Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Usted dice que es pobre, Fernando, y otros como usted lo dicenigualmente. Todo el que no es millonario se cree en la pobreza, y hablade ella como de algo agradable y hermoso que debe proporcionarle unaaureola de simpatía. No; usted no ha sido pobre jamás, ni sabe lo que eseso. Usted necesita ser rico, conforme; pero no tiene una idea de lo quees la miseria. Le habrán hecho falta miles de duros, pero jamás alllevarse una mano al bolsillo ha dejado de sentir el contacto de lasrodajas de plata... Pobre lo he sido yo, lo soy aún, lo he sido toda mivida. Y

como he visto de cerca la verdadera pobreza, fea y calva como lamuerte, la detesto, y deseo que no me siga tenazmente, como hasta ahora,fuera del alcance de mi odio. Quiero que algún día se me aproxime, secoloque a mi lado, para acogotarla, para romperle a puñetazos loscostillares, para convertir en polvo el andamiaje de su esqueleto.

Comenzó a reír Fernando con estas palabras, pero se contuvo al notar lasincera vehemencia con que hablaba Isidro y el vaho de lágrimas queempañaba sus ojos repentinamente.

—Yo sé mejor que nadie lo que es la pobreza, y por eso me irrito cuandoen España y otros países que llaman, no sé por qué,

«caballerescos» e«idealistas», oigo decir a las gentes con orgullo: «Yo que soy pobre,pero muy honrado». Y tal prestigio debe tener la frase, que muchos queno son pobres se jactan de serlo, como si esto fuese un testimonio dehonradez... ¡Mentira!

Ningún pobre puede considerarse honrado, ya que lapobreza es una deshonra, un certificado de incapacidad. Cierto que habrásiempre pobres, como hay en el mundo feos, contrahechos o imbéciles.Pero el que tiene un defecto físico o intelectual no hace gala de él,antes procura remediarlo; y el pobre que se resigna con su suerte y nobusca hacerse rico, sea como sea, a las buenas o las malas, es uncobarde o un inútil, y no puede convertir su vileza en un mérito.

Ojeda acogió con aspavientos de cómico terror estas palabras.

—Repita usted, Isidro, tales cosas a los de tercera clase, yseguramente que no llegamos a Buenos Aires. Se van a sublevar, a hacersedueños del buque.

Pero Maltrana, dominado por su emoción, no le escuchaba y siguióhablando:

—¡La miseria!... Sé lo que es, y quiero evitar que la conozcan aquellosque yo amo. Usted, Fernando, ignora mi vida.[1] Tal vez le hayan dichoque una parte de ella anda por ahí en relatos novelescos... Pero laverdad es siempre más cruda, más intragable que los pequeños trozosrealistas de los libros, aderezados con salsas de fantasía... La mujerque me trajo al mundo pereció como un animal, cansada de trabajar. Unpobre hombre que me servía de padre murió asesinado, por la imprevisiónde unos contratistas, en una catástrofe del trabajo, y su cadáver fuebandera revolucionaria para otros tan desdichados como él. Yo he comidolas bazofias que comen los perros. Mis nobles ascendientes eran traperosy se mantenían con las sobras de las cocinas de Madrid. He crecidosabiendo con qué punzadas y retortijones avisa el estómago el dolor desu vacío... He sufrido privaciones y vergüenzas, hasta que un día...

[Nota [1] Véase La horda]

Calló un momento. Temblaba su voz, súbitamente enronquecida. Se llevóuna mano a los ojos como si le molestase la luz.

—Un día, cuando fui hombre, una infeliz me escuchó: una compañera demiseria, ansiosa de ideal a su modo. La pobre creía encontrarlo en mí,señorito hambriento que hablaba de cosas que ella no podía entender. Mivida floreció por vez primera; conocí la alegría, la verdadera alegría,durante unos meses; luego, el idilio acabó en el hospital. Y aquelcuerpo gracioso, cuerpo de pobre, en el que luchaba la juventud con unraquitismo hereditario, bajó a la tierra despedazado: lo hicieroncuartos, como una res de matadero, sobre el mármol de la sala dedisección... Usted, Ojeda, debe amar a alguien como amé yo. Todosencontramos una posada de amor en el camino de la vida: hasta los másinfelices. Imagínese el cuerpo que usted adora, con el orgullo de laposesión, desnudo sobre una mesa; las blancas intimidades, sólo porusted conocidas, expuestas ante la insolencia juvenil; la epidermisarrancada de los músculos como el forro de un libro; las manos pasandode mesa en mesa; los pechos como unas piltrafas, nadando en un cubo; lacabeza a un lado, las piernas a otro... ¡No puedo, no puedo pensarlo! Esun recuerdo que me amarga muchas noches... Pero ¿por qué hablo de esto?

Frunció Ojeda el ceño, emocionado por las palabras de Maltrana. Hacíamal en acordarse del pasado; era mejor ir adelante sin volver la cabeza.

—Así terminó nuestro amor—dijo Isidro después de larga pausa,levantando la frente de entre las manos—. Así terminó, porque éramospobres... Me quedó un hijo, y la primera vez que lo tuve entre misbrazos, en una casucha de las afueras de Madrid, creí nacer de nuevo,pero más fuerte, con una voluntad que nunca había sospechado... El pobrerollo de manteca, con sus ojitos como dos punzadas, me hizo sentir laimpresión de una fuerza misteriosa que me insensibilizabainteriormente. Desde entonces estoy fabricado con algo muy duro: soy deacero, soy de bronce. «Sólo puedes contar conmigo, pobrecito—le dije alpequeño—. No tienes a nadie más en el mundo, pero yo trabajaré por ti».Fui tímido y flojo para defender a la madre; pero el chiquitín me diouna fiereza de tigre... Esta segunda parte de mi vida la conoce ustedmejor que la otra. No es ningún secreto.

«Isidro

Maltrana:

un

canallitasimpático,

un

sinvergüenza que conoce la manera de vivir...»

Ojeda intentó protestar.

—No mueva la cabeza, Fernando; no diga que no, por amabilidad: déjemela gloria de mi mala fama, que es muy justa y me enorgullece. Pensé enser ladrón, pues contaba con buenas relaciones para emprender lacarrera; pero soy cobarde; tampoco podía alquilar mis brazos comomatachín, porque son débiles.

Pero alquilé mi pluma y mi bilis, y talfue mi desvergüenza, que hasta tengo admiradores. He fabricado librospara que los firmasen graves personajes y estudios laudatorios de esosmismos autores, sobre cuyas nobles cabezas escupiría de buena gana. Heinsultado a hombres que respeto y admiro, amontonando contra ellosinfamias y mentiras, cuando, de seguir mis deseos, me hubiesearrodillado para implorar su perdón. He recibido golpes y me los heguardado tranquilamente cuando el ofendido era más fuerte que yo. Otrasveces, acorralado como un gato que no encuentra salida, he hecho elpapel de tigre, batiéndome como un caballero de la Tabla Redonda endefensa de cosas que no me interesaban. He vivido en la cárcel porartículos de periódicos que no tuve la curiosidad de leer.

Cuando habíaque atajar alguna opinión justa con una nota insolente y discordante,Maltranita se encargaba de ello, siempre

«por cuanto voscontribuísteis». ¿Qué no he hecho yo para ganar dinero?... Hasta me heprestado a ser intermediario en los amores secretos de ciertospersonajes y he servido de honorable acompañante a sus queridas... No seasombre, Ojeda; convénzase de que lleva por compañero a uno de loscanallas más notables que ha tenido Madrid.

A pesar del tono de esta afirmación, que hizo sonreír otra vez aFernando, el bohemio continuó, con gesto fosco y ojos enternecidos:

—Y no crea que me arrepiento de mi pasado. Desconozco el rubor y lavergüenza: son lujos que sólo pueden permitirse los felices... Cada vezque cometí una mala acción, me bastó para olvidarla hacer una visita alcolegio de ricos donde se educa mi Feliciano gracias a los esfuerzos desu padre, tan nobles y tan heroicos como los de cualquier duque antiguoque salía lanza en mano a robar en las encrucijadas. Mi hijo me cree ungran personaje porque ve que mi nombre figura en los periódicos; susmaestros no me admiran menos y permiten que algunas veces me retrase enel pago de mis obligaciones. Soy para ellos un señor de cierto poder,que trata familiarmente a los ministros y pasea todas las tardes por lospasillos del Congreso. Y esta devoción de mi hijo y sus allegados mecompensa de todas mis vilezas: hasta de las numerosas bofetadas quellevo recibidas por mis atrevimientos... Yo quiero que mi Feliciano, elhijo del bohemio y de la gorrera despedazada en el hospital, sea rico,muy rico; y por esto, sólo por esto, me he alistado en la cruzada alNuevo Mundo. En mí se han contraído y achicado todos los afectos, paradejar espacio únicamente al de la paternidad, que me ocupa por entero...Usted, Fernando, no sabe lo que es el sentimiento paternal y hasta dóndellega su santa ferocidad. «Perezca el mundo y sálvese la carne de micarne.»

—No tanto—dijo Ojeda—; no exagere usted.

—Sí: «Robemos a los hijos de los demás para que nuestro hijo searico...». Y yo soy un padre. Sé bien que esta paternidad no es más queun sentimiento egoísta, como el amor, como el patriotismo, como tantasideas respetables e indiscutibles que traen revuelto al mundo... Pero lavida no es más que una urdimbre de egoísmos, y yo carezco de fuerzaspara reformarla.

Voy a trabajar por el pequeño, y en nombre de missacrosantas ternuras de padre de familia, reventaré si me es posible aotros padres de familia que se me pongan por delante, dispuestos como yoa toda clase de porquerías para asegurar el bienestar de su prole.Quiero hacer rico a mi hijo... ¡y caiga el que caiga!

—Cuando llegue usted a enriquecerse—interrumpió Ojeda—, es muyprobable que su hijo sea como los hijos de casi todos los ricos: un serinútil para la sociedad, un ente de lujo que gaste sin tino lo que elpadre amontonó en fuerza de sacrificios.

—Lo he pensado muchas veces; ¿y qué?... Yo tengo tanto derecho comocualquier burgués a producir un hijo inservible y decorativo. No todo enel mundo debe ser útil. Es una satisfacción para el egoísmo paternalhaberse matado trabajando en un extremo del mundo para que el hijo vayaal otro hemisferio a mantener cocotas de precio y sostener el juego enlos clubs elegantes. Un orgullo tan legítimo como el de los criadores decaballos de carreras, hermosos e inútiles, que no sirven para arar uncampo ni pueden tirar de un carretón, pero corren y corren sin objetoentre los entusiasmados epilépticos de la multitud... Además, Fernando,amo el dinero por ser dinero con un respeto casi religioso. Yo, que nohe creído en nada, creo en su majestad irresistible, en su poderbenéfico, que revoluciona nuestra existencia, haciéndola más cómoda yfácil... El dinero es también poesía, una poesía sobria, enérgica,intensa, más humana y conmovedora que la insincera y manida que ustedesvienen repitiendo hace siglos en sus versos.

Esta afirmación provocó en Ojeda una risa franca.

—A ver, siga usted: eso me interesa; suelte su bagaje de paradojas. Esdivertido, y le hará olvidar el recuerdo de sus tristezas pasadas.

Pero Maltrana, insensible al regocijo de su amigo, siguió hablando. Unmovimiento universal, semejante al nacimiento de una religión poderosa,se estaba apoderando de los destinos del mundo. Pero muy pocos se dabancuenta de este suceso, que iba a abrir en la Historia una era nueva.

—Siempre ha ocurrido así. Los hombres tardan siglos en conocer lasfuerzas recientes que los mueven; han de transcurrir varias generacionespara que un día lleguen a enterarse de que son completamente distintosde como fueron sus abuelos... Si resucitase un romano de los dosprimeros siglos de nuestra era y le preguntásemos qué se hablaba en sutiempo de los cristianos, nos miraría con extrañeza. Nada sabría deellos; su época fijaba la atención en otros asuntos más importantes. Ysin embargo, bajo de sus pies, en la sombra, latía una fuerza ignoradapor él, que iba a transformar el mundo... Desde hace ochenta años havenido a la tierra un nuevo dios: el dinero. Y ese dios tiene susapóstoles: el centenar de grandes millonarios y capitanes de industriaesparcidos por el mundo, ministros de un poder misterioso, quepermanecen en la sombra, como si la grandeza de su misión les impusieseel incógnito; hombres cuyos apellidos conoce la tierra entera, igual quelos de los reyes, pero a los cuales muy pocos han visto en persona, puesrehuyen la publicidad.

Ojeda escuchaba con interés creciente estas palabras de su amigo.

—Los Césares modernos los visitan a bordo de sus yates y los sientan asus mesas; poco falta para que los emperadores, al escribirles, lesllamen «querido primo» como es de uso entre testas coronadas. Senecesita ser ciego para no ver el poderío de estos monarcas mundiales,cuyos abuelos fueron leñadores, barqueros o míseros prestamistas. Antes,los conductores de pueblos hacían la guerra a su capricho o pordesavenencias de familia, siempre que les daba la gana. Ahora disponende más soldados que nunca, de prodigiosas herramientas de destrucción, ysin embargo se mantienen en forzado quietismo, armados hasta losdientes. Para tirar de la espada tienen que consultar antes a estosnuevos «primos» de la mano izquierda, cuyo auxilio les es indispensable.«No nos conviene la operación», dicen los apóstoles modernos en elmisterio de su retiro bancario, donde fraguan los dramas mundiales. Y laespada tiene que volver a su vaina, o cuando más, se emplea en algunaexpedición colonial, apaleando negros o amarillos, todo para mayorgloria del dios que somete de este modo nuevos pueblos a su culto...

Continuó Maltrana ensalzando la grandeza de estos magos modernos.

La actividad de los hombres corría canalizada sobre la costra del globoen el punto que se dignaban señalar ellos con un dedo.

Soberanos demiles y miles de kilómetros de vías férreas o de flotas como jamás lastuvo Imperio alguno, les bastaba una orden telefónica para cambiar elcurso del progreso humano. Islas del Pacífico en las que hace cincuentaaños los naturales asaban todavía para su consumo la carne humana,habían realizado en tan corto lapso de tiempo una evolución de siglos yhasta ensayaban el régimen socialista. Un país desierto lo transformabanen un lustro. Hacían surgir ciudades con paseos, estatuas y tranvíaseléctricos, sobre una tierra habitada poco antes por avestruces. Lesbastaba para realizar este milagro con tender una línea de ferrocarril.Costas inhospitalarias y desiertas brillaban de pronto con los focoseléctricos de sus puertos.

Establecían una nueva línea de navegación, yel gran rebaño emigrante, los aventureros inquietos que todo lotransforman, llegaban hasta donde era la voluntad de los taumaturgosocultos en la sombra...

Miró Isidro la multitud que bailaba abajo en la explanada de popa, yañadió:

—Nosotros mismos vamos adonde vamos porque los apóstoles de la nuevareligión nos han abierto un camino y nos empujan por él sin que nosdemos cuenta... Usted que es poeta, acuérdese, Ojeda, de lo que dio lavieja España a estos países americanos...

Les dio el conquistador unhéroe grande como los de la Ilíada, un superhombre, que en menos de unsiglo exploró medio globo, labrando su vivienda en las alturas andinas acuatro mil metros, junto a los nidos de los cóndores, o en vallesecuatoriales que son ollas de fuego. Él engendró los actuales pueblos deAmérica, legándoles una predisposición al heroísmo y un alto conceptodel honor. Dio también el sacerdote, el misionero, que con la difusióndel cristianismo fue dulcificando las costumbres y suprimió unaidolatría que necesitaba de sacrificios humanos...

¡Qué regalo tanhermoso para ser cantado por los poetas! ¡La espada y la cruz, elheroísmo y la piedad!... Y sin embargo, los pueblos hispanoamericanosdormitan en la época colonial, produciendo lo estrictamente necesariopara su mantenimiento, y luego de su independencia dormitan igualmentebajo el pie de valerosos déspotas que reemplazan con una tiraníainmediata y tangible la mansurrona y perezosa de la metrópoli. Y todosigue así, hasta que aparece el nuevo dios... El dinero, el vil dinero,maldecido por los poetas, arriba a sus costas, y entonces únicamente escuando se transforma todo en unas docenas de años.

La locomotora avanzaba sobre el suelo virgen antes que el arado; lasestaciones surgían en el desierto como postes indicadores de futurospueblos; el buque de vapor estaba pronto en la rada para llevarse elsobrante de las cosechas a otro lugar del globo; el exiguo mercadoconsumidor tímido y mísero se agrandaba hasta ser un productorgigantesco; los grupitos de emigrantes que cada dos meses llegaban en unbergantín, como gota suelta de vida, eran reemplazados por pueblosenteros que volcaban los trasatlánticos diariamente en la tierranueva...

—Y toda esa revolución—continuó Maltrana—la han hecho y la siguenhaciendo los apóstoles misteriosos de mi dios; esos magos que se ocultanen un despacho austero de la City de Londres, en un piso vigésimo deNueva York o en cualquier avenida elegante de París o Berlín.

—¡El dinero!—exclamó Ojeda con despectiva expresión—. El dinero no esmás que un medio, y ha existido siempre. La actividad humana, elprogreso de la ciencia, el afán de bienestar, son los que han realizadojuntos esas transformaciones maravillosas. Justamente, esa Américacolonial y dormitante de la que usted habla fue una gran productora dedinero. Acuérdese del Potosí y otras minas célebres que cargaron losgaleones españoles de barras preciosas durante siglos. ¿Y de qué nossirvió tanto dinero?... Fue nuestra muerte.

Maltrana protestó: su dinero no era ése. Él hablaba del dinero moderno,del dinero animado por la vida, alado e inteligente, incapaz de sufrirencierro alguno, dando sin cesar la vuelta a la tierra, penetrando entodas partes en forma de papel, irresistible y triunfador bajo elmisterio de los caracteres impresos, lo mismo que el pensamientohumano.

Este dinero omnipotente aún no contaba un siglo de existencia.

Su vidano iba más allá de la de un hombre octogenario. Cierto era que habíaexistido siempre; pero antes del avatar victorioso que le hizo señor delmundo, su vida se arrastraba vergonzosa entre desprecios y vilezas.Pluto era un dios sombrío y cobarde, amarillo y macilento como el oroenterrado. Las religiones lo emparentaban con el diablo, viendo en lariqueza una tentación.

El hombre perfecto era en todos los pueblos elasceta roído por la miseria, insensible a las grandezas terrenales.Multiplicar el oro se tenía por empresa de mercaderes, relegados a lasúltimas capas de la sociedad. La manera noble de conquistarlo era lanzaen ristre en medio de un camino, desvalijando a las caravanas, oentrando a saco en las ciudades tomadas por asalto.

El precioso metal,buscado en secreto y despreciado en público, no tenía otro empleo que elpréstamo y la usura; atrayendo crímenes y maldiciones.

Ocultábase en escondrijos subterráneos, temeroso de la luz, como losréprobos de una religión vergonzosa. Era pesado y voluminoso en elencierro de sus bolsas, y no podía moverse más allá del grupo urbanodonde lo había amasado el ahorro. Los que se dedicaban a su manejoparecían afligidos de una enfermedad moral: amarilleaban con la zozobra,temblando a cada paso, como si el aire se poblase de enemigos. Lasmuchedumbres famélicas creían remediar sus males entrando a degüello enlos barrios poblados por los sórdidos devotos del dios amarillo; losgrandes señores, en sus apuros monetarios, ahorcaban a los negociantespara reunir fondos. Y al dulcificarse las costumbres, no por estollegaba a borrarse el estigma con que estaban marcados los sacerdoresdel oro. Se les adulaba en momentos de angustia, y se les repelía luegocon el pie en nombre de la caballerosidad y la nobleza de alma.

—Pero un día, el aprovechamiento del vapor cambió la faz del mundo.Casi ha sido en nuestra época: hemos conocido personas que presenciaronesta gran revolución, la más trascendental y positiva de todas. Existíala locomotora y hubo que fabricar miles y miles, abriéndola caminos portodo el planeta. La máquina industrial no podía caber en los pequeñostalleres de familia, y fue preciso construir monstruosos edificios, másgrandes que las catedrales y los templos del paganismo.

Ningún monarcani potentado era capaz de acometer individualmente esta empresagigantesca... Entonces, el dios amarillo cambió de forma, saliendomajestuoso y triunfador, como el sol, de la hopalanda del usurero que lehabía tenido oculto. En su glorioso despertar ya no fue metálico,pesado e individual; no vivió más en su escondrijo de terror, y reunió alas muchedumbres para la obra común por medio de esos documentos quellaman acciones y obligaciones. El papel, que es el ala del pensamientomoderno, fue el signo de su poder.

Hombres que no habían salido más alláde las afueras de su pueblo entregaron sus ahorros para trabajostitánicos que se realizaban al otro lado del planeta. Valerososcapitanes de escritorio, poetas de la aritmética, con el atrevimiento delos conquistadores, pusiéronse al frente de estos ejércitos de soldadosanónimos a los que no conocerán nunca... Y en ochenta años han hechosuyo el mundo, como no lo dominó ningún ambicioso ilustre.

Maltrana hablaba con tono oratorio del gran milagro del dinero moderno.El

globo

estaba

erizado

de

chimeneas;

las

inmensidades del Océanoofrecían siempre en el horizonte un punto negro y una nubecilla de humo;cascadas y ríos creaban al rodar fuerza y luz; las grandes barreras depiedra que llegan con su cumbre hasta las nubes sentían perforadas susentrañas por un rosario de hormigas férreas resbalando sobre cintas deacero; en las

obscuridades

submarinas

vibraban

como

bordonesinteligentes los cables conductores del pensamiento; fuerzas misteriosasy hostiles trabajaban esclavizadas para el bienestar común; las antiguashambres habían desaparecido gracias a las flotas inmensas que surcaban atodas horas el Océano, compensando con el sobrante de unos pueblos lacarestía de otros; el hombre, hastiado de su reciente señorío sobre lacostra terráquea, se lanzaba en el espacio, aprendiendo a volar.

—Y todo esto, amigo Ojeda, es el milagro de mi dios. Dirá usted que esobra del hombre; pero el hombre, sin la esperanza del dinero, haría muypoco en el presente régimen social. Nadie realiza trabajos penosos porgusto, nadie expone su vida gratuitamente en empresas sin gloria. Siusted le dice al que perfora un túnel o levanta un terraplén sobre unpantano que está sirviendo a sus semejantes y merece por esto gratitud,se encogerá de hombros. Él sufre y pena para que mi dios le recompenseinmediatamente. Y si mi dios le falta, abandona la labor, sin importarlegran cosa lo sublime de su trabajo... Abra los ojos, Fernando, y no seaimpío con la gran divinidad de nuestra época. Los antiguos dioses sedeclaran vencidos por él, y le adulan y temen. El despreciado Pluto,cornudo y triste en otros tiempos como un macho cabrío, ocupa ahora eltrono del noble Zeus, declarado inútil. Apolo y Marte hablan mal de él,lamentando la pérdida de su antigua majestad; pero esta murmuración esa espaldas suyas, pues apenas mi dios fija en ellos sus ojos de oro, eluno le ofrece la espada para sostenimiento del santo orden, sin el cualno hay buenos negocios, y el otro preludia en el arpa un himno en suhonor a tanto la estrofa.

Ojeda rio francamente de estas palabras.

—Hércules y Vulcano—continuó Isidro—, dos brutos bonachones, lesiguen como perros fieles. El héroe forzudo lleva bajo sus bíceps loscartuchos de dinamita con los que hacer volar istmos y montañas, y elherrero tuerto martillea día y noche para servir los incesantes pedidosde su señor... Mercurio el trapacero, que robó descansadamente durantesiglos detrás de los mostradores, hace ahora antesala en los Bancos y sequita con humildad el capacete con alas para suplicar al gerente eldescuento de un pagaré... Hasta la caprichosa Venus hace salir de sualcoba por la puerta de escape, como entretenidos vergonzosos, a susantiguos amantes olímpicos y abre luego de par en par la puerta de honorpara que entre por ella el dios despreciado.

—Pero a usted le ha tratado mal ese dios—dijo Ojeda burlonamente—.Usted ha vivido siempre en la pobreza.

—Mi dios no me conoce, no conoce a nadie. Es ciego y sordo para loshumanos, como lo son las fuerzas de la Naturaleza. El volcán erupta sufuego sin importarle que los hombres hayan levantado un pueblo en sufalda; ríos y mares se desbordan sin enterarse de que unos seres ínfimoshan creado sus hormigueros en las arrugas que les sirven de vallas; latierra, cuando desea temblar, no pide permiso a los parásitos que anidanen su epidermis... El dios ignora nuestra existencia: la humanidad sólofigura como los ceros en sus altas combinaciones aritméticas. Por eso,cuando se le ocurre a mi dios echar bendiciones, caen éstas casi siempresobre los brutos con suerte o los maliciosos que las agarran al paso. Ycuando reparte golpes, son verdaderos palos de ciego que lluevenirremisiblemente sobre los inocentes... Pero este dios, como todas lasdivinidades, tiene una iglesia que piensa por él y administra susintereses: la iglesia de los grandes millonarios, directores del mundo.Y yo me he embarcado para cambiar de vida, para intentar la conquista dela riqueza, para entrar en esa iglesia aunque sea de simple monaguillo,y ver de cerca los misterios de la sacristía.

Fernando se encogió de hombros al hablar de la riqueza. Para ser feliz,le bastaba al hombre con tener asegurada la satisfacción de susnecesidades. Él, por desgracia, necesitaba más que otros para unaexistencia tranquila, pero apenas hubiese conquistado lo que juzgabaindispensable, pensaba huir de esta pelea por el dinero. La vida ofreceocupaciones más nobles.

—Es que usted, poeta—dijo Maltrana—, no conoce la poesía grandiosaque emana del dinero manejado por un hombre de genio. Todas lasfantasías poéticas, por bellas que parezcan, resultan frías einfecundas, como los placeres solitarios. Es más hermosa la acción, elabrazo de los hechos, el estrujón carnal de la realidad. Yo admiro aesos demiurgos modernos del capitalismo que cuando fijan su atención enun desierto del mapa lo transforman desde su escritorio en unos cuantosaños, y si alguna vez se dignan ir a él, encuentran ferrocarriles,ciudades, muchedumbres bien vestidas, y pueden decir: «Esto lo he hechoyo, esto es mi obra». Una satisfacción que envidio; un motivo de orgullomás verdadero que el haber imaginado un gran poema.

—Maltrana, no diga disparates—interrumpió Ojeda, algo amoscado—.Aunque, en verdad, no sé por qué hago caso de sus afirmaciones. Mañanadirá usted todo lo contrario. Cada vez que hemos hablado en Madriddefendía usted una opinión diversa...

Conozco esta enfermedad de lagente pensante. Usted, a quien he visto casi anarquista, rompe ahora enhimnos de la riqueza, sólo porque cree ir camino de conquistarla en unpaís nuevo... Se engaña usted, Isidro. Cuando lleguemos allá seconvencerá de que el trabajo representa tanto o más que el capital.

Susparadojas pueden tener algo de verosímil en la vieja Europa, dondeabundan los brazos. Pero en las llanuras americanas, que están casidespobladas, se enterará de lo que vale el hombre y de cómo el dinero nopuede nada cuando le falta su auxilio...

Además, yo desprecio el dinero,¿se entera usted? Lo busco porque lo necesito; pero de ahí a rendirle unculto religioso hay mucha distancia. Es algo que nos envilece y achica,y si fuese posible suprimirlo, la humanidad viviría mejor. ¡Los crímenesque comete ese capital, tan adorado por usted, para agrandarse ytriunfar en sus empeños!

Ahora fue Maltrana el que rompió a reír.

—¡Poeta sensible y de vista corta!... Esperaba de un momento a otro suobjeción. «¡Los crímenes que comete el capital en sus grandes empresasmundiales!...» Sí, los reconozco: son los mismos crímenes de los grandesconquistadores que han trastornado el curso de la Historia; los crímenesde las revoluciones que nos dieron la libertad. El hombre pasa y la obraqueda. Poco importa que caigan algunos si su muerte beneficia a todoslos humanos... Además