La Tierra de Todos by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—A mí me han dicho que esas joyas son falsas, tan falsas como las denuestra poética condesa. Los Torrebianca se han quedado con el dineroque dió Fontenoy para las verdaderas; ó han vendido las verdaderas,sustituyéndolas con falsificaciones.

La mujer acogió con un suspiro el nombre de Fontenoy.

—Ese hombre está próximo á la ruina. Todos lo dicen. Hasta hay quienhabla de tribunales y de cárcel…

¡Qué rusa tan voraz!

Sonó una risa incrédula del hombre.

—¿Rusa?… Hay quien la conoció de niña en Viena, cantando susprimeras romanzas en un music-hall

. Un señor que perteneció á ladiplomacia afirma por su parte que es española, pero de padreinglés…

Nadie conoce su verdadera nacionalidad; tal vez ni ellamisma.

Robledo abandonó su asiento,. No era digno de él permanecer allíescuchando silenciosamente tales cosas contra sus amigos. Pero antesde alejarse sonó á sus espaldas una doble exclamación de asombro.

—¡Ahí llega Fontenoy—dijo la mujer—, el gran protector de losTorrebianca! ¡Qué extraño verle en esta casa, que nunca quierevisitar, por miedo á que su dueña le pida luego un préstamo!… Algoextraordinario debe ocurrir.

El ingeniero reconoció á Fontenoy en el grupo de gente elegantesaludando á los Torrebianca. Sonreía con amabilidad, y Robledo no pudonotar en su persona nada extraordinario. Hasta había perdido aquelgesto de preocupación que evocaba la imagen de un pagaré de próximovencimiento. Parecía más seguro y tranquilo que otras veces. Lo únicoanormal en su exterior era la exagerada amabilidad con que hablaba álas gentes.

Observándole de lejos, el español pudo ver cómo hacía una leve señacon los ojos á Elena. Luego, fingiendo indiferencia, se separó delgrupo para aproximarse lentamente al gabinete solitario donde habíanestado al principio Robledo y la condesa.

Tomaba al paso distraídamente las manos que le tendían algunos,deseosos de entablar conversación.

«Encantados de verle…» Y seguíaadelante.

Al pasar junto á Robledo le saludó con la cabeza, haciendo asomar á surostro la sonrisa de bondad protectora habitual en él; pero estasonrisa se desvaneció inmediatamente.

Los dos hombres habían cruzado sus miradas, y Fontenoy vió de prontoen los ojos del otro algo que le hizo retirar el antifaz de susonrisa. Parecía que hubiese encontrado en las pupilas del español unreflejo de su propio interior.

Tuvo el presentimiento Robledo de que se acordaría siempre de estamirada rápida. Apenas se conocían los dos, y sin embargo hubo en losojos de este hombre una expresión de abandono fraternal, como si lelibrase toda su alma durante un segundo.

Vió al poco rato cómo Elena se dirigía también disimuladamente haciael gabinete, y sintió una curiosidad vergonzosa. Él no tenía derecho áentrometerse en los asuntos de estas dos personas. Pero al mismotiempo, le era imposible desinteresarse del suceso extraordinario quese estaba preparando en aquellos momentos, y que su instinto le hacíapresentir.

Este hombre había necesitado hablar á Elena con una urgenciaangustiosa; sólo así era explicable que se decidiese á buscarla encasa de la condesa Titonius, ¿Qué estarían diciéndose?…

Se atrevió á pasar, fingiendo distracción, ante la puerta delgabinete. Ella y Fontenoy hablaban de pie, con el rostro impasible ymuy erguidos. Sus labios se movían apenas, como si temieran dejaradivinar en sus contracciones las palabras deslizadas suavemente.

Robledo se arrepintió de su curiosidad al ver la rápida mirada que ledirigía Fontenoy, mientras continuaba hablando á Elena, puesta deespaldas á la puerta.

Esta mirada volvió á emocionarle como la otra. El hombre que se ladirigía estaba tal vez en el momento más crítico de su existencia.Hasta creyó ver en sus ojos una reconvención. «¿Por qué te intereso,si nada puedes hacer por mí?…»

No se atrevió á pasar otra vez ante la puerta. Pero obedeciendo á unafuerza obscura más potente que su voluntad, se mantuvo cerca de ella,aparentando distracción y aguzando el oído. Reconocía que su conductaera incorrecta. Estaba procediendo como cualquiera de aquellosmurmuradores á los que había escuchado por casualidad. Sin duda, elambiente de esta casa empezaba á influir en él…

Era difícil enterarse de lo que decían las dos personas al otro ladode la puerta abierta. Además, los invitados habían empezado á bailaren los salones y el pianista golpeaba rudamente el teclado.

Unas palabras confusas llegaron hasta él. La pareja del gabinetelevantaba el tono de su conversación á causa del ruido. Tal vez lasemociones de su diálogo les hacían olvidar también toda reserva.

Reconoció la voz de Fontenoy.

—¿Para qué frases dramáticas?… Tú no eres capaz de eso. Yo soy elque se irá… En ciertos momentos es lo único que puede hacerse.

La música y el ruido del baile volvieron á obstruir sus oídos. Perotodavía, al humanizar el pianista por unos instantes su tempestuosotecleo, pudo escuchar otra voz. Ahora era Elena la que hablaba, lejos,¡muy lejos!

con un tono de inmenso desaliento:

—Tal vez tienes razón. ¡Ay, el dinero!… Para los que sabemos loque puede dar de sí, ¡qué horrorosa la vida sin él!…

No quiso oir más. La vergüenza de su espionaje acabó por vencer á lamalsana curiosidad que le había dominado durante unos momentos. Debíarespetar el secreto que hacía buscarse á estas dos personas.

Presintióademás que el tal misterio iba á ser de corta duración. Tal vez duraselo que la noche.

Cuando volvió á la pieza donde estaba el

buffet

, vió á su amigoFederico que seguía conversando con el mismo personaje: un señor yaviejo, con la roseta de la Legión de Honor en una solapa y el aspectode un alto funcionario retirado.

Ahora era éste el que hablaba, después que Torrebianca hubo terminadola explicación de los grandes negocios de Fontenoy.

—Yo no dudo de la honradez de su amigo, pero me abstendría de colocardinero en sus negocios. Me parece un hombre audaz, que sitúa susempresas demasiado lejos. Todo marchará bien mientras los accionistastengan fe en él. Pero, según parece, empiezan á no tenerla; y el díaque exijan realidades y no esperanzas, el día que Fontenoy tenga quepresentar con claridad la verdadera situación de sus negocios…entonces…

* * * * *

#IV#

Robledo se levantó muy tarde; pero aún pudo admirar el suave esplendorde un día primaveral en pleno invierno. Una neblina ligera saturada desol extendía su toldo de oro sobre París.

—Da gusto vivir—pensó al abandonar su hotel después de haberalmorzado rápidamente en un comedor donde sólo quedaban los criados.

Paseó toda la tarde por el Bosque de Bolonia, y poco antes del ocasovolvió á los bulevares. Se proponía comer en un restorán, buscandoluego á los Torrebianca para pasar juntos una parte de la noche encualquier lugar de diversión.

Estando en la terraza de un café compró un diario, y antes de abrirlopresintió que este papel recién impreso guardaba algo que podíasorprenderle. Tuvo el obscuro aviso de que iba á conocer cosas hastaentonces envueltas en el misterio… Y en el mismo instante sus ojostropezaron con un título de la primera página:

«Suicidio de unbanquero.»

Antes de leer el nombre del suicida estaba seguro de conocerlo. Nopodía ser otro que Fontenoy. Por eso no experimentó sorpresa algunamientras continuaba su lectura. Los detalles del suicidio leparecieron sucesos naturales y ordinarios, como si alguien se loshubiese revelado previamente.

Fontenoy había sido encontrado en su lujosa vivienda tendido en lacama y guardando todavía en la diestra el revólver con que se habíadado muerte.

Desde el día anterior circulaba por los centros financieros la noticiade su quiebra en condiciones tales que iba á atraer la intervención dela Justicia. Sus accionistas le acusaban de estafa, y el juez seproponía registrar al día siguienta su contabilidad, lo que hacíaesperar á muchos una prisión inmediata del banquero.

El colonizador leyó por dos veces el final del artículo:

«La muerte de esta hombre deja visible el engaño en que vivían los quele confiaron su dinero. Sus empresas mineras é industriales en Asia yen África son casi ilusorias. Están todavía en los comienzos de unposible desarrollo, y sin embargo, él las presentó al público comonegocios en plena prosperidad. Era un hombre que, según afirmanalgunos, tuvo más de iluso que de criminal; pero esto no impide quehaya arruinado á muchas gentes. Además, parece que invirtió una parteconsiderable del dinero de sus accionistas en gastos particulares. Sutremenda responsabilidad alcanzará indudablemente á los que hancolaborado con él en la dirección de estas empresas engañosas.»

«A última hora se habla de la probable prisión de algunos personajesconocidos que trabajaron á las órdenes del banquero.»

Cesó de pensar en el suicida para ocuparse únicamente de su amigo.«¡Pobre Federico! ¿Qué va á ser de él?…» Y tomó inmediatamente unautomóvil para que le llevase á la avenida Henri Martin.

El ayuda de cámara de Torrebianca le recibió con un rostro de fúnebretristeza, como si hubiese muerto alguien en la casa. El marqués habíasalido á mediodía, así que supo por teléfono la noticia del suicidio,y aún estaba ausente.

—La señora marquesa—continuó el criado—está enferma, y no quiererecibir á nadie.

Robledo, escuchándole, pudo darse cuenta del efecto que habíaproducido en aquella casa la muerte del banquero. La disciplinaglacial y solemne de estos servidores ya no existía. Mostraban elaspecto azorado de una tripulación que presiente la llegada de latormenta capaz de tragarse su buque. Robledo oyó pasos discretosdetrás de los cortinajes, con acompañamiento de susurros, y vió cómose levantaban aquéllos levemente, dejando asomar ojos curiosos.

Sin duda, en las inmediaciones de la cocina se había hablado mucho dela posibilidad de ciertas visitas, y cada vez que llegaba alguien á lacasa temían todos que fuese la policía. El chófer preguntaba con sordacólera á sus compañeros:

—Se mató el capitán, y este barco se va á pique. ¿Quién nos pagaráahora lo que nos deben?…

Regresó el ingeniero al centro de la ciudad para comer en un restorán,y tres veces llamó por teléfono á la casa de Torrebianca. Cerca ya demedia noche le contestaron que el señor acababa de entrar, y Robledose apresuró á volver á la avenida Henri Martin.

Encontró á Federico en su biblioteca considerablemente avejentado,como si las últimas horas hubiesen valido para él años enteros. Al verentrar á Robledo lo abrazó, buscando instintivamente un apoyo parasostener su cuerpo desalentado.

Le parecía asombroso que pudieran soportarse tantas emociones en tanpoco tiempo. Por la mañana había sentido la misma impresión defelicidad y confianza que Robledo ante la hermosura del día. ¡Dabagusto vivir!… Y de pronto el llamamiento por teléfono, la terriblenoticia, la marcha apresurada al domicilio de Fontenoy, el cadáver delbanquero tendido en la cama y arrebatado después por los queintervienen en esta clase de muertes para hacer su autopsia.

Aún le había causado una impresión más dolorosa ver el aspecto de lasoficinas de Fontenoy. El juez estaba en ellas como único amo,examinando papeles, colocando sellos, procediendo á un registro sinpiedad, apreciándolo todo con ojos fríos, recelosos é implacables. Elsecretario del banquero, que había llamado á Torrebianca por teléfono,hacía esfuerzos para ocultar su turbación, y acogió la presencia deéste con gestos pesimistas.

—Creo que vamos á salir mal de esta aventura. El patrón debíahabernos prevenido…

Pasó Torrebianca el resto del día buscando á otras personas de las quehabían colaborado con Fontenoy, cobrando grandes sueldos por figurarcomo autómatas en los Consejos de Administración de sus empresas.Todos se mostraban igualmente pesimistas, con un miedo feroz capaz detoda clase de mentiras y vilezas contra los otros para conseguir lapropia salvación.

Se quejaban de Fontenoy, al que habían alabado hasta pocas horas antespara que les proporcionase nuevos sueldos. Algunos le llamaban ya«bandido». Los hubo que, necesitando atacar á alguien parajustificarse, insinuaron sus primeras protestas contra Torrebianca.

—Usted ha dicho en sus informes que los negocios eran magníficos.Debe haber visto con sus propios ojos lo que existe en aquellastierras lejanas, pues de otro modo no se comprende cómo puso su firmaen unos documentos técnicos que sirvieron para infundirnos confianzaen los negocios de ese hombre.

Y Torrebianca empezó á darse cuenta de que todos necesitaban unavíctima escogida entre los vivos, para que cargase con las tremendasresponsabilidades evitadas por el banquero al refugiarse entre losmuertos.

—Tengo miedo, Manuel—dijo á su camarada—. Yo mismo no comprendoahora cómo firmé esos papeles, sin darme cuenta de su importancia…¿Quién pudo aconsejarme una fe tan ciega en los negocios de Fontenoy?

Robledo sonrió tristemente. Podía darle el nombre de la persona que lehabía aconsejado; pero consideró inoportuno aumentar con talrevelación el desaliento de su amigo.

Aún en medio de sus preocupaciones, Torrebianca pensaba en su mujer.

—¡Pobre Elena! He hablado con ella hace un momento… Creí que iba ásufrir un accidente al contarle yo cómo había visto el cadáver deFontenoy. Este suceso ha perturbado de tal modo su sistema nervioso,que temo por su salud.

Pero Robledo sintió tal impaciencia ante sus lamentaciones, que dijobrutalmente:

—Piensa en tu situación y no te ocupes de tu mujer. Lo que te amenazaes más grave que un ataque de nervios.

Los dos hombres, después de hablar largamente de esta catástrofe,acabaron por sentir cierto optimismo, como todos los que sefamiliarizan con la desgracia. ¡Quién podía conocer la verdad exactamientras los asuntos del banquero no fuesen puestos en claro por eljuez!… Fontenoy era más iluso que criminal; esto lo reconocían hastasus mayores enemigos. Muchos de los negocios ideados por él acabaríansiendo excelentes.

Su defecto había consistido en pretender hacerlosmarchar demasiado aprisa, engañando al público sobre su verdaderasituación. Tal vez unos administradores prudentes sabrían hacerlosproductivos, reconociendo los informes de Fontenoy como exactos ydeclarando que Torrebianca no había cometido ningún delito alaprobarlos.

—Bien puede ser así—dijo Robledo, que necesitaba mostrarseigualmente optimista.

Le había infundido al principio una gran inquietud el desaliento de suamigo, y prefería ayudarle á recobrar cierta confianza en el porvenir.Así pasaría mejor la noche.

—Verás como todo se arregla, Federico. No concedas demasiado valor álo que dicen los antiguos parásitos de Fontenoy, aconsejados por elmiedo.

Al día siguiente lo primero que hizo el español al levantarse fuébuscar los periódicos. Todos se mostraban pesimistas y amenazadores ensus artículos sobre este suicidio, que tomaba la importancia de ungran escándalo parisién, augurando que la Justicia iba á meter en lacárcel á personalidades muy conocidas antes de que hubiesentranscurrido cuarenta y ocho horas. Hasta creyó adivinar en uno de losperiódicos vagas alusiones á los informes de cierto ingenieroprotegido de Fontenoy.

Cuando volvió á encontrar á Federico en su biblioteca, todavía le viómás viejo y más desalentado que en la noche anterior. Sobre una mesaestaban los mismos diarios que había leído él.

—Quieren llevarme á la cárcel—dijo con voz doliente—. Yo, que nuncahe hecho mal á los demás, no comprendo por qué se encarnizan de talmodo conmigo.

En vano intentó Robledo consolarle.

—¡Qué vergüenza!-siguió diciendo—. Jamás he temido á nadie, y sinembargo, no puedo sostener la mirada de los que me rodean. Hastacuando me habla mi ayuda de cámara bajo los ojos, temiendo ver lossuyos…

¡Qué dirán de mí en mi propia casa!

Luego añadió, encogido y humilde, como si hubiese retrocedido á losaños de su infancia:

—Tengo miedo de salir. Tiemblo sólo de pensar que puedo ver á lasmismas personas que he encontrado tantas veces en los salones, y meserá preciso explicarles mi conducta, sufrir sus miradas irónicas, suspalabras de falsa lástima.

Calló, para añadir poco después con admiración:

—Elena es más valiente. Esta mañana, después de leer los periódicos,pidió el automóvil para ir no sé dónde. Debe estar haciendo visitas.Me dijo que era preciso defenderse… Pero ¿cómo voy á defenderme sies verdad que he autorizado con mi firma esos informes sobre negociosque no conozco?… Yo no sé mentir.

Robledo intentó en vano infundirle confianza, como en la nocheanterior. Su optimismo carecía ya de fuerzas para rehacerse.

—También mi mujer cree, como tú, que esto puede arreglarse. Ella sesiente tan segura de su influencia, que nunca llega á desesperar.Tiene en París muchas amistades; le quedan muchas relaciones defamilia. Se ha ido esta mañana jurando que conseguirá desbaratar lastramas de mis enemigos… Porque ella supone que tenemos muchosenemigos y esos son los que intentan perderme, buscando un pretexto enla quiebra de Fontenoy… Elena sabe de todo más que yo, y no meextrañaría que consiguiese hacer cambiar la opinión de los periódicosy la del mismo juez, desvaneciendo esas amenazas disimuladas deproceso y de cárcel.

Se estremeció al pronunciar la última palabra.

—¡La cárcel!… ¿Ves tú, Manuel, á un Torrebianca en la cárcel?…Antes de que eso ocurra, apelaré al medio más seguro para evitar talvergüenza.

Y recobraba su antigua energía vibrante y nerviosa, como si en suinterior resucitasen todos sus antepasados, ofendidos por la amenaza.

Robledo se alarmó al ver la luz azulenca que pasaba por las pupilas desu amigo, igual al resplandor fugaz de una espada cimbreante.

—Tú no puedes hacer ese disparate—dijo—. Vivir es lo primero.Mientras uno vive, todo puede arreglarse bien ó mal. Con la muerte síque no hay arreglo posible… Además, ¡quién sabe!… Tal vez no teequivocas en lo que se refiere á tu mujer, y ella pueda llegar áinfluir en el arreglo de tu situación. Cosas más difíciles se hanvisto.

Al salir de la biblioteca encontró Robledo á varias personas sentadasen el recibimiento y aguardando pacientemente. El ayuda de cámara, conuna confianza extemporánea y molesta para él, murmuró:

—Esperan á la señora marquesa… Les he dicho que el señor habíasalido.

No añadió más el criado; pero la expresión maliciosa de sus pupilas lehizo adivinar que los que esperaban eran acreedores.

El suicidio del banquero había dado fin al escaso crédito que aúngozaban los Torrebianca. Todas aquellas gentes debían saber queFontenoy era el amante de la marquesa. Por otra parte, la quiebra desu Banco privaba al marido de los empleos que servían aparentementepara el sostenimiento de una vida lujosa.

Comprendió ahora que su amigo tuviese miedo y vergüenza de ver á losque le rodeaban en su propia casa y permaneciese aislado en subiblioteca.

A media tarde habló por teléfono con él. Elena acababa de regresar desu correría por París, mostrándose satisfecha de sus numerosasvisitas.

—Me asegura que por el momento ha parado el golpe, y todo se iráarreglando después—dijo Torrebianca, no queriendo mostrarse másexpansivo en una conversación telefónica.

Cerrada la noche, volvió Robledo á la avenida Henri Martin. Habíaleído en un café los diarios vespertinos, no encontrando en ellos nadaque justificase la relativa tranquilidad de su amigo. Continuaban lasnoticias pesimistas y las alusiones á una probable prisión de laspersonas comprometidas en la escandalosa quiebra.

Vió otra vez sobre una mesa de la biblioteca los mismos periódicos queél acababa de leer, y se explicó el desaliento de su amigo,quebrantado por el vaivén de los sucesos, saltando en el curso de unaspocas horas de la confianza á la desesperación. Era rudo el contrasteentre su voz fría y reposada y el crispamiento doloroso de su rostro.Indudablemente, había adoptado una resolución, y persistía en ella,sin más esperanza que un suceso inesperado y milagroso, único quepodía salvarle. Y si no llegaba este prodigio… entonces…

Miró Robledo á todos lados, fijándose en la mesa y otros muebles de labiblioteca. ¡No poder adivinar dónde estaba guardado el revólver queera para su amigo el último remedio!…

—¿Hay gente ahí fuera?—preguntó Torrebianca.

Como parecía conocer las visitas molestas que durante el día habíandesfilado por el recibimiento, Robledo no pidió una aclaración á estapregunta, limitándose á contestarla con un movimiento negativo.Entonces él habló de aquella invasión de acreedores que llegaba detodos los extremos de París.

—Huelen la muerte—dijo-, y vienen sobre esta casa como bandas decuervos… Cuando entró Elena á media tarde, el recibimiento estabarepleto… Pero ella posee una magia á la que no escapan hombres nimujeres, y le bastó hablar para convencerlos á todos. Creo que hastale habrían hecho nuevos préstamos de pedírselos ella…

Ensalzaba con orgullo el poder seductor de su esposa; pero la realidadse sobrepuso muy pronto á esta admiración.

—Volverán—dijo con tristeza—. Se han ido, pero volverán mañana…También Elena ha visto á ciertos amigos poderosos que inspiran á losperiódicos ó tienen influencia sobre los jueces. Todos le hanprometido servirla; pero ¡ay! cuando ella está lejos, cuando no laven, su poder ya no es el mismo… Le han dicho que arreglarán lascosas, y no dudo que así será por el momento; pero ¿qué puede unamujer contra tantos enemigos?… Además, no debo consentir que miesposa vaya de un lado á otro defendiéndome, mientras yo permanezcoaquí encerrado. Sé á lo que se expone una mujer cuando va á solicitarel apoyo de los hombres.

No… Eso sería peor que la cárcel.

Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba á veces un temor puerily á continuación una gran energía, pasó cierto resplandor agresivo alpensar en los peligros á que podía verse expuesta la fidelidad deElena durante las gestiones hechas para salvarle.

—La he prohibido que continúe las visitas, aunque sean á viejosamigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertasgestiones cuando se trata de su mujer… Confiémonos á la suerte, yocurra lo que Dios quiera. Sólo el cobarde carece de solución cuandollega el momento decisivo.

Robledo, que le había escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijocon voz grave:

—Yo tengo una solución mejor que la tuya, pues te permitirá vivir…

Vente conmigo.

Y lentamente, con una frialdad metódica, como si estuviera exponiendoun negocio ó un proyecto de ingeniería, le explicó su plan.

Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntosembrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguirviviendo en París.

—Te advierto que adivino lo que piensas hacer mañana ó tal vez estamisma noche, si consideras tu situación sin remedio. Sacarás turevólver de su escondrijo, tomarás una pluma y escribirás dos cartas,poniendo en el sobre de una de ellas: «Para mi esposa»; y en el sobrede la otra: «Para mi madre».

¡Tu pobre madre que tanto te quiere, quese ha sacrificado siempre por ti, y á cuyos sacrificios corresponderásyéndote del mundo antes de que ella se marche!…

El tono de acusación con que fueron dichas estas palabras conmovió áTorrebianca. Se humedecieron sus ojos y bajó la frente, comoavergonzado de una acción innoble. Sus labios temblaron, y Robledocreyó adivinar que murmuraban levemente: «¡Pobre mamá!… ¡Mamá mía!»

Sobreponiéndose á la emoción, volvió á levantar Federico su cabeza.

—¿Crees tú—dijo—que mi madre se considerará más feliz viéndome enla cárcel?

El español se encogió de hombros.

—No es preciso que vayas á la cárcel para seguir viviendo. Lo quepido es que te dejes conducir por mí y me obedezcas, sin hacermeperder tiempo.

Después de mirar los periódicos que estaban sobre la mesa, añadió:

—Como creo dificilísima tu salvación, mañana mismo salimos para laAmérica del Sur. Tú eres ingeniero, y allá en la Patagonia podrástrabajar á mi lado… ¿Aceptas?

Torrebianca permaneció impasible, como si no comprendiese estaproposición ó la considerase tan absurda que no merecía respuesta.Robledo pareció irritarse por su silencio.

—Piensa en los documentos que firmaste para servir á Fontenoy,declarando excelentes unos negocios que no habías estudiado.

—No pienso en otra cosa—contestó Federico—, y por eso consideronecesaria mi muerte.

Ya no contuvo su indignación el español al oir las últimas palabras, yabandonando su asiento, empezó á hablar con voz fuerte.

—Pero yo no quiero que mueras, grandísimo majadero. Yo te ordeno quesigas viviendo, y debes obedecerme… Imagínate que soy tu padre… Tupadre no, porque murió siendo tú niño… Hazte cuenta que soy tumadre, tu vieja mamá, á la que tanto quieres, y que te dice: «Obedeceá tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses á mí.»

La vehemencia con que dijo esto volvió á conmover á Torrebianca, hastael punto de hacerle llevar las manos á los ojos. Robledo aprovechó suemoción para decir lo que consideraba más importante y difícil.

—Yo te sacaré de aquí. Te llevaré á América, donde puedes encontraruna nueva existencia. Trabajarás rudamente, pero con más nobleza y másprovecho que en el viejo mundo; sufrirás muchas penalidades, y tal vezllegues á ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo…solo.

Se incorporó el marqués, apartando las manos de su rostro. Luego miróá su amigo con una extrañeza dolorosa. ¿Solo?… ¿Cómo se atrevía áproponerle que abandonase á Elena?… Prefería morir, pues de estemodo se libraba del sufrimiento de pensar á todas horas en la suertede ella.

Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien seoponía á sus deseos, era de un carácter impetuoso, exclamóirónicamente:

—¡Tu Elena!… Tu Elena es…

Pero se arrepintió al fijarse en el rostro de Federico, procurandojustificar su tono agresivo.

—Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situación en queahora te encuentras. Ella te hizo conocer á Fontenoy, ¿No es así?…Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.

Federico bajó la cabeza; pero el otro todavía quiso insistir en suagresividad.

—¿Cómo conoció tu mujer á Fontenoy?… Me has dicho que era amigoantiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.

Aún se contuvo un momento, pero su cólera le empujó, pudiendo más quesu prudencia, que le aconsejaba callar.

—Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros sólosabemos de ellas lo que quieren contarnos.

El marqués hizo un gesto como si se esforzase por comprender elsentido de tales palabras.

—Ignoro lo que quieres decir—dijo con voz sombría—; pero piensa quehablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. ¡Y yo la amotanto!…

Después quedaron los dos en silencio. Según transcurrían los minutosparecía agrandarse la separación entre ambos. Robledo creyóconveniente hablar para el restablecimiento de su amistosacordialidad.

—Allá, la vida es dura, y sólo se conocen de muy lejos lascomodidades de la civilización. Pero el desierto parece dar un baño deenergía, que purifica y transforma á los hombres fugitivos del viejomundo, preparándolos para una nueva existencia. Encontrarás en aquelpaís náufragos de todas las catástrofes, que han llegado lo mismo quelos que se salvan nadando, hasta poner el pie en una islabienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y denacimiento desaparecen. Allá sólo hay hombres. La tierra donde yo vivoes… la tierra de todos.

Como Torrebianca permanecía impasible, creyó oportuno recordarle otravez su situación.

—Aquí te aguardan la deshonra y la cárcel, ó lo que es peor, laestúpida solución de matarte. Allá, conocerás de nuevo la esperanza,que es lo más precioso de nuestra existencia… ¿Vienes?

El marqués salió de su estupefacción, iniciando el esperado movimientoafirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademán para que esperase, yañadió enérgicamente:

—Ya sabes mis condiciones. Allá hay que ir como á la guerra: conpocos bagajes; y una mujer es el más pesado de los estorbos enexpediciones de este género… Tu esposa no va á morir de pena porquetú la dejes en Europa. O