El señor don Matías Cepeda era el socio principal de la Sociedad navieraVasco-Andaluza, Cepeda y Compañía, propietaria de la fragata que mandabadon Ciriaco y de otros muchos buques.
Fuimos al barco, dormí yo en mi camarote y por la mañana me despertarondos golpes en la puerta.
—¡Eh, Shanti!--me dijo don Ciriaco—, ya es hora. Duermes como unlirón.
Me levanté, me vestí y me acicalé todo lo posible. Los marineros de lafragata, vestidos de día de fiesta, nos esperaban en el bote; entramosdon Ciriaco y yo, y nos dirigimos al puerto de Cádiz. En el camino micapitán me explicó en vascuence que la visita la hacíamos principalmentea la señora de Cepeda, una vascongada, paisana nuestra, casada primerocon Fermín Menchaca y después con don Matías Cepeda, un almacenista,socio del primer marido.
Desembarcamos en el muelle, pasamos la puerta del Mar y seguimos por unacalle próxima a la muralla.
Llegamos cerca de la Aduana, y don Ciriaco se detuvo delante de una casagrande, con miradores.
—Aquí es—dijo.
Entramos en un portal altísimo, enlosado de mármol. Lo cruzamos. Llamóel capitán; un criado abrió la cancela y nos pasó a un patio con elsuelo también de mármol, el techo encristalado y las galerías conarcadas.
Precedidos por el criado, subimos la escalera monumental, y,recorriendo un pasillo, llegamos a un salón inmenso, con grandes espejosy medallones.
Esperamos un rato y apareció la dueña de la casa, doña Hortensia, unamujer opulenta, hermosísima.
Nos recibió con gran amabilidad. Don Ciriaco estuvo muy cortesano conella. Realmente, el viejo capitán era un hombre de salón.
Don Ciriaco, exagerando un poco, le habló a doña Hortensia de mifamilia, de nuestra casa solariega de Lúzaro, de mis antepasados.... Aloír los detalles de nuestro preclaro abolengo, la amabilidad de la bellaseñora aumentó.
Doña Hortensia sentía una extremada debilidad por las preeminenciasnobiliarias, y resultó cosa no muy rara entre vascongados, que teníamosun apellido común.
—Debemos ser parientes—dijo ella.
—Es muy posible—repuse yo.
—Pues si eres algo pariente mío, no te choque que te hable de tú,porque a mí me pareces todavía un chiquillo.
Yo, completamente confundido y turbado, le dije que me alegraría de estaconfianza por su parte.
Estábamos hablando cuando entró, acompañada de una criada vieja, la hijade doña Hortensia, Dolorcitas, una muchachita de catorce o quince años,preciosa. Don Ciriaco estuvo con ella como un viejo galante de la cortede Versalles. Dolorcitas se parecía a su madre; pero era más pequeña deestatura, de ojos más negros y de tez algo más morena. Tenía una granmovilidad en la expresión y mucha gracia hablando.
¿Habrá que decir que yo estuve en su presencia torpe, turbado, hecho untonto? No, no es necesario. Me encontraba en la edad del pavo, no habíatratado a ninguna mujer y era naturalmente tímido.
Doña Hortensia dijo al criado:
—Dígale al señor que le esperamos para almorzar.
Media hora después vino don Matías Cepeda y fué presentado a él. Elseñor Cepeda no era un hombre simpático ni mucho menos; tenía la caradura, juanetuda, la nariz chata, la frente pequeña y el bigote corto ycerdoso.
Con don Ciriaco el señor Cepeda estuvo muy atento, y hasta pretendió serocurrente; a mí no me miró. Sin duda, el no tener cincuenta años, paradon Matías era una impertinencia.
Solamente me dirigió una frase, y ésta me escoció:
—Ten cuidado—me dijo—, porque aquí, en Cádiz, te van a tomar el pelo.
Después de almorzar, don Matías y don Ciriaco se retiraron para hablarde negocios, y doña Hortensia y Dolorcitas quisieron enseñarme la casa.Esto halagaba su vanidad.
La casa era enorme. Se traslucía allí un verdadero delirio de grandezas:el suelo era de mármol, los salones vastísimos, con techos pintados ehistoriados; los miradores tan anchos y espaciosos como si fueran otrashabitaciones. En los testeros se veían espejos de toda la pared, y enlos pasillos se levantaban estatuas y fuentes de alabastro.
Yo entonces aun no había visto nada, no podía comprender la diferenciaque existe entre la ostentación lujosa y el buen gusto, y quedémaravillado.
Después de recorrer la casa subimos la azotea y estuvimos contemplandola bahía de Cádiz, inundada de sol, llena de fragatas, de bergantines yde goletas.
Dolorcitas trajo un anteojo y miramos el Puerto de Santa María, Rota yPuerto Real.
Yo conté lo mejor que pude mi viaje con don Ciriaco. Después vinieronunas cuantas amigas de Dolorcitas. Yo estuve hablando con doñaHortensia, que se mostró muy amable conmigo.
A media tarde don Ciriaco me llamó.
—Vamos, Shanti—me dijo.
El ama de la casa me advirtió que todos los domingos y días de fiestaestaba invitado a comer allá. Si no iba, preguntarían por mí y mellevarían a la fuerza.
Me despedí de todos, y salí con don Ciriaco, entusiasmado. El viejocapitán me llevó a un colmado de la misma calle de la Aduana, llamó aldueño, un montañés amigo suyo, y le recomendó una comida escogida, unacomida para gente que comprende lo trascendental de la misión deengullir. El dueño del colmado y don Ciríaco discutieron detalladamentelos platos, las salsas y los vinos.
—Necesito una hora para preparar todo eso—dijo el montañés.
—Muy bien—contestó el capitán—. Le concedemos a usted la hora.
—Pueden ustedes dar una vuelta si quieren.
—No, no. ¿Para qué? Tráigase usted una botella de manzanilla deSanlúcar y unas aceitunas.
Bebimos los dos, y, de pronto, me dijo don Ciriaco:
—Mira, pilotín; te he presentado a Hortensia y a don Matías, porque tepueden servir.
—¡Muchas gracias!--repuse yo.
—Espérate. Aquí tienes que quedarte durante un año; no conoces a nadiey es conveniente que, en caso de necesidad, puedas dirigirte a alguien;pero te voy a contar la historia de Hortensia para que sepas a quéatenerte.
—¡Demonio! Tiene historia.
—Tú verás. Hortensia es vizcaína, de un pueblo próximo a Bilbao. Supadre era un contramaestre a quien llamaban el Griego. Probablemente losería; algún aventurero que llegó al pueblo y se casó. La bellaHortensia tenía pretensiones, era muy hermosa y no quería casarse con uncualquiera. Después de todo hacía bien. En esto, un amigo mió, FermínMenchaca, capitán de barco metido a comerciante en Cádiz, fué al pueblo,donde acababa de morir su padre, que era patrón de una lancha; vio aHortensia y se enamoró de ella. Menchaca no estaba dispuesto a casarse,ni tampoco a dejar a Hortensia. La llenó de regalos y de joyas. Elladijo que no a todo. O
su mujer o nada. Menchaca prometió hacerla sumujer y Hortensia cedió. En el momento del matrimonio, Menchaca, que eravoluble, se escapó del pueblo, dejando a Hortensia embarazada.
La muchacha, nada tímida, al ver su abandono, vendió las joyas que lehabía regalado el amante y se presentó con su hija en Cádiz. Menchacaestaba en Filipinas; Hortensia fué a Filipinas, encontró a Menchaca y leobligó a casarse con ella.
Menchaca era un hombre exaltado, brutal, atrevido, con ideas geniales,capaz de cosas buenas y de cosas malas. Menchaca no era un hombrecompleto; creía como en un artículo de fe en esa simpleza de que a lasmujeres no hay que tomarlas en serio. Te lo dice un viejo, y un viejosolterón que ha adorado a las mujeres; Shanti, no creas nada de lo quedigan ellas, y menos lo que te digan de ellas. No creas que una mujeres, por serlo, débil o tímida o poco inteligente. El sexo es unaindicación muy vaga y las variaciones son infinitas. Si quieres sabercómo es una mujer, primeramente no te enamores de ella; despuésestúdiala con tranquilidad, y cuando la conozcas bien ... te pasará queya no te importará nada por ella.
—Trataré de seguir su consejo.
—Si puedes, pilotín; si puedes.... Como iba diciendo, a pesar de queMenchaca tenía medios de comprobar que Hortensia era un carácter, noquiso verlo ni reconocerlo. Menchaca se había asociado con este donMatías Cepeda que has visto; asociación extraña desde el punto de vistadel carácter, porque Menchaca era un hombre atrevido y lleno deiniciativas, y, por el contrario, Cepeda es el tipo vulgar delcomerciante escamón que va marchando rutinariamente sobre seguro. Cepedaes un asturiano que vino aquí sin un cuarto y hoy tiene una granfortuna.
—Pues eso, don Ciriaco, no me parece de tontos.
—¿Pero tú sabes por qué medio ha hecho Cepeda su fortuna?
—No.
—Pues con su físico.
—¿Con su físico? Tiene gracia.
—Sí, con su físico. Tú dirás que no es un Adonis; pero la fealdad en unhombre no es casi nunca un obstáculo. Cepeda llegó a Cádiz, de susmontañas de Asturias, y entró de dependiente en un gran almacén deazúcar, de café y de cacao de la calle de la Aduana; luego se casó conla dueña, y ésta, al morir, le instituyó heredero único, con lo quequedó viudo y riquísimo.
Cepeda era naturalmente tímido con su dinero; Menchaca le impulsó a losnegocios y los dos ganaron millones. El uno completaba al otro. Menchacaera el hombre de iniciativa y de brío, el que concebía los proyectos;Cepeda resolvía los detalles y las dificultades prácticas.
Menchaca, cuando se instaló en Cádiz, tuvo la veleidad de poner casa auna muchacha de Puerto Real, y de pasear con ella en coche y regalarlatrajes y joyas.
Entonces fué cuando se comenzó a hablar de que Hortensia se entendía conel socio de su marido, con Cepeda. Yo nunca lo creí. Menchaca era, comote he dicho, un exaltado, casi un loco, y al oír que su mujer leengañaba se enamoró de ella nuevamente. Menchaca ya era viejo.
Tendríacerca de cincuenta años, y un hombre de cincuenta años que se enamora escomo el caballo de un coche simón que se desboca. Menchaca abandonó a lamuchacha de Puerto Real y comenzó a vigilar a su mujer.
Ella estaba ofendida profundamente; él, celoso y sombrío, no quiso pedirexplicaciones ni reconocer su culpa, considerando este reconocimientocomo un agravio a su dignidad; una palabra a tiempo hubiera reconciliadoa los esposos; pero ninguno de ellos quiso pronunciarla. La hostilidadentre los dos se hizo cada vez mayor. Comían separados y no se veían nise dirigían la palabra.
En esto, estaban concluyendo en Portsmouth una fragata para la SociedadVasco-Andaluza; no le faltaba mas que algunos detalles. Menchaca fué aInglaterra a recogerla. No sé si sabrás que, cuando se construye unbuque, se hace un libro o cuaderno que se entrega por el constructor alprimer oficial que lo manda.
—Sí, lo sé. Se llama pliego de historia, y en él se anotan cuantascircunstancias se han observado en la construcción.
—Exacto. Pues cuando le entregaron el pliego de historia del barco yleyó el nombre, Menchaca estuvo a punto de tener una congestión.
—¡Demonio! ¿Cómo se llamaba el barco?
—La Bella Vizcaína.
—¿Nuestra fragata?
—La misma, pilotín, la misma. Y alguien encontró que la sirena delmascarón de proa tenía las facciones de la hermosa Hortensia.
—¡Bah!
—Fantasías que se inventan. Menchaca desde entonces quedó más sombríoque nunca. No era posible que a Cepeda se le hubiese ocurrido aquellaidea de bautizar así el barco, con el fin de mortificar a su socio. Elpensamiento partió seguramente de ella.
La situación del matrimonio seguía difícil y sin mejorar, cuando un díaMenchaca, jugando con unas pistolas, no se sabe si inadvertida ointencionadamente, se pegó un tiro en la sien y cayó muerto.
Al año Hortensia celebró su matrimonio con don Matías Cepeda; compraronla casa de la calle de la Aduana y la arreglaron.
Esas son cosas de todos los tiempos—concluyó diciendo don Ciriacofilosóficamente—, que han pasado, que pasan y que pasarán. Te hecontado la historia de Hortensia para que sepas qué clase de mujer es, ypara que no digas sin querer delante de ella alguna inconveniencia.
Comentamos los hechos y después hicimos honor a la cena, que fuéexquisita.
Don Ciriaco pensaba zarpar al día siguiente; yo quise acompañarle hastael barco; pero él no lo permitió.
—Tú vete a estudiar a San Fernando—me dijo—. No pasará mucho tiempoen que seas tú el que te vayas y yo el que me quede. ¡Adiós, Shanti!
—Adiós.
Nos abrazamos, él se metió en el bote y desapareció.
III
DOLORES DE VANIDAD
El domingo siguiente, por la mañana, marchaba yo a casa de doñaHortensia, por las calles de Cádiz. Iba con el corazón en un puño. Temíaque me recibieran mal o fríamente; pero no: mi paisana y su hijaDolorcitas me acogieron con grandes extremos de amistad.
Estaban preparándose para ir a misa, y yo las acompañé hasta una iglesiapróxima. A la vuelta dimos un paseo por la calle Ancha y la plaza deMina, y volvimos a casa.
El encuentro con don Matías me preocupaba. Aquella estúpida insinuacióndel señor Cepeda de que se burlarían de mí me intranquilizaba. Era muysuspicaz, como todos los hombres tímidos, y estaba siempre en guardia,creyendo ver ofensas en cualquier cosa.
Llegó don Matías y, efectivamente, me recibió con frialdad y como concierto alarde de no darme importancia.
—Este joven insignificante para mí no existe—era lo que parecía quererdar a entender aquel señor.
Don Matías era, aunque no de una manera ostensible, mi adversario. Hacíacomo si no me notara, por mi insignificancia; pero yo, a través de suaire indiferente, le sentía hostil. Tenía sobre mí la ventaja de hablarcastellano bien, y se valía de ella para humillarme. Es una ideaestólida y mezquina, muy frecuente en España, creer que se demuestrasuperioridad burlándose de una persona ingenua con frases de doblesentido que dejan estupefacto al que ignora su significado.
Don Matíasdemostraba así su superioridad.
Yo, al caer en uno de estos lazos burdos, me confundía, y don Matíassoltaba la carcajada.
Entonces, ya turbado, no sabía qué hacer y mirabadesde el amo de la casa hasta los criados como a enemigos que queríanhumillarme.
Es ridículo y absurdo cómo en la juventud se sufre por necedades sinimportancia.
Don Matías y yo nos sentíamos como tipos de distinta raza. El no debíanotar en mí suficiente respeto, y el que yo me permitiese tener opiniónacerca de las cosas le producía una mezcla de cólera y de asombro queahora me hubiera parecido cómica. El señor Cepeda no podía discurrir,razonar con libertad; no contaba con el suficiente número de ideas paracomparar y obtener juicios propios; verdad es que a la mayoría de lagente le pasa lo mismo.
Para suplir esta falta de ideas, don Matías se refugiaba en lasanécdotas. En su cabeza, cada idea tosca y primitiva lleva comoatornillada una serie de cuentos y de chistes.
—Eso no es así—decía, por ejemplo, al exponer yo una opinióncualquiera—, y te contestaré con lo que dijo Periquito Sánchez a donJuan Martínez en Cádiz, en el año de 27....
Y don Matías seguía así con una velocidad de galápago, hasta contar unaanécdota de una vulgaridad aplastante.
Como hombre de poca delicadeza natural y de cultura rudimentaria, noera, ni mucho menos, un modelo de discreción, y a veces tenía salidas depatán que le regocijaban muchísimo. En el fondo estaba sorprendido deverse a sí mismo tan alto; había hecho esfuerzos para convencerse de quesu caudal, que no dependía mas que de un matrimonio afortunado y de lasuerte, era obra de su talento y de su perseverancia.
Don Matías era el tipo del buen burgués: bruto, rutinario, indelicado y,en el ondo, inmoral.
Toda rutina le parecía santa, el precedente lamejor razón. Don Matías tenía sus manías; por ejemplo, ir siempre tardea comer para demostrar que los muchos trabajos no le permitían serpuntual.
Don Matías solía estar en su despacho con su gorro y su bata, cuando noandaba por el almacén, por entre hileras de sacos y de cajas, dandoórdenes o paseando con las manos cruzadas en la espalda.
El dependiente principal, que le conocía bien, un jerezano muy chistoso,decía del señor Cepeda que se pasaba el tiempo cortando papeles parallevarlos al retrete, o haciendo punta a los lápices lo más despacioposible para obtener el gusto de aparecer ante su familia como atareado.Hasta en eso era mezquino, porque hacía las puntas de los lápices cortasy cortaba los papeles pequeños. Roñoso para todo, era hombre de rumbopara los gastos de la casa y de la bella Hortensia. Tenía el sentimientodel comerciante rico que considera a la mujer como el mejor medio delucirse.
En la apariencia, don Matías era un hombre respetabilísimo, serio, deideas profundas; en el fondo era un pobre majadero, un caso depedantería y de vanidad grotescas. A Dolorcitas la trataba secamente, nopor ser su hijastra y no su hija, sino porque consideraba que ése era supapel de hombre de negocios.
Aquel solemne y majestuoso idiota creía que, para ser marido y padre ala inglesa, tenía que mostrarse frío con su mujer y su hija.
Esa tendencia anglómana que se ha desarrollado en algunos pueblosandaluces, no me resulta.
Los ingleses, que en general son tiesos yformales, tienen la ventaja de su tiesura y de su formalidad; pero estosanglómanos del Mediodía, con su mezcla de tiesura y de mandanga, meparecen bastante cómicos.
Dolorcitas, como era natural, no tenía mucho cariño por su padrastro.Don Matías varias veces le prometió llevarla al teatro, y luego, parademostrar su autoridad sin duda, hacía como que se olvidaba de supromesa y dejaba a la muchacha llorando.
Todos los domingos, después de almorzar, don Matías, con su levita, susguantes, su sombrero de copa y sus botas siempre crujientes, se marchabaal Casino Moderado, y no volvía hasta el anochecer.
Nos quedábamos de sobremesa doña Hortensia, Dolorcitas y yo. Dolorcitasy yo jugábamos como chicos, recorríamos la casa, subíamos a la azotea,íbamos al miramar.
La señora Presentación, una vieja muy graciosa y gesticuladora, a quienyo no entendía nada de cuanto hablaba, solía venir a avisar a laseñorita Dolores, que alguna de sus amigas acababa de llegar.
Cuando se reunía Dolorcitas con alguna amiga, entonces yo ya no jugaba:ellas jugaban conmigo. Recuerdo mis conversaciones con Dolores y con unaamiga suya, María Jesús; debían ser algo como el juego de un oso con dosmónitas.
Las amigas se contaban sus cosas al mismo tiempo, con una velocidadvertiginosa; yo, en cambio, marchaba como una gabarra cargada hasta eltope. No he podido hablar nunca el castellano rápidamente, y entonces,menos. Además, como buen vasco, he sido siempre un poco irrespetuoso conesa respetable y honesta señora que se llama la Gramática.
Las dos chiquillas charlaban haciendo monerías y gestos expresivos.Dolorcitas, a pesar de ser hija de vascongados, era tan aguda y tanredicha como una gaditana.
Después de María Jesús, que solía llegar la primera, venían a la casaotras chicas y chicos de la misma edad. Entonces yo me sumía en elmutismo; ¿para qué hablar, si por cada palabra mía ellos soltaban diez odoce?
Dicen que un nuevo idioma es una nueva alma, y hay algo de verdad enesto; yo comprendía, al oír aquellos muchachos, que no sólo no sabía elcastellano, sino que mi alma era distinta a la suya. Yo me sentía otracosa, pero no tenía el valor ni la fuerza para creer que mi espíritu,más concentrado y más sobrio, valía tanto como el de ellos, todoexpansión, palabras y muecas. Mi humildad me inducía a creerme unsalvaje entre civilizados.
Mi timidez me hacía pasar unos momentos horribles; una palabra, ungesto, cualquier cosa bastaba para que la sangre me subiese a la cara.
Dolorcitas sonreía al verme turbado. Veía que sufría y se alegraba. Erala crueldad natural de la mujer.
Luego, más tarde, no se contentaba con el placer de confundirme, sinoque le gustaba darme celos. Yo estaba enamorado. ¿Enamorado? Realmenteno sé si estaba enamorado, pero sí que pensaba en Dolorcitas a todashoras, con una mezcla de angustia y de cólera.
Si ella hubiese hablado un día con un joven y otro día con otro sinhacer caso de mí, quizá no me hubiera hecho efecto; pero veía que suscoqueterías me las dedicaba expresamente con intención de mortificarme,y esto me sublevaba.
En general, el amor es eso, sobre todo en las personas muy jóvenes, queno tienen preocupaciones espirituales; un instinto más cercano a lacrueldad y al odio que al afecto tranquilo.
A veces, huyendo de la coquetería y de los desdenes mortificantes deDolorcitas, pretextaba una ocupación cualquiera y me marchaba de casa dedon Matías. ¡Qué aburrimiento! ¡Qué saturación de fastidio! ¡Quéamargura interior!
El sol brillaba en las calles desiertas, el cielo estaba azul, el mar,tranquilo. ¿Qué hacer? El mundo entero me parecía inútil. El disgusto deuno mismo, la hostilidad del ambiente, la imposibilidad de formarse otroa gusto de uno, todo caía sobre mí con una pesadumbre de plomo.
En alguna ocasión que Dolorcitas vió en mí la decisión firme demarcharme y no volver por su casa, se sintió de nuevo cariñosa conmigo.Yo no me atrevía a reprocharle su coquetería claramente, pero sí le dijevarias veces que comprendía que no tuviera simpatía por mí, porque yoera más tosco que ella, y ella me contestó que yo le gutaba azí. Legustaba así para mortificarme.
Las tardes del domingo solíamos ir a la Alameda de Apodaca, Dolorcitas yalguna amiga suya; ellas muy elegantes, yo de marinerito.
Desde cerca de la Maestranza contemplábamos la bahía de Cádiz, tan azul;allá lejos, Rota y Chipiona brillando al sol con sus caseríos blancos;luego, la costa baja formando una serie de arenales rojizos hasta elPuerto de Santa María, y en el fondo, los montes de Jerez y deGrazalema, violáceos al anochecer, con una línea recortada y extraña enel horizonte.
Veíamos la entrada de alguna fragata o de algún bergantín que venía conel atoaje. Luego, al avanzar la tarde, nos dirigíamos a casa por lamuralla dando la vuelta a una punta que, si no recuerdo mal, se llama deSan Felipe.
Veíamos las baterías con sus cañones, avanzábamos por el adarve a mirarpor los huecos de las almenas. Tardábamos todo lo más posible en entraren casa. Al llegar a la Aduana comenzaba a obscurecer.
En las torres blancas de las casas próximas a la muralla quedaban aúnresplandores de sol.
Echábamos una última mirada a la bahía.
El mar, como un lago azul, se rizaba apenas por el viento; en los barcoscomenzaban a brillar las luces, y en el puerto resplandecía una fila defaroles; el cielo de otoño, un cielo azul y rosa, sin una nube, ibaobscureciendo. Las luces de San Fernando comenzaban a reflejarse en elagua, y la esfera del reloj del Ayuntamiento de Cádiz se iluminaba y sedestacaba en el cielo pálido.
Muchas veces, desde aquel sitio de la muralla, oíamos las lentascampanadas del Ángelus.
Al anochecer tomaba la diligencia en una plazoleta próxima y me marchabaa San Fernando con el espíritu angustiado y lleno de una extrañaamargura.
IV
LA PALMERA Y EL PINO
Algunas veces he oído referirse a una poesía de un poeta alemán, creoque de Enrique Heine, en donde un pino del Norte suspira por ser unapalmera del trópico.
Este símbolo podía representar la situación espiritual mía en aquellaépoca lejana en que estudiaba en San Fernando. Hoy, cosa extraña, no megusta nada el Mediodía, y tampoco me entusiasman las palmeras, que son,indudablemente, decorativas, pero que tienen aspecto de algo artificial.
En el tiempo de que hablo era yo el pino que aspira a transformarse enpalmera. Hubiese querido hablar con abandono y ligereza, saber hacerchistes y comparaciones y echármelas de Tenorio. Hasta se me ocurrióabandonar el mar y hacerme comerciante, o por lo menos empleado.
Ya no pensaba en islas desiertas ni en hacer de Robinsón; mis idealeseran otros. Quería transformarme en un andaluz flamenco, en un andaluzagitanado. Entrar en una de esas tiendas de montañés a tomar pescadofrito y a beber vino blanco, ver cómo patea sobre una mesa unamuchachita pálida y expresiva, con ojeras moradas y piel de color delagarto; tener el gran placer de estar palmoteando una noche entera,mientras un galafate del muelle canta una canción de la maresita muerta y el simenterio; oír a un chatillo, con los tufos sobre lasorejas y el calañés hacia la nariz, rasgueando la guitarra; ver a unhombre gordo contoneándose marcando el trasero y moviendo las nalguitas,y hacer coro a la gente que grita: ¡Olé! y ¡Ay tu mare! y ¡Ezo él; ésas eran mis aspiraciones.
Hoy no puedo soportar a la gente que juega con las caderas y con elvocablo; rae parece que una persona que ve en las palabras, no susignificado, sino su sonido, está muy cerca de ser un idiota; peroentonces no lo creía así. Cada edad tiene sus preocupaciones.
Entonces hubiera querido ser tan discreto, tan conceptuoso y tanalambicado como todos mis conocimientos.
Leí las novelas de Fernán Caballero, que tenían mucha fama; no megustaron nada, pero me convencí de que me debían gustar. Las he vuelto aleer después, y me han parecido una cosa bonita, pero mezquina. Me danla impresión de un cuarto bien adornado, pero tan estrecho, que dentrode él no se pueden estirar las piernas sin tropezar en algo.
Yo no comprendo bien el entusiasmo que ha habido en la España del sigloXIX por cultivar la mezquindad. En libros, en dramas y en toda clase deescritos se ha exaltado con fruición la más estúpida y fría mezquindad,como la única virtud del hombre.
En aquellos tiempos era demasiado tímido para pensar así, no porque nolo creyese en el fondo, sino porque no tenía confianza en mí mismo paraafirmar mis ideas categóricamente.
El no saber vivir como los demás me producía una sorda cólera, unaindignación frenética.
Me sentía como una rueda de reloj suelta que no engrana con otra.
La verdad es que si la civilización era lo que creía don Matías Cepeda:tener un almacén de cacao y de azúcar y otro almacén de chistes y defrasecitas, yo no llevaba camino de civilizado.
A veces me daban ganas de dar un puntapié a aquella gente, que despuésde todo no me servía para nada, y mandar a paseo a don Matías, a sumujer, a la niña y a todos sus amigos y amigas.
Yo no comprendía que había en mí una exuberancia de vida, un deseo deacción; no veía que alternaba con gente orgánica y moralmenteencanijada; que yo necesitaba hacer algo, gastar la energía, vivir.
Muchas veces, al asomarme a la muralla, al ver la bahía de Cádiz,inundada de sol, el mar somnoliento, dormido; los pueblos lejanos, consus casas blancas; la sierra azul de J