La campana, sin embargo, sonaba echada a vuelo, pero cada alegrevibración repercutía en sus oídos como un toque fúnebre y el resplandorde los cirios detrás de los vidrios de colores hacíale pensar en unosfunerales, los funerales de su amor....
En vano ahuyentaba esas imágenes importunas, que volvían como una moscaa posarse en su frente. En vano quería evadirse de su propia tristezapara participar de la alegría de la querida niña cuya dicha era su obra.En vano se esforzaba por olvidar sus velos de luto por aquel velo dedesposada vislumbrado hacía un momento en la portezuela del coche, en elque se agitaba una manita blanca. En vano forzaba a sus labios a rezarpor aquellos dos seres queridos que en adelante no serían más que unopara ella...
¡Trabajo inútil!
Su pensamiento rebelde se esquivaba de aquel cruel cuadro, y por una deesas perversiones de la imaginación que en las crisis violentas se agitacomo un muelle roto, seguía viendo sin cesar la capilla de Santa Ana ylos dos novios delante del altar erizado de puntas de hierro y de fuego,doloroso emblema del Destino, donde se consumía lentamente la «cera delos desposorios.»
¡Aquellos serían más dichosos!
Ninguna hiel, ninguna amargura se mezclaban con su enorme pena; cadacual había cumplido con su deber noble y estoicamente, y si el amorhabía perdido en ello, la estimación había ganado.
Este era su orgullo y su consuelo; podía mirar sin temor el retrato delaltivo soldado del que era hija. Su clara mirada le respondía:
—Está bien.
—Buenos días, señorita; solamente nosotros estamos en nuestropuesto—dijo el tío Marcial volcando su saco en la mesa y designandocon franca risa la multitud de comadres y muchachos que, no habiendopodido encontrar sitio en la iglesia, esperaban la salida de lanovia.—La señorita Beaudoin se habrá alegrado de su accidente de usted,pues la habría reemplazado de mala gana... La verdad es que nuestraseñorita Blanca está tan linda que da gusto verla...
—Si lo desea usted, no se prive de ir a verla, Marcial, mientras yotimbro el correo...
—¿No quiere usted que la ayude?
—Es inútil; acérqueme usted nada más la mesa... ¡Ajajá! Ya tengo todolo que necesito. Cuando usted vuelva las cartas estarán clasificadas...De todos modos, las tres cuartas partes irán ciertamente al castillo.
—Entonces me dejo convencer, señorita. He visto a esa recién casada tanalta como esto, y rezaré con gusto un pater por ella, si me acuerdo.
—Rece usted dos, Marcial; uno por usted y otro por mí.
—Convenido, señorita; haré el encargo militarmente.
Y llevándose la mano al quepis, se marchó con ese paso cadencioso de losantiguos soldados y la espalda encorvada como si llevase todavía lamochila.
Liette le vio atravesar la plazuela, pasar por los grupos y entrar en laiglesia.
Entonces, dando un suspiro, apartó la vista de aquel edificio medioderruido en el cual se estaba representando el último acto del dramaíntimo de su vida, y se puso valerosamente a la tarea.
«Señores de Candore.»
«Señora doña Blanca de Candore.»
Estos nombres se presentaban sin cesar ante sus ojos quemados por lafiebre. Desde la víspera aquello era un diluvio de telegramas defelicitaciones, prospectos de proveedores, papeles con escudosnobiliarios, sellos franceses y extranjeros.
Estaba Liette haciendo metódicamente su clasificación, cuando el timbrela llamó de nuevo al aparato Morse...
Era un nuevo telegrama para el castillo.
«Señorita doña Blanca de Candore.»
¡Este estaba doblemente atrasado de noticias!
Maquinalmente tradujo palabra por palabra las señales cabalísticasmarcadas en el rollo de papel, y las transcribió en el libro:
«Señorita... el hombre... con quien... va usted a... casarse... es mi...esposo... ante la ley... inglesa...»
La pluma se detuvo en los dedos temblorosos de la empleada.
¡Imposible! No podía ser esa la traducción...
«Y el... padre de mi... hijo que... muy pronto... no tendrá tampoco...madre...
Juana Dodson...»
Las sílabas implacables se desarrollaban ante sus ojos turbados con sumovimiento automático y continuo.
Pero no, se engañaba.
Con un violento esfuerzo, trató de dominarse, de recobrar su sangrefría, y consultando el alfabeto, deletreó letra por letra:
«Señorita, el hombre con quien va usted a casarse es mi esposo ante laley inglesa y el padre de mi hijo, que muy pronto no tendrá tampocomadre. Juana Dodson...»
¡Había leído bien!
Esta vez la pluma se cayó al suelo.
¿Era verdad? ¿Era posible?
Pero no; se trataba de una calumnia infame, de una de esas calumniasante las cuales no retroceden ciertos seres viles y maléficos que no secuidan del honor de un hombre ni del reposo de una mujer.
Sin embargo, ese nombre... «Juana Dodson»... era el de la institutriz aquien ella había reemplazado en el castillo, y quizá...
¡No! No podía, no quería creerlo...
Suponiendo que el telegrama fuese realmente de miss Dodson, ¿no podíaser una venganza de mujer despechada y celosa?... Raúl había podido seramable, demasiado amable, coquetear con ella, turbar la imaginación dela pobre muchacha y hacerle acariciar una loca esperanza... De esto aadmitir aquella monstruosa acusación...
Con todo, los términos eran precisos y formales...
Volvió a leer el texto del telegrama, fechado en Jersey... ¡Jersey!
Liette creyó estar viéndole desembarcar del vapor en el puerto deGranville...
¡Dejaba entonces una mujer y un hijo en la otra orilla!
Y como una espesa niebla que se disipa de repente ante las brillantesflechas del astro del día, una luz cruda, brutal y deslumbradora cegósus pobres ojos que ella tapaba en vano para no ver...
Los detalles se precisaban con una claridad implacable. Lacorrespondencia con el pretexto del tío Neris, los viajes repetidos aInglaterra, a Jersey, y la equivocación del digno notario, cuya alusión,hoy transparente, no se dirigía a ella... todo lo descifraba con unalucidez desesperante y aquella trama de odiosas mentiras se desgarrabaen lamentables jirones...
¡Todo había acabado!
Aquella indigna traición barría, como una irresistible tormenta, todassus queridas reliquias del pasado y convertía la llama en cenizas...
¡Todo había acabado!
Y como el sacerdote permanece confundido ante el sacrificio de laiglesia devastada y del tabernáculo violado, Liette se quedó anonadadaviendo a su ídolo, a su dios, arrancado brutalmente del altar que ellale había levantado en su corazón.
Con la mejilla apoyada en la crispada mano la mirada dura, la frentefruncida y la boca contraída con una sonrisa amarga, la joven meditaba ysus hermosas facciones estaban fijas en una implacable expresión dedesprecio y de odio.
Como los más puros metales, las almas más nobles tienen sus escorias,que suben en hirviente espuma al fuego de la cólera.
En aquel momento, la altiva e impecable criatura experimentaba una acrevoluptuosidad al pensar en los estragos irreparables que iba a causaraquel papel azul en el que su mano trémula escribía sin vacilación niremordimientos las líneas acusadoras, como un líquido corrosivo en elblanco traje de desposada.
No sólo excusaba aquel delirio de venganza, extravío de un espírituulcerado, de una madre enloquecida hasta la desesperación, sino que loaprobaba y lo comprendía, y se regocijaba por ser su ciego instrumento.
Otra había hecho la tarea que repugnaba a su natural lealtad; no teníamás que lavarse las manos.
Ciertamente, la delación era un arma vil, pero mucho menos que laconducta de aquel noble felón, que engañaba a tres mujeres a la vez yrobaba a la una su honor, a la otra su estima y a la otra su fortuna.
¿Por qué aquel telegrama revelador no había llegado el día antes? ¿Porqué venía cuando el «sí» fatal había sido pronunciado? ¿Por qué era yatarde para desatar esos lazos malditos? ¿Para qué romper el corazón deuna niña ignorante y crédula?
¿Y qué?
Era la vida brutal, la ley del destino sorda e inexorable, y la venganzano está obligada a más equidad que esa justicia ciega cuya espada dedos filos hiere casi siempre al inocente con el culpable.
¿Qué le iba a hacer ella?
¿Salvar al uno para salvar a la otra?
¡Engaño!
¡Piedad ridícula de los débiles que causa la audacia implacable de losfuertes!
Liette se acorazaba contra todo enternecimiento y se encerraba en unaimpasibilidad feroz.
Blanca sufriría sin duda.
¿No sufría también ella en su amor, en su orgullo, en todas