Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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8 de enero.

Estaba hace ocho días deleitándome en el análisis de las cartasrecibidas y encontrando que los hombres tienen a veces buenas razonespara no casarse, cuando esta mañana recibí con gran satisfacción estaesquela de Genoveva:

«Querida amiga:

»El alma hermana no es un mito, pues ha dado señales de vida.

Adjuntasesas señales, con muchos besos de tu

»Genoveva.»

Abro la carta y descubro con encanto el milagroso hallazgo...

El almahermana está en mis manos, al menos por la expresión de suspensamientos... ¡Qué dichosa soy!...

«Señora:

«Agradezco infinito al periódico que me procure el honor de escribir austed sobre un asunto que tanto me interesa.

»Soy soltero y estaría bastante resuelto a casarme, si tuviese lasuerte de encontrar una mujer que me gustase a mí y no a la servicialpersona que quiera mediar para probarme que tal joven me convienemuchísimo. Tengo horror a los intermediarios en esta especie de cosas yvotaría con gran placer una ley que castigase a las personas cuyaespecialidad consiste en hacer la felicidad de los demás.

»A mi edad—30 años el mes próximo,—se sabe bien lo que se quiere y loque no se quiere. Puedo juzgar por mí mismo, y como mi fortuna mepermite no mirar a la de la mujer con quien me case, no me molestaningún prejuicio...»

—¡Ah! eso es—exclamé sin dejar de leer.

«No deseo ni dote, ni relaciones, ni gran trascendencia intelectual enmi prometida, y sé que solamente con sentirla en perfecta comunidad deideas conmigo, podré amarla.

—Lo mismo que yo con un marido, murmuré con unos latidos del corazónque no me dejaban respirar.

«Ahora bien, señora, no creo que se puede amar a una joven que en laprimera entrevista aparece desempeñando un papel convenido de antemano.Cualesquiera que sean sus atractivos, son artificiales, y confieso que,por mi parte, renunciaría a adivinar lo que pasa en aquel cerebrovelado, como no me arriesgaría a augurar las causas que hacen moverse aun corazón que vive bajo tan lindos atavíos.

»La joven casadera es un enigma difícil de descifrar, siendo así, que yoquiero descifrar a mi prometida antes de querer a mi mujer. Para amarhay que conocer y no basta la etiqueta...

»Como usted ve, señora, tengo la debilidad de desear un matrimonio deinclinación, pero, desagraciadamente, la vida de nuestras pequeñaspoblaciones se presta poco a ello. En Bellefontaine, donde vivo, loshombres están agrupados de un lado y las mujeres de otro. Conocemos elcolor de los sombreros de esas señoritas, pero no el de sus ideas.

»Me es imposible casarme en esas condiciones.

»Tengo fe, sin embargo, en la Providencia y espero tranquilamente quesuene mi hora. La mujer con quien debo casarme existe seguramente yvendrá a mí. La espero con confianza y una ternura que no pide más queentregarse...

»Perdone usted esta confidencia demasiado personal, en gracia de laintención que la ha motivado. He querido dar a usted parte de esta causade celibato, más frecuente de lo que se cree.

Nosotros, los hombres,somos con frecuencia tímidos. ¿Por qué no confesarlo?

»Reciba usted, señora, el testimonio de mis respetos.

Mauricio Baltet.»

Me quedé muy pensativa después de la lectura de esta carta singular quetan bien concuerda con mis ideas... Genoveva, pues, no se habíaengañado; existe realmente un joven que piensa como yo en esta cuestióndel matrimonio... ¡Lástima que el señor Baltet viva en Bellefontaine enlugar de vivir en Aiglemont!... En fin, qué le hemos de hacer...

Fui por la tarde a dar las gracias a Genoveva por su amable envío, y miamiga se arrojó a mis brazos para felicitarme por mi buena suerte,mientras su madre me preguntaba con interés si estaba satisfecha.

No pude negarlo, puesto que a mi satisfacción de los primeros momentosse unía otro sentimiento muy comprensible, que era éste; el señor Baltetempezaba a pertenecerme por derecho de conquista. La de Ribert decíahablando de él:

—El alma hermana de usted.

Genoveva iba más lejos y decía:

—Tu alter ego.

—Figúrese usted, señora, que este señor Baltet no me parece ya unextraño... Le adopto, le acaparo y hago causa común con él...

—De prisa vas—respondió Genoveva maliciosamente.—¡Qué lástima, mamá,que el señor Baltet y Magdalena no se conozcan!...

No pude menos de ruborizarme al oír estas palabras que estaban tan en eltono de mis ideas, y me apresuré a distraer la atención de Genoveva, queempezaba a pesarme un poco.

—Nuestros estudios adelantan mucho, ¿verdad?—dije con una flexibilidadde tono digna de Francisca.

—Sí—respondió la de Ribert,—y estoy muy satisfecha al ver que loshombres no son tan egoístas como yo temía.

Decididamente, hay unanimidaden las quejas contra la educación de las jóvenes actuales... Tengo aquíotras cartas en el mismo sentido.

—¿Sí?—exclamé esforzándome por olvidar al señor Baltet para no pensarmás que en la correspondencia de la de Ribert.—

¿Qué se les reprocha denuevo?

—De nuevo, poco. Esos señores se quejan con una notable unanimidad delespíritu de independencia, de la coquetería y del ardor por los sports que distinguen a las muchachas... Y el piano, el pobre piano,qué tempestades levanta...

—Y hay madres que creen que la música es una preciosa añadidura al dotede sus hijas—dijo Genoveva con una risa que nos puso de buen humor.

—Se equivocan como unas estúpidas—exclamó una voz burlona y vibrante,la voz de Francisca, que entraba en este momento en el saloncillo.—Ybien—añadió, después de darnos un vigoroso apretón de manos,—¿hayindiscreción en preguntar a ustedes qué dicen esos imbéciles?...

Y sin oír el grito ordinario de protesta que se nos escapó a pesarnuestro: «¡Oh! Francisca,» se instaló cómodamente en un sillón. La deRibert le echó una mirada escandalizada al verla sentarse con laspiernas cruzadas, postura con que la incorregible Francisca se complaceen excitar la indignación de las respetables aiglemontesas. La buenaseñora se calló sin embargo.

—He encontrado mi alma hermana, Francisca... He...

Una imperiosa mirada de la de Ribert me cortó la frase. Era visible que,según ella, acababa de cometer otra tontería. No comprendo esosmisterios para una cosa tan sencilla... Pero como ya no podía retrocederdi a Francisca la carta del señor Baltet diciéndole sencillamente:

—De mi alma hermana.

—Entonces será tan mema como tú—respondió Francisca,—y no es pocodecir, mi pobre Magdalena...

Leyó y releyó la carta como para pesar sus términos.

—¿De modo que este majadero es tu ideal?—preguntó en tono burlón encuanto acabó la lectura.—¿No ves, inocente, que tiene todas lascualidades para ser engañado?...

—¿Cómo es eso?—dije admirada por la apreciación de Francisca.

—Ese señor es demasiado cándido—continuó.—Para cogerle y acapararleno hay más que hacerle creer que se tienen los mismos gustos que él, y¡pan! ya está pescado...

—Qué cosas dices—murmuré confundida.

—De tu alma hermana... ¿eh?... Si tu abuela te hubiera dejado leer lamitad solamente de los librotes que yo he leído, razonarías como yo, mipobre Magdalena.

—Y sería una lástima—respondió la de Ribert, muy descontenta estavez.—Usted, Francisca, tiene un modo de ser poco tranquilizador... Nocomprendo...

—¿Que tenga estas ideas sobre la especie masculina?... ¡Ah!—

suspiróFrancisca cómicamente,—yo puedo asegurar que los hombres no valen nada,puesto que...

—Puesto que no se casan contigo—añadió Genoveva.

—Tú lo has dicho—respondió Francisca imperturbable.—

¿Sabe usted loque a los mejores les gusta más en nosotras?

—No—contestó la de Ribert divertida a pesar suyo.

—Nuestros defectos.

—Pero, Francisca—dijimos con indignación,—¿cómo puede usted decir unacosa semejante?

—Dios mío, no griten ustedes tanto—respondió poniéndose las manos enlos oídos.—Certifico que un exceso de cualidades en la mujer aleja alos pretendientes... En cambio una llena de defectos se casa enseguida.

—Entonces está usted madura para el matrimonio—respondió la de Ribertmedio enfadada, medio en broma...

—Lo creo... con un poco más de mis 2.000 pesos de dote, hace muchotiempo que estaría casada. Esos caballeros me encuentran encantadora.

—Y muy mal educada—añadió la de Ribert.

—Eso es lo más sabroso... Usted, señora, no entiende nada de amor...

—Francisca—replicó la de Ribert, muy severa esta vez,—si sigue ustedasí voy a ponerla en la puerta.

—Señora—exclamó

Francisca

con

una

flexibilidad

enteramentefelina,—hablaba en broma, no me regañe usted...

Era para escandalizar aMagdalena, cuya expresión de inocencia me divierte mucho.

Y Francisca me envió un beso con los dedos mientras la de Ribert seguíamirándola de un modo poco tierno... Qué idea la de tomar en serio lo quedice esta loca de Francisca... Es tan niña...

—¿Puedo escuchar aún, algunos párrafos de esa correspondencia desolteros?—preguntó Francisca.—Prometo ser buena como una imagen yrespetuosa como un leño.

La mirada de la de Ribert se dulcificó ante el tono de la petición, queprodujo en todas una franca carcajada.

—Al lado—dijo,—de todos los motivos de abstención ya enumerados, hayaquí una carta según la cual se debe atribuir el celibato de muchos aldesarrollo del lujo. Su autor, hijo de un antiguo zuavo pontificio,cita una frase de Pío IX a la señorita de Gentelles: «Es el lujo lo quecon frecuencia desune a los esposos y con más frecuencia todavía impidela conclusión de los matrimonios; pues apenas se encuentran hombres queconsientan en cargarse con tan enorme gasto.»

—Pío IX debía de tener la presciencia de mis pretendientes—

exclamóFrancisca con graciosa convicción.—¿Y qué van ustedes a hacer de todasestas noticias?

—Nada—respondió la de Ribert.—Es una satisfacción para mí saber quelos jóvenes tienen buenas razones para no lanzarse a un matrimonioarriesgado... Las muchachas de la clase media están muy mal educadas yno quieren a los hombres de posición análoga a la suya.

—Eso no es cierto—dijo Francisca.—Un marido no importa cómo, seaquien quiera, en cualquier parte que se encuentre, aunque sea en laChina, es todo lo que yo pido.

—¡Qué Francisca ésta!—murmuró la indulgente Genoveva con una miradasuplicante hacia su madre para que no respondiese a Francisca.

La de Ribert me leyó todas las cartas recibidas, y dejé a aquellasseñoras, llevándome la carta de mi alma hermana, que Genoveva me puso enla mano en el momento de salir.

Cuando entré en casa, la abuela, que estaba en el salón, notó en seguidami alegría y levantó la cabeza tan bruscamente que se le cayeron lasgafas a la alfombra.

—Muy risueña estás, hija mía—me dijo con su bondad habitual.—¿Quéhay?

Sin

tener

en

cuenta

su

animosidad

por

nuestras

investigaciones, se loconté todo y le leí triunfalmente la carta del señor Baltet. Esperaba youn sermón sobre las costumbres actuales y violentos reproches sobre elmodo de ser de las jóvenes modernas, pero, con gran asombro mío, laabuela se contentó con mirarme con sorpresa y exclamó en tres tonosdiferentes:

—Calla... calla... calla...

Después se aseguró tranquilamente las gafas en la nariz, cogió su labory habló de otra cosa...

¡Y yo, que esperaba una reprimenda!...