Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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unasensación de vacío.

Corrían las gentes al balconaje para presenciar detrás de los cristaleslos asaltos del mar en cólera, un espectáculo extraordinario después detantos días de bonanza.

Maltrana, invisible hasta entonces, apareció por breves momentos al ladode Ojeda.

—Vamos a tener tormenta—dijo frotándose las manos con una expresión decontento—. Esto no podía continuar; tanta calma era para aburrir acualquiera. Un viaje sin borrasca es deshonroso. Luego, al bajar atierra, no habríamos tenido nada que decir. Es como si un autorescribiese una novela marítima, olvidándose de colocar en ella laobligada descripción de una tempestad.

Pero Ojeda movió la cabeza negativamente. No había tal tempestad: unpoco de movimiento al pasar el golfo de Santa Catalina; un simpleincidente de viaje.

A pesar de las promesas de seguridad y las sonrisas de los oficialesdel buque, muchos pasajeros contemplaban con un gesto de indignación elOcéano, lo mismo que si se quejasen de la infidelidad de un amigo.Cuando todos vivían olvidados del mar, éste se hacía presente con unacólera insólita. Y las miradas dolorosas, los gestos de desagrado,parecían decir con un silencio de protesta: «Esto no es lo convenido».

Los niños se aglomeraban en el balconaje subidos en sillas y bancos paraver la llegada de las olas. La superficie triangular del castillo deproa subía y bajaba al tropezarse con las arrugas azules e inmensas quevenían a su encuentro. Descendía como si se la tragase el abismo, yluego disparábase hacia lo alto lo mismo que un animal que se encabrita,temblando sus flancos con el choque de las fuerzas ocultas. Dos montañasde espuma rematadas por sutiles cresterías asaltaban la proa,esparciendo una nube de polvo líquido. La espuma, al caer sobre lacubierta, convertíase en agua, corriendo en ondulante lámina por laspendientes del entarimado y escurriéndose luego por las canaletas. Estasrociadas incesantes llegaban hasta el balconaje, empañando los vidrioscon el goteo de sus lágrimas.

Brillaba como metal la madera del combés y del castillo de proa bajo lacontinua inundación. Los emigrantes estaban ocultos en los sollados. Devez en cuando, un marinero con impermeable amarillo y casco enceradoatravesaba el combés por alguna necesidad del servicio, recibiendoimpasible las fuertes salpicaduras del Océano, hundiendo sus botas altasen el río salado que cada ola hacía rodar de una banda a otra del buque.

Mezclado Ojeda con las gentes que presenciaban este espectáculo, fijómás su atención en las explosiones de la alegría infantil que en losasaltos del mar. Los niños se agitaban alborotando a la llegada de lasolas. «¡Otra!... ¡otra!», gritaban con trémula alegría al verdesarrollarse ante la proa una nueva colina azul. Quedaban en suspenso,conteniendo la respiración, los

ojos

súbitamente

agrandados.

Sobreveníael

golpe,

encabritábase la proa, remontábanse en el espacio los dosfantasmas de espuma para desplomarse en cascadas, y un

«¡ah!» desatisfacción descongestionaba los pechos. A veces, si el choque eramayor, la punta del Goethe, en gallarda rebeldía, alzábase por encimade las olas, sin que éstas llegasen a invadirla. La gente menudapataleaba entonces de entusiasmo, prorrumpía en aclamaciones y saludabala valentía del buque con una salva de aplausos. Algunas personasmayores contemplaban este

regocijo

con

ojos

lastimeros.

«Ciegainocencia,

desconocedora del peligro... ¡Siempre que aquella marejada nofuese en aumento!...» Muchos pasajeros no se atrevían a moverse de sussillones y permanecían con la frente en una mano, pálidos, los ojoscerrados, cual si les hubiese acometido de pronto el sueño.

Pasando de un ventanal a otro para ver mejor la llegada de las olas,Ojeda se encontró al lado de Mina. La rubia cabeza de Karl, que seagitaba con sonoras risas a cada golpe de mar, le hizo fijarse en lamujer que estaba detrás sosteniéndolo entre sus brazos. Como si leavisase el magnetismo de una mirada fija en sus espaldas, la madrevolvió la cabeza, palideciendo al reconocer a Fernando. Era la primeravez que se encontraban juntos después del paso de la línea. Se adivinóen su nerviosa inquietud un deseo de huir, de restablecer laindiferencia que los había mantenido apartados.

Intentó hablar Ojeda. Pasó una mano acariciante por la sedosa cabeza deKarl, pero apenas si éste se volvió a mirarle, ocupado como estaba en lacontemplación del mar. Igual suerte tuvieron sus palabras a Mina. Ellasólo contestó con leves movimientos de cabeza, con forzados monosílabos,mientras su palidez iba tomando un ligero tinte de rubor. No ocultaba suvehemente deseo de huir. Parecía tener miedo, no de Fernando, sino deella misma. Y prometiendo a su hijo que desde otro sitio vería mejor lallegada de las olas, lo puso en el suelo y le tomó una mano, alejándosedespués. «Buenas tardes, señora.»

Quedó desconcertado por esta fuga y experimentó al mismo tiempo ciertasatisfacción. Ella no le había mirado con odio al marcharse. Sus ojosmás bien eran de tristeza. Tenía miedo al recuerdo. Había sentido, alverle, la nostalgia del pasado, la melancolía de las antiguas ilusiones.

Paladeó Ojeda la amargura de los poderosos en desgracia, que miden conorgullo toda la grandeza de su caída. Días antes podía considerar comosuyas tres mujeres en aquel mundo flotante. Se habían sucedido junto aél proporcionándole la dulce ilusión más o menos verídica que acompañael amor. Ahora se veía solo, completamente solo en este buque, quetambién parecía envejecer al llegar a la última parte de su viaje,encabritándose en mares obscuros y violentos después de habersedeslizado sobre azules y luminosas extensiones impregnadas de sol...

Lanovela trasatlántica de Ojeda llegaba a su fin. Debía decir adiós a lasilusiones y refugiarse en la fidelidad de sus recuerdos, lamentablementeolvidados durante el viaje.

Este propósito de renunciación alegraba su conciencia, pero molestaba almismo tiempo su orgullo de hombre, estableciendo en su interior unaviolenta dualidad. Le era muy dolorosa la indiferencia de las mujeresdespués de haberlas tenido a su merced, sumisas y adorantes. Y le dolíaigualmente, a pesar de su afecto amistoso, que fuese un Maltrana elheredero de su buena suerte, el que iba a escribir con gestos de héroeel epílogo de una de sus novelas vividas.

Su vanidad se rebelaba contra este final. En buena hora si él hubieseroto con Nélida después de una escena dramática. Pero habían ocurridolas cosas de un modo tan confuso e ilógico, que no sabía Fernandociertamente si era él quien había repelido a la joven o ella la que lehabía abandonado a impulsos de un nuevo deseo.

Pasó el resto de la tarde hablando con unos brasileños que iban atransbordar en Montevideo, siguiendo ríos arriba hasta el interior de supaís. Le distrajo como un libro de aventuras la conversación conaquellos hombres enjutos, huesosos, de una palidez enfermiza, cuyamirada parecía tener fulgores de fiebre.

Eran ingenieros y altosempleados de ferrocarriles en construcción. Estas líneas audaces ibanpartiendo el silencio centenario de inmensas selvas que permanecíaninexploradas desde el primer empuje del descubrimiento.

Habían de luchar con la maraña de la vegetación, la inmensidad delpantano, la ponzoña de insectos y reptiles y la maldad de los hombres.Con el revólver al cinto presidían el trabajo de centenares de peones detodas razas y nacionalidades.

Habían de vivir siempre en guardia contralas asechanzas del blanco, el más maligno de los bípedos, terribleresiduo de todas las aventuras y desesperaciones de Europa. El combatecon el microbio era también un gran peligro en esta guerra por lacivilización de la tierra virgen. Bien lo indicaba el aspecto deaquellos hombres, decrépitos en plena juventud, heridos para siempre porla frígida estocada de la fiebre. Y ellos, desconociendo sus propiosmales, hablaban con horror de las dolencias que asaltaban a los hombresen la penumbra de la selva al remover el humus secular y lasvegetaciones dormidas: grandes abscesos de la piel que acababan porrebullir lo mismo que

un

hormiguero,

avivándose

la

carne

en

gusanos;emponzoñamientos de la sangre que mataban en breve tiempo a un hercúleojayán; rápidas consunciones, devoradoras de grasas y de músculos, quesólo respetaban el esqueleto, dejándolo flotante dentro de la piel, cualsi esta fuese un traje demasiado grande. Perecían a docenas los hombresjunto a los rieles. La conquista de una laguna o de un bosque por lascintas de acero era tan mortífera como la toma de un reducto artillado.

A la caída de la tarde vio Ojeda pasar a don Carmelo mirando a todoslados. Iba por el buque en busca de Maltrana sin poder encontrarlo.

—Ese pobre se muere—dijo en voz baja—. Está en las últimas. Tal vezno exista en estos momentos. Y el infeliz llama a don Isidro; quiereverlo para saber si realmente vamos a Buenos Aires. Una manía demoribundo... Yo he pensado que nada cuesta darle esta satisfacción, yvoy en busca de Maltrana hace media hora. Es extraño que no loencuentre. ¿Sabe usted dónde está?

Ojeda hizo una señal negativa... Y sin embargo, de querer él, lo hubiesepodido encontrar en dos minutos. Nélida e Isidro habían desaparecidodesde media tarde.

Al anochecer, cuando acababa de sonar el toque preparatorio de lacomida, volvió a encontrarse con don Carmelo.

—Se acabó. El pobrecillo ha muerto. Voy a ver al carpintero para que lotenga todo listo. Esta noche... ¡al agua!... ¡Pobre galleguito!

Maltrana se presentó en el comedor cuando los camareros servían elsegundo plato. Tomó asiento junto a su amigo con cierta timidez, a pesarde la satisfacción y el contento de sí mismo que respiraba su persona.Fernando notó algo extraordinario en su aspecto. Lucía una flor en lasolapa del smoking.

De

su

cabeza

surgía

un

perfume

fuerte.

Adivinábaseque había hecho gastos extraordinarios en la peluquería. Emanaba de todasu persona un manifiesto deseo de embellecerse, de hacer olvidar elMaltrana de antes.

Apartó los ojos de los de su amigo, temiendo ver en éstos una expresiónde reproche.

—El enfermo de que me habló usted muchas veces ha muerto hace pocorato.

«¡Ah!...» La exclamación de Isidro revelaba indiferencia.

¿Qué iba aremediar con su dolor? Él tenía cosas más importantes en qué pensar.

—Ha muerto llamándole—continuó Ojeda—. El pobre necesitaba consuelo yquería verle. Pero don Carmelo lo ha buscado a usted inútilmente portodo el buque.

Otra vez lanzó Maltrana la misma exclamación incolora. Y

huyendo losojos, hizo un gesto evasivo. Él tenía mucho que hacer: había estado ensu camarote hablando con Martorell del futuro Banco... Y no dijo más,como si temiera que Fernando le acusase de mentiroso por haber visto alcatalán en algún otro sitio durante la tarde.

Acabaron de comer los dos silenciosamente. En vano pretendió Maltranaanimar la conversación con sus palabras; su amigo se mostraba impasible.Él también estaba preocupado, mirando a cada instante hacia la mesadonde tomaba asiento el señor Kasper con su familia.

Había amainado el oleaje después de cerrar la noche. Unas ondulacioneslargas e irregulares conmovían el buque de tarde en tarde, pero la proalas saltaba con facilidad.

En el comedor era menos numerosa la concurrencia. Muchos habían tomadosu alimento sobre cubierta, temiendo marearse en el encierro de abajo.Luego de comer, la tranquilidad del mar serenó los ánimos y lasdigestiones, restableciéndose cierta alegría en el jardín de invierno.Unas pasajeras de Río tecleaban en el piano del salón y buscabanromanzas en los montones de partituras, ganosas de lucir sus habilidadesante las gentes que venían de Europa. Algunos jóvenes hablaban deimprovisar un concierto, una fiesta íntima. El cielo se había aclarado;lucían las estrellas entre harapos de nubes en fuga; las rugosidades delOcéano eran cada vez menos sensibles. Todos sentían un deseo deexteriorizar el regocijo de la calma.

Ojeda tomó su café solo. Isidro, que acababa de sentarse junto a él,huyó al ver asomar una cabeza sonriente en la ventana inmediata. ¡Lomismo que él! La vida en este buque era semejante a las vueltas de unarueda.

Cuando salió a la cubierta, se detuvo en aquel lugar que en momentos dealegría había llamado «el rincón de los besos». A través de los vidriosdel balconaje miró la proa, que oscilaba sobre el mar obscuro. Entreella y el castillo central reflejábanse las luces eléctricas en el pisodel combés, brillante aún por las rociadas de las olas. A aquella horaestaba desierto: la muchedumbre emigrante se aglomeraba en los sollados.

Vio Fernando en el rojo cuadro de una puerta del castillo de proaagitarse varias siluetas con furiosos manoteos; le pareció escuchar muylejos voces dolorosas, un ruido de disputa. La curiosidad y el deseo deentretenerse con algo le impulsaron a descender hasta el combés. Volvióa oír allí los lamentos: unos ayes histéricos de mujer llorosa, alaridosde muchachos, semejantes al aullar de perrillos abandonados. La familiade Pachín gritaba frente a la puerta de la enfermería, defendida por unmarinero impasible.

Fernando vio a la mujer con los ojos rojizos de lágrimas y el pelo endesorden; vio a los hijos que gritaban, pero con los ojos en seco,haciendo coro a su madre. No sabían nada, pero el instinto les habíaavisado de repente la proximidad de la desgracia; el mismo instintosimple y misterioso que hace aullar a las bestias domésticas, como sioliesen la presencia de la muerte.

Querían entrar en la enfermería para ver a Pachín y tranquilizarse.Acogían con incredulidad las palabras de un camarero español que,obedeciendo la consigna, les juraba por su salud que el enfermo estabamejor. Chocaban sin éxito contra el marinerote rubio que obstruía lapuerta con su rudeza de roca. El médico había prohibido la entrada y erainútil insistir.

Un nuevo personaje se mezcló en esta escena violenta. Era el señorAntonio el Morenito, apiadado de los lamentos de aquellas gentes yfurioso de la dureza de los alemanes.

—¡Por vía e Dió! Esto es pior que la Inquisisión... Y esto quien loarregla e un servior, aunque er buque se vaya a pique.

Con la magnanimidad de un caballero andante protector de la viuda y elhuérfano, tomaba bajo el amparo de su brazo a esta mujer llorosa y suspequeños aulladores.

—¿Qué queréis ustedes? ¿Ver ar enfermo?... Pues lo veréis, aunque tengaque echarle las tripas ajuera a ese rubio fachendoso que está en lapuerta.

Prorrumpía en insultos y amenazas contra el marinero, que no podíaentenderle. Hablaba con vagas alusiones de la temible navaja, cuyoescondrijo nadie lograba encontrar. Iba a salir a luz de un momento aotro.

—Y si la saco, se acaba too... ¡too!

Sintió una mano en un hombro y volvió la cabeza. Era don Carmelo el dela comisaría: el hombre que le inspiraba más respeto en el buque; todoun caballero, y además paisano.

—Tú, Morenito, ya has acabado de armar escándalo, porque lo digo yo,¡ea! Te vas abajo a dormir en seguía, o te hago bajar de dos patás.

El bravo se encogió. Únicamente de su padre y de aquel señor aguantabaverse tratado así. Pero don Carmelo era un ángel, se portaba bien conlos pobres, y él sabía distinguir a las personas buenas, obedeciéndolas.A pesar de esta sumisión, aún masculló protestas.

—¡Mardita sea! Pero lo que yo digo: ¡si esto es pior que laInquisisión! ¡Si esta pobre mujer quié ver a su marío!

Don Carmelo intentó disuadir a la familia. Al día siguiente verían alenfermo... si es que estaba mejor. Por el momento era imposible. Lesinfundió tranquilidad y confianza, acostumbrado como estaba al trato dela muchedumbre emigrante. Y el Morenito, pasándose al lado suyo conun repentino cambio de humor, repetía todas sus palabras, apoyándolascon la autoridad de su braveza. Lo que dijese aquel caballero, paisanosuyo, era la verdad. No más llantos ni alborotos; el enfermo estabamejor, ya que don Carmelo lo afirmaba. Debían irse abajo a dormir.

Al desaparecer todos por la escalera del sollado, el de la comisaríahabló a Ojeda en voz baja. Una hora después, cuando los emigrantesestuviesen encerrados, vendría el carpintero para meter el cadáver en elcajón. No había que esperar, como otras veces, las horas reglamentarias.Cuanto más pronto saliesen de esto, sería mejor.

—El pobresillo está negro como un carbón. ¡Da lástima verle!... A lasonce, ¡al agua! Si usté quiere presensiá esa cosa...

Al volver juntos hacia el castillo central, don Carmelo quedó uninstante en suspenso, como si se le ocurriese una idea. ¿Por qué nollamaban a don José, aquel cura español? En los otros viajes, cuandohabía que echar al agua un muerto, el comandante o el primer oficialsuplía la falta de sacerdote. Recitaba una plegaria en alemán, con lagorra en la mano, ante el pesado féretro, y después la orden decostumbre «Désele cristiana sepultura.» Y el cajón caía al mar. Pero eneste viaje podían disponer de un clérigo, y el muerto era católico.Ojeda debía decir algo a don José para que asistiese a la fúnebreceremonia.

Y aquél aceptó, yendo en busca del cura.

Estaba ya en su camarote preparándose para dormir, pero al saber lo quedeseaban de él, se enfundó de nuevo en la sotana.

Era un bracero de laIglesia, siempre dispuesto al trabajo. De sermones, poca cosa; deproblemas teológicos, menos; pero para confesar ocho horas seguidas yayudar a un cristiano a bien morir, allí estaba él, insensible alcansancio, sin miedo a los contagios de la enfermedad, habituado a laagonía humana con un coraje profesional.

Quiso ir derechamente a la enfermería para recitar junto al cadávertodas las oraciones del caso que tenía en sus libros. ¿Por qué no lehabían llamado antes, cuando aquel pobre vivía aún?...

Fernando tuvo quecontener su celo. No debían bajar hasta el último momento. Los del buquequerían mantener el suceso en secreto. No convenía llamar la atención delos emigrantes.

Sentáronse los dos en el paseo, junto a las ventanas del salón.

Habíaempezado en éste la improvisada fiesta. El piano sonaba incesantemente.Al principio del viaje nadie sabía tocar: el miedo al ridículo, la faltade trato, hacían fingir a todos una absoluta ignorancia musical. Ahoratodos se mostraban ansiosos de lucir sus habilidades, y apenas seretiraban del teclado unas manos, caían otras sobre él vigorizadas porel descanso. Voces femeniles entonaban romanzas sentimentales enitaliano, cancioncillas picarescas en francés y jotas de zarzuelaespañola.

El buen don José sintió despertar en su pensamiento algo así como unembrión filosófico por la fuerza del contraste.

—Lo que es la vida, señor Ojeda—murmuró gravemente—.

Éstos cantando yriendo, y nosotros, a cuatro pasos de ellos, esperando la hora paraechar al agua a un hombre. ¡Mundo de engaño!... ¡Mundo de trampa!

Fumaba incesantemente, aprovechando la generosidad de Ojeda, que leofrecía cigarro tras cigarro. Su cabeza empezó a oscilar. Se entornabansus ojos para abrirse de repente con un azoramiento de sorpresa,volviendo a cerrarse poco después. Al fin se durmió, y su respiraciónestuvo próxima a convertirse en sonoro ronquido. Tenía la costumbre deacostarse temprano.

Además, la música ejercía sobre él una influencialetárgica.

Pasó Maltrana junto a ellos. Nélida estaba en el salón y él vagaba porla cubierta. Al saber que aguardaban para asistir a la fúnebreceremonia, se le escapó un gesto de contrariedad.

Formuló varias excusaspara justificar su ausencia, pero en vista de que la ceremonia era a lasonce de la noche, se ofreció a ir con ellos. Esta hora no trastornabasus planes.

Aparecieron don Carmelo y el primer oficial con cierto apresuramiento,como si deseasen finalizar cuanto antes el lúgubre deber para irse adormir.

—Cuando ustés gusten, cabayeros—dijo el de la comisaría.

Despertó don José con nervioso sobresalto, y bajaron todos a laexplanada de proa. Cuatro marineros sacaban de la enfermería un cajón demadera blanca cepillada recientemente. Sus brazos desnudos lo sosteníancon visible esfuerzo. El pobre Pachín menudo en vida y debilitado por laenfermedad, pesaba mucho en la muerte. A lo grueso del cajón había queañadir varios lingotes de hierro depositados por el carpintero junto asu cuerpo.

Quedó el féretro sobre una gran tabla apoyada en la borda. El buquehabía aminorado la marcha. Desde lo alto del puente, alguien oculto enla obscuridad seguía la ceremonia.

—A usted le toca, padre—dijo don Carmelo.

Se quitó el birrete don José, y todos quedaron igualmente con la cabezadescubierta. Habíanse apagado las luces del combés para evitar que algúncurioso pudiese ver la ceremonia desde las cubiertas del castillocentral.

Estaban en la obscuridad, silenciosos, encogidos, lo mismo que sipreparasen un crimen. Eran fantasmas negros en torno de un cajón blancoinclinado hacia el mar. No teman más luz que la de las estrellas. Lasnubes, sólidas como murallas al caer la tarde, se habían esponjado hastaconvertirse en montones sueltos de transparente plumón, por cuyosintersticios asomaban los astros.

El mar batía con sus últimosestremecimientos los costados del buque. Iba adormeciéndose segúnavanzaba la noche.

El sacerdote comenzó a murmurar sus oraciones entre aquellos hombresemocionados, con la cabeza baja, puestos los pies sobre un vaso flotantede acero debajo del cual existía una profundidad de varios kilómetrosverticales de agua, un mundo de misterio que iba a tragarse comoinsignificante molécula el despojo humano.

Rezaba el cura, y a lo lejos parecían contestarle las ventanas delsalón, bocas de luz que lanzaban arpegios de piano y trinos de romanza.Las oraciones fúnebres hablaban de la tierra, materia original, delpolvo al que retornamos, del gusano compañero miserable de nuestroúltimo sueño.

Ojeda se imaginaba el pobre cementerio de aldea donde habría podidodescansar eternamente el mísero Pachín, bajo lágrimas de escarcha en elinvierno, entre flores y revoloteos de insectos al llegar el verano.Aquí no volvería a la tierra madre. La oceánica aventura habíatrastornado el final de esta existencia. Los crustáceos iban a cubrir suúltimo encierro con una capa pétrea; los escualos, lobos de laprofundidad, golpearían con su morro y sus aletas la envoltura de maderahusmeando la carne oculta; las algas trenzarían en torno sus verdes yondeantes cabellos, hasta que la fúnebre cáscara se pudriese,confundiendo su contenido con la líquida inmensidad.

Calló don José, como si ya no recordase más oraciones.

Bendijo elféretro, y entonces avanzó el primer oficial con aire militar, lo mismoque un jefe que ordena una descarga de fusilería en un entierro desoldado.

—Désele cristiana sepultura—dijo en alemán.

Los marineros que sostenían contra la borda el tablón lo levantaron comouna palanca, y el féretro fue deslizándose, hasta que cayó bruscamenteen el Océano. Fue un ruido semejante al de una de aquellas olas quesordamente venían a chocar con el navío.

¡Adiós, Pachín!... Ojeda creyó oír un lamento lejano, una voz imaginariaen este chapoteo de las aguas abiertas por el pesado ataúd y quevolvieron a cerrarse sobre su remolino de proyectil:

«¡Buenos Aires!...¿Cuándo llegaremos a Buenos Aires?...».

El buque avanzó con más velocidad, recobrando su marcha normal. Maltranahabía desaparecido. Ojeda y el cura volvieron a la cubierta de paseo.

Don José lamentaba la suerte de aquel hombre que no conocía y sobre cuyocadáver invisible había hecho descender su bendición. ¡Infeliz!¡Sepultado en el mar!...

Pero Fernando no participaba de sus lamentaciones. Todos que muriesenasí. La vida es el deseo, la ilusión, la certeza de que el próximomañana nos traerá la felicidad: un mañana que nunca llega. «¡BuenosAires!... ¿Cuándo llegaremos a Buenos Aires?...» Y el infeliz habíamuerto sin llegar. Mejor era así: mejor que perecer en la tierra deseadapoco tiempo después, sin otra visión que la cruda realidad.

Felices los que mueren abrazados a la quimera...

Bienaventurados los queno ven cumplidos nunca sus deseos y viven en el engaño, alegría denuestra existencia.

Y al subir por una escalerilla de hierro recibieron en la cara el soplomusical de las enrojecidas ventanas del salón. Una voz de mujer cantabael amor, la única verdad y la mentira más grande de nuestra vida...¡Pobre vida, que no puede marchar por sus propias fuerzas y necesita elapoyo de la ilusión!

XII

Dos días antes de llegar a Buenos Aires, el Goethe empezó a remozarse.Trabajaba la marinería de sol a sol bajo la mirada escrutadora de losoficiales. Era una agitación semejante a la de un navío de guerra envísperas de combate.

La última cubierta se empequeñecía. Las balleneras pendientes sobre elmar eran retiradas al interior, descansando fijas en sus cuñas. Lospaseantes veíanse obligados a moverse entre estas embarcaciones, quesólo dejaban accesibles estrechos pasadizos.

Una limpieza minuciosa y paciente retocaba el exterior de la nave desdela línea de flotación a los topes, dejándola como nueva. Por todaspartes se encontraban marineros arremangados y despechugados, con uncubo de pintura en una mano y una brocha en la otra. Sosteníanse enpeligroso equilibrio sobre mástiles y barandillas. Sentados en andamiosy teniendo a sus pies el mar, pintaban los costados del buquebalanceándose sobre el abismo.

Desaparecían rápidamente todos los ultrajes que las olas, el aire salinoy los roces en las entradas de los puertos habían inferido altrasatlántico. La pintura se esparcía pródigamente, lo mismo que en eltocador de una coqueta vieja. El Goethe quería llegar hermoseado altérmino de su viaje, y un blanco de leche refrescaba los tabiques de lascubiertas y las cañerías interiores; un amarillo tierno de mantecaabrillantaba los mástiles, la chimenea y los brazos de las grúas; unnegro intenso ocultaba las desconchaduras del enorme casco, dando a ésteun aspecto virginal, cual si acabase de deslizarse por la grada de unastillero.

Los empleados de la comisaría se mostraban más atareados aún que losoficiales de la navegación. Había subido en el último puerto el médicoenviado de Buenos Aires para el examen de los emigrantes, y estefuncionario, acompañado por aquéllos, iba inquiriendo la salud delrebaño humano acorralado en los extremos de la nave.

Funcionaba en la explanada de popa una estufa de desinfección, y pasabanpor ella los trajes de los emigrantes que eran susceptibles aún decierto uso a juicio de los empleados. Las piezas andrajosas, los gabanesde pieles de imposible despoblación, los calzados rotos, los arrojabanal mar, flotando en la estela del buque un rosario de míseros objetos.

Las personas eran sometidas a ruda limpieza. Desaparecían de golpe lashirsutas melenas y las barbas patriarcales. Cráneos redondos con lasombra azulada del pe