Las Inquietudes de Shanti Andia by Pío Baroja - HTML preview

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Por la noche fui al Guezurrechape, como había prometido. Allá estabanLarragoyen y sus amigos, que me recibieron entre aplausos y gritos. Yanadie se acordaba de los sepultados por la mañana en el mar. Así es lavida. Ellos vivían, después de haber estado cerca de la muerte, ycelebraban su fortuna. Andaban todos un poco intoxicados por el alcoholy se contaban uno a otro las mismas cosas que juntos habían visto. Engeneral ninguno quería creer en la buena intención de Juan Machín alsocorrernos.

—¿Pero qué otro objeto podía tener?—pregunté yo.

—¡Quién sabe, Shanti, quién sabe!--me dijeron.

Alguno llegó a manifestar la sospecha de si Machín no habría salido consu barco con la idea de hacernos naufragar. No era posible convencerlesde otra cosa y los dejé. A un marinero, y a un marinero vascongado, nose le convence nunca de nada.

Yo pensaba que Machín era, sin duda, un hombre violento, capaz de cosasbuenas y de cosas malas, dispuesto lo mismo a salvar a una personaexponiendo su vida que a asesinarla; pero ni al mismo Larragoyen, queera una persona sensata, le pude convencer de esto.

Se olvidaron los detalles tristes de la jornada, para entregarse a laalegría y al vino. Yo me senté entre los patrones y tomamos café y ron.

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Shempelar, el del astillero, sacó a relucir una canción que se repitióhasta el mareo. La gracia de la canción consistía principalmente en quese refería a un capitán piloto y se hablaba de un Shanti.

En el fondo, la canción no decía nada; ¿pero eso qué importa? Casisiempre, y aunque parezca absurdo, cuando menos dice una canción esmejor. La canción era así: Ni naiz capitán pillotu

Neri bear rait obeditu

Buruban jartzen batzait neri

Bombillun bat, eta

Bombillum bi

Eragiyoc Shanti

Arraun orí.

(Yo soy el capitán piloto—Hay que obedecerme a mí—Si se me ponen en lacabeza—Una botella grande—y dos botellas—¡Mueve Shanti ese remo!)Así estuvimos repitiendo canción y estribillo hasta media noche.Después se cantaron otros muchos zortzicos y luego vino un muchacho conun acordeón, que trenzaba, sin parar, la música más heterogénea; un valsse convertía en una habanera, y ésta aparecía al final con las notas de La Marsellesa o de un himno cualquiera.

Yo, en el estado de pesadez que me encontraba entre los vapores delalcohol y el humo del tabaco, perseguía estas melodías atropelladas,monstruosas, que salían de la filarmónica y que iban cambiando a cadainstante.

A veces decía:

—Bueno, señores, me voy—y me levantaba para marcharme.

—No, no—decían todos.

—No te vayas, Shanti—gritaba un viejo.

—Tengo que marcharme.

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Ese patrón al agua! No te vayas, Shanti—gritaban losdemás.

Cuando ya no podíamos con nuestra alma, abandonamos el Guezurrechape, ynos fuimos a casa. Llovía, el muelle estaba cenagoso; yo me equivoqué yen vez de ir hacia casa fuí al Rompeolas. Gracias al sereno, que meencontró y me acompañó hasta casa, pude encontrarme al amanecer en micuarto.

VII

MACHÍN DESAPARECE

Hacía ya mucho tiempo que Machín no se ocupaba de Mary ni de mí paranada. No se le veía jamás por Lúzaro.

Se iba acercando el día de nuestra boda.

Una noche, al entrar en casa, vi a Machín que me esperaba en el portal.Me eché a temblar, lo confieso. ¿Qué querria aquel hombre?

—Tengo que hablar con usted—me dijo.

—Bueno, pase usted a casa—le indiqué.

Pensé que no intentaría atacarme. Además, yo era más fuerte que él.

Pasó Machín, subió las escaleras conmigo, entró en mi cuarto y se quedómirando los libros de mi armario y los cuadros de las paredes, con grancuriosidad.

—¿Vienen de casa de su abuela estos cuadros?—preguntó.

—Sí.

Quedó mirándolos de nuevo. Yo le contemplaba con marcada impaciencia.

—Usted dirá lo que quiere ...—le advertí.

—Sí. Voy a decírselo a usted en seguida. Me entregó usted un sobre delpadre de Mary....

—Cierto.

—Pues yo le tengo que entregar a usted otro para ella. Déselo usted eldía de la boda.

—¿No será una venganza?

—No, no; puede usted estar tranquilo. Dígale usted que es de parte desu familia. Será para usted y para ella una sorpresa agradable. Tomé elsobre, vacilante. El siguió mirándolo todo con atención. Luego me dijo:

—¿Está su madre de usted?

—Sí.

—Quisiera saludarla.

—Bueno, pase usted.

Entramos en el cuarto de mi madre que, al ver a Machín, quedósorprendida no se por qué: Machín estuvo con ella muy amable. Hablaronlos dos largo rato. Yo estaba inquieto con aquella visitaincomprensible.

—¿Qué cambio es éste?—me preguntaba.

Al salir Machín, me dijo:

—Quiero marcharme de Lúzaro. Probablemente ya no nos volveremos a ver.¿Me guarda usted rencor?

—No, nunca, a pesar de que creo que tengo motivos.

—Entonces, ¡adiós!

Me tendió la mano, yo alargué la mía y me la estrechó con fuerza.

Al volver encontré a mi madre un poco excitada.

—¿Qué te pasaba?—la dije.

—Nada, que al verle entrar he creído que venía mi hermano Juan.

—¿Eh?

—Sí.

—¿Tanto se parece?

—Es idéntico.

El tal Machín era un tipo raro en todo, en su conducta, en sus parecidosy en las simpatías y antipatías que despertaba.

Días después, una mañana de otoño muy clara y muy hermosa, Machín, consu criado, se embarcó en la goleta. Pasaron días, semanas; han pasadoaños; no ha vuelto a saberse más de él.

El día de mi boda, al llegar a casa de mi madre, Mary abrió el sobre queme había dado Machín. Cayeron sobre la mesa una porción de papeles. Eranacciones de minas, títulos de la Deuda..., una fortuna. Entre elloshabía una carta, que decía así:

«Mi querida Mary: La carta de tu padre que me trajo tu marido hace algúntiempo me reveló que tú y yo somos hermanos, hijos del mismo padre.Shanti, a quien tanto he odiado, es pariente mío, casi hermano.

»Yo soy hijo de Juan de Aguirre y de una muchacha, sirviente de casa denuestra abuela. No le culpo a mi padre del abandono en que me hantenido. La fatalidad lo ha dispuesto así.

»Tu marido y tú tendréis seguramente la idea de que soy un hombreperverso y dañino. No he podido ser otra cosa; todo el mundo me hizosufrir cuando era un miserable; yo he contestado haciendo sufrir a losdemás cuando he sido poderoso.

»La bondad es la fuerza de los privilegiados. La envidia y la tristezadel bien ajeno son enfermedades del espíritu. Los que han luchado y sehan agitado en los antros donde se muerden los pestíferos estáncontagiados.

»No todo el mundo puede ser sano, ni todo el mundo puede ser bueno. Yoaun no lo puedo ser, y como no lo puedo ser, al enviarte esta dote a ti,hermana mía, para que puedas vivir con tu marido, pienso que ésta es mivenganza, la venganza del abandonado, la venganza del sarnoso contra elsano, la venganza del miserable con el descendiente de la familiaconsiderado y mimado.

»Adiós, querida hermana. Felicidades.

»Juan.»

Al escribir esta carta se veía que Machín habla arrugado el papel y lohabía mojado con sus lágrimas.

Machín, nuestro enemigo, se convertía en nuestro protector y nuestropariente.

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LIBRO SEXTO

LA SHELE

I

HABLA EL MÉDICO VIEJO

Unos días después de mi matrimonio, el médico viejo me encontró en lacalle y me dijo con grandes extremos que fuera a su casa. Me tenía quehablar. Fuí después de comer; pasamos a un despacho con armarios, quetenía en las paredes unas láminas anatómicas bastante desagradables; eldoctor me hizo sentarme en una poltrona, y me dijo:

—¿Sabrás que se marchó Machín?

—Sí, ya lo sé.

—¿Sabes a qué se debe el cambio que hizo con relación a tu novia y ati?

—No.

—Pues a lo que le conté el mismo día que fuimos a verle en estedespacho. Estaba ahí sentado, donde tú estás. Al principio me oíairónicamente, con aquella sonrisa dolorosa que le caracteriza; perocuando le conté lo que te voy a contar a ti, se transformó. Lloraba comoun chico. No creía que tuviera el corazón tan blando. Yo mismo meconmoví.

—¿Y a qué se refiere lo que me va usted a contar?

—Se refiere al padre y a la madre de Machín.

—¿Los ha conocido usted?

—Sí.

—¿A los dos?

—A los dos.

El médico empezó así:

—Hace ya más de cuarenta años acababa yo de venir de Regil, en dondeestuve dos años de médico.

En aquella época Lúzaro no era como ahora; había cuatro o cincofamilias que mandaban, y, entre ellas, la de Aguirre y la de Andonaeguieran de las más principales e influyentes.

Siendo médico aquí, había que estar bien con ellas, so pena de perecer yno tener una visita.

Yo iba con mucha frecuencia a casa de tu abuela, que por entonces sehabía quedado viuda.

Tu abuela tenía en casa una muchacha, que era ahijada suya, y a quienllamábamos la Shele.

Yo bromeaba mucho con ella cuando iba a a tomarcafé a Aguirreche.

—¿Qué hay, Shele?—la decía.

—Nada, señor médico.

—¿Cuándo piensas casarte?

—Cuando me quieran—contestaba ella con gracia.

-¿No tienes novio todavía?

—No.

—¿Pues en qué estás pensando?

—Ella sonreía mientras llenaba las tazas de café. La Shele era muybonita, muy modosita, muy fina. Era este tipo vascongado, esbelto, quetiene algo de pájaro. Muchas veces yo pienso—

añadió el médicoviejo—que nuestra raza no es fuerte. Esto no lo digo delante de unforastero, no, jamás. Esta raza vasca es bonita, fina de tipo, pero engeneral no es fuerte. Tiene más resistencia la gente del centro:aragoneses, riojanos y castellanos. Esta es una raza vieja que se harefinado en el tipo, aunque no en las ideas, y que no tiene mucha fuerzaorgácica. Tú habrás visto que aquí una muchacha se casa y al primer hijose le caen los dientes, parece que se le alarga la nariz....

Pero mealejo de mi historia. Vuelvo a ella.

Una mañana de invierno muy hermosa y muy clara me llamaron para ir aAguirreche. Hacía pocos días que tu tío Juan había marchado a embarcarsea Cádiz.

—Esto es un hospital—me dijo tu abuela—. Todos estamos enfermos.

Vi a tu abuela, a tu madre, a tu tía Úrsula, y, al marcharme, medijeron:

—Espere usted, que también la Shele está mala.

Entró la muchachita, muy pálida y muy triste, y saludó, sin levantar losojos del suelo.

—Vamos, acércate—le dijo tu abuela.

Pude notar que la Shele sufría y que las comisuras de sus labiostemblaban, como por un sufrimiento contenido.

—¿Qué tiene esta muchacha?—pregunté yo alegremente.

—Debe estar enferma del estómago—dijo tu abuela—. Tiene vómitos,está ojerosa.

Contemplé a la muchacha, que bajó la vista; le tomé el pulso, y dije:

—Que vaya a mi casa y la reconoceré más despacio.

—Bueno, ya irá. ¿Cree usted que tendrá algo grave?

—Ya veremos.

Me despedí de la familia y seguí haciendo mi visita.

II

LA CONFESIÓN

Acababa de tomar café; estaba charlando con mi madre y mi hermana en esapequeña galería de cristales que da a la huerta, cuando entró la Shele.Acudí a su encuentro, la pasé al despacho y cerré la puerta.

—Siéntate—la dije.

La muchacha se sentó y yo comencé el interrogatorio.

—¿Hace mucho tiempo que estás en Aguirreche?

—Sí, ya va a hacer mucho tiempo.

—¿Cuántos años tienes?

—Diez y ocho.

—Tus padres están en un caserío de la familia Aguirre, ¿verdad?

—Si, señor.

—¿Les tienes cariño a los de tu casa?

—Sí, señor.

—¿A la señora y a las señoritas?

-Si, señor.

—¿Y al señorito Juan?

—También.

Y la muchacha se ruborizó. Yo continué con mis preguntas.

—¿No quieres marcharte de Aguirreche?

—No, señor.

—¿No tienes confianza en mí?

La muchacha me miró extrañada, preguntándose, sin duda, por qué ledirigía estas cuestiones.

Yo seguí el interrogatorio.

—Digo si tienes confianza en mí. Si crees que soy un hombre malo.

—¡Un hombre malo! No; no, señor.

—¿Entonces, tienes confianza en mí? ¿No crees que yo te quiera hacerdaño?

—No; no, señor; yo no he dicho eso.

—Ya sé que no lo has dicho; te lo advierto, para que sepas que soy tuamigo, que te quiero bien. ¿Comprendes?

—Sí, señor.

Entonces ya le dije claramente lo que tenía que decirle.

—Tú has tenido amores con el señorito Juan, ¿verdad?

—No; no, señor.

—¡Para qué negarme la verdad! ¡Tú has tenido amores con él, y lo que tepasa es la consecuencia natural ... ¿Comprendes?

La Shele calló y bajó la cabeza.

—¿Te prometió casarse contigo? ¿Te engañó?

—No, no me engañó; no me prometió nada.

—¿Sabe en qué estado te encuentras?

—No, no lo sabe.

—¿Y por qué no se lo dijiste antes de que se marchara?

—Me daba vergüenza.

La muchacha ocultó la cara entre las manos y comenzó a llorar ensilencio.

—¡Ay, ené!--decía, de cuando en cuando, sofocando un suspiro.

Yo la contemplaba emocionado.

—Bueno, cálmate—la dije—. Aquí el único que sabe tu estado soy yo.¿Qué piensas hacer?

Vale más que te resuelvas pronto, antes de que notentu estado. ¿Comprendes?

—Sí, señor.

—¿Qué te parece que hagamos? ¿Le escribimos a Juan?

—Bueno.

—¿Sabes sus señas?

—Sí; va de Cádiz a Filipinas en un barco.

—¿No sabes más?

—No.

—Debías enterarte del nombre del barco.

—Bueno. Ya me enteraré.

—Y mientras llega la carta y la recibe, si es que la recibe, ¿quépiensas hacer? ¿Ir al caserío?

—No, al caserío, no. Mi padre y mis hermanos me pegarán.

—Entonces, ¿quieres que yo se lo diga a la señora para ver qué decide?

—No, no. ¡Ay, ené!

—Pues, ¿qué vas a hacer? ¿Adonde vas a ir?

-No sé.

La Shele miraba el suelo y suspiraba. Las lágrimas corrían por susmejillas.

Yo, algo impaciente, me levanté y la dije:

—Nada, tú decidirás. Yo ya te he indicado lo que te puede pasar. No séqué aconsejarte.

La muchacha suspiró más fuerte, y viendo que me disponia a salir, medetuvo.

—No, no me deje usted.

—¿Qué quieres que haga?

La Shele pensó un momento, y dijo:

—¡Escríbale usted al señorito Juan!

—Le escribiré, pero va a tardar mucho en saber la noticia. Si ha salidode Cádiz, hasta dentro de un año no vamos a poder tener noticias suyas.

—Entonces dígale usted a la señora lo que me pasa. A ver qué quierehacer conmigo.

La pobre muchacha me dio lástima. Se entregaba a su suerte adversa, comoun cordero que llevan al sacrificio.

III

LA VENTA DE LA TERNERA

Yo insinué varias veces, hablando con doña Celestina, después decomunicarle lo que le ocurría a la muchacha, que debía dar cuenta a suhijo de lo que pasaba con la Shele; pero comprendí que era inútil y queestando en su mano no había de hacer nada con ese fin.

Sabía que Juan de Aguirre navegaba en la derrota de Cádiz a Filipinas,pero ni la Shele ni yo pudimos averiguar en qué barco. A pesar de todole escribí, y la carta no debió llegar, porque no tuve contestación.

Mientrastanto, doña Celestina y el vicario habían decidido casar a laShele. Como sabes, aquí a los matrimonios que se hacen entre la gentedel campo, atendiendo sólo al dinero, se llaman la venta de laternera. En el caso aquél no era la venta corriente, sino la de una resestropeada y enferma, y había que dar mucho dinero encima para sacarlade casa.

—Nada, hay que llevarla de aquí cuanto antes—dijo el vicario—; quevaya a vivir a otro pueblo o a un caserío lejano, y nadie tendrá encuenta si la criatura ha nacido antes o después del plazo legal.

—Sí, es lo más conveniente—añadió la señora de Aguirre—. ¿A usted quéle parece, doctor?

—Yo digo lo de siempre; antes consultaría con Juan—replicaba yo.

—Juan no vendrá aquí hasta dentro de cuatro o cinco años.

—Y mientrastanto, ¡cómo se evita el escándalo!--exclamó el vicario.

—No, no; si eso no puede ser—repuso doña Celestina—. Es perder eltiempo hablar de Juan.

Aquí lo único es encontrar un marido y casarla.

—Creo lo mismo que doña Celestina—agregó el vicario, —Pues vamos aver quién nos convendría. Yo conozco a todas las familias de loscaseríos ... El mozo de Olazábal está casado, el de Olazábal Aspicua esmuy joven, el de Endoya se ha ido a Somorrostro ...

—En Iturbide hay un muchacho carbonero ...—insinuó el cura.

—Pero esos son unos salvajes—replicó doña Celestina—. No quiero quela Shele vaya allí. La tratarían muy mal.

—¿Y Machín?—preguntó el cura—. ¿Machín el mozo?

—¿El de mi caserío?

—Sí.

—Pero, ¿no es tonto ese muchacho?

—¡Ah! ¡Claro! No vamos a encontrar un hombre perfecto como los de laConstitución del año doce.

El señor vicario se permitía alguna bromita de cuando en cuando contralas ideas liberales.

—Entonces, ¿qué? ¿Le llamaremos a Machín?

—Me parece lo mejor.

—¿Al padre?

—Al padre y al hijo. Se les explica lo que pasa y veremos lascondiciones que ponen.

—Bueno, pues les llamaremos.

Presencié la entrevista en la cocina. Era una escena triste, daba unaidea bien miserable de la humanidad. Machín padre y Machín hijo estabanlos dos arrimados al fuego en la cocina.

—De manera—decía doña Celestina con voz imperiosa—que yo le doy a laShele cuatro onzas y dos vacas.

—Y las azadas y el trillo—añadía Machín el viejo.

—Bueno, y las azadas y el trillo. ¿Con esto estamos ya conformes?

—Es que ...—decía Machín padre, rascándose la cabeza—como la chica haquedado en ese estado, yo no sé si estará bien..., porque las gentesdirán que ...

—Eso ya os lo he dicho antes. La muchacha está en ese estado. Ya losabemos. Conque resolved de una vez: sí o no. O decid qué queréis más.

—El caso es—murmuró el viejo—que hay un trozo de tierra cerca delbarranco que no pertenece a nuestro caserío, y mi mujer dice que debíandárnoslo a nosotros sin subir la renta ...

Yo no digo nada, pero mimujer....

—Bueno, la tierra esa será para vosotros.

La conversación continuó así, con un lujo de detalles de esa avariciacampesina tan repugnante, y cuando llegaron a un arreglo definitivo,doña Celestina gritó a sus hijas:

—¡Que venga la Shele!

Vino la Shele, pálida, con los ojos bajos y las ojeras moradas.

—Hemos quedado de acuerdo en que te casarás con este joven.

—Bueno, señora—contestó ella, con una voz débil como un sollozo.

—¿No dices nada?

—Nada, señora.

Bueno, ya lo sabes. Dentro de unos días será la boda.

—Está bien, señora.

Machín, el joven, sonrió, queriendo echárselas de malicioso, y el viejosiguió dando vueltas en su cabeza al pensamiento de si podía sacaralguna cosa más de la señora de Aguirre.

Esa es la moral tradicional de las gentes ricas. Se destroza una vida,se deja a un hijo sin padre, se lleva la desolación a una familia. Y sedice se ha salvado la honra de una casa; se ha salvado la sociedad.

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IV

EL FINAL DE LA SHELE

Siempre que pensaba en la Shele—siguió diciendo el médico viejo—,tenía el presentimiento, muy lógico en el fondo, de que había de acabarmal. Hubiera quedado muy sorprendido si en el transcurso de los añoshubiese sabido que la Shele vivía tranquila y feliz con su marido.

Cuatro o cinco meses después de esta escena que te he contado de lospreliminares de la boda, me llamaron del caserío de Machín. La Shelehabía tenido un hijo fuerte, robusto, pero ella estaba enferma.

La encontré, la primera vez que fui a visitarla, muy quebrantada y conun principio de fiebre.

Pasó un día y otro día. La pobrecilla no mejoraba. Cualquier cosa, lamenor palabra, la hacía llorar.

Doña Celestina me llamó reservadamente.

—¿Qué le pasa a la Shele?—me dijo.

—Que está mal.

—¿Pero no mejora?

—No.

—¿Qué tiene?

—Tiene un estado de excitación continua, y creo que padece una lesióncardíaca, que el embarazo y los disgustos han exacerbado.

Doña Celestina se inmutó porque, aunque mujer orgullosa, tenía buenossentimientos.

—¿Usted cree que el matrimonio con ese hombre habrá contribuído...?

—Es posible, pero no es fácil asegurarlo.

No quise tranquilizarla. Que pesara sobre su conciencia la brutalidadque había hecho.

Seguí visitando a la Shele diariamente. No había manera de hacerlareaccionar. Estaba decidida a dar un adiós definitivo a la vida.

Ante una resolución tan firme de morirse, todos los planes terapéuticosse estrellan.

A los quince días hubo que confesar y dar la Unción a la Shele.

Doña Celestina y sus hijas fueron a verla.

Adornaron el cuarto de la enferma de blanco, lo cubrieron de sobrecamasy trajeron flores y estampas religiosas. En el momento de darle elViático había unas mujeres en el pasillo del caserío con velasencendidas.

La Shele era muy cariñosa, y sin duda de verse mimada en aquel trance,se encontraba alegre y sonriente.

Por la mañana murió la pobrecilla.

El médico viejo dejó de hablar y se quedó mirándome, buscando conocer miopinión.

—Sí, es horrible—dije yo—esa falta de respeto por la vida ajena.¡Cuánta gente no se habrá sacrificado por esas ideas del rango y de laposición social que, después de todo, no sirven para nada! Son restosdel feudalismo.

—Eso es. Es verdad.

—¿Y qué dijo Machín al oírle contar a usted esto?

—Se puso como un loco. Lloraba desconsolado. ¡Pobre madre, lo que lahicieron sufrir!--

murmuró varias veces; luego dijo, con voz iracunda—:Ahora le pegaría fuego al pueblo entero.

Después, más tranquilizado, me pidió que le dijese cómo era; si separecía a él, si no se parecía; y cuando yo le indiqué que su padre sehabía portado mal, replicó:

—No, no; él tampoco tuvo la culpa.

Me habló de que por tu mano había recibido un manuscrito de su padre, yprometió enviármelo.

—¿Y se lo envió a usted?

—Sí; lo he leído ya; por cierto que no sé qué hacer con él. Creo que túeres el más indicado para guardarlo. De manera que llévatelo.

Cogí el manuscrito, lo llevé a casa y comencé a leerlo en seguida.

LIBRO SÉPTIMO

EL MANUSCRITO DE JUAN DE AGUIRRE

I

RESOLUCIÓN DESESPERADA

He sido educado con una gran severidad de principios. Mi madre meinculcó la idea de que mi posición me obligaba a ser más rígido que losdemás. Yo, en el fondo, era un muchacho atolondrado, de buen corazón,aunque un tanto violento.

Muy joven comencé a navegar, y en el barco tuve que ir olvidando cuantasenseñanzas me dio mi madre.

Mi vida, en los primeros años de navegación, fué muy intensa. Formabaparte de la tripulación del Asia, un bergantín que recorría los maresde la China. El capitán era australiano; el piloto, vascongado.

Nuestro comercio se desarrollaba entre Malaca, Siam, Sumatra, Borneo ylas Filipinas. Los principales puntos de parada eran Singapur, Batavia,Macasar, Hong-Kong y Manila.

Constantemente estábamos visitando sitios desconocidos, puertos en dondeno había entrado aun el europeo. Sil Wilkins, mi capitán, era un hombrede genio.

Con frecuencia teníamos que batirnos, ya con los merodeadores chinos delgolfo de Tonkín, como con los piratas moros que pululan por aquellaslatitudes, y dan muestra de un valor y de una audacia asombrosos.

Sobre todo hacia el nordeste de Borneo, cerca de las islas de Serasán ydel Archipiélago de los Piratas, tuvimos batallas navales furibunda