Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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18 de octubre.

Hoy he dado un buen paseo con el que no contaba. Estaban dando las doscuando la campanilla sonó alegremente a impulso de un mano viva ynerviosa.

—Es la señorita Francisca, seguramente—dijo Celestina, yendo a abrirsin apresurarse.

Era ella, en efecto, que venía con Petra Brenay, Genoveva Ribert y susmadres, a buscarme para dar un paseo. Acepté con entusiasmo. La abuelatiene dificultad para andar y me confía con placer a esas señoras que meacogen siempre con gran amabilidad.

Genoveva y Petra son, como Francisca, de mis más antiguas amigas, y,como yo, son aiglemontesas de nacimiento.

Genoveva nuestra decana, frisa en los veintiocho años. Es una morenitadelgada y esbelta, de facciones acentuadas y dulces al mismo tiempo.Elegante sin exceso, piadosa sin mogigatería y adicta sin ostentación,es enteramente mi ideal. A ella es a quien confío más fácilmente mispensamientos, y la abuela, que aprecia mucho el carácter firme y leal deGenoveva, protege nuestra intimidad. Genoveva quiere permanecer solterapor gusto, según dice ella, pero la abuela, que no podría soportarsemejante inconveniencia, asegura que es más bien por abnegación para sumadre, a la que cuida y consuela en sus dolores físicos y morales. Yosoy de la misma opinión.

Petra es extremadamente fina y menuda, muy rubia y con una aristocráticasilueta. Es la gracia hecha mujer, aunque un poco caprichosa yfantástica y algo niña mimada. Su padre, el Barón de Brenay, no ve másque por los ojos de su querida hija, que es la única bonita, la únicabien nacida y la única posible. A fuerza de oírlo repetir, Petra lo creey espera con serena convicción la hora encantadora y deseada en que larenta de sus veinte mil pesos de dote, o sean seiscientos pesos, leatraerán algún millonario por marido. Los señores de Brenay desean elmillón, como

es

de

suponer,

y

Petra,

hija

respetuosa,

comparteenteramente las opiniones de sus padres. Está convenido que Petra no secasa con menos de un millón.

—No se puede vivir con menos de seis u ocho mil pesos al año—dice acada momento el Barón de Brenay.

—Es lo justo para no morirse de hambre—añade la Baronesa.

Y como los dos tienen una fe ardiente y convencida en el valor de lapartícula «de» colocada delante de un nombre, conservan la dulce oinocente ilusión de que toda la humanidad participa de esa fe. Unriquísimo plebeyo será indudablemente muy halagado al depositar a lospies de la divina Petra un número incalculable de billetes de banco...Esperan a ese novio ideal y le aceptan de antemano con unacondescendencia muy divertida. Muchas veces nos reímos entre nosotrasde los sueños dorados de Petra, pero sin permitirnos discutirlos. Losdogmas de fe no se discuten.

Dejando a las mamás que hablasen entre ellas, tomamos rápidamente ladelantera en cuanto estuvimos fuera de la población.

—Y bien, Magdalena—exclamó de repente Francisca,—

¿sigues defendiendoa las aiglemontesas?

—Como las ataques mucho, puede ser.

—¡Ah! veo que cedes, caballeresca Magdalena—exclamó Franciscatriunfante.—El otro día te alzabas en los espolones como un galloinglés.

—Si alguien enseñaba los espolones—dije reprimiendo una fuerte gana dereír,—no creo que fui yo...

—No, joven virtuosa; confieso que debió de ser mi modesta persona laque se agrió con los golpes repetidos que me asestan ciertas malassolteronas...

—Si tú las provocas, no tienes más que lo que mereces.

—Eso es, métete en esa pandilla, y contra mí además... ¡Ah!—

dijoFrancisca dando un gran suspiro,—bastante desgraciado es pensar que seva una a enmohecer como las otras en la piel de una solterona...

—Nadie te obliga a enmohecer—objetó Genoveva.

—Sí, se acartona una a pesar suyo cuando el celibato le ata las alas.

—Pues bien, cásate—exclamé.

—¡Ah! como llegue a pasar al alcance de mi mano un pretendiente, osprevengo que salto a él y de grado o por fuerza le llevo al cura y alalcalde.

—¿Aunque no te guste?...—pregunté interesada.

—Un pretendiente gusta siempre.

—¿Aunque sea feo y viejo?

—Me tiene sin cuidado—respondió Francisca con su desenvolturahabitual.

—¡Oh!—dije indignada.—No creo que te casaras con alguien que no tegustara...

—¿No?... Como que le iba a dejar... ¿Estás todavía en los dichosostiempos de los matrimonios por amor?

—¡Cómo!—exclamé consternada.—¿No estás tú ya en ellos?

—El amor sublime...—respondió la incorregible burlona;—

creo que no mesentaría bien.

—Dices tonterías—hizo observar la prudente Genoveva, también muysofocada.

—Tonterías... no. En realidad—añadió Francisca viendo que había idodemasiado lejos, estoy hablando en broma.—Me sacáis de mis casillas convuestros gustos de celibato. Es horrible volverse un ser ridículo, malo,maldiciente y charlatán... una sobra.

—Yo no creo ser una sobra—protestó vivamente Genoveva.

—Tú, puede que no—concedió con generosidad Francisca,—

pero lasdemás... Dios mío, no es ese mi ideal.

—Ni el mío—afirmó Petra.—A mí me gustará comerme el dinero de unmarido muy rico.

—¡Comerte el dinero!—objeté.—¿Es eso todo lo que tú ves en elmatrimonio?

—Evidentemente—respondió Petra con su gran aspecto de lascruzadas.—Comprenderás que si me caso con un plebeyo rico, no voy apasar el tiempo en amar a ese caballero... Amar a su dinero y hacerlevalsar, es otra cosa...

—Pobre plebeyo—dijo Francisca con compasión.—Estoy segura de que leharás ver que es un honor para él dejarse roer el dinero por tus lindosdientecitos aristocráticos.

Petra sonrió sin responder.

—¡Bah!—replicó Francisca sin poderse contener, una partícula no escosa que se come...—¿Qué le vas a dar en cambio a tu marido?

—Nada—respondió Petra desdeñosa.

—Pobre señor; su vida va a ser un perpetuo viernes...

Genoveva, para cambiar de conversación, nos llamó la atención sobre elpaisaje de otoño que se ofrecía a nuestra vista.

—No, no, Genoveva, nada de poesía; nada de hojas muertas o a punto demorir... Estoy harta de eso... Hace veintitrés años que estoycontemplando las bellezas de nuestro pueblo y ya no me entusiasma laNaturaleza... Es aburrido.

—Qué alma de artista—murmuré in petto; y después, armándome devalor, me atreví a hablarles de mis estudios sobre las solteronas.Francisca aprovechó la ocasión para lanzar gritos de horror, que Petraimitó a la sordina. Envalentonada por la mirada de aprobación deGenoveva, conté mis descubrimientos sobre el origen de las solteronas yles dije que en los pueblos polígamos no las había.

—¿No?—exclamó Francisca.—Pronto, Petra, vámonos a esos pueblosfelices.

—No creas que me conformaría con la vida de harén—

respondió Petra entono desdeñoso.

—Es verdad—exclamó Francisca;—ya he dicho otra tontería.

—No me extraña—dijo dando un suspiro la pobre señora de Dumais que noshabía seguido.

—Esperaba eso de mamá—respondió Francisca con filosofía.

A mí tampoco me extrañan las reflexiones maternales...

Cuando llegamos a mi casa ofrecí a todas las señoras una taza de té. Lasde Brenay y Dumais tenían prisa por volver a sus casas, y rehusaron;pero las tres jóvenes aceptaron. Celestina, que sabe cuánto me gustatomar un refrigerio al volver de paseo, lo preparó todo en seguida, yentre una galleta y una tostada continué mis confidencias.

La idea de que San Pablo, con gran escándalo de la abuela y grancontento de Celestina, era el padre de las solteronas, divirtió mucho amis amigas. Francisca, que tiene siempre ideas originales, me pidió quellamase a Celestina para contemplar su gozo. Hícelo yo de buen grado ypedí una cosa cualquiera a mi buena vieja para explicar mi campanillazo.

—Y bien, Celestina—dijo Francisca,—San Pablo es un gran santo...

—Sí, señorita—respondió respetuosamente Celestina, que pareció mirar aFrancisca con mejores ojos.—No es como ese inocente...

—¿Qué inocente?—interrogó Francisca asombrada.

—Ya te contaré eso dentro de un momento—dije.—Vamos, Celestina, dinoslo que piensas de San Pablo—continué dirigiéndome a la anciana, que seobstinaba en pasarse la mano por las narices como para quitarse unahumedad molesta.

—Pienso—respondió la aludida, a la que halagaba la atención de que eraobjeto,—pienso que Dios ha enviado a San Pablo para impedir que lasjóvenes se pierdan casándose.

—Pero, Celestina—dijo Genoveva con una débil sonrisa,—no es unaperdición el casarse.

—Sí, señorita—aseguró Celestina;—en los hombres es puro vicio y enlas mujeres una torpeza...

—¡Bueno!... Ya está la especie humana rápidamente juzgada—exclamóPetra en medio de las risas de todas.

—Pues bien, Celestina—añadió Francisca muy seria,—

encuentro que tieneusted razón. En su lugar de usted daría algún paso cerca del señor curapara obtener que Santa Catalina, que es una solterona de pacotilla, seapuesta en la puerta de la corporación y que San Pablo sea nombradopatrono en su lugar.

—¡Cuánta razón tiene la señorita y qué bien estaría eso!...

—Me apresuré a despedir a Celestina e hice reproches a Francisca. Laaturdida no ha pensado que Celestina va a tomar todo esto en serio yacaso a intentar con el cura el paso aconsejado... En fin, ya veremos.

Reanudé mi narración de las solteronas para explicar el

«inocente» deCelestina, y aquello fue un concierto de risas.

Francisca por poco seahoga con una castaña en dulce y Petra se atragantó completamente albeber el último sorbo de té.

Por fin se restableció el silencio y emprendimos una nueva conversaciónmás seria, aunque sobre el mismo asunto.

Genoveva me preguntó con qué objeto hacía mis investigaciones, y lerespondí que todo mi deseo era encontrar libros que me inicien en laintroducción de las solteronas en la sociedad moderna, pues hasta ahorano me daba cuenta más que de la solterona involuntaria.

—Mi madre debe de tener algo sobre eso—dijo Genoveva después dereflexionar.—Buscaré y te enviaré todo lo que encuentre.

—Le di las gracias con efusión, y como se hacía tarde, unoscampanillazos vinieron a poner término a nuestra alegre conversación.Era que venían a buscar a mis amigas.

Francisca fue todavía la que tuvo la última ocurrencia. Había ya salidode la antesala, cuando, dando media vuelta, vino hacia mí y me dijo consu gracia acostumbrada:

—Hasta la vista, solterona...

—Adiós y gracias—repitieron en coro Genoveva y Petra.

—Adiós, hasta la vista, muchachas...—respondí gozosa, mientras serestablecía el silencio en nuestra tranquila casa y resonaban todavía alo lejos las notas del alegre terceto.

¡Solterona!... Pues bien, acepto el augurio...