Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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en sus empresas hazañescas, la aclamación reveladora de uncarácter testarudo, capaz de ir adelante por encima de todos losobstáculos.

—¡Viva Chile, m...!

El buque se alejó con sus trompetitas brillantes en lo alto y lamuchedumbre liliputiense alineada en los diversos pisos. Un rayo de solpálido iluminó su popa durante algunos instantes con reflejos de oroantiguo. Luego, como si el Océano hubiese despertado únicamente parapresenciar este encuentro, se restableció la sombra, y algo más densoque la sombra asaltó al Goethe a los pocos minutos.

Una muralla gris avanzaba sobre él, devorando el azul del cielo y elverde amarillento del mar. La niebla envolvió al buque cuando entraba enla embocadura del estuario. Empezó a navegar con lentitud. Algunas vecesparecía detenerse, como si fluctuase indeciso, no sabiendo qué direcciónseguir, y poco después reanudaba la marcha. Rasgaba la «sirena» deminuto en minuto con un aullido lúgubre esta noche blanca sobrevenida enplena tarde. A corta distancia de las bordas cerraba la bruma todavisualidad. Los que miraban abajo sólo veían unos cuantos palmos desuperficie acuática. Más allá, el humo turbio y denso lo devoraba todo.El mástil de trinquete y la proa eran débiles sombras, siluetasborrosas, pálidos dibujos sobre un fondo gris.

Muchos pasajeros, especialmente las mujeres, mostraban inquietud.Excitaban sus nervios los rugidos de la chimenea, que parecíanllamamientos de socorro. Irritábales no poder ver, marchar a ciegas porunos parajes de frecuente navegación.

Pensaban en la posibilidad de unchoque en esta atmósfera formida y traidora. Hubiesen preferido la vidaestrepitosa de una tempestad.

A los rugidos del trasatlántico contestaban, apagados por la distancia yla bruma, los de otros buques. Tal vez estaban próximos. La nieblaatenúa los sones. Para suplir la intermitencia de los bramidos de lachimenea, la campana del vapor tintineaba incesantemente, movida por ungrumete. Este repiqueteo, semejante a un toque de misa, excitaba aún másla nerviosidad de las señoras. Criticaban muchos al capitán porqueseguía adelante, exponiéndolos a un choque con otro buque o a encallaren los bajos del río.

De pronto, un silbido en el puente, un estrépito en la proa decabrestantes sueltos y cadenas escurriéndose. El buque quedó inmóvil;acababa de anclar, en espera de que se aclarase la atmósfera.

Y entonces, por una de esas inconsecuencias propias de las muchedumbres,se reprodujo la protesta en los mismos que se habían quejado al ver elbuque en marcha. ¡Estos alemanes cachazudos y prudentes! Un capitán deotro país hubiese seguido adelante.

Las mujeres golpeaban el suelo con el pie. ¿Cuándo entrarían enMontevideo? Tal vez pasasen la noche en el río; tal vez no llegarían aBuenos Aires en todo el día siguiente. El doctor Zurita hablaba denieblas que habían durado tres días.

—Y aquí nos quedaremos, lo mismo que si estuviésemos en una isla...¡Qué fregatina!

Pronto se cansaron los pasajeros de contemplar la cortina de bruma.Muchos creían ver en su densa superficie bultos negros que surgían depronto y se agrandaban, siluetas de buques viniendo sobre ellos a todovapor. Acabaron por resignarse, mostrando un valor fatalista; lo quehubiese de ocurrir era inevitable. Además, el buque seguía lanzando cadamedio minuto un bramido indicador de su presencia. Y paseaban por lacubierta con cierto entorpecimiento, con una sensación de extrañeza enlos pies, que ya estaban acostumbrados a la movilidad del suelo. Sehabían encendido todas las luces en el interior del buque; sonaba elpiano del salón, y pasaban junto a las ventanas parejas de danzantesganosos de aprovechar la inercia de la espera.

El fumadero no tenía un asiento libre. Muchos sentían la necesidad debeber, para quitarse el mal sabor que la niebla dejaba en las gargantas.Los artistas de opereta aparecían con sus mejores trajes. Se habíanvestido a media tarde para bajar a tierra, creyendo que antes de unahora estarían en Montevideo.

La inmovilidad del buque los colocaba enuna situación algo ridícula: ellas oprimidas en sus vestidos flamantes,con grandes sombreros, sin atreverse a tomar asiento por miedo a ajarlas faldas; ellos con el bastón en la mano, sufriendo el tormento delcuello alto entre las demás gentes que conservaban los cómodos trajes deviaje. ¡A saber cuándo podrían desembarcar!...

Todos se lamentaban congestos teatrales de este contratiempo de última hora.

Ojeda ocupó una mesa en la terraza de fumadero con su compatriotaConchita.

—Paisana, vamos a llegar—había dicho al verla—. Permítame que lainvite a tomar algo. Celebremos el buen viaje.

Ahora que se veía sin amistades femeniles gustábale conversar con lagraciosa madrileña, a la que apenas había prestado atención en los díasanteriores. Y ella, adivinando que este acercamiento repentino sólo erapor el deseo egoísta de no verse solo, burlábase de sus aventuras en elbuque.

—A usted, paisano, únicamente le interesa lo extranjero. No tiene niuna mirada para lo de casa... ¡Claro! Las de la tierra somos pocodistinguidas, no tenemos chic, como dicen esas señoras que hablan conIsidro.

Fernando la miró con interés creciente. Conchita estaba libre de lavirtuosa presencia de doña Zobeida, que andaba por abajo en arreglos deequipaje. Los ojitos negros tenían una expresión maliciosa yprometedora. A él no le parecía mal la madrileña...

¡Pero en víspera dela llegada a Buenos Aires! ¡Cargar con un nuevo compromiso un hombrecomo él, que iba a la ventura!...

Su conversación giró al poco rato sobre el dinero y la nueva vida queles esperaba allá. ¿Qué pensaba hacer Concha al desembarcar? ¿Teníaalgún amigo en aquella tierra?... Pero la muchacha rio con unainconsciencia valerosa. Nadie la esperaba, ni ella necesitaba apoyoalguno. Entraría en Buenos Aires como en su casa; lo mismo que sihubiese nacido allí.

—Y dinero, ¿sabe usted, paisano? ni una peseta, ni una perra gorda.Tengo el gusto de desembarcar con el bolsillo limpio.

Quiero que consteasí, para cuando yo vaya en automóvil, tenga collares de perlas y losperiódicos publiquen mi biografía con retrato. Me quedaba un poco dedinero, ¡muy poco! al bajar en Río con doña Zobeida. La pobre señora meconvidó y yo la convidé; luego volvió a obsequiarme, y yo, por no sermenos, le devolví el obsequio. Total, que en automóviles, refrescos,frutas del país y demás, se me fue el dinero. A lo último me quedabandiez pesetas, y me las gasté en sellos y postales, enviando recuerdos alos amigos y amigas de España. No me queda ni una mota. ¡Limpia porcompleto! Así camina una más ligera.

Reía con cierta agresividad, como si desafiase al porvenir.

Cuandollegara a Buenos Aires, subiría a un coche, el primero que le saliese alpaso, ordenando al cochero que la llevara a un hotel español. En elhotel pagarían el importe de la carrera. Y

luego, a vivir, a esperar...En peores trances se había visto. Una mujer como ella podía correr elmundo sin una peseta. No todos los hombres iban a ser tan adustos ydistraídos como uno que ella conocía—aquí Ojeda saludó irónicamente,no sabiendo qué contestar—. Tenía antiguos amigos en Argentina: señoresque había conocido durante su paso por Madrid; unos, americanos; otros,españoles establecidos en Buenos Aires. Ignoraba sus domicilios, peroella averiguaría.

—Yo soy capaz de descubrir dónde se acuesta el diablo.

Además, cuentocon la suerte, con lo que una no espera. Me da el corazón que sepresentará algo bueno.

Fernando la habló de las francesas que iban en el buque. Tal vez tuviesemás suerte que ellas. ¡Quién sabe a lo que llegaría en Buenos Aires!Pero la española torció el gesto. Ella no ambicionaba joyas, nipretendía llamar la atención por su elegancia. Vivir bien y nada más.

—Isidro dice que yo soy una mujer para la gente... clásica. No sé loque será eso. A mí me gustan los hombres serios; nada de ruidos. Vivircon uno como en familia.

Pretendió Ojeda tentar su codicia de mujer, hablando de los diamantesque conquistaban en Argentina y Brasil las cortesanas viajeras. PeroConchita torció otra vez el gesto con expresión de protesta.

—No; yo no quiero diamantes. ¡Para como los ganan muchas!... Yo soyclásica, como dice Isidro, y no me presto a ciertas cosas. A mí me gustacomo Dios manda, ¿se entera usted?... como Dios manda.

Y no pudo dar explicaciones más claras sobre qué es lo que Dios manda,pues se presentó doña Zobeida, que, terminados sus quehaceres, iba porla cubierta en busca de «la buena señorita».

Corrió la gente hacia elbalconaje de proa, como si la atrajese una gran novedad. El buque semovía otra vez; iba avanzando lentamente. Persistía la bruma, pero eramenos densa. Los ojos alcanzaban a ver a mayor distancia a través de sublanco humo.

Esta marcha devolvió el buen humor a los que se preparaban a bajar enMontevideo. Era un avance tímido pero continuo a través de la bruma, quese presentaba en oleadas densas, como si la atmósfera se solidificase atrechos. Deslizábase esta cortina río abajo y resurgía el Goethe a unaniebla menos espesa, que transparentaba los perfiles lejanos comofluidas siluetas. Al poco tiempo, una nueva avalancha cegadora pasabasobre el buque, y así iba avanzando éste, con rápidos tránsitos, de unaobscuridad absoluta a una penumbra vaporosa y láctea.

La luz macilenta que había podido filtrar el día a través de estoscortinajes lóbregos acababa de extinguirse con la llegada de la noche.El buque aparecía iluminado desde las cubiertas bajas a los topes. Suscostados estaban agujereados como negros panales por los ojos ígneos delos tragaluces. Los reverberos de las cubiertas daban a la nieblainvasora un temblor irisado. En ciertos momentos, el trasatlánticoparecía inmóvil, y únicamente al avanzar la cabeza fuera de la borda seconvencían los pasajeros de que marchaba, oyendo el chapoteo invisiblede sus flancos.

Ojeda vio pasar a Mina junto a él, una Mina distinta en su aspectoexterior a la que había conocido hasta entonces, siempre vestida deblanco y con la cabeza descubierta. Un gabán obscuro la envolvía delcuello a los pies. Su rostro estaba medio oculto por un ancho sombrero yun velo tupido. Ella, que en los días anteriores evitaba todo encuentrocon Fernando, pasó repetidas veces junto a él. Hasta creyó adivinar através del velo que sus ojos le miraban intencionadamente.

Al llegar en sus evoluciones cerca de una escalerilla de la cubierta debotes, volvió Mina la cabeza con muda invitación y subió rápidamente.Fernando, después de una espera prudente, fue tras de sus pasos.

Se encontraron arriba en una láctea penumbra atravesada por la flecharoja de las luces solitarias. Nadie más que ellos.

Experimentaron ciertacortedad al verse frente a frente, como si se arrepintieran de estaentrevista. A los pocos momentos chorreaba la humedad por sus ropas.Sentían las manos humedecidas, e instintivamente las guardaron en losbolsillos.

Toda su vida se concentró en los ojos.

Ella fue la primera en romper el silencio.

No podía resignarse a dejar el buque sin hablar con él por última vez,sin decirle adiós. Y Fernando, emocionado por el tono de humildad conque hablaba esta mujer, sacó las manos de los bolsillos buscando lassuyas. ¡Mina!... ¡Brunilda adorada!...

De su existencia en medio delOcéano, ella iba a ser el único recuerdo que permanecería en pie.

La alemana habló al principio con timidez, en tercera persona, evitandoel tuteo de la pasión; pero luego, con súbita familiaridad, se expresólibremente, lo mismo que cuando paseaban por la cubierta a altas horasde la noche.

--- Me has hecho mucho daño. ¡Lo que yo he sufrido!... Quise odiarte, yno pude... Al verte con otra, huía, huía, detestando a tu compañera;pero a ti no. Y ahora no he podido alejarme sin decirte adiós.

¡Ay! Si él no hubiese sentido la fatal curiosidad... Si se hubieralimitado a amarla como ella quería... ¡qué felicidad la de los dos!...

—No puedo censurarte. Tú eres hombre y necesitas la posesión; y yo soyuna pobre enferma, sin otros encantos que los del alma, los que no seven... Y ahora, adiós; tal vez para siempre, tal vez por algún tiemponada más. ¡El mundo es tan pequeño!...

La compañía iba a desembarcar en Montevideo. Trabajaría tres semanas enesta ciudad, mientras quedaba libre un teatro de Buenos Aires.

—Pronto iré adonde tú estarás... pero ¡quién sabe! Aunque vivamos en elmismo sitio, no nos veremos. Somos de distintos mundos; tú no teacordarás de mí. ¿Quién soy yo?... Ni siquiera una buena memoria: unadecepción, un recuerdo penoso.

Él protestó con toda la vehemencia de su carácter, apasionado yelocuente cuando estaba en contacto con una mujer. Guardaría memoria deella mientras viviese. Las otras no habían dejado en su recuerdo más queuna sensación de penosa hartura.

—No te creo—dijo ella—. Tú sí que serás el mejor recuerdo de miexistencia... Me has hecho sufrir mucho. Tu fuga me hizo ver unadecadencia y una miseria que tenía olvidadas. Pero aun así, ¡gracias,muchas gracias! Te debo la única felicidad que he conocido.

Vivía ella embrutecida por el desaliento, resignada a no conocer otravez el amor, encanto de la existencia. Y llegaba él, para fijarse en subelleza marchita, inadvertida de los otros, y la despertabamisericordiosamente, tomándola en sus brazos, elevándola hasta su boca.

Esta felicidad había durado poco. Un pequeño rayo de sol, una risa deoro en el limbo de su existencia: un relámpago de luz alegre, y luego lanoche otra vez, la desesperación de reconocer su decadencia. Pero apesar de esto, repetía sus palabras de gratitud. ¡Gracias, muchasgracias! Se llevaba con ella algo que no le iban a quitar: la dulcemelancolía del recuerdo, que puede embellecer la penumbra de unaexistencia resignada. Pensaría en él, como en un otoño suave, cuandosintiese el frío de la soledad.

—Aunque no me des más, ya has hecho bastante... Tal vez sea mejor queno volvamos a encontrarnos. Te veré en mi recuerdo cada vez más grande,más atractivo... Y ahora, adiós.

Separémonos. Tengo que hacer abajo.

Fernando, que horas antes apenas se acordaba de ella, sintióse triste alabandonarla. Experimentó la melancolía del actor que empieza a «entraren su personaje» y ve que le arrebatan de pronto el papel. Había saltadoatrás con el pensamiento, suprimiendo unos días, y se contemplaba en elsilencio de la noche equinoccial paseando por «el rincón de los besos»sosteniendo con un brazo a la romántica alemana, próxima a desvanecersede sentimentalismo. Las palabras de entonces volvían a sus labios:«¡Novia mía!... ¡Mi walkyria!».

Aquella mujer era la única en el buque que le había amado condesinterés. ¿Y quería separarse de él así, fríamente, sin añadir algo asus palabras?...

Estaban cogidos de ambas manos, con los dedos entrecruzados. Él tiró sinencontrar resistencia, y ella, sumisa, adivinando sus deseos, dejó caerla cabeza sobre un hombro de Fernando. Mina no habló, pero él creíaescuchar su voz infantil y medrosa, tal como había sonado abajo nochesantes: «Boca, sí...

Cabina, no...».

Su beso fue triste, dificultoso. Sus caras, al juntarse, estaban húmedasy chorreantes por la niebla. Ella besó como en la primera noche, deabajo arriba, entornando los ojos, palpitantes las alillas de la nariz,frunciendo los labios, como una flor que cierra sus pétalos. PeroFernando sólo encontró en esta caricia una sensación lejana, semejante ala de un perfume desvanecido, a la de una música borrosa. Además, el aladel sombrero se clavó en su frente, el velo arremolinado le raspó unamejilla, la punta de un alfiler largo, que parecía animado de vidamaligna, buscó traidoramente uno de sus ojos.

Ella se separó con rudo tirón. ¡Adiós! ¡adiós! Y al estar junto a laescalerilla, volvió aún la cara hacia Ojeda para despedirse con voztrémula:

—¡Novio mío!... ¡mi poeta! Acuérdate alguna vez.

Al descender Fernando a la cubierta de paseo, vio a Mina hablando enalemán con otras de la compañía. Pasó junto a ella, y al encontrarse consus ojos, éstos le miraron indiferentes, sin la más leve emoción, cualsi fuese un desconocido.

Empezaron a marcarse a través de la niebla, cada vez más clara, variospuntos de luz: unos, fijos; otros, intermitentes, parpadeando como ojosde cíclope. Una nube rojiza se extendía frente a la proa sobre el perfilnegro de la costa. Debía ser el reflejo de una ciudad iluminada...¡Montevideo!

Y otra vez la inconstancia de la muchedumbre se puso de manifiesto conalabanzas al capitán por haber avanzado sin extravíos a pesar de laniebla.

Abríanse grandes claros en el cielo al rasgarse la bruma. Eran largoscolgantes de intenso azul en los que flotaban enjambres de estrellas. Alpoco rato, una brisa fresca barría los últimos jirones, que seamontonaron más allá de la popa, río abajo, formando una barrera blanca.

Quedaron completamente al descubierto, con la limpieza de un cuadrorecién lavado, la superficie del estuario y la costa negra con susresplandores de faros y de pueblos. El oleaje rompía y entremezclaba losreflejos de los astros, haciendo danzar estas luces sin calor, lo mismoque fuegos fatuos.

Volvió a lanzar sus bramidos el Goethe en la noche serena, manteniendosu marcha lenta, cual si no se atreviese a avanzar solo. Después de lacomida se agolparon los pasajeros en las bordas, atraídos por unanovedad. Una luz venía al encuentro del buque al ras de las aguas; unaluz que se agitaba locamente en continuo balanceo, ocultándose confrecuencia al interponerse una ola entre ella y el navío.

Algunos pasajeros reconocieron esta luz. Era el vaporcito del prácticode Montevideo. Desde lo alto del Goethe, inmóvil como una isla,parecían insignificantes las ondulaciones que venían a chocar contra suscostados; pero al mirar la luz que se aproximaba titubeante, algunasmujeres daban gritos de angustia.

El vaporcito, ancho y profundo, derobusta chimenea, navegaba, sin embargo, como un pedazo de corcho amerced de las olas, sacudido, retorcido, zarandeado por encontradasfuerzas. A veces desaparecía su luz, como si se la hubiesen tragado lasaguas, y tras largo eclipse volvía a aparecer más allá, donde nadieesperaba verla.

—¡Qué río el de la Plata!—dijo con orgullo el doctor Zurita aIsidro—. Y lo que usted ve no es nada... Hay que pasarlo un día detormenta... Algunos que no se marean yendo a Europa, echan hasta el almaen un vapor del río.

El buque del práctico entró en la zona iluminada del Goethe.

Lospasajeros vieron abajo una ancha cubierta mojada por el oleaje, unoscuantos hombres con impermeables, la boca de una chimenea que cesó dearrojar humo, y las luces de varios faroles.

Una escala de cuerda cayódesde el trasatlántico y un hombre gateó por sus travesaños. A los pocosminutos sonaron en lo alto del buque los timbres de señales para lasmáquinas. Se despegó el vaporcito, alejándose con violento y grotescocabeceo, semejante a los traspiés de un beodo. El Goethe, con elpráctico en el puente, aceleró su marcha, poniendo la proa rectamente aMontevideo.

Empezaron a surgir rosarios de luces entre las masas de sombra de lacosta. Unas eran rojas y mortecinas; otras, blancas y erizadas defulgores: una procesión cada vez más larga y de filas múltiples según elvapor iba avanzando. En lo alto del cielo, un astro poderoso centelleabacon intermitencias, rasgando la obscuridad. Los uruguayos saludaron estafaja parpadeante de luz con patriótico entusiasmo. Era el faro delCerro; el monte que al ser visto por los primeros navegantes españolesdio, según la tradición, su nombre a la ciudad.

Las luces se iban extendiendo profusamente. Alineábanse en dobles filas,indicando el trazado de los bulevares exteriores; otras más débilespunteaban con rangos superpuestos la negra masa de los edificios. Juntoal agua brillaban los focos eléctricos del muelle y las linternasmulticolores de los buques.

Rompió a tocar la banda del Goethe la marcha triunfal con que saludabael ingreso en los puertos. A un lado del buque surgió un murallón conespumas en su base. Era la escollera. Viéronse muelles con puenteagolpada en sus bordes; edificios altos; arranques de calles que seperdían en lontananza entre una doble fila de árboles y faroles; lucesmovibles de tranvías y automóviles.

Algunos pasajeros se agitaban de un lado a otro de la cubierta, como siles faltase el tiempo para desembarcar.

—¡Ya estamos!... ¡Ya hemos llegado!

Pasó el Goethe por entre buques tan enormes como él, trasatlánticosque iban con rumbo a Europa o a los puertos del Pacífico, y sóloanclaban unas horas, cerca de la embocadura, para salir inmediatamente.Sus luces rojas, verdes y blancas reflejábanse con violento serpenteo enlas aguas removidas por el paso continuo de lanchas y remolcadores.

Cuando la gente del Goethe creía que el buque iba a seguir avanzando,hasta pegarse a un muelle, se detuvo en mitad de la dársena, lo mismoque los otros trasatlánticos, y sonó en su proa el estrepitoso rodar delas cadenas de anclaje. «¡Fondo!...»

Quedó inmóvil la nave, einmediatamente la rodearon los pequeños vapores que evolucionaban entorno de ella.

Aglomerábase el gentío en sus cubiertas agitandopañuelos, dando gritos para llamar la atención de los pasajeros deltrasatlántico alineados en las bordas. Y muchos de éstos, al avanzar suscabezas para ver mejor a la muchedumbre que llenaba los pequeños buques,reconocieron caras amigas, saludándolas con gritos de regocijo ypreguntas sobre los ausentes.

Unos eran de Buenos Aires, y habían bajado el río para dar la bienvenidaa las familias que regresaban de Europa; otros esperaban el momento desubir al trasatlántico, por curiosidad o por exigencias del oficio.

El Goethe había encendido en sus costados poderosos focos de luzverde, que daba a los rostros un tono lívido, haciendo palidecer losfaroles de las embarcaciones inmediatas. Después de larga esperaquedaron francas las escalas del buque, lanzándose por ellas lamuchedumbre como si subiera al asalto.

Los primeros en entrar fueron los vendedores de periódicos, pregonandolos últimos diarios y revistas de Buenos Aires y de Montevideo.Arrebatábanse los viajeros el papel impreso, ansiosos de enterarse delas noticias de su país, como si temiesen que durante su aislamiento enel mar hubieran ocurrido los sucesos más extraordinarios. Despuéssubieron corredores de los hoteles de Buenos Aires y agentes de empresasde transportes, ofreciendo sus servicios. Todos hablaban de la granciudad situada al final del estuario, como si ella existiese únicamentey la otra que estaba a la vista fuese una simple portería del río.Esparcíanse por el trasatlántico los que habían llegado de Buenos Airespara saludar a sus amigos. Gritos, llamadas, reconocimientos, abrazos,preguntas por los parientes que esperaban allá.

Los pasajeros con destino a Montevideo desfilaban por una escalaespecial hasta un vaporcito de amplia cubierta. Todas las damas de laopereta bajaron estos peldaños de madera con el gesto majestuoso de unareina de teatro que desciende por una escalinata de cartón. Las«estrellas» de la compañía avanzaban entorpecidas por los grandes ramosque les había enviado el empresario a guisa de saludo. Hasta lascoristas parecían otras al descender a tierra. Contestaban a los saludosde Maltrana con una discreción de grandes señoras que abandonan suincógnito.

Ya estaban en América. La fortuna, indudablemente, lesreservaba gratas sorpresas. Había que hacerse valer, olvidando laspromiscuidades del buque.

Fernando vio a Mina que bajaba la última, llevando el niño por delante ysosteniendo en sus brazos varias ropas y paquetes. Pasó junto a él comosi no quisiera verle, contestando a su mirada de despedida con un ligeromovimiento de cabeza.

«¡Adiós, Karl!...» La mano de Ojeda había acariciado al niño, y éstemovió la cabeza, considerándolo un instante con la expresión del querecuerda de pronto a una persona olvidada.

Luego se alejó de él sin unsaludo, sin una sonrisa, con el enfurruñamiento de su gravedad precoz.

Miraba Isidro la ciudad, alabando su hermoso aspecto.

—Ya estamos en nuestra América, Ojeda. Crea usted que bajaría congusto, pero no me place ver una ciudad de noche, y el buque saldrá antesdel amanecer.

Ojeda había estado en Montevideo años antes, y guardaba un buenrecuerdo.

—Algún día la veremos—dijo—. Vamos a ser vecinos de ella.

Un viaje deuna noche nada más... ¡Quién sabe cuántas veces tendremos que volver poraquí!...

Un estallido de aplausos, acompañado de vibrantes aclamaciones, sonó enla cubierta superior. El curioso Maltrana corrió escalera arriba, yFernando tras él. Una muchedumbre llenaba el jardín de invierno y elsalón. Algunas banderas tricolores desplegábanse sobre las cabezasdescubiertas.

—¡Los gringos! ¡Vamos a ver a los gringos!—decían los niños en elpaseo, acudiendo curiosos, atraídos por los aplausos.

Varias comisiones de sociedades italianas de Montevideo habían venido asaludar a su compatriota el conferencista ilustre de paso para BuenosAires. Todos se lamentaban de que no descendiese inmediatamente en suciudad; le pedían que volviera cuanto antes a Montevideo. Isidro se fijóen los diversos aspectos de los comisionados: unos, bien vestidos,revelando en el empaque de sus personas la satisfacción de una fortunarecién conquistada; otros, más humildes, con el aspecto de obrerosendomingados; pero todos rebosando un orgullo patriótico por estavisita, que les recordaba la tierra lejana y parecía aumentar su propiaimportancia en el país de adopción.

El conferencista, que había pasado casi inadvertido durante la travesía,se agigantaba ahora de golpe con este homenaje popular. Muchas señorasque apenas se habían fijado en él, sonreían y lo encontraban «muydistinguido de figura».

Un mocetón italiano, representante de una sociedad obrera, saludó al professore con un discursito aprendido de memoria. Lo recitó de buenafe, con la convicción de que estaba trabajando por la gloria de su país.Celebraba la llegada del grande hombre como la aparición del día, conenfático lenguaje: « Egregio professore: Voi siete come la stella delmattino... ». Y mientras aplaudían los compatriotas, «la estrella de lamañana»

acariciábase las barbas y se afirmaba los lentes pensando en sucontestación.

—¿Y el abate?—dijo Maltrana—, ¿Dónde estará el otro conferencista?

Habían vuelto los dos amigos al paseo, huyendo del sudoroso calor y losempellones de la gente aglomerada. Cerca del café vieron al abaterodeado de tres jóvenes que habían venido de Buenos Aires para darle labienvenida.

—Poco éxito—dijo Isidro—. El italiano lo aplasta con sus masas.Fíjese usted: tres jovencitos nada más, tres niños de buena familia, queindudablemente vienen enviados por sus mamás.

Ojeda movió la cabeza negativamente. Los recibimientos eran distintos,cierto; pero faltaba ver el final, el resultado positivo de lasconferencias.

—Los dos vienen a ganar dinero, y