Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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16 de octubre.

Pensaba poder continuar hoy lo que yo llamo con cierto énfasis «misestudios históricos,» pero había contado sin la abuela. Lo que le contédel resultado de mis investigaciones la tenía muy contrariada, segúnpude juzgar por su expresión nada satisfecha, al tomar el desayuno.

—Estas chiquillas—murmuró al sentarse a la mesa,—tienen unaindependencia y unas ideas...

Y en cuanto terminamos, me dijo sencillamente:

—Ponte el sombrero, Magdalena.

Obedecí de prisa, y la encontré dispuesta a salir conmigo. El sombrero,puesto ligeramente torcido en la cabeza, indicaba en la abuela ideasbelicosas. No hice ninguna pregunta y la seguí dócilmente, preguntándomedónde me llevaba. ¿Era al convento para hacerme reflexionar sobre elmatrimonio? ¿Era a la cárcel, para castigar mi falta de vocaciónespontánea?...

No era, por fortuna, a ninguno de los dos sitios, sino sencillamente acasa de su director y amigo, el señor canónigo Tomás, profesor delColegio Libre. La abuela tiene la costumbre de consultar con él todossus asuntos, pequeños y grandes.

Era, pues, el caso de hacerlo.

En cuanto entramos en su despacho, el padre Tomás comprendió que habíaelectricidad en el aire.

—¿La señorita Magdalena ha roto su muñeca?—preguntó sonriendo al verla seriedad de la abuela.

—Si no fuera más que eso...—suspiró la abuela, sentándose en unacómoda butaca, mientras yo me instalaba modestamente en unasilla.—Magdalena me tiene consternada.

Y se puso a contar con vehemencia sus penas. Narró al cura su deseo decasarme, mi poco entusiasmo por obedecerla, mi manía de profundizarlotodo y el estudio que yo estaba haciendo de las solteronas; en unapalabra, todo salió a relucir.

El cura, repantigado en su butaca, escuchó con atención las quejas de laabuela. En su buena y plácida cara, iluminada por una mirada desorprendente inteligencia, no se hubiera podido leer ninguna impresiónsi el brillo malicioso de sus ojos no le hubiera hecho traición. El curase divertía.

Cuando la abuela lo hubo dicho todo, el padre Tomás clavó un instantesus chispeantes pupilas en las de la abuela y se echó a reír.

La abuela dio un salto de indignación.

El cura, que la conocía, vio que no debía tirar más de la cuerdasensible, y respondió tranquilamente, ajustándose los anteojos:

—Al desear casar a su nieta, señora, cumple usted con su deber...

La abuela me lanzó una mirada de triunfo.

—Pero Magdalena está en su derecho al querer reflexionar—

añadió.

Y, a mi vez, levanté la cabeza victoriosamente.

El cura hizo como que no echaba de ver lo que pasaba entre nosotras.

—El matrimonio es cosa tan grave—continuó,—que cierto moralista hadicho que no era demasiado toda la vida para reflexionar antes decomprometerse a él...

La abuela bajó los ojos en señal de desaprobación.

—No digo que ese parecer sea eminentemente práctico... Pero, enfin—dijo el cura moviendo la cabeza,—no podemos menos de reconocerlecierta prudencia...

La abuela se estremeció, y yo me eché a reír.

—Sin aconsejar a Magdalena que llevé las cosas tan lejos, es bueno, sinembargo, que reflexione, y mucho, antes de contraer los lazos sagradosdel matrimonio.

—Pero, padre—interrumpió la abuela, que perdía la paciencia,—¿hacíanfalta tantas ceremonias en otro tiempo para casarse? Los padrespresentaban un partido conveniente, y las jóvenes se casaban sin decirpalabra. Nadie pensaba en estas dilaciones de que usted habla, y que nocomprendo más que cuando una joven es llamada hacia Dios...

—Evidentemente—respondió el cura, cogiendo su caja de rapé y tomandoun buen polvo.—Así sucedía y así sucede todavía con las jóvenesacostumbradas a la obediencia pasiva...

—Señor cura, le cojo a usted en flagrante delito de contradicción.Habla usted de obediencia pasiva... ¿Quién me ha aconsejado desarrollarla personalidad de mi nieta?... ¿Quién me ha impulsado a formarle uncarácter suyo?... ¿Quién me ha dicho a cada uno de sus caprichos:«Déjelo usted pasar; será una mujer y no una figurante?...» ¿No ha sidousted, señor cura?

—Sí, señora—respondió el cura sin confusión alguna.—Y hoy lorepetiría una vez más. Los tiempos han marchado, y nosotros con ellos.La vida fácil de otro tiempo se ha acabado, y ante las generacionesnuevas se abre una vida de combate. Hay que combatir para tener un sitioal sol, y educar a las jóvenes como se las educaba en otro tiempo, seríaun verdadero anacronismo.

—¿Por qué?—dijo la abuela, no convencida.

—Porque la joven figurante ha dejado de existir. En otro tiempo, lajoven era educada exclusivamente para el matrimonio, y se trataba deformarle un carácter fácilmente maleable para asegurar la felicidadconyugal. Las ricas se casaban todas. Hoy no es ya lo mismo. Al lado delas muchachas sin dote, que no encuentran con quién casarse, existen lasjóvenes de dote pequeño o mediano, que no son más buscadas por loshombres.

Hacer del matrimonio el ideal de todas las jóvenes es, pues, ungrave error, puesto que es condenarlas de antemano a desengañosciertos...

—No veo en qué—replicó la abuela.

—¡Que no ve usted en qué!—dijo el cura sorprendido.—

Piense usted,señora, en la crueldad de condenar a una joven al celibato cuando todassus aspiraciones y todo su ser tiendan hacia la dicha del matrimonio...¿Qué quiere usted que haga en la vida una pobre joven cuyo espíritu,cuya voluntad y cuyo corazón no están formados y necesitan equilibrarsecon el espíritu, la voluntad y el corazón de un hombre?...

—Entonces, usted cree en la dificultad creciente del matrimonio paralas mujeres...—preguntó la abuela.

—Sí, señora, creo en ella.

—Magdalena tiene un bonito dote y...

—Sí, es posible, y se casará fácilmente—respondió el cura.—

Pero comoposee un carácter muy personal y fuertemente equilibrado, la dificultadvendrá de su parte. Querrá reflexionar, elegir, calcular...

—Entonces, Dios mío, ¿qué va a ser de nosotras? Las jóvenes que notienen carácter, están expuestas a ser desgraciadas no casándose... Lasque lo tienen, están amenazadas de sufrir casándose... ¡Qué dilema,señor cura!

—Sí—dijo el cura pensativo;—es cierto que ahí está el escollo. Elmatrimonio sufre la suerte común a las cosas de la tierra; estáatravesando una crisis...

—Por eso mismo hay que combatirla—afirmó la abuela con gran energía.

—¿Cómo?—dijo el cura más y más pensativo.—Lo que pasa en los grandescentros industriales es una imagen de lo que ocurre en todas partes. Haytendencias a la huelga general...

—¡La huelga contra el matrimonio!—exclamó la abuela, que no sabía sireír o enfadarse.

—La huelga contra el matrimonio, sí—articuló claramente el cura.—Loque hace al grevista es la conciencia de sus derechos y la posibilidadde hacerlos valer... Transporte usted la huelga de la industria almatrimonio, y tendrá la palabra de la situación.

—Entonces—exclamó la abuela desesperada,—Magdalena es unahuelguista...

—No, todavía no—dijo dulcemente el cura,—pero tiene tendencias.

Y añadió designándome a la abuela:

—¿Se puede saber lo que pasa en una cabeza de veinte años?

—Veinticinco, señor cura, veinticinco—rectificó la abuela, un pocohumillada por la cifra respetable de mis primaveras.

—Veinticinco años—repuso el cura;—entonces es más grave... A losveinticinco años no se es ya un alma cualquiera y se tiene unapersonalidad... Sí, es más grave... A esa edad se sabe que la vida de lamujer casada es una vida relativa y que su dicha está a merced deotro... No hay que extrañar que ciertas naturalezas se subleven yretrocedan ante esta dependencia absoluta... Note usted, señora, quégeneral es la huelga del matrimonio; tan difícil es decidir a ciertosjóvenes a casarse como a ciertas muchachas a contraer matrimonio.

—Sin embargo, señor cura, todavía se casa la gente—objetó la abuela.

—Sí—respondió el cura con bondad,—todos los obreros no están enhuelga, pero sí muchos. Hay huelguistas hombres y huelguistas mujeres;entre éstas habrá usted de contar a todas las que no quieren casarse pormotivos de abnegación, de salud, de sentimientos de pureza virginal, deamor al estudio, de exceso de escepticismo...

de

menor

necesidad

de

lapersona

complementaria, es decir, del marido.

Bajé la cabeza y me ruboricé ante la mirada investigadora del cura.

—Además—prosiguió éste,—hay los huelguistas hombres, de los que notenemos para qué ocuparnos, pues los motivos que les impiden casarseson de interés o de egoísmo, lo que es poco caballeresco... Entre loshuelguistas mujeres y los huelguistas hombres hay, como siempre,víctimas de la misma huelga, que son algunas buenas y puras jóvenes queno encuentran con quién casarse por falta de un poco de dinero. Esta esuna de las plagas de nuestra época—concluyó el cura haciendo un gestode desanimación.

—Entonces—respondió la abuela con un resplandor de esperanza,—puestoque usted califica de plaga semejante estado de cosas, es que está porel matrimonio...

—Sin duda, señora—afirmó el cura,—el matrimonio es una necesidadsocial a la que deben someterse los que están llamados a ese estado...

La abuela volvió a tomar aspecto de triunfo.

—Pero no soy de opinión de que se violenten las vocaciones...

A mi vez cobré valor.

—Deje usted a Magdalena estudiar su cuestión de las solteronas, puestoque eso le interesa. Acaso nos descubrirá cosas asombrosas—añadió conuna risa sonora que hizo temblar los cristales del despacho.

—Señor cura—dije en tono de protesta,—si usted supiera cuánto deseocomplacer a la abuela...

—Eso está muy bien dicho, pequeña—respondió la abuela muy contenta.

—Vaya, la señorita Magdalena no se quedará solterona, lo preveo—dijoel cura sin dejar de sonreír.

—No será porque no las quiera ni porque no las defienda—

contestéarriesgando una mirada del lado de la abuela.

—Sí, sí, usted quiere jugar a los perros de Terranova—

exclamó el curasatisfecho al ver que estábamos más contentas.—Tiene usted razón. Lasolterona de otro tiempo, aquella caricatura física de la mujer, hadejado, casi, de existir.

Ya no se encuentran aquellos buenos tiposclásicos de trajes anticuados y estrechos como sus ideas. La solteronaactual es con frecuencia una mujer de gusto, cuando no es la mujer detodas las caridades y de todas las abnegaciones.

—¡Ah!—exclamé aturdidamente,—siendo el cristianismo el que ha hechoposible la vida de la solterona, es muy natural que inspire esa vida...

—Otra tontería de Magdalena—murmuró la abuela.

—¿Cómo?—dijo el cura con estupor,—¿encuentra usted que Magdalena hadicho una tontería porque quiere que el cristianismo inspire la vida dela solterona?

—No, señor cura, no es eso. Esta chica nos marea suponiendo que sólo elcristianismo ha hecho las solteronas...

—¿Y usted quisiera que yo le dijese que se equivoca?—

preguntó el curamaliciosamente.

—¡Oh! sí, señor cura—suspiró la abuela.

—Pues bien, señora, para complacer a usted, quiero recordar a Magdalenael respeto que debe a esos cabellos blancos—

prosiguió el cura con sufranca sonrisa.—Pero no puedo desmentirla por completo en cuanto a lodemás...

—¡Imposible!—exclamó la abuela.—No va usted a decirme que es elcristianismo el que ha hecho las solteronas... No, no...

Eso es unaherejía...

—Sin embargo, señora, las palabras de San Pablo son formales. «El queno estando obligado por ninguna necesidad y siendo enteramente dueño dehacer lo que quiera, ha tomado la firme resolución de guardar su hija,hace bien. Porque el que casa a su hija hace bien, pero el que no lacasa hace mejor.» ¿Lo oye usted, señora? San Pablo dice «hace mejor...»

—¡Ah!—exclamó la abuela indignada,—jamás hubiera esperado semejantelenguaje de un apóstol y un santo...

—Cálmese usted, señora—dijo el cura muy divertido,—y observe quéalivio representaba el consejo de San Pablo a los padres de familia dela época, obligados por las leyes a casar a sus hijas e impotentes porlas costumbres para hallar el esposo obligatorio...

—No—exclamó la abuela,—no hubiera creído jamás que un apóstol, que unsanto, aconsejase el celibato mundano...

—Y en esto tiene usted razón—respondió el cura.—Tan lejos ha estadoSan Pablo de hacer la solterona, que no se encuentran muchas en losprimeros siglos del cristianismo, ni en la Edad Media ni, siquiera, enlos tiempos modernos.

—¿Por qué?—pregunté interesada, mientras la abuela se reponía de suindignación.

—A consecuencia de los cambios que las invasiones de los bárbarostrajeron a las costumbres y, sobre todo, a causa de la transformaciónpropia de las cosas humanas. San Pablo no había dado más que un consejoy los siglos que siguieron encontraron en él un amplio permiso paracondenar a una cantidad innumerable de mujeres, no al celibato mundanovoluntario, sino al celibato religioso forzado, tan penoso para lasalmas a quienes no atrae una vocación especial...

—¿En interés de qué?—dije más y más poseída de mi asunto.

—En el interés personal de las familias de entonces. Vamos a ver,Magdalena—dijo el cura en tono regañón,—un poco de memoria... Usteddebe de recordar la historia... Pues bien, dígame usted lo que sepa dela transformación de las leyes en el momento de la invasión de losbárbaros.

—No es difícil, señor cura—respondí con entusiasmo.—Ayer precisamentehe estado hojeando la «Historia moral de las mujeres» de mi amigoLegouvé, y he visto que las luchas perpetuas y las guerras continuasacabaron por poner los bienes en manos masculinas. Entre los invasores,las hijas estaban excluidas de la propiedad.

—Bien—dijo el cura con satisfacción,—muy bien...

—Los bárbaros decían: «Nada de hijas ante los hijos,» lo que no esjusto—añadí con convicción.

—Eso es un detalle—dijo el cura en tono doctoral.—¿Y qué pasó despuésde la conquista?

—Una cosa muy sencilla, señor cura. Los dueños del suelo, en plena ylegítima posesión de sus bienes, no tuvieron más que un deseo, asegurarla conservación de esos bienes en toda su integridad a una descendenciaúnica. El feudalismo no dice ya

«nada de hijas delante de los hijos,»sino «nada de hijos delante de los primogénitos...»

—Perfectamente—exclamó el cura.—Va usted a ver en seguida elencadenamiento de los hechos. Por una rara asociación de ideas, ladureza del padre de familia, que excluye de su herencia a la totalidadde sus hijos menos uno, se une a la fe sincera del creyente que quierela prosperidad de la religión.

Estos dos sentimientos, al parecer,inconciliables, impulsan al padre de familia a poner continuamente enpráctica y hasta exagerar el consejo de San Pablo... Así pues, no secasa a las hijas más que cuando se encuentra una unión ventajosa para elpadre o para el hijo mayor; en el caso contrario, se las mete en unconvento, sean los que quieran sus gustos o deseos.

—¡Infelices!—exclamé llena de conmiseración por aquellas hermanas deantaño.

—Los siglos pasados—continuó el cura, que se creía en sucátedra,—están llenos del ruido de esas vocaciones obligatorias,gracias a las cuales no había entonces más que pocas o ninguna solteronaen el mundo. La totalidad o poco menos de las mujeres no casadas, eranentonces encerradas en los conventos...

—¡Qué admirado debió estar San Pablo con semejante éxito!—exclamé conuna risa tan ruidosa que la abuela se estremeció.

—San Pablo...—murmuró con rencor,—San Pablo es un mal santo.

—¡Oh! señora—respondió el cura descontento,—San Pablo es la gloria dela Iglesia... Pero como no quiero que le crea usted el padre de lassolteronas voy a leerle una carta muy curiosa del Papa Inocencio IV apropósito de las solteronas. Allí verá usted la doctrina de la Iglesiaen plena Edad Media, y, por consecuencia, una rehabilitación de SanPablo.

El cura desapareció un instante en su biblioteca y volvió con un granlibrote que abrió por la página en cuestión.

—Se trata, señoras—dijo,—de la Princesa Isabel de Francia, hermana deSan Luis. Aquella virtuosa Princesa resolvió no casarse, siendo así quesu hermano deseaba que lo hiciera con el hijo del Emperador Federico II.Si la Princesa hubiera querido hacerse religiosa no hubiera encontradociertamente ninguna oposición en su familia, pero la desgraciada hablabade celibato mundano... «No tendré—respondía a todas lasinstancias,—otro esposo más que Jesucristo; sin pasar el resto de misdías en un claustro, viviré en medio del mundo en un estado devirginidad.»

Blanca de Castilla, su madre, y el Rey Luis IX, su hermano,a quien esta resolución contrariaba en extremo, se dirigieron al PapaInocencio IV para que la combatiese. Inocencio escribió a la Princesauna carta llena de razón y de dulzura, en la que se esforzaba pordemostrar a la joven qué desagradable sería para la familia real contarcon una «solterona» entre sus miembros.

El cura recalcó la palabra «solterona» con entonación tan burlona, quela abuela y yo soltamos la carcajada.

—Escuchen ustedes la lectura de esta carta, que va a consolar a usted,señora. «Me dicen—escribía el Pontífice,—que queréis vivir en el mundoy que vuestra inclinación os lleva a hacer en él una existencia separadade los vivos, sin pretender el matrimonio ni las esperanzas deposteridad. Sin embargo, según me informan, no tenéis la intención deentrar en un monasterio para vivir en él en la profesión religiosa, sinoque vuestra mente se forma una vida neutra que no es ordinaria en elsiglo y que no puede recibir la aprobación de aquellos a quienes debéisobediencia.»

—Eso está bien hablado—exclamó la abuela;—Inocencio IV

me consuelade San Pablo... ¿Qué tienes que responder a esto, hija mía?

—Lo que probablemente respondería Isabel de Francia...

—Isabel—continuó el cura,—escribió al Papa una larga carta parajustificar su conducta y solicitar su perdón. «No soy unarebelde—decía,—ni una desobediente; quiero obedecer y morir a vuestrospies, cuando me hayáis hecho el favor de oír una sola palabra para mijustificación.» Inocencio IV había hablado a la Princesa de laexcelencia y de la santidad del matrimonio...

—¡Qué gran Papa!—exclamó la abuela llena de admiración.

—...Isabel respondió en estos términos: «Sé que el matrimonio eshonroso, y el lecho de las esposas castas inmaculado; pero no puedoolvidar lo que dijo el apóstol San Pablo...»

—¡Otra vez San Pablo!—gruñó la abuela...—¡Qué santo!...

—«...Que hay que tener una santa emulación por los dones de Dios ydesear los más excelentes. He oído con frecuencia que la virginidad estátan por encima del matrimonio como la claridad del sol sobre la de lasestrellas. Es la vida que Jesucristo ha consagrado en su purísima carney aquélla de que la Santísima Virgen nos ha dado ejemplo. ¿Qué daño hagoa mi nacimiento renunciando al hijo del Emperador para casarme con elsoberano Monarca del Cielo y de la tierra? El poco conocimiento quetengo de las letras sagradas no me permite ignorar unas palabras de SanAgustín, que dice: «Más vale dar vírgenes a Jesucristo que Césares almundo.»

—Es encantador que también San Agustín se meta en esto—

dijo laabuela.—Y añadió volviéndose hacia mí.—¿De modo que las ideas de laPrincesa son las tuyas?

—No por completo—confesé.—La Princesa es una santa y yo no. Además,su celibato no es más que una vida religiosa...

—Precisamente—confirmó el cura.—La historia nos enseña que si laPrincesa Isabel ganó su causa, no perseveró en su deseo de celibatomundano. Rompiendo con aquella vida neutra que afligía al Papa, se hizomonja, y murió siéndolo.

—¡Bah!—dijo la abuela,—para ser una solterona tan convencida de suderecho, la Princesa no tuvo mucha perseverancia...

—Es verdad—contestó el buen cura, que no quería contrariar de nuevo ala abuela.—Note usted, sin embargo, qué progreso en el desarrollo de lapersonalidad femenina denota ese proyecto de la Princesa... Cincuentaaños antes supongo que no hubiera habido grandes escrúpulos para vencerla resistencia de una joven colocada en oposición directa con lossuyos...

—Ese fue entonces el comienzo de la rebelión—objetó la abuela,levantándose para despedirse del cura, al que habíamos hecho perder untiempo precioso.

—Nada de eso, señora—respondió con bondad el cura;—es el primervagido de una personalidad que se ignora.

—¡Singular vagido!—dijo la abuela.—En fin... a San Pablo y SanAgustín

se

lo

debemos—añadió

con

rencor.—

Verdaderamente, no puedodigerir eso...

—Sí, sí—respondió el cura con condescendencia,—ya lo digerirá usted.Ya verá, ya verá.

Y al acompañarnos galantemente hasta la puerta, nos dijo con malicia:

—Vayan en paz, señoras, vayan en paz...

Aquel deseo no debía realizarse, pues apenas entramos en casa, a laabuela le faltó tiempo para dar parte a Celestina del supuesto horrordel Papa Inocencio IV por las solteronas.

—¡Eso un Papa!—exclamó Celestina.—Debe de ser, todo lo más, un Papafalso...

Iba la abuela a protestar vigorosamente, cuando me apresuré a calmar aCelestina recordándole las palabras de San Pablo: «El que casa a su hijahace bien; el que no la casa hace mejor.»

Creí que se iba a desmayar de gusto al oír estas palabras.

—Ese es un santo bueno... Ese es un santo grande... Ese es un santo...santo. No hay como los apóstoles.

—No hay como los Papas—replicó la abuela.

Celestina es tan intransigente en sus ideas que no va a dejar vivir a laabuela con San Pablo. La guerra está declarada entre el apóstol y elPapa, ¡Pobre Inocencio IV! ¡Bueno le va a poner Celestina!

Estaba yo escribiendo estas palabras, cuando oí un golpe en la puerta yme vi entrar a Celestina muy sofocada.

—No comprendo—acabó por decir cuando pudo recobrar el uso de lapalabra,—no comprendo que la señora dé tanta importancia a lo que diceun «inocente.»

—Inocencio IV no era un inocente—repliqué.—Fue, por el contrario, ungran Papa que se llamaba Inocente como tú te llamas Celestina.

—¡Bah!—dijo Celestina incrédula;—la señorita no me hará creer quenadie se llame Inocente sin tener buenas razones para ello.

Y me dejó muy indignada por lo que ella llamaba mi obstinación endefender a aquel «inocente.» Tenía yo razón al exclamar: ¡PobreInocencio IV!