Las Inquietudes de Shanti Andia by Pío Baroja - HTML preview

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costas de Francia se llama corriente de Rennell, y queluego se incorpora al Gulf Stream; otra la corriente que baja hacia elÁfrica y se llama corriente de Guinea.

La corriente costera se mete en las grandes curvas que hace la costa, ydespués en las ensenadas y bahías, y lleva, además, restos orgánicos quese depositan en las playas.

Para el capitán Socoa, esta corriente, y sólo ella, ha producido elboquete de Lúzaro. La predilección de Socoa por el Gulf Stream seexplica porque viajó continuamente por el Golfo de Méjico y pudoapreciar la violencia de la corriente que parte de aquel punto y que escomo el horno que calienta las costas del noroeste de Europa.

Otro piloto antiguo, también contertulio de la relojería, aseguraba quelos arenales de Legorreta están formados por el viento.

Discutían los tres para demostrar que sólo lo que cada uno de ellosdecía era la verdad, y me preguntaron mi opinión.

—Creo que los tres tienen ustedes parte de razón—dije yo—. El río,como dice el farmacéutico, fué, sin duda, el que abrió las tierrasblandas hasta llegar al mar y hacer un boquete; la corriente costeravino después a ensancharlo, a redondearlo y a formar una ensenada;luego, el viento del noroeste, que sigue al Gulf Stream y que es elsemillero de todos los temporales del Cantábrico, fué echando las arenashacia Legorreta.

Por dar una opinión tan sensata y desapasionada, fuí calificado depancista y de pastelero.

Si hubiese sido ya antropólogo entonces el hijo de Recalde, hubieraencontrado, probablemente, que todos ellos tenían la cabeza redonda yque por eso eran tan absolutistas y violentos.

III

LA TERTULIA DE LA RELOJERÍA

Mi madre quería que, aprovechando mi licencia, me casara. Me teníadestinada la hija de un propietario de Lúzaro, más vieja que yo,feúcha, flacucha y mística. Yo, la verdad, no estaba muy decidido.Sabido es que los marinos no somos modelo de amabilidad ni desociabilidad. La perspectiva de los viernes con vigilias y abstinencias,que me prometía el destino, de unirme con Barbarita, así se llamaba lacandidata de mi madre, no me sonreía. Mayormente, las mujeres de Lúzaro,a pesar de su dulzura, tienen bastante afición a hacer su voluntad. Comoson casi todas hijas y mujeres de marinos, el vivir mucho tiempo solasles ha dado decisión y energía, y las ha acostumbrado a no obedecer anadie.

Hoy no debe pasar esto, no porque las mujeres se hayan hecho máshumildes, sino porque apenas quedan en Lúzaro marinos de altura, con locual las mujeres tendrán, de grado o por fuerza, que soportar a susrespectivos esposos, todos los días del año.

El caso de mi amigo Recalde, padre del actual antropólogo, que mecontaron en la relojería, me pareció sintomático.

Recalde, mi antiguo camarada, el terrible Recalde, el piloto másatrevido y más valiente del pueblo, se había casado con la Cashilda, lahija del confitero de la plaza, muñequita con los ojos azules, muymodosita y formal. Todo el almíbar, todo el cabello de ángel de latienda de su padre se le había comunicado a ella.

Recalde era un déspota: decidido, audaz, acostumbrado a mandar como semanda en un barco, no podía soportar que nadie le contrariase. Se casó,pasó la luna de miel; la Cashilda tuvo un niño, el antropólogo; Recaldeestuvo luego navegando tres años, y volvió a su hogar a pasar unatemporada.

El primer día, al volver a su casa, quiso ser fino:

—¿Qué hay? ¿Ha pasado algo?—le preguntó a su mujer.

—Nada. Estamos todos bien.

—¿Ha habido muertos en el pueblo?

—Si; don Fulano, don Zutano. La señora de Tal ha estado enferma.

Recalde escuchó las noticias, y después preguntó:

—¿A qué hora se cena aquí?

—A las ocho.

—Pues hay que cenar a las siete.

La Cashilda no replicó.

Recalde creía que el verdadero orden en una casa consistía en ponerla ala altura de un barco.

Al día siguiente Recalde fué a su casa a las siete, y pidió la cena.

—No está la cena—le dijo su mujer.

—¿Cómo que no está la cena? Ayer mandé que para las siete estuviera lacena.

—Sí; pero la chica no puede hacer la cena hasta las ocho, porque tieneque estar con el niño.

—Pues se le despide a la chica.

—No se le puede despedir a la chica.

—¿Por qué?

—Porque me la ha recomendado la hermana de don Benigno, el vicario, yes de confianza.

—Bueno; pues mañana, haga la cena la muchacha o la hagas tú, se ha decenar a las sietes.

Al día siguiente, la cena estaba a las ocho. Recalde rompió dos o tresplatos, dió puñetazos en la mesa, pero no consiguió que se cenara a lassiete, y cuando la Cashilda le convenció de que allí se hacía únicamentesu voluntad, y que no había ningún capitán ni piloto que le mandara aella, para remachar el clavo acabó diciendo a su marido:

—Aquí se cena todos los días a las ocho, ¿sabes, chiquito? Y si no teconviene, lo que puedes hacer es marcharte; puedes ir otra vez anavegar.

Y la Cashilda, mientras decía esto, le miraba a Recalde sonriendo, consus ojos azules.

Recalde, el terrible Recalde, comprendió que allí no estaba en su barco,y se fué a navegar.

Este caso ocurrido con mi camarada, ejemplo de laenergía femenina luzarense, no me inducía a casarme, ni aun con laespiritual Barbarita. Me contaron el proceso de este conflicto familiarentre Recalde y la Cashilda, en la relojería de Zapiain, que era elmentidero de las personas pudientes del pueblo. Mi tío, el viejo Irizar,fué el que me llevó allí. Todavía no se había fundado el casino deLúzaro, que, después de una época de pedantería y de esplendor, quedóreducido a una reunión soñolienta de indianos y de marinos retirados.

En la relojería me enteré de cuanto pasaba en el pueblo. Casi todos loscontertulios eran carlistas y fanáticos; yo no lo era; pero allí pasabael rato enterándome de las vidas ajenas, y me entretenía. Mi norma erano discutir cuestiones de política ni de religión.

El que por las trazas debía de ser liberal, mucho más aún de lo que semostraba en público, era el boticario Garmendia. No le conveníadesenmascararse por completo; pero, en el fondo, no tenía ideasreligiosas.

Garmendia no se atrevía a mostrarse francamente volteriano, y procedíaen la conversación con insidia, por frases sueltas, por observaciones alparecer cándidas.

Los que más se indignaban con él eran dos carlistas cerrados, venidosdel interior de la provincia: el uno, administrador de un título; elotro, contratista de piedras.

El administrador se llamaba Argonz; el contratista, Echaide.

Garmendia les sacaba fuera de quicio con sus observaciones, al pareceringenuas, pero de doble fondo.

El boticario decía, por ejemplo, que había conocido algún protestante ojudío, buena persona, y añadía que era para él muy extraño y muy tristeque un hombre que profesaba una religión falsa pudiera ser mejor quemuchos católicos.

—¿Qué importa que un hombre sea bueno o malo, si no escristiano?—preguntaba Echaide, furioso.

—Hombre, sí importa.

—No importa nada—replicaba el otro—. Nada. Si no va a misa, no sepuede salvar.

Garmendia les mortificaba continuamente. Lo mismo Echaide que Argonzeran muy aficionados a la sidra y al chacolí, y a toda clase de licores.

—Es una lástima—les dijo una vez Garmendia—que los vascongados, apesar de ser tan religiosos, sean tan borrachos.

—¡Mentira!--exclamó Echaide, poniéndose rojo de indignación—. Elpueblo vascongado es un pueblo honrado, y los que le denigran sonindignos de pertenecer a él.

—Son unos canallas—añadió Argonz, con los ojos fuera de las órbitas.

—No lo dudo—replicó Garmendia—. Soy tan vascongado como cualquiera,pero siento que a mis paisanos les pase lo que a los irlandeses, que sonmuy religiosos, pero les gusta demasiado el vino.

—¿Y qué? ¿Por qué no les ha de gustar?

Los dos carlistas exaltados comprendían que Garmendia era su enemigo, yuno de ellos dijo una vez, amenazadoramente:

—Lo que hay que hacer aquí es salir al campo con el fusil, y a todoliberal que se encuentre,

¡fuego!

—Y por la espalda—añadió el otro, con la cara inyectada de rabia.

El relojero era de estos hombres que a todo el mundo dan la razón, y,con su lente en el ojo derecho, movía la cabeza, en señal deasentimiento, a cuanto decían sus contertulios; pero, al marcharse loscarlistas exaltados, murmuraba:

—Son unos bárbaros: la Inquisición no es para estos tiempos. El mundomarcha.

Esta frase no expresaba para Zapiain mas que el contento de vivirtranquilo y satisfecho, sin guerras ni trifulcas.

Uno o dos meses después de llegar yo a Lúzaro, en la relojería secomenzó a hablar a todas horas de las minas de hierro que se estabanexplotando en Izarte, y del embarcadero que se iba a construir en unextremo de la playa de las Animas.

Estas minas se habían descubierto y comenzado a explotar mientras yoestaba viajando. Dirigía los trabajos un tal Juan Machín, hijo deLúzaro, a quien se recordaba haber conocido holgazaneando por el pueblo.

En mis tiempos de chico, hablaba mucho de minerales y de filones dehierro un señor que se llamaba don Juan Beracochea, de quien la gentesolía burlarse porque andaba con un criado suyo haciendo excursiones porlos montes próximos, y decía que los alrededores de Izarte valían unamillonada.

Beracochea era hombre con tipo de mosquetero: nariz aguileña, barbanegra en punta, sombrero de ala ancha y melenas. Llevaba un bastóngrueso, cuyo mango era un martillo, y volvía de sus paseos con losbolsillos llenos de piedras.

Beracochea tenía fama de hereje; él decía con orgullo que su padre habíasido uno de los primeros suscriptores a la célebre Enciclopediametódica de Diderot. Cuando se murió se encontraron en su casa muchoslibros. La sobrina de Beracochea, que era la heredera, llamó a donBenigno, el vicario, para que los examinara, y éste afirmó que aquelloslibros eran tan malos, que era mejor quemarlos. Algunos preguntaron cómohabía averiguado la maldad de estos libros el buen cura, no sabiendofrancés e inglés, idiomas en que la mayoría estaban escritos; pero unvicario no necesita de eso para comprender la ponzoña que hay encerradaen el papel impreso.

Beracochea tenía una porción de minas denunciadas;pero, a pesar de la decantada bondad del mineral, no pudo explotarlas nivenderlas.

En esto apareció Juan Machín, en compañía de unos ingleses; se entendiócon la sobrina de Beracochea, formaron una sociedad y comenzaron aganar dinero.

De un vagabundo de mala fama, Machín se convirtió en hombretodopoderoso: daba trabajo, favorecía a los pescadores, era unpersonaje.

Juan Machín se casó con una mujer rica de Bilbao; compró una casasolariega en Izarte, y comenzó a arreglarla a su gusto.

Varias veces me dijeron que fuera a ver los trabajos y excavaciones quese hacían en el pueblecito vecino; pero no tenía gran curiosidad, y nohubiese ido por allí a no aconsejarme mi madre que fuera, aunque porotra causa.

Mi abuela había dejado un caserío en Izarte, sobre las dunas de la playade las Ánimas. Este caserío se llamaba Bisusalde.

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Bisusalde correspondía a mi madre, y estaba alquilado a un inglés. Nosabía mi madre el contrato que mi abuela había hecho con él; y como seacercaba Año Nuevo, quería averiguarlo para cobrar la renta.

Este motivo me hizo sacudir la pereza e ir despacio, una mañana denoviembre, a la playa de las Ánimas. Fuí por el monte Izarra; queríarecorrer aquel camino del acantilado que tantas veces pasé de niño,echar una ojeada a la cueva de la Egansuguía y recordar el olor de lasaliagas y de los helechos, ya olvidado por mí desde la infancia.

IV

LA PLAYA DE LAS ÁNIMAS

El monte Izarra forma una pequeña península: a un lado tiene el boquetede Lúzaro, al otro, una playa extendida algunos kilómetros entre lapunta del Faro y los cantiles pizarrosos de la parte de Elguea.

Esta playa es la llamada playa de las Ánimas; playa solitaria ydesierta. Sobre ella, dominándola en toda la extensión y limitando elarenal, hay como una cornisa de dunas de treinta o cuarenta metros en laparte más alta, formadas por masas de arena y de arcilla, amarillentas yblancas, cortadas en unas partes a pico, en otras constituídas pormamelones terrosos llenos de grietas, de anfractuosidades y detorrenteras. Un hilo de agua rompe esta barrera de dunas y corre por elfondo del barranco. Esta pequeña corriente se llama Sorguiñ-Erreca (elarroyo de las Brujas). En el combate del mar con la tierra, en unaspartes el mar roe la costa, transformándola en acantilado, haciéndoladesmoronarse; en otras, por el contrario, la tierra avanza; la arena seconvierte en duna; la duna se defiende con sus hierbas, con sus algas;resiste el empuje del mar, se consolida y se afianza como terrenofuerte. Sobre las dunas de la playa de las Ánimas la vegetación se hacecada día más tupida, y van llegando las praderas y las heredades deIzarte hasta el borde mismo de la cornisa.

Hacía el lado del Izarra, en un pequeño promontorio, hay un faro de pocaimportancia; por el lado de Elguea se ve toda la costa española y partede la francesa.

La playa de las Ánimas es punto donde se desarrollan grandes temporalesy galernas.

Este mar de las costas vascas es de los más salvajes, de los másviolentos; tiene cóleras rápidas e imprevistas; es pérfido y cambiante,hierve, tiembla, siempre agitado y tumultuoso.

Aquí, en el fondo del golfo de Gascuña, el Cantábrico tiene muchaprofundidad, la costa es de roca y las corrientes fuertes.

En invierno, la playa de las Ánimas es triste; la bruma blanquecinacubre el mar; jirones de niebla se levantan por el Izarra, y el aire yel agua se confunden. Ni una línea se destaca claramente; cielo y aguason la misma cosa: un caos sin forma y sin color.

Se siente ese silencio del mar lleno del gemido agudo del viento, delgrito áspero de las gaviotas, de la voz colérica de la ola, que va enaumento hasta que revienta en la playa y se retira con el rumor de unamultitud que protesta.

Muchas veces el cielo gris permite ver perfectamente a lo lejos; hay unaclaridad difusa, que parece no venir del cielo entoldado, sino del marblanquecino y turbio; las olas, de un color de arcilla, llegan conmeandros dislocados de espuma a dejar en la playa una curva plateada, yla resaca hace hervir la arena al contacto del mar.

Las gaviotas juegan por encima de las olas, se meten en las concavidadesabiertas entre unas y otras, descansan sobre las espumas, se acercan ala playa a mirar con sus ojos grises, en donde se refleja la luz apagadadel día, y lanzan ese grito salvaje parecido al áspero chirriar de lalechuza.

Muchas veces, en pleno invierno, se aligera el cielo, huyen las nieblasy queda el mar azul, admirable; pero nunca la playa de las Ánimas da unaimpresión de serenidad, de belleza, como en otoño, después de pasar lastormentas equinocciales.

Sabido es que la climatología oceánica y terrestre no es igual; entierra, el máximum de frío y de calor es febrero y agosto; en el mar, esmarzo y septiembre.

Octubre, en nuestras costas, es el verdadero principio del otoño; cuandola tierra empieza a enfriarse, el mar sigue templado.

En estos días tranquilos, suaves, de temperatura benigna, se puedenpasar las horas dulcemente contemplando el mar. Las grandes olasverdosas se persiguen hasta morir en la playa; el sol cabrillea sobrelas espumas, y al anochecer algún delfín destaca su cuerpo y sus aletasnegras en el agua.

Ese espectáculo de las olas, tan pronto tranquilas en su marcha comolanzadas a la carrera en un furioso galope, tiene, a pesar de sumonotonía, un inexplicable interés. Es un líquido cargado de sales,movido por el viento con un ritmo mecánico en su circulación, y, sinembargo, da la impresión de una fuerza espiritual de algo infinito.

Los días de viento sur, los promontorios lejanos se ven con una claridaddiáfana, y la costa de Francia y la de España se dibujan como en unplano en el mar. En estos días la arena no echa fuego, como en elverano; espejean los charcos dejados por la marea; el liquen de lasrocas verdea más al sol; en los agujeros redondos formados por los mangos de cuchillo se escapan burbujas al pasar la ola; las algasnegruzcas forman madejas semejantes a correas, y los fucus y laslaminarias y las gelatinosas medusas brillan en el arenal.

Al anochecer, el crepúsculo hace ostentación de su magia; el sol tienefantasías, aparece en un fondo de nubes rojo, da a la superficie de lasolas reflejos rosados e inunda a veces el mar de luz dorada, dejándolocomo un metal fundido.

Por marzo, cuando el invierno ha pasado; cuando la estufa, encendida porlos rayos solares en el verano, se extingue por completo, el mar estáfrío. Entonces es la época de los grandes temporales, de las mareasvivas, con el flujo y el reflujo muy grandes.

Casi siempre, antes de las tempestades, el mar arroja a la playa medusasy estrellas de mar, algas y trozos de madera arrancados del fondo delabismo por las agitaciones interiores del Océano.

Después de los temporales y de las lluvias abundantes, ese hilo de agualimpia que sale del barranco abierto entre las dunas Sorguiñ-Erreca(el arroyo de las Brujas), se hincha, se agranda y se convierte a vecesen un torrente.

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V

FRAYBURU

Y con la suavidad del mar en la playa, contrasta la violencia de lasolas en la punta del Faro, hacia el lado del Izarra, en los arrecifes deFrayburu.

En pocas partes la conjunción del mar y de las rocas se verifica de unamanera tan violenta, tan tumultuosa, tan trágica como en esos peñascalesdel Izarra, dominados por ese islote negruzco llamado Frayburu.

Desde la barandilla del faro, el espectáculo es extraordinario; abajo,al mismo pie del promontorio, hay una sima con fondo de roca, y allí elagua, casi siempre inmóvil, poco agitada, es de un color sombrío; a lolejos, el mar aparece azul verdoso; cerca del horizonte, de un tono deesmeralda. Cuando el viento riza las aguas, toman el aspecto y el brillode la mica, y se ve el mar surcado por líneas blancas que indican lasdiversas profundidades.

Lejos, detrás del Izarra, las lanchas pescadoras, negras, pareceninmóviles; algún barco de vela se presenta en el horizonte, y pasa unagaviota despacio, casi sin mover las alas.

Toda esta serenidad, toda esta placidez se cambia en agitación y enviolencia cerca de la costa, junto al acantilado del Izarra, con suslajas pizarrosas, negras, hendidas, y sus rocas diseminadas comomonstruos marinos entre las aguas.

La lucha del mar y de la tierra tiene en estos arrecifes acentossupremos. El agua está allí como desesperada, verde de cólera, sin unmomento de reposo, y lanza contra las rocas todas sus furias, todas susespumas.

Los peñascales negros avanzan desafiando el ímpetu de la olaembravecida, y por las hendiduras de las rocas, huellas del combatesecular entablado entre el mar y la tierra, penetra el agua y salta a lolejos en un surtidor blanco y brillante como un cohete.

Se piensa vagamente si el mar tendrá algún misterioso designio alquerer conquistar estos peñascos, y que lucha y se desespera al noconseguirlo. Vienen a lo lejos las olas como manadas de caballossalvajes, adornados con crines de plata, empujándose, atropellándose;asaltan las rocas, se apoderan de ellas; pero como si les faltara laconfianza en su dominación, la confianza en su justicia, vuelven atráscon el clamor de un ejército derrotado, en láminas brillantes, en hilosde agua, en blancos espumarajos.

El hombre, sin duda, no está organizado para comprender lo trascendentalde lo que es extraño a él. Así presta sus designios a las cosas einventa las religiones; así supone que el sol está hecho para alumbrarley las estrellas para adornar su noche.

Todo lo vaciamos en el molde de nuestro espíritu; fuera de ese pequeñomolde, no tenemos nada para asir y comprender las cosas que pasan pordelante de nosotros. Por eso damos a todo el universo, desde la gota deagua hasta Sirio, una intención humana.

Así, alguna de estas olas se nos figura que suben arteramente, buscandoel camino estrecho y tortuoso, como una guerrilla intrépida, y ya desdela cumbre de un peñascal bajan en una rápida fuga.

Frayburu, negro, en medio de las aguas espumosas, parece unarepresentación del orgullo y de la fuerza de la tierra frente a las irasdel mar.

En los días de oleaje, Frayburu desaparece como tragado por las espumas,y vuelve a surgir por instantes con su color negro, su piel de monstruomarino y la franja de meandros de plata que lo ribetea.

¿Este peñasco misterioso y extraño exaltaría la imaginación de unHamlet? ¿Es la ruina de un castillo? ¿Es un enorme delfín? ¿Es untiburón? ¿Es una esfinge que mira al mar, o la cabeza pensativa de unsabio?

El hombre de la costa no ha querido que sea un delfín, ni un tiburón, niuna ruina; ha decidido que sea la cabeza de un monje y le ha llamadoasí, en vasco: Frayburu.

La imaginación fabrica cosas extrañas con las nubes y con las rocas, conlo más impalpable y con lo más duro. En las forjas del espíritu sefunden todas las substancias.

El Izarra presenta también motivos de fantasía para las imaginacionesvagabundas; en ese alto acantilado, paredón gigantesco, pizarroso, convetas blancas, las hornacinas se abren como esperando una imagen; losbalcones, ribeteados por liquenes verdes, se alargan en lo alto.

Podríaasomarse allí una ondina o una hada. A veces, al pie de este acantilado,aparecen manchas rojas de algas adheridas a las peñas, que sugierencierta idea trágica.

Pero cuando la costa y, sobre todo, Frayburu llegan a lo álgido de sufuerza, al paroxismo de su misterio, es al anochecer. Entonces elhorizonte se alarga bajo la bruma rojiza, el cielo azul del crepúsculova palideciendo y sus colores de rosa se tornan grises; los promontorioslejanos, dorados por el último resplandor del sol, desaparecen en laniebla, y Frayburu se yergue en la soledad de su desolación másmisterioso y más sombrío, en su continuo reto lanzado al cielo obscuro yal mar hipócrita que intenta conquistarlo.

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VI

BISUSALDE

Una mañana de otoño llegué a la playa de las Ánimas antes del mediodía.Un hombre iba con un carro por el arenal, aguijoneando la yunta; se oíael chirrido de los ejes de la carreta y el ruido crepitante de la arenabajo las pezuñas de los bueyes.

Pregunté al boyero por dónde se subía más de prisa a Bisusalde, y memostró el camino, que, al principio, más que camino, era una escaleraformada por tres o cuatro tramos hechos con vigas y que terminaba en unacuesta en zig-zag. Este sendero se llamaba Cuesta de los Perros (Chacuraldapa).

Más avanzado que ninguna de las casas de Izarte, más al borde de lasdunas estaba el caserío de mi abuela, un caserío negro, con un balcóncorrido hacia el lado del mar.

Se llamaba Bisusalde (cerca de las borrascas). Realmente, el vientodebía azotar allí de una manera furiosa.

Me acerqué a contemplar el caserío: la fachada que miraba al mar eratoda negra; la otra tenía un jardín abandonado, con dos cipreses secos,y luego una huerta, que se continuaba con un prado.

Entré en la casa y llamé. Esperé algún tiempo, y un hombre que trabajabaen la huerta me dijo que el capitán, así llamaba sin duda al amo, noestaba en casa. Había ido a Elguea con su hija.

Recordé que aquel viejo era el mismo que encontramos Recalde y yocuando, después de nuestra expedición al Stella Maris, anduvimosbuscando al que tenía la llave de la lancha que solía estar atada en lapunta del Faro.

Pregunté al viejo cuándo volvería el señor, y me dijo que por la tarde,a eso de las cinco.

Me dirigí hacia el pueblo, formado por quince o veinte casas agrupadasen derredor de la iglesia, y me detuve en una venta del camino, con elobjeto de almorzar, y de paso a enterarme de la clase de gente que vivíaen Bisusalde.

La venta era de esas mixtas entre campesina y marinera; tenía laspuertas y las paredes pintadas de verde, mostrador en el portal y a unlado un cuarto pequeño con una mesa de pino, blanca, un espejo cubiertocon gasa y varias sillas.

Estaba todo limpio a fuerza de arena y de baldeo. Contiguo a la ventahabía un soportal con una fragua: en aquel momento estaban herrando a unbuey amarillento.

Llamé; vino una mujer, a quien pregunté si podía comer algo; me dijo queesperara un momento. Hablamos; le expliqué quién era y a lo que iba, y amis preguntas contestó dándome los informes que le pedía acerca delinquilino de nuestro caserío.

El hombre de Bisusalde a quien llamaban el capitán era un marino inglés,que vivía con su hija, muchacha de catorce o quince años, y un criado,llamado Allen.

Algunos aseguraban que el viejo había sido pirata; pero esto, según lamujer de la venta, eran ganas de hablar.

El inglés daba lecciones de su idioma y solía ir todos los días aElguea, donde tenía varios discípulos. Le habían invitado también aestablecerse en Lúzaro, pero no quería: prefería vivir en Izarte.

La vida de aquella gente era muy sencilla y muy pobre. Por las mañanas,el capitán y su hija solían recorrer la playa desierta, los dosdescalzos. Había una cueva pequeña en las dunas con una puerta; allí,los días buenos, la chica entraba a desnudarse, se ponía un traje debaño y se metía en el mar. Solía estar nadando, y cuando se cansaba, alsalir a la playa, su padre le ponía una manta blanca.

Por la tarde, después de almorzar, el capitán iba a Elguea y volvía porla playa despacio.

Muchas veces se quedaba entre las rocas hasta elanochecer.

La chica apenas aparecía en el pueblo; el criado trabajaba en el campo,y los domingos iban los tres al faro de las Ánimas, pues se trataban conel torrero y su familia.

La mujer de la taberna añadió que al principio decían que Mary, la hijadel capitán, era débil; pero que con aquella vida al aire libre seestaba haciendo una muchacha muy robusta.

Todos estos datos contribuyeron a hacerme creer que aquella gente erabastante misantrópica y extraña.

Después de almorzar y descansar en la venta, me fuí por el borde de lasdunas adelante. Serían las cuatro y media, cuando vi al capitán y a suhija, que volvían, hacia su casa, por la playa. El iba despacio; ellacorría, tiraba piedras, gritaba.

La subida por la Cuesta de los Perros era bastante fatigosa, y el vi