsión de las que son frecuentes allá ydestruyen en unas horas todo el trabajo de varios años, obligando áempezarlo otra vez. Mientras tanto, mi asociado y yo hacemos con graneconomía los canales secundarios y las demás arterias que han defecundar nuestras tierras estériles; y el día en que el dique estéterminado y las aguas lleguen á nuestras tierras…

Se detuvo Robledo, sonriendo con modestia.

—Entonces—continuó—seré un millonario á la americana ¿Quién sabehasta dónde puede llegar mi fortuna?… Una legua de tierra regadavale millones… y yo tengo varias leguas.

La bella Elena le oía con gran interés; pero Robledo, sintiéndoseinquieto por la expresión momentáneamente admirativa de sus ojos depupilas verdes con reflejos de oro, se apresuró á añadir:

—¡Esta fortuna puede retrasarse también tantos años!… Es posibleque sólo llegue á mí cuando me vea próximo á la muerte, y sean loshijos de una hermana que tengo en España los que gocen el producto delo mucho que he trabajado y rabiado allá.

Le hizo contar Elena cómo era su vida en el desierto patagónico,inmensa llanura barrida en invierno por huracanes fríos que levantancolumnas de polvo, y sin más habitantes naturales que las bandas deavestruces y el puma vagabundo, que, cuando siente hambre, osa atacaral hombre solitario.

Al principio la población humana había estado representada por lasbandas de indios que vivaqueaban en las orillas de los ríos y porfugitivos de Chile ó la Argentina, lanzados á través de las tierrassalvajes para huir de los delitos que dejaban á sus espaldas. Ahora,los antiguos fortines, guarnecidos por los destacamentos que elgobierno había hecho avanzar desde Buenos Aires para