(Ahí está Mari Domingui. ¡Miradla qué facha! Quiere venir con nosotros aBelén.) Y la Curriqui seguía:
Gurequin naibadezu Belena etorri Atera bearco dezu Gona zar hori.
(Si quieres venir con nosotros a Belén, tendrás que quitarte esa faldavieja.) El público de pescadores y de chicos celebraba estos detallesnaturalistas.
La Curriqui volvía el día de Reyes a su escenario de Aguírreche, conuna capa blanca y una corona de latón, a cantar otras canciones.
Este día, algunos pastores del monte bajaban a las casas y entonabanvillancicos con voces agudas y roncas, acompañándose de panderos y dezambombas.
Si el ama de la casa les daba algunos cuartos, decían en el villacincoque se parecía a la Virgen; en cambio, si no les daba nada, le acusabande ser una vieja bruja.
VIII
CORRERÍAS DE CHICO
Tanto me habían hablado de la maldad de los chicos, que fuí a la escuelacomo un borrego que llevan al matadero.
Yo estaba dispuesto a luchar, como Martín Pérez de Irizar, contracualquier Juan Florin que me atacase, aunque mis fuerzas no eran muchas.
Al principio me puso el maestro entre los últimos, lo que me avergonzóbastante; pero pasé pronto al grupo de los de mi edad.
El maestro, don Hilario, era un castellano viejo que se había empeñadoen enseñarnos a hablar y a pronunciar bien. Odiaba el vascuence como aun enemigo personal, y creía que hablar como en Burgos o como en Mirandade Ebro constituía tal superioridad, que toda persona de buen sentido,antes de aprender a ganar o a vivir, debía aprender a pronunciarcorrectamente.
A los chicos nos parecía una pretensión ridicula el que don Hilarioquisiera dar importancia a las cosas de tierra adentro. En vez dehablarnos del Cabo de Buena Esperanza o del Banco de Terranova, noshablaba de las viñas de Haro, de los trigos de Medina del Campo.Nosotros le temíamos y le despreciábamos al mismo tiempo.
El comprendía nuestro desamor por cuanto constituía sus afectos, ycontestaba, instintivamente, odiando al pueblo y a todo lo que eravasco.
Nos solía pegar con furia.
A mí me salvó muchas veces de las palizas la recomendación de mi madrede que no me pegara, porque me encontraba todavía enfermo.
Yo, comprendiendo el partido que podía sacar de mis enfermedades, solíafingir un dolor en el pecho o en el estómago para esquivar los castigos.Me libré muchas veces de los golpes; pero perdí mi reputación de hombrefuerte. «Este chico no vale nada», decian de mí; y hasta hoy creen lomismo.
Ahora se ríe uno pensando en las marrullerías infantiles; pero si seintenta volver con la imaginación a la época, se comprende que losprimeros días de la escuela han sido de los más sombríos y lamentablesde la vida.
Después se han pasado tristezas y apuros, ¿quién no los ha tenido? Peroya la sensibilidad estaba embotada; ya dominaba uno sus nervios como unpiloto domina su barco.
Sí; no es fácil que los de mi época, al retrotraerse con la memoria alos tiempos de la niñez, recuerden con cariño las escuelas y losmaestros que nos amargaron los primeros años de la existencia.
Esta impresión de la escuela, fría y húmeda, donde se entumecen lospies, donde recibe uno, sin saber casi por qué, frases duras, malostratos y castigos, esa impresión es de las más feas y antipáticas de lavida.
Es extraño; lo que ha comprendido el salvaje, que el niño, como másdébil, como más tierno, merece más cuidado y hasta más respeto que elhombre, no lo ha comprendido el civilizado, y entre nosotros, el quesería incapaz de hacer daño a un adulto, martiriza a un niño con elconsentimiento de sus padres.
Es una de las muchas barbaridades de lo que se llama civilización.
A los pocos días de entrar en la escuela entablé amistad con dos chicosque han seguido siendo amigos míos hasta ahora: el uno, José MariRecalde; el otro, Domingo Zelayeta.
José Mari era hijo de Juan Recalde, el Bravo. Llamaban así a su padrepor haber demostrado, repetidas veces, un valor extraordinario; JoséMari iba por el mismo camino: se mostraba arrojado y valiente.
El otro chico, Chomin Zelayeta, era hijo de un tornero y vendedor depoleas del muelle.
Chomin se distinguía por su viveza y por su ingenio. El padre era untipo, hombre enérgico, de carácter fuerte y un poco fosco, queencontraba motivos raros para sus decisiones.
—¿Por qué no se casa usted de nuevo, Zelayeta?—le dijo alguno.
—No, no; ¿para qué? Tendría que hacer mayor la casa, y no me conviene.
Habían querido una vez nombrarle concejal; pero él se opuso con todassus fuerzas.
—Pero, hombre, ¿por qué no quieres ser concejal?
—Antes me matan—dijo él—que obligarme a llevar una levita de cola degolondrina.
Esta levita, tan aborrecida por Zelayeta, era el frac que, en ciertassolemnidades de Lúzaro, hay la costumbre de que lo vistan losconcejales.
Zelayeta, padre, a pesar de sus genialidades y de sus rabotadas, erahombre de tendencia progresiva; le gustaba suscribirse a los libros porentregas, sobre todo para que los leyese su hijo.
Los primeros meses de escuela mi madre me enviaba a la Iñure, a lasalida, y aunque la buena vieja no era muy severa conmigo, tenía quemarchar a su lado, mientras mis camaradas campaban solos por dondequerían.
Después de muchas súplicas y reclamaciones, conseguí libertad para ir yvenir a la escuela sin rodrigón vigilante. Mi madre me recomendaba queanduviera por donde quisiera, menos por el muelle, lo cual significabalo mismo que decirme que fuera a todos lados y a ninguno.
A pesar de sus advertencias, al salir de la escuela echaba a correrhasta las escaleras del muelle.
Otros chicos, en general los de familias terrestres o terráqueas, comodicen algunos en Lúzaro, tenían más afición a ir al juego de pelota;nosotros, los de familia marinera, entre los que nos contábamos Recalde,Zelayeta y yo, nos acercábamos al mar.
Veíamos salir y entrar las barcas; veíamos a los chicos que sechapuzaban, desnudos, en la punta de Cay luce, y a los pescadores decaña haciendo ejercicio de paciencia. Los pescadores nos conocían.
¡Qué sorpresa cuando aparecía, al final de un aparejo, un pulpo con susojos miopes, redondos y estúpidos, su pico de lechuza y sus horriblesbrazos llenos de ventosas! Tampoco era pequeña la emoción cuando salíaenroscada una de esas anguilas grandes, que luchaban valientemente porla vida, o uno de esos sapos de mar, inflados, negros, verdaderamenterepugnantes.
Cuando no nos vigilaba nadie nos descolgábamos por las amarras ycorreteábamos por las gabarras y lanchones, y saltábamos de una barca aotra.
En este punto de la independencia infantil se va ganando terrenovelozmente, y yo fuí avanzando en mi camino, con tal rapidez que lleguéen poco tiempo a gozar de completa libertad.
Muchas veces dejaba de ir a la escuela con Zelayeta y Recalde. DonHilario, el maestro, mandaba recados a casa avisando que el día tal ocual no había ido; pero mi madre me disculpaba siempre y, como veía queme iba poniendo robusto y fuerte, hacía la vista gorda.
Los domingos y los días de labor que faltábamos a clase solíamos ir alarenal, nos quitábamos las botas y las medias y andábamos con los piesdescalzos.
Recogíamos conchas, trozos de espuma de mar, mangos de cuchillo ypiedrecitas negras, amarillas, rosadas, pulidas y brillantes.
Al anochecer saltaban los pulgones en el arenal, y los agujeros redondosdel solen echaban burbujas de aire cuando pasaba por encima de ellos laligera capa de agua de una ola.
Alguna vez logramos ver ese molusco, que nosotros llamábamos envascuence deituba y que no sé por qué decíamos que solíaestrangularse. Para hacerle salir de su escondrijo había que echarle unpoco de sal.
El que tenía más suerte para los descubrimientos era Zelayeta; élencontraba la estrella de mar o la concha rara; él veía el pulpo entrelas peñas o el delfín nadando entre las olas. Siempre estabaescudriñándolo todo; su padre, por esta tendencia a registrar, lellamaba el carabinero.
Los domingos mi madre comenzó a dejarme andar con los camaradas, despuésde hacerme una serie de advertencias y recomendaciones.
Ya, teniendo tiempo por delante, no nos contentábamos con ir al arenal;subíamos al Izarra y después íbamos descendiendo a las rocas próximas.
Cuando ya estuvimos acostumbrados a andar entre los peñascos, nospareció la playa insípida y poco entretenida.
El fin práctico de nuestros viajes a las rocas era coger esos cangrejosgrandes y obscuros que aquí llamamos carramarros, y, en otros lados,centollas y ermitaños.
El monte Izarra, a una de cuyas faldas está Lúzaro, forma como unapenínsula que separa la entrada del puerto de una ensenada bastanteancha comprendida entre dos puntas: la del Faro y la de las Animas.
El monte Izarra es un promontorio pizarroso, formado por lajasinclinadas, roídas por las olas.
Estos esquistos de la montaña seapartan como las hojas de un libro abierto, y avanzan en el mar dejandoarrecifes, rocas negras azotadas por un inquieto oleaje, y terminan enuna peña alta, negra, de aire misterioso, que se llama Frayburu.
Para hacer nuestras excursiones solíamos reunimos a la mañanita en elmuelle, pasábamos por delante del convento de Santa Clara, y por unacalle empinada, con cuatro o cinco tramos de escaleras, salíamos a uncallejón formado por las tapias de unas huertas. Luego cruzábamosmaizales y viñedos y salíamos más arriba, en el monte, a descampadospedregosos con helechos y hayas.
En la punta del Izarra debió de haber en otro tiempo una batería; aun senotaba el suelo empedrado con losas del baluarte y el emplazamiento delos cañones. Cerca existía una cueva llena de maleza, donde solíamosmeternos a huronear.
Era un agujero, sin duda hecho en otro tiempo por los soldados de labatería, para guarecerse de la lluvia, y que a nosotros nos servía parajugar a los Robinsones.
El viejo Yurrumendi, un extraño inventor de fantasías, le dijo aZelayeta que aquella cueva era un antro donde se guarecía una granserpiente con alas, la Egan suguia. Esta serpiente tenía garras detigre, alas de buitre y cara de vieja. Andaba de noche haciendofechorías, sorbiendo la sangre de los niños, y su aliento era tandeletéreo que envenenaba.
Desde que supimos esto, la cueva nos imponía algún respeto. A pesar deello, yo propuse que quemáramos la maleza del interior. Si estaba la Egan suguia se achicharraría, y si no estaba, no pasaría nada. ARecalde no le pareció bien la idea. Así se consolidan lassupersticiones.
La parte alta del Izarra era imponente. Al borde mismo del mar, unsendero pedregoso pasaba por encima de un acantilado cuyo pie estabahoradado y formado por rocas desprendidas. Las olas se metían por entrelos resquicios de la pizarra, en el corazón del monte, y se las veíasaltar blancas y espumosas como surtidores de nieve.
Algunos chicos no se atrevían a asomarse allí, de miedo al vértigo; a míme atraía aquel precipicio.
Allá abajo, en algunos sitios, las piedras escalonadas formaban como lasgraderías de un anfiteatro. En los bancos de este coliseo naturalquedaban, al retirarse la marea, charcos claros, redondos, pupilasresplandecientes que reflejaban el cielo.
El mismo Yurrumendi aseguraba, según Zelayeta, que aquellas gradasestaban hechas para que las sirenas pudieran ver desde allá las carrerasde los delfines, las luchas de los monstruos marinos que pululan en elinquieto imperio del mar.
El agua, verde y blanca, saltaba furiosa entre las piedras; las olasrompían en lluvia de espuma, y avanzaban como manadas de caballossalvajes, con las crines al aire.
Lejos, a media milla de la costa, como el centinela de estos arrecifes,se levantaba la roca de aspecto trágico, Frayburu.
Los pescadores decían que enfrente de Frayburu, el monte Izarra teníauna gran cavidad, una enorme y misteriosa caverna.
Pasada esta parte, el Izarra se cortaba en un acantilado liso, parednegra y pizarrosa, veteada de blanco y de rojo, en cuyas junturas yrellanos nacían ramas y hierbas salvajes.
Aquí, el mar de mucho fondo era menos agitado que delante de losarrecifes.
Cuando ya bajaba el camino, se veía la playa de las Animas, entre lapunta del Faro y otro promontorio lejano. Sobre el arenal de la playa selevantaban dunas tapizadas de verde, y las casitas esparcidas de labarriada de Izarte, echando humo.
Ya cerca de la punta del Faro abandonábamos el camino para meternosentre las rocas. Había por allí agujeros como chimeneas, que acababan enel mar. En algunas de estas simas se sentía el viento, que movía lasflorecillas de la entrada; en otras se oía claramente el estrépito delas olas.
Saltábamos de peña en peña, y solíamos avanzar hasta los peñascos máslejanos; pero cuando comenzaba a subir la marea teníamos que correr,huyendo de las olas, y a veces descalzarnos y meternos en el agua.
En la marea baja, entre las rocas cubiertas de líquenes, solían versecharcos tranquilos, olvidados al retirarse el mar. Muchas horas hepasado yo mirando estos aguazales. ¡Con qué interés!¡Con qué entusiasmo!
Bajo el agua transparente se veía la roca carcomida, llena de agujeros,cubierta de lapas. En el fondo, entre los líquenes verdes y laspiedrecitas de colores, aparecían rojos erizos de mar cuyos tentáculosblandos se contraían al tocarlos. En la superficie flotaba un trozo dehierba marina, que al macerarse en el agua, quedaba como un ramito defilamentos plateados, una pluma de gaviota o un trozo de corcho. Algúnpececillo plateado pasaba como una flecha, cruzando el pequeño océano, yde cuando en cuando el gran monstruo de este diminuto mar, el cangrejo,salía de su rincón, andando traidoramente de lado, y su ojo enormeinspeccionaba sus dominios buscando una presa.
Algunos de estos charcos tenían sus canales para comunicarse unos conotros, sus ensenadas y sus golfos; viéndolos, yo me figuraba que así, engran tamaño, serían los océanos del mundo.
En los recodos de las peñas donde se amontonaban las algas y se secabanal sol, me gustaba también estar sentado; ese olor fuerte de mar meturbaba un poco la cabeza, y me producía una impresión excitante como ladel aroma de un vino generoso.
Las horas se nos pasaban entre las rocas, en un vuelo; casi siempre yollegaba tarde a casa.
Muchos domingos el tiempo nos fastidiaba; comenzaba a llover de unamanera desastrosa, y mi madre no me dejaba salir. Le acompañaba aAguirreche, comíamos en casa de mi abuela y pasábamos la tarde allí.¡Qué aburrimiento!
Se formaba una tertulia de señoras respetables, entre las que había doso tres viudas de capitanes y pilotos, y al anochecer se tomabachocolate.
...Y yo oía la charla continua, en vascuence, de las amigas de miabuela, y veía con desesperación el caer de la lluvia continua ymonótona, y escuchaba el ruido de los chorros de agua que caían de loscanalones a chocar en las aceras.
IX
YURRUMENDI, EL FANTÁSTICO
En mi tiempo, el muelle largo de Lúzaro, que en vascuence se llama Cayluce, no era tan ancho ni tan bien empedrado como ahora; tenía unapequeña muralla, y en vez de terminar en el Rompeolas, concluía en lasmismas peñas.
A todo lo largo del muelle, en aquella época y en ésta, sigue pasando lomismo; había casas de pescadores con balcones, ventanas y galerías demadera, adornados por colgaduras formadas por camisetas encarnadas,medias azules, sudestes amarillentos, aparejos y corchos.
En estas casas hay siempre ropa tendida, lo que depende, en parte, delinstinto de limpieza de esa gente pescadora, y en parte, de lodifícilmente que se seca lo impregnado por el agua del mar.
Entre las casas de a lo largo del muelle de Cay luce, antes, comoahora, había algunos almacenes de carbón, y una fila de tabernas endonde los pescadores se reunían y se reúnen a beber y a discutir, y quedestilaban, sobre todo los domingos, por su única puerta, una tufaradade sardina frita, de atún guisado con cebolla, y de música deacordeones.
Entre aquellas tabernas había la del Telescopio, la de la BellaSirena, la del Holandés, la Goizeco Izarra (Estrella de la mañana);y la más célebre de todas era la de Joshe Ramón, conocida por el Guezurrechape de Cay luce, o sea, en castellano, el Mentidero delmuelle largo.
En este muelle y a pocos pasos del Mentidero, tenía su taller el padrede Zelayeta. En la ventana de la casa, convertida en escaparate, exponíapoleas de madera, faroles, cañas de pescar, un cinturón desalvavidas....
El padre de Zelayeta trabajaba en su torno con un aprendiz, y, mientrasél torneaba, solían sentarse a la puerta, a charlar, algunos amigos.
Yo me había hecho íntimo de Chomin Zelayeta. Chomin era muy hábil y muypacienzudo.
Llegó a domesticar un gavilán pequeño, y el pájaro, cuandose hizo grande, reñía con todos los gatos de la vecindad. Los días detormenta se ocultaba en algún agujero obscuro, y no salía hasta quepasaba.
Zelayeta sentía, como yo, el entusiasmo por la isla desierta y por lospiratas, y, como tenía talento para ello, dibujaba los planos de losbarcos en que íbamos a navegar los dos, y de las islas desconocidas endonde pasaríamos el aprendizaje de Robinsones.
Nuestra inclinación aventurera, en la cual latía ya la inquietud atávicadel vasco, pudo aumentarse más oyendo las narraciones de Yurrumendi elpiloto, el viejo y fantástico Yurrumendi, amigo y contertulio deZelayeta padre.
Eustasio Yurrumendi había viajado mucho; pero era un hombre quimérico aquien sus fantasías turbaban la cabeza. Todos tenemos un conjunto dementiras que nos sirven para abrigarnos de la frialdad y de la tristezade la vida; pero Yurrumendi exageraba un poco el abrigo.
Era Yurrumendi un hombre enorme, con la espalda ancha, el abdomenabultado, las manos grandísimas, siempre metidas en los bolsillos de lospantalones, y los pantalones, a punto de caérsele, tan bajo se losataba.
Tenía una hermosa cara noble, roja; el pelo blanco, patillas muy cortasy los ojos pequeños y brillantes. Vestía muy limpio; en verano, unostrajes de lienzo azul, que a fuerza de lavarlos estaban siempredesteñidos; y en invierno, una chaqueta de paño negro, fuerte, que debíade estar calafateada como una gabarra. Llevaba una gorra de punto conuna borla en medio. Era soltero, vivía solo, con una patrona vieja;fumaba mucho en pipa, andaba tambaleándose y llevaba un anillo de oro enla oreja.
Yurrumendi había formado parte de la tripulación de un barco negrero;navegado en buques franceses, armados en corso; vivido en prisión porsospechoso de piratería. Yurrumendi era un lobo de mar. El Atlántico leconocía desde Islandia y las islas de Lofoden, hasta el Cabo de BuenaEsperanza y el de Hornos. Sabía lo que son las tempestades del Pacíficoy los tifones del mar de las Indias.
Yurrumendi había visto mucho; pero más que lo que había visto, legustaba contar lo que había imaginado.
A Chomin Zelayeta y a mí nos tenía locos con sus narraciones.
Nos decía que en el fondo del mar hay, como en la tierra, bosques,praderas, desiertos, montañas, volcanes, islas madrepóricas, barcossumergidos, tesoros sin cuento y un cielo de agua casi igual al cielo deaire.
A todo esto, muy verdad, unía las invenciones más absurdas.
—Algunas veces—decía—el mar se levanta como una pared, y en medio seve un agujero como si estuviera lleno de perlas. Hay quien dice que, sise mete uno por ese agujero, se puede andar como por tierra.
—¿Y adónde lleva ese agujero?—preguntaba alguno con ansiedad.
—Eso no se puede decir aunque se sepa—contestaba seriamenteYurrumendi—; pero hay quien asegura que dentro se ve una mujer.
—Alguna sirena—decía el padre de Zelayeta, con ironía.
—¡Quién sabe lo que será!--replicaba el viejo marino.
Siempre que Yurrumendi hablaba de sí mismo, lo hacía como si se tratarade un extraño, en tercera persona. Así decía: Entonces Yurrumendicomprendió.... Entonces Yurrumendi dijo tal cosa.
Parecía que sentía ciertas dudas sobre su personalidad.
Yurrumendi tenía una fantasía extraordinaria. Era el inventor más grandede quimeras que he conocido. Según él, detrás del monte Izarra, un pocomás lejos de Frayburu, había en el mar una sima sin fondo. Muchas veces,él echó el escandallo; pero nunca dió con arena ni con roca. Se le decíaque su sonda era, seguramente, corta; pero Yurrumendi aseguraba que,aunque fuera de cien millas, no se encontraría el fondo.
Respecto a la cueva que hay en el Izarra, frente a Frayburu, él noquería hablar y contar con detalles las mil cosas extraordinarias ysobrenaturales de que estaba llena; le bastaba con decir que un hombre,entrando en ella, salía, si es que salía, como loco. Tales cosas sepresenciaban allí.
Bastaba decir que las sirenas, los unicornios navalesy los caballos de mar andaban como moscas, y que un gigante, con losojos encarnados, tenía en la cueva su misteriosa morada.
Este gigante debía ser hermano, o por lo menos primo, de otro, no sesabe si tan grande, pero sí con los ojos rojos, que en época de mayorcandidez y de mayor temor de Dios aparecía en Donosti, entre las rocasde la Zurriola, con un pez en la mano, y a quien se le preguntaba:
¿Onentzaro begui gorri
Nun arrapatu dec array hori?
(¿Onentzaro, el de los ojos encarnados, dónde has cogido ese pez?) Y el pobre gigante de los ojos encarnados, en vez de desdeñar lapregunta impertinente de su interlocutor, contestaba con amabilidad:
Bart arratzean amaiquetan
Zurriyolaco arroquetan.
(Ayer noche, a las once, en las rocas de la Zurriola.)
No sé a punto fijo en qué categoría colocaba Yurrumendi a su gigante delos ojos encarnados; pero creo que no le consideraba a la altura de la Egan suguia, la gran serpiente alada del Izarra, con sus alas debuitre, su cara siniestra de vieja y su aliento infeccioso.
Nos hablaba, también, Yurrumendi de esos pulpos gigantescos con susinmensos tentáculos, que pueden hacer naufragar una fragata; del mar delos Sargazos, en donde se navega por tierra, por verdadera tierra, quese abre para dejar pasar un buque; de los países donde nievan plumas; delos delfines, que tienen esa extraña simpatía mal explicada por loshombres; de las sentimentales ballenas, cuya desgracia es pensar que lahumanidad estima más su aceite que su melancólico corazón; de los milenanos jorobados y extravagantes de las costas de Noruega; de lasserpientes de mar que persiguen, aullando, a los barcos; de la araña delKraken, en el pino de Portland, en Inglaterra, y de ese monstruoterrible del Maëlstrom, cuyas fauces sorben el mar y tragan lasimprudentes naves haciéndolas desaparecer en sus gigantescas entrañas.También le daba mucha importancia a la Curcushada (los cuernos de laluna), que creía que tenía una gran relación con la vida de los hombres.
Otro de los motivos favoritos de Yurrumendi era la descripción de laisla del Fuego, en donde él había estado alguna vez. En la cumbre deesta montaña inaccesible arde un fuego intermitente que se enciende denoche y se apaga de día.
Alguno pensaba que quizá se trataba de un volcán cuyas llamas no sepueden ver a la luz del sol; pero Yurrumendi aseguraba que esta hoguerala hacían todas las noches las almas de los marineros del célebre pirataKidd, que guardan allí un inmenso tesoro escondido.
Otra de las cosas más interesantes que algunos llegaban a ver en el mar,según Yurrumendi, era un buque fantasma, tripulado por un capitánholandés. Este perdido, borracho, blasfemador y cínico pirata, anda, conun equipaje de canallas, haciendo fechorías por el mar. Si el malditoholandés se acerca al barco de uno, el vino se agria; el agua seenturbia; le carne se pudre.
Si le envía a uno una carta, ya puede noleerla, porque se vuelve loco inmediatamente, tales absurdos y mentirasdice.
Yurrumendi contaba que sólo una vez había visto, a lo lejos, al malditoholandés; pero, afortunadamente, no se le había acercado.
Otras veces, el viejo marino nos contaba una serie de crueldadeshorribles: piratas que mandaban cortar la lengua o las manos a los quecaían en su poder; otros que echaban al agua a sus enemigos, metidos enuna jaula y con los ojos vaciados. Nos hacía temblar, pero le oíamos.Hay un fondo de crueldad en el hombre, y sobre todo en el niño, que gozaobscuramente cuando la barbarie humana sale a la superficie.
Casi siempre, al hablar de las piraterías y de las brutalidades de losbarcos negreros, Yurrumendi solía recordar una canción en vascuence.
—Esta canción—solía decir—la cantaba Gastibeltza, un piloto paisanonuestro, de un barco negrero en donde yo estuve de grumete. Gastibeltzasolía cantarla cuando dábamos vuelta al cabrestante para levantar elancla, o cuando se izaba algún fardo.
—¿Cómo era la canción?—le decíamos nosotros, aunque la sabíamos dememoria—. ¡Cántela usted!
Y él cantaba con su voz ronca de marino, formada por los fríos, lasnieblas, el alcohol y el humo de la pipa:
Ateraquiyoc
Emanaquiyoc
Aurreco orri
Elduaquiyoc
Orra! Orra!
Cinzaliyoc
Itsastarra oh! oh!
Balesaquiyoc.
Lo que quería decir en castellano: «Sácale! Dale! A ese de adelante,agárrale. Ahí está, ahí esta, cuélgale, marinero, oh! oh! Puedes estarsatisfecho.»
Nadie cantaba esta canción como Yurrumendi; al oírla, yo me figuraba unatripulación de piratas al abordaje, trepando por las escalas de unbarco, con el cuchillo entre los dientes.
Para Zelayeta y para mí, los relatos de Yurrumendi fueron unarevelación. Estábamos decididos; seríamos piratas, y después deaventuras sin fin, de desvalijar navios y bergantines, y burlarnos delos cruceros ingleses; después de realizar el tesoro de viejas onzasmejicanas y piedras preciosas, que tendríamos en una isla desierta,volveríamos a Lúzaro a contar, como Yurrumendi, nuestras hazañas. Si porsi acaso teníamos loro, para que no nos denunciase, como contaba la Iñure, le ataríamos una piedra al cuello y lo tiraríamos al mar.
Zelayeta hizo el plano de la casa que construiríamos fuera del pueblo,en un alto, cuando volviéramos a Lúzaro.
En aquella época, Yurrumendi era nuestro modelo; solíamos andar, comoél, balanceándonos con las piernas dobladas y los puños cerrados, yfumábamos en pipa, aunque yo, por mi parte, a los dos chupadas no podíacon el mareo.
Cuando nuestro amigo, el viejo lobo de mar, estaba más alegre que deordinario, contaba cuentos. Sus cuentos no se diferenciaban gran cosa delas historias que él tenía por verdaderas.
Pero entre ellos había uno a quien él daba infinitas variantes.