Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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29 de diciembre.

Empiezan a llegar las respuestas... Soy feliz como el pez en el agua. Midicha está, sin embargo, un poco empañada por el aspecto frío de laabuela, cada vez más disgustada por las ideas de su nieta; así es que nome atrevo a hablar de este asunto espinoso y mi alegría es silenciosa.

La de Ribert, que es la bondad misma, ha venido con Genoveva para darmelectura de los primeros envíos. Hasta ahora no sirven para ilustrarmucho la situación: egoísmo, filosofía, mal humor y recriminaciones,esto es lo que nos dan las cuatro primeras muestras. La de Ribertasegura que esto es ya un éxito enorme que nos promete para los díassiguientes cartas de un interés palpitante. Como yo no pido más quepalpitar, espero...

«Bernardo

Monastiel

a

una

persona

seria.

»Apreciable persona seria:

»Soy hombre y soltero.

»Confieso francamente que el matrimonio me tentaba bastante y hasta ibaa sacrificar en su altar, cuando el Destino misericordioso me inundó deluz colocando ante mis ojos dos inocentes frases llenas deconsecuencias.

»Una de ellas estaba concebida de este modo:

»Serás demasiado feliz si no tienes mujer.

»Ya me sonreía el ser feliz; ¿cómo resistir a serlo demasiado?

»La otra, con su laconismo, acabó lo que la primera había empezado:

»No hay nada tan hermoso ni tan bueno como el celibato.

»Menandro y Horacio son los únicos culpables... Sólo a ellos, señora,debe usted dirigir sus reproches... si los hay.

»Reciba usted, apreciable persona seria, el homenaje de todo mi respeto.

Bernardo Monastiel.»

—Esto es hablar para no decir nada—dije a Genoveva, devolviéndole lacarta.

—No—replicó la de Ribert,—es el lenguaje de un amable egoísta... Labelleza y la bondad del celibato son la eterna canción de los querehuyen las cargas de una familia. Se pueden encontrar mejoresrazones...

—Empiezo la otra—exclamó Genoveva.—No nos detengamos en el egoísmo.

«X.

Y.

Z.

a

la

señora...

»Señora:

»La pregunta que usted hace me hiere en lo vivo y me obliga a confesaruna situación deplorable, en la que nos hallamos muchos jóvenes de miedad, sin atrevernos a quejarnos.

»Nadie desea casarse más que yo. Desgraciadamente, no tengo fortuna.Siendo reducidos mis recursos, me es tan imposible encontrar una mujerrica, como casarme con una pobre.

»Homenajes respetuosos.

»X. Y. Z.»

—¡Pobre mozo!—exclamé.—¿Cree usted que ese motivo es verdadero?

—Vaya si lo creo—respondió la de Ribert;—ese muchacho esabsolutamente sincero. Ya conoce usted las pretensiones de las mujeresricas, que jamás se casan con jóvenes pobres o sin gran porvenir...¿Cómo casarse con muchachas sin fortuna, cuando la bolsa está malprovista?... Eso sería, como dice el proverbio, casar el hambre con lagana de comer.

—Es muy triste para los jóvenes—dije con compasión.—

¿Cómo remediarlo?

—Es difícil—respondió la de Ribert. Hay en esto todo un problema deeconomía social que hace retroceder a las inteligencias más juiciosas.

—Retrocedamos, entonces, sin vergüenza—dijo Genoveva.—

Propongo quelas muchachas ricas se conformen con maridos sin fortuna, a fin derestablecer el equilibrio, puesto en peligro por la acumulación deriquezas en las mismas manos...

—¡Miren la socialista!—exclamé riéndome.—Esta Genoveva tiene teoríasaventuradas. Si la oyese la abuela...

—¡Bah!—dijo Genoveva con serenidad.—Mi socialismo no hace daño anadie, y estoy segura de que tu abuela lo aprobaría.

—En teoría, puede ser que sí. Pero en la práctica, puedes estar segurade que no sería lo mismo. Jamás me dejará la abuela casarme con unjoven sin fortuna...

—Pasemos al número tres—dijo la de Ribert.—Es una linda muestra delos productos modernos, con una ligera tintura de bellas letras.

«Un perfecto egoísta a la Esfinge del Periódico de las preguntas yrespuestas:

»Oh, Esfinge, que se oculta bajo la modesta apelación de

«personaseria,» siento que es usted mujer joven y bonita...»

—Cuando se quiere mostrar ingenio—interrumpió la de Ribert,—se engañauno algunas veces...

«Porque es usted esas tres cosas, respondo a su pregunta.

»No soy más que un vulgar egoísta, que, saturado de bellas letras, dicecon Anaxándrides:

»Voy a casarme.—Tanto peor.—¡Cómo tanto peor!—Sí, es abrir tu hogar atodos los males: Si eres pobre y tomas mujer rica, serás esclavo hastala muerte; si la mujer no tiene nada, serás más desgraciado, porque enlugar de un estómago, tendrás que alimentar dos...»

»Quisiera besar a usted la mano, amable Esfinge, pero no puedo...

Un perfecto egoísta.»

—El matrimonio pobre—dije riéndome,—es el efecto terrible.

No habíayo reflexionado en la cruel necesidad de alimentar dos estómagos, enlugar de uno...

—¿Dos?...—terminó Genoveva;—di más bien tres... cuatro...

cinco...seis...

—¿Por qué no doce... o dieciocho?...

—Como en el Canadá—hizo observar la de Ribert.—Pero en el Canadáproduciría vergüenza escribir semejante carta. Allí se considera unafamilia numerosa como una bendición divina.

Mientras que aquí es...

—Una maldición—terminé, un poco pensativa.—Cómo huele esta carta adecadencia... El retoño de una raza fuerte, no escribiría una cartasemejante.

—El espíritu caballeresco, Magdalena, está muy enfermo—

respondió la deRibert.—En ninguna de estas cartas se encuentra la más pequeña huellade él.

Cogí las cartas esparcidas en la mesa, y las recorrí con los ojosdurante unos segundos.

—En suma—dije a modo de conclusión,—es el yo, siempre el yo loque domina... Ninguna otra razón... ¿Piensan así todos los hombres,señora?

—Todos no, Magdalena, pero sí muchos. Note usted, hija mía, cómo sedesprende de todas estas cartas el cuidado del bienestar personal...¡Pobres mujeres!...

—Sí—suspiré.—Y pensar que van tan alegremente al matrimonio conindividuos de ese género...

—Van muy alegres, es verdad... ¿Pero siguen estándolo?...—

murmuró lade Ribert con inconsciente tristeza.

—Dios mío—exclamé para cortar las meditaciones de la de Ribert, queparecían dolorosas;—qué contenta estoy de aprender a conocer a losseñores hombres... Nuestra averiguación me va a abrir horizontesenteramente nuevos. Con tal de que todas las cartas no se parezcan aéstas... Quisiera encontrar mi alma hermana.

—¿Y qué harás cuando la hayas descubierto?

—Nada—aseguré con toda convicción.—Lo quiero por amor al arte, y sólopara convencerme de que no soy un objeto descabalado en la gran feriadel matrimonio.

—¿Sólo para eso?—repitió la de Ribert mirándome con atención.—¿Estáusted segura de su imaginación y de su corazón, Magdalena?...

—No comprendo—exclamé estupefacta.

La de Ribert me besó con efusión por toda respuesta.

Decididamente, cadavez comprendo menos...

1.º de enero 1904.

El mes de enero ha hecho su aparición esta mañana. La abuela estádesolada.

—Piensa, hija mía—me dijo, cuando fui a cumplimentarla por el añonuevo,—piensa que tendrás 26 años en septiembre próximo... Es horrible.

—¿Por qué?... ¿tendré que matarme para no llegar a esta épocanefasta?... Confieso que quiero conservar la cabeza y...

—No digas tonterías, Magdalena, ya me comprendes.... Tener 26 años y noestar casada, es humillante.

—Pues yo no siento semejante humillación.

—Tú no sientes nada, como todo el mundo... Pregunta a Francisca, aPetra y a Paulina, y a tantas otras, lo que pensarían si se encontrasenen una situación tan ridícula.

—¡Bah! se lo preguntaré cuando lo estén, porque llegarán como yo,querida abuela.

—No será por su culpa—respondió la abuela, dando un gransuspiro.—¡Ah! Magdalena, si tú quisieras...

Magdalena se hizo la sorda y ofreció a su abuela un almohadón bordadocomo recuerdo del día de año nuevo. Recibí, en cambio, un gran cuellode encaje de Venecia, del que tenía yo mucha gana, y que excedía muchode los recursos de mi modesta pensión. La abuela, que es inflexible enla economía, me asigna 100 pesos al año para vestirme y para mis gastospersonales. Con ningún pretexto puedo gastar más. Pero, por fortuna mía,están ahí el día de año nuevo y el de mi santo para corregir los rigoresde mi presupuesto. Y la abuela es tan buena con su nieta...

Al salir de misa, las de Ribert me llevaron a su casa, para darmelectura de dos nuevas epístolas. En cuanto estuvimos instaladas en susaloncillo, Genoveva me puso en la mano las cartas en cuestión, ydespués, quitándome prestamente la corbata, me puso al cuello undelicioso lazo, obra maestra de sus primorosos dedos.

—Es mi aguinaldo—me dijo, abrazándome con todo su corazón.—Te deseoun buen año y... un alma hermana...

Sin recoger la broma, puse en las manos de Genoveva mi recuerdo de añonuevo, que era un velillo de butaca, pintado a mano. Genoveva pareciócontenta de mi trabajo, y fui dichosa al ver su placer.

—¿Y las cartas?—dijo la de Ribert.—Pensemos en las cosas serias...

Iba a abrir una cuando se presentó Francisca.

—Estoy haciendo visitas—nos dijo al entrar,—a todas las personasqueridas, para desearles un buen año.

Genoveva recibió sonriendo su entusiasta abrazo, cambiaron las dos susregalitos, y nos pusimos a hablar al lado del claro fuego de los leñosmonumentales en uso en Aiglemont.

—¿Vamos a leer estas cartas a Francisca?—exclamó de prontoaturdidamente.

—«Las cartas a Francisca»—dijo la de Ribert, frunciendo lascejas,—son la propiedad de uno de nuestros novelistas...

—Sí, señora, pero yo no hablo de Marcel Prevost, sino de las cartas, delas famosas cartas...

—¡Niña charlatana! exclamó la de Ribert, cuyo fruncimiento de cejascomprendí entonces. No quería, evidentemente, que Francisca estuviese alcorriente de nuestras averiguaciones, y yo había hablado como una tonta.

Viendo que no había modo de retroceder, la de Ribert explicó a Franciscael estudio que estaba haciendo sobre el celibato, pero se abstuvo dehacerme intervenir en el asunto. Francisca se quedó entusiasmada.

—¡Qué gusto, saber lo que piensan esos bribones de hombres, cuando nolas echan de gran corazón!... ¡Cuánto me alegro de que me admita usted aconocer las lucubraciones de esos caballeros!...

—Y con más motivo—dijo la de Ribert,—puesto que encuentro que las doscartas de que se trata, le convienen a usted bastante...

—¡Qué suerte!—dijo Francisca interesada.—¿Hay, pues, personas que meaprecian?... Esto me hará encontrar una novedad después de mi queridamamá.

—Genoveva, léenos esas cartas—dijo la de Ribert a su hija.—

Franciscava en seguida a saber a qué atenerse...

—¡Qué!—exclamó Francisca;—si se trata de una reprimenda, me tapo losoídos; para esa ingrata tarea, basta con mi madre...

Pero era curiosa, y abrió las orejas cuanto pudo, a fin de no perdersílaba de una lectura tan poco común.

—Qué asombrados se quedarían los aiglemonteses si tuvieran noticias deuna correspondencia escandalosa como ésta...—dijo, todavía, antes decallarse definitivamente.

—Se trata de un secreto entre nosotras—hizo observar la de Ribert,—ycuento con la discreción de usted, Francisca.

—A fe de hombre honrado—respondió la aludida,—lo prometo.

—Y la incorregible niña mimada se repantigó cómodamente en un sillónpara escuchar mejor. Francisca asegura que su moral no está a gusto másque cuando su físico no sufre ninguna molestia.

«Pedro

Marcelier,

Registrador

de

la

Propiedad

en

Santa

Rosa,

a

una

persona

desconocida.

»Caballero o señora:

»Empiezo por presentarme.

»Soy soltero, partidario del matrimonio, veintisiete años, 560

pesos desueldo y una posición honrosa cuando me jubile; familia considerada yapreciables probabilidades de fortuna por herencia.

»En lo físico, se me encuentra, generalmente, bien, sobre todo mis tías,que son tan indulgentes.

»En lo moral, no me conozco ninguna deformidad, pero esta vez, soy yo elindulgente... signo característico de mi buen temperamento: busco unamujer, y no un dote...»

—Eso es lo que me hace falta—exclamó Francisca.—Buen muchacho...

—Silencio—dijo Genoveva.—Continúo...

«El sutil talento de usted, señora o caballero, percibirá en seguida ladiferencia enorme, inconmensurable, que me separa de los demás solteros,y su corazón preverá un éxito fácil.

»Error grave, señora. (Creo decididamente que es usted mujer.)

»Hago a usted juez de la situación.

»Hará unos tres meses, una de esas excelentes tías de que he tenido elhonor de hablar, me hizo insinuaciones a propósito de un proyecto dematrimonio.

»—Desgraciadamente—me dijo,—la muchacha no tiene otro dote más quesus veinte primaveras, sus bellos ojos y sus muchas habilidades...

»—Es mucho, tía.

»—¿Cómo mucho?

»—Sí, soy joven, me gusta el trabajo, y en vez de un matrimonio rico,me contentaré con un matrimonio feliz.

»—Bravo muchacho—respondió mi tía, dándome un abrazo.»

—¡Diablo!—exclamó Francisca,—yo haría otro tanto... Ese Pedro es uncorazón de oro...

«Mi tía corrió a casa de su amiga, madre de la joven, e hizotriunfalmente su proposición: pero, en lugar del éxito esperado, larespuesta fue rotundamente negativa. Le dijeron que era yo muy joven yno bastante rico. Aquella muchacha de tantas perfecciones, no queríacasarse más que con un caballero llegado a la fortuna y... a la edad delos ataques reumáticos.

Evidentemente, no era yo su ideal.

»Mi tía se quedó consternada.

»Para consolarme de aquel fracaso, quiso probarme que no todas lasjóvenes pensaban del mismo modo, y yo la creí de buen grado.

»Pocos días después me anunció el descubrimiento de la mujer soñada, queera una linda joven, también sin fortuna, hija de una prima de la amigade una amiga suya. Yo dejé correr las cosas.

»Con 560 pesos y los 240 de renta que me producirían los 8.000 que mispadres me constituyen como dote, lo que me da 800 pesos, no tengo lapretensión de hacer una vida brillante, pero puedo bien dar a mi hogarun aspecto honroso si mi mujer posee las cualidades serias que convienena una joven sin fortuna. Ahora bien: he aquí cómo trataban de establecernuestro presupuesto la señora X... y su hija:

»—¿Qué pensión piensa usted señalar a mi hija para vestirse?—mepreguntó mi futura suegra.

»—La que ella quiera—respondí galantemente.

»—Muy bien—continuó la señora X,—Susana no es exigente.

Ya sabe ustedque se hace ella misma casi todos los trajes, y que no manda hacer másque los de ceremonia. Una pensión pequeña, bastará. ¿Qué diría usted de80 pesos?

»—Concedido—respondí, dando gracias a la Providencia por haberme dadouna suegra tan razonable.

»¡Ay! la hora del desengaño llegó rápidamente.

»Ante mis ojos espantados desfilaron cifras amenazadoras:

»200 pesos para los gastos de una criada. Susana había sido demasiadobien educada, para hacer ella misma los quehaceres de la casa.

»40 pesos para las comidas que tendríamos que devolver. A Susana legustaba la sociedad.

»20 pesos para accesorios de pintura, bordado, música, etc.

Susana teníatantas habilidades...

»80 pesos para veranear. A Susana le gustaban los viajes.

»20 pesos para las buenas obras. Susana daba su óbolo a todo el que selo pedía.

»En una palabra, llegamos rápidamente a un total de 440

pesos, y misrecursos se elevan a 800.

»—¿Ha calculado usted, señora—dije con algún embarazo,—

que hemosgastado ya 440 pesos, y que no quedan más que 360

para la casa, lacomida, mis gastos personales, calefacción, alumbrado, lavandera,seguro, médico, boticario, etcétera, etc.?

Y si nuestra casa se poblase,si hubiera una cuna... o varias...

»—¡Dios mío! es verdad—exclamó mi futura suegra.—¿Qué hacemos?

»¿Qué hacemos?...

»Yo encontré la respuesta en seguida; no me casé, y no trataré dehacerlo, mientras la categoría de las muchachas casaderas no setransforme.

»Puesto que desea usted conocer los motivos que alejan a los jóvenes delmatrimonio, puede poner entre los más frecuentes, el que me atrevo aexponerle. La educación superficial y brillante de que sufren lasjóvenes sin fortuna, y pertenecientes a cierta sociedad, es ciertamenteuna causa de celibato forzoso para ellas.

»Si con 800 pesos no puedo yo nivelar un presupuesto, qué dirán los queestán reducidos a vivir con 400 ó 600 pesos...

»Mientras las muchachas pobres sean la reproducción exacta, encualidades, defectos y gustos, de las ricas, que no se extrañen de queéstas sean preferidas.

»Someto mi caso y mis reflexiones a su alto juicio, y ruego a usted quese sirva aceptar mis homenajes.

»Pedro Marcelier.»

—¿Qué decís de esto, hijas mías?—preguntó la de Ribert.

—Es muy interesante—respondí pensativa. Iba a añadir:—«Y

muyverdad,»—pero me contuvo el pensar que aquella carta aludíadirectamente a Francisca. No se podía hacer más claramente el proceso desu caso particular, y el de las jóvenes educadas como ella. Genoveva seabstuvo de hacer ninguna observación, por el mismo motivo. Franciscaobservó el embarazo general, y con su vivacidad de siempre, se apresuróa quitar al asunto todo carácter personal.

—¡Vaya un cargante!—exclamó.—Qué manía de hacer sumas y restas...Solamente en el registro se puede tener un gusto tan pronunciado por elcálculo y sus complicaciones...

—Siempre es útil saber contar—dijo dulcemente Genoveva.

—Sí, lo concedo—respondió Francisca en tono de condescendencia.—Peroese señor, en vez de volver la espalda en seguida, pudo decir claramentelo que pensaba a la madre de la joven. Pudieron entenderse, economizar,borrar uno de los gastos...

—¿Cuál hubiera usted borrado, Francisca?—preguntó la de Ribert con unasonrisa ligeramente burlona.

—¿Yo?... Ni uno, señora,—respondió Francisca muy convencida.—Todo esoes estrictamente necesario...

—Sí—dijo la de Ribert,—un gasto a que se está acostumbrado, seconvierte, en efecto, en una necesidad. El período que precede almatrimonio es generalmente una amable suspensión de todas las facultadesprácticas, y se tira el dinero por las ventanas... Es, con frecuencia,una fiebre de las más malignas, de la que las jóvenes se resistendurante algún tiempo... Y se acostumbra uno pronto a no calcular...

—¡Qué exageración!—exclamó Francisca.

—No, no exagero. Después de los esplendores de unos esponsalesdichosos, vienen los faustos de la boda, completados por los gastos delviaje obligatorio... Los jóvenes que poseen pocos bienes, hacen lascosas tan regiamente como aquellos cuya fortuna está sólidamenteestablecida... Hace falta voluntad y energía para resistir a lacorriente de los placeres y arreglar los gastos de tal modo, que sesalve el equilibrio del presupuesto, conservando las apariencias de unavida acomodada... ¿Cree usted que las jóvenes modernas ven bien esegrave aspecto del matrimonio?...

—La verdad es que no lo sé—dijo Francisca.—Por mi parte prefieroconfesar en seguida que no entiendo nada de todo eso.

—Ya ve usted—respondió sencillamente la de Ribert,—que el señorMarcelier tenía razón.

—¿Y la otra carta?—preguntó Francisca, queriendo cambiar deconversación.

Genoveva puso en la mesa la carta que acababa de leer, y cogió lareclamada por Francisca.

—Te prevengo—dijo riendo,—que esta carta no te va a gustar mucho más.Escucha.

«Juan Dormal al abonado X. Y. Z.

»Nadie era más partidario que yo del matrimonio. Soñaba yo con amor ycon agua fresca, cuando las muchachas se encargaron de administrarmedicha agua fresca en forma de duchas desilusionantes.

»Tres intentos de matrimonio a cual más desgraciado, me han desanimadopara mucho tiempo, y he abandonado la idea de casarme.

»Permítame usted que le cuente estos ensayos lo más sucintamenteposible, a fin de contribuir así modestamente a sus interesantesestudios.

»Hace unos seis meses, mi madre me presentó en una casa donde debíaencontrar una señorita llena de cualidades y limpia de todo defecto.Encontré, en efecto, una encantadora joven, de una elegancia perfecta,amable, graciosa, alegre, y, en una palabra, enteramente seductora.Antes de inflamarme por esta maravilla, el último resplandor de buensentido, me hizo averiguar los gustos de la que mi madre llamaba ya enel fondo de su corazón «mi deliciosa hija.»

»No soy un lobo, ni tengo nada de salvaje, pero tampoco tengo los gustosde un mundano decidido. Confieso que mi ideal sería un hogar apacible ydichoso, y que encontraría muy desagradable que mi mujer estuviesesiempre rodeada de una multitud de adoradores.

»Ahora, bien, en pocas horas supe que Gilberta M... era una coquetaempedernida, muy experta en audaces amoríos... Se citaba el número desus adoradores, casi igual al de sus trajes...

Se me dijo que aquellajoven tan perfecta, era tan desagradable en el interior de su casa, comoencantadora fuera... Supe que era incapaz de coger una aguja, pero que,en cambio, sobresalía en el piano, en el tennis y en el croquet, quenadie montaba en bicicleta como ella y que no tenía rival en lagabota...

»Como sujeto de amoríos encontré a Gilberta ideal, pero como esposa...diablo, aquello dejaba que desear. Abandoné, pues, el proyecto de mimadre, y declaré francamente que no me casaría más que con una jovenseriamente educada... Se casa uno para estar tranquilo, después de todo.

»Mi segundo ensayo fue lamentable, en otro concepto. Di con una jovenprofundamente seria, pero una verdadera mujer mecánica. Sofía D... sehabía impuesto cinco horas diarias de estudio de piano, dos de pintura,una de canto y dos de paseo higiénico: total, diez horas de ocupacionessagradas que nada ni nadie tenía derecho a distraer... Condiciones sinequa non del matrimonio; había que tomarla así o dejarla... Yo la dejécon mucho gusto... ¡Cinco horas de piano!... ¡Cabeza hacía falta!...

»—Búscame—dije a mi madre,—una buena camarada, ni muy mundana ni muyseria; una joven de buena familia, sin demasiadas habilidades... Unahija de la Naturaleza...

»Esta perla estaba esta vez en un castillo de la Edad Media, muypintoresco, a fe mía... Fui a él en la estación de la caza, y sufrídesengaño tras desengaño...

»Micaela S..., buena muchacha, fraternal como un diablo, camarada conexceso; tenía una conversación que indicaba demasiado que era,realmente, una hija de la Naturaleza...

»No podía decir tres palabras sin añadir una patochada y soltar unadesvergüenza digna de un carretero. No pude hacerme a aquella fantásticaeducación, y llegué al colmo del asombro cuando le oí llamar a su padre:«Mi viejo Teófilo» y a su madre:

«La buena Isabel.» Cerré la maleta, yvolví a tomar el tren.

»He aquí el relato muy abreviado de mis tentativas matrimoniales, la másdesagradable de las cuales, fue la de la camarada.

»Una camarada es la mujer a quien se prohíbe tener ese encanto femeninoque nos cautiva; es la loca que firma riendo un contrato de igualdad,que es para ella un engaño... La camarada es la mujer que renuncia a lasconsideraciones que da la ternura, a los miramientos que da el respeto ya los matices que da el amor... La camarada es la mujer ante la cual sepuede hacer todo, es la mujer con la que nadie debe casarse...

»Rogando a usted que me dispense tan larga misiva, suplícole que aceptela expresión de mis respetos.

»JUAN DORMAL,

»Capitán de Artillería.»

Cuando Genoveva terminó la lectura, nos quedamos todas en silencio.Francisca mordisqueaba la punta del pañuelo y columpiaba un pie puestosobre el otro. Yo me reía en mis adentros de su evidente disgusto. Ella,que tiene por principio que la camarada es la mujer del porvenir, nopodía evidentemente conformarse con este nuevo concepto de la camarada,y esto le hacía perder su buen humor acostumbrado.

—Este señor razona muy bien... ¿Qué os parece?—preguntó la de Ribert,echando una mirada a Francisca.

—Ese señor es un imbécil—dijo levantándose bruscamente.

—No te enfades, Francisca—exclamé, echándome a reír...—

No te he oídonunca decir las palabrotas de que habla el señor Dormal... No se tratade ti.

—Sí, sí, sabes bien que todas esas frases sobre la camarada me dan enpleno estómago. ¡Ah! el muy idiota...

—¿Tu estómago?...

—No, ese capitán del diablo.

—Vamos, Francisca, tranquilícese usted—dijo la de Ribert.—

Si hubieraprevisto que estas cartas iban a contrariar a usted tanto, no se lashubiera leído.

—No lo sienta usted, señora—respondió Francisca con una vivacidadenteramente elástica,—soy yo quien lo ha pedido...

Pero ese señorridículo que afirma que no se casa nadie con la mujer camarada, seengaña... Yo me casaré—añadió con una expresión repentinamenteendurecida,—diga lo que quiera ese señor y sus admiradores...

Estas fueron las últimas palabras de la fantástica Francisca, que dijoque n