Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—Hombre, yo soy casado—protestó Manzanares—. No haga malassuposiciones: yo no pienso ya en esas cosas.

Pero Maltrana insistió. Le gustaba la francesa y tampoco le parecía malConchita, aquella compatriota que iba sola a Buenos Aires.

—¡Un hombre de mi edad!—exclamó Manzanares—. ¡Y con el estómagoperdido!... Esa Conchita es una muchacha decente; no hay más que verla:una señorita. No sea loco, Maltrana.

Todos ustedes los de pluma son unosperdidos y creen iguales a los demás.

—¿Y París? ¿Y sus idas de noche a Montmartre?... Acuérdese cómoentretenía la otra tarde a Goycochea y Montaner contándoles sus buenasfortunas... Apuesto cualquier cosa a que si me deja entrar en sucamarote encuentro un paquete de fotografías comprometedoras y de cartasde amor.

—No sea loco; no haga juicios temerarios. Deje en paz a las personastranquilas.

Pero Manzanares decía esto con un tono de mansa protesta, brillando almismo tiempo en sus ojos cierta satisfacción.

—¡Ah, calavera hipócrita!—prosiguió Isidro—. Cuando estemos en BuenosAires iré un día a su establecimiento de la calle de Alsina, paradecirle a la señora de Manzanares quién es su marido... Así lo haré, amenos que no me soborne con un par de botellas de champán.

Una oleada verdosa se extendió por el rostro del comerciante.

Brillaronhostilmente sus ojos, no sabiendo Isidro ciertamente si este furor erapor su insolente amenaza o por el convite propuesto. «Buenos días.» Laculpa era de él, que hablaba con locos. Y le volvió la espalda,alejándose.

Maltrana se dejó caer en un sillón. Sentíase cansado: este

«queridoamigo» sólo era generoso para caminar. Así estuvo mucho tiempo, frenteal Océano, que titilaba bajo el resplandor del sol, gozando de la sombrade la cubierta, incorporándose y llevando una mano a su gorra cada vezque aparecía un nuevo paseante. Todos eran hombres y caminabanapresuradamente, dando la vuelta al castillo central, con lapreocupación de combatir el engruesamiento de la vida sedentaria.

A estas horas las damas permanecían abajo todavía, en los camarotes ylas salas de baño. Maltrana había sorprendido algunas veces lasintimidades del arreglo matinal al transitar por los pasillos de lascubiertas inferiores, tropezándose con mujeres envueltas en kimonos ybatones viejos que apresuraban el paso para refugiarse en sus camarotes,ocultando la cara como si temiesen ser reconocidas. Eran completamentediferentes de las que aparecían una hora después en el paseo. A veces,Isidro sentía ciertas dudas antes de identificarlas. Todas se mostrabanconsiderablemente empequeñecidas y de pesados movimientos al caminar sinel montaje de los tacones. Los pies ligeros, recogidos y saltones lomismo que pájaros en su encierro diurno de tafilete o de raso, eranahora planos y deformes dentro de las claqueantes babuchas. Las carnestemblaban al moverse, conservando todavía la blandura y el sueltodescuido de las horas de sueño. Las cabezas empequeñecidas y pobres depelo mostraban unas mechas apelmazadas por la humedad reciente.

Lascaras tenían un tinte verdoso o sanguinolento; las narices estabanenrojecidas en su vértice.

Después de tales encuentros, evitaba Isidro el tránsito por loscorredores a esta hora matinal, temiendo el enojo de las señoras. Alverle luego en el paseo rehuían su saludo o lo contestaban con sequedad,como si le hiciesen responsable de una falta de consideración... Pero elrecuerdo de estas sorpresas le hacía sonreír con cierto orgullo. Élhabía visto; podía juzgar; estaba en el secreto. Y encontrabainteresante la vida de a bordo con este contacto promiscuo que imponeuna existencia común desarrollada en limitado espacio.

Abandonó Maltrana su sillón al reconocer a dos señoras que venían haciaél: las primeras que se mostraban en el paseo.

«Conchita y doñaZobeida...» Y las saludó gorra en mano sonriendo obsequiosamente, puesdoña Zobeida, a pesar de su modesto exterior, le inspiraba una gransimpatía no exenta de lástima. Según él esta señora ya entrada en añosera más niña que todas las pequeñuelas rubias que corrían por el paseocon una muñeca en los brazos.

El mayordomo, poco atento para su aspecto encogido y la pobreza de sutraje negro, la había colocado en un camarote de dos personas, dándolepor compañera a Concha, la muchacha de Madrid, «esta buena señorita»,como la llamaba ella aun en los momentos de mayor intimidad. Regresaba ala tierra natal después de haber pasado unos meses en Holanda cerca desus nietos. El marido de su hija era cónsul argentino y hacía años quevivía fuera del país. Por primera vez había salido la buena señora de suamada ciudad de Salta para ir en osada peregrinación más allá de loslímites de la República, más allá del mar, a una tierra de la queregresaba con el ánimo desorientado, no atreviéndose a formular susopiniones. «¡Y

aquello era Europa!...» Ella, en su asombro, no osabahablar mal; todo le infundía respeto; únicamente se quejaba de susprivaciones espirituales. «Esas tierras, señor, no son para nosotros;las gentes tienen otras creencias. Hay que buscar dónde oír una misa. Nose encuentra un sacerdote que entienda nuestra lengua para confesarsecon él.» Y el contento de regresar a su tierra de altas mesetas yvegetación tropical aminoraba la tristeza de dejar a sus espaldas a lahija única y los nietos. La habían rogado que se quedase con ellos. ¡Ay,no! Quien la sacase de Salta, la mataba. Hablando con Isidro por vezprimera, le había hecho el elogio de su ciudad.

—Cuando Buenos Aires no era más que Buenos Aires a secas, una aldeamísera, nosotros éramos el reino del Tucumán. Los porteños, ahora tanorgullosos, datan de ayer, son en su mayor parte hijos de gringosemigrantes. Nosotros somos nobles. Usted, que es español, conocerá sinduda nuestro apellido: Vargas del Solar. Tenemos en España muchosparientes condes y duques; un tío mío que se ocupaba de estas cosasmantenía correspondencia con ellos. Había reunido papeles antiguos de lafamilia; pero con las revoluciones y el haber venido a menos, se olvidanestas cosas. Allá todavía nos llaman «los marqueses».

Cuando usted vengaa Salta, verá en la puerta de nuestra casa un escudo de piedra. Otrascasas también lo tienen... Pero usted, que es hombre que sabe mucho,según dice esta buena señorita (y señalaba a Concha), habrá leído lo queera Salta; sus ferias, a las que venían a comprar mulas desde Chile,Bolivia y el Perú...

Nadie mentaba entonces a los porteños: todo nos lollevábamos nosotros. Mi finado el doctor, que tenía muchos libros,hablaba de todas estas cosas pasadas cuando le ponderaban el crecimientode Buenos Aires.

«Mi finado el doctor» era su marido, al que designaba por antonomasiacon este título. Todo cuanto en el mundo puede decirse de verdad y dejusta observación lo había dicho el grave abogado de provincia, que através de treinta años de viudez se le aparecía ahora cada vez másgrande, como la personificación de la sabiduría reposada y el buensentido ecuánime.

Sentíase atraído Maltrana por la sencillez de palabras y pensamientos dedoña Zobeida y el aire señorial con que acompañaba su modestia. Fijábaseen su color un tanto cobrizo; en el brillo de sus ojos abultados, decórneas húmedas y dulce humildad en las pupilas, ojos semejantes a losde los huanacos de las altiplanicies andinescas; en el negro intenso desus pelos fuertes y duros, que los años no podían manchar de blanco.

No obstante el remoto cruzamiento indígena que emergía en esta Vargasdel Solar, encontraba Isidro en toda su persona una rancia distinciónespañola, un aire de dama acostumbrada al respeto desde su nacimiento, yque, segura de su valía, puede atreverse a ser familiar en el trato ysencilla en sus gustos. «Esta doña Zobeida, medio india—pensabaMaltrana—, es una señora de Burgos que luego de vigilar las compras desu criada en el mercado entra en una librería para pedir un devocionario"bien cumplido"; una gran dama de Cuenca o de Teruel que por la tarderecibe su tertulia de canónigos y abogados viejos y toman juntos elchocolate, hablando de la corrupción del mundo.» Estos recuerdosevocaban en su memoria a la vieja España, que había dejado huellasimborrables allí donde había descansado sus pies, esparciendo lascaracterísticas de la personalidad nacional por todo el planeta, en lasmás diversas y apartadas regiones.

La credulidad de la buena señora expandíase en ingenuos asombros antelos embustes y exageraciones que se permitía Maltrana para estremecer sualma inocente. «¡No diga!—

exclamaba doña Zobeida—. ¡Vea!... ¡Quécosas!» Y cuando ella no estaba presente, Isidro prorrumpía en elogiosde su candor.

Era para él la mejor persona de a bordo. Aquella mujer connietos guardaba el alma de sus ocho años, incapaz de crecimiento y deevolución; y esta alma permanecía inmóvil y dormida en el envoltorio desu inocencia crédula, lo mismo que los embriones humanos dignos deestudio que se conservan sumergidos en un bocal.

Separada, por su timidez, de las compatriotas elegantes que venían en elbuque, habíase unido con un afecto familiar a su compañera de camarote,«esta buena señorita», «esta pobre niña», que marchaba a un paísdesconocido sin más apoyo que vagas recomendaciones. Isidro, que conocíaa Conchita de Madrid, se alarmó un tanto al verla en continuo trato conla inocente señora. Había vivido aquélla maritalmente durante algunosmeses con un amigo suyo, «compañero de la prensa»; luego la habíaencontrado de corista en un teatro por horas y en varias fiestasnocturnas o matinales en los entresuelos de Fornos y en las Ventas.

—Cuidado, niña, con doña Zobeida—había dicho al verse a solas conConcha—. Esa buena señora es un alma de Dios... A ver si metes la patay la asustas con alguna de las tuyas.

Pero la madrileña sentía también por la buena dama un cariño respetuoso.

—La quiero mucho: ¡si es de lo más buena!... Algunas noches, antes dedormir, la acompaño a pasar el rosario en el camarote.

Mira, chico, laquiero como si fuese mi madre... Y eso que yo no he conocido a mi madre.

Esta mañana, doña Zobeida saludó a Isidro con sonrisa tímida y miradassuplicantes. No se atrevía a formular un pensamiento que la habíaempujado hacia él, y anticipadamente imploraba perdón con sus ojos.

—Hable usted de lo de anoche, Misiá Zobeida—dijo Conchainterrumpiendo a la buena señora en sus alabanzas al mar y a lahermosura de la mañana, tópicos con cuyo desarrollo entretenía sutimidez—. Isidro es un buen amigo... de lo más servicial. Yo le conozcodesde que me llevaban al colegio.

Mentía Concha con aplomo dando a sus amistades con Maltrana este remotoy puro origen, lo que proporcionó a la buena señora una repentinaconfianza. Su joven compañera la llamaba Misiá, sabiendo que estetítulo honorífico, de origen criollo, le gustaba más, por su saborpatriarcal y rancio, que el Doña, de origen peninsular.

—Yo no me atrevía—balbuceó la señora—. No me gusta molestar a nadiecon mis cosas. Pero esta buena señorita me ha dicho quién es usted; queusted fue grande amigo de su papá y que sabe mucho... y las personas quesaben mucho son siempre atentas con las que nada saben. Así era mifinado el doctor.

Y a continuación de este exordio empezó su discurso por el final,mencionando la conversación de la noche anterior con «la buenaseñorita», de litera a litera, después de haber rezado el rosario. Yaque aquel señor Maltrana era tan bueno, podía ayudarla en su pleito, lamagna empresa de su vida y de la de todos los Vargas del Solar, elobjetivo de sus ilusiones en las horas de recogimiento, la únicapetición que ingería en sus rezos por la felicidad de su hija y losnietecitos.

—Vea, señor: se trata de cuatrocientas leguas; unas cuatrocientasleguas cuadradas que son nuestras y nunca acaban de entregárnoslas.

Isidro abrió desmesuradamente los ojos con expresión de asombro yescándalo. ¿Sería una maniática aquella doña Zobeida?...

—¡Cuatrocientas leguas!... Pero eso es un Estado. Es casi una nación.

La señora insistió tranquilamente en la cifra. Cuatrocientas leguas... otal vez eran más. No se habían mensurado, pero se extendían desde losAndes hasta cerca de Salta. Todos allá conocían el pleito de los Vargasdel Solar: hasta los papeles de Buenos Aires habían hablado de él envarias ocasiones. Si alguna vez iba don Isidro al Norte de la República,no tenía más que preguntar: el último arriero de los que pasan a Chilerecuas de mulas por la Cordillera le daría razón. Las arrias caminabansemanas enteras por parajes desiertos, en los cuales todavía seaparecían, rodeados de las fragosas tempestades de los Andes, laPachamama y el Tatacoquena, las dos divinidades indígenas anteriores ala conquista española. Semejantes en todo a las simples imaginacioneshumanas que los crearon, estos dioses son arrieros también y llevan trasde ellos recuas silenciosas de llamas cargadas con ricos fardos de coca,la ambrosía del paladar indiano. Y los trajinantes de la Cordillera, alnavegar por este océano de tierra roja, peñascos metálicos y dormidoslagos de borato, discernían con su justiciero espíritu la verdaderapropiedad del largo camino. «Todo esto es de los marqueses que viven enSalta.» Y los marqueses eran los Vargas del Solar.

—Es nuestro y muy nuestro—continuó Misiá Zobeida—. Allá en nuestracasa guardamos los papeles. El pleito lo empezó mi finado tío, aquel quese carteaba con nuestros parientes de España, condes y duques, como yale dije; y luego, mi finado el doctor, que sabía mucho, consiguió unasentencia favorable. El campo es nuestro (aquí Maltrana sonreía oyendollamar campo simplemente a cuatrocientas leguas); el gobierno de Saltaha reconocido que nos pertenece, pero los años pasan y no nos loentregan. Vea, señor, la cosa no puede ser más seria: una donación delrey... del rey de las Españas; un regalo que le hizo a uno de nuestrosabuelos, el alférez Vargas del Solar.

Se interrumpió doña Zobeida, mirando con timidez a Maltrana, como sitemiese ofenderlo con sus aclaraciones.

—Usted que sabe tanto habrá comprendido que este alférez era un granpersonaje, y que le llamaban así no porque fuese de milicia, sino porquesiempre que había nacimiento o casamiento de reyes, él era el que sacabael pendón del monarca como alférez real y daba el primer viva. Mi finadotío explicaba todo esto con tanta claridad, que daba gusto oírle.También nos leía los papeles del rey, unos pliegos amarillentos, conagujeritos, como si los hubiesen mordido las lauchas, y escritos con unatinta que debió ser negra y ahora es roja como el hierro viejo... Elcampo no nos lo dieron de regalo: fue donación por ciertos dineros queel alférez envió a España una vez que el rey tenía sus apuros. Y comopersona bien nacida y cristiana, el rey correspondió a este favordándole el campo y el marquesado.

Debían ser amigos, ¿no le parece?...El alférez era un gran personaje; y su señora la peruana, ¡no digamos!Todavía allá en mi tierra, cuando ven a una gringa emperifollada o a unachina que se da aires de señorío, dice la gente, por burla: «Ni quefuese Misiá Rosa la marquesa».

La buena señora perdía su habitual timidez al recordar a esta abuela,más célebre aún y digna de memoria que el ilustre alférez amigo de losreyes. La contemplaba tal como se la había descrito muchas veces el«finado tío», en el estrado de su caserón de Salta, con ricas medias deseda, de las cuales cambiaba tres pares por día, mirándose con unorgullo de raza sus breves pies estrechamente

calzados.

Vestía

loshuecos

y

floreados

guardainfantes que le enviaban de las mejores tiendasde Lima, con perlas en el pecho, perlas en las orejas, perlas esparcidaspor todo el traje. Más allá del estrado, sentadas en el suelo y con laspiernas cruzadas, estaban unas cuantas negras con sayas de blancuradeslumbradora. Una vigilaba el braserillo en el que hervía el agua, otraofrecía el mate de plata cincelada con boquilla de oro, otra guardabasobre sus rodillas la guitarra señoril de ricas incrustaciones.

Trotaban jinetes calle arriba, calle abajo, con la vaga esperanza de verlos ojos de brasa de la peruana al alzarse levemente la cortina dealguna reja. A la hora de misa, hidalgos venidos de lejos se hacían losdistraídos en la puerta de la iglesia para contemplar la mayorcelebridad del país, que llegaba envuelta en su manto negro de seda, pordebajo del cual asomaba la recamada falda blanca o o rosa. El alféreziba a su lado, con todo el señorío de su rango. Su chambergo con plumascontestaba solemnemente a todos los sombreros que se elevaban a su paso.Detrás marchaban dos negritos con el parasol y una rica alfombra, sobrela que se sentaba cruzando las piernas Misiá Rosa la marquesa para oírla misa.

El nobilísimo caserón de los Vargas, con sus ventrudas rejas y su escudode piedra en el portal, sólo admitía las visitas de unos cuantosnotables del país. En las épocas de feria animábase con la presencia derancios hidalgos venidos del virreinato del Perú o del reino de Chilepara comprar ganado de tiro; hacendados de la tierra baja llegados delas orillas del Plata para vender sus recuas de mulas, y de algún queotro asentista de negros de Buenos Aires que arreaba una partida deesclavos africanos con destino a las minas del Potosí. Cuando pasaba unnuevo gobernador camino de su ínsula, un obispo en gira pastoral, o losseñores de la Real Chancillería, la casa del alférez era su posada, ylos viajeros no tenían gran prisa en partir, como si los encantase labelleza y el señorío de Misiá Rosa, cuya fama había salido a suencuentro a muchas jornadas de camino.

La gente menuda hablaba maravillas del noble edificio y de sus riquezas.Una vez por año se cerraban sus puertas un día entero, y los viejosservidores de los Vargas, esclavos y libertos, todos gentes deconfianza, tendían cueros en el patio principal, vaciando sobre ellosenormes sacos de monedas. Eran onzas, doblones de a ocho, cruzadosportugueses, montones de oro que sacaban anualmente de su encierrosubterráneo para que se airease y solease. Y el alférez y su esposavigilaban impasibles esta operación tradicional, como si su servidumbreremoviese sacos de trigo para el consumo de la casa.

Enardecíase doña Zobeida al relatar los esplendores pasados, y Conchitaaprobaba moviendo la cabeza, como si diese fe.

Habituada a oír todas lasnoches en su camarote estas grandezas creía haberlas contemplado con susojos.

—Y ahora, señor—continuó la vieja—, los Vargas del Solar somos pobrespor culpa del pleito que no termina nunca. Las revoluciones y lasguerras nos fundieron... Dicen que para que nos den lo que es nuestro espreciso mensurar el campo con arreglo a los títulos, y para hacer esamensura se va a necesitar un año, o tal vez más, y muchos hombres, quehabrán de vivir como se vive en el Polo; y esto costará mucha plata y lahabremos de pagar nosotros... Hay en el campo mucha tierra que no sirve:peñascales, montañas; pero hay minas y hay también buenos pastos. Pormí, no me movería a nada: yo necesito poco para mantenerme. Pero estánmis nietos, mis pobrecitos, condenados a vivir en esa tierra de gringos;está mi hija, y quiero verla rica en Buenos Aires con el señorío quemerece... Además, pienso en mi finado el doctor, que pasó su vidapenando por sacar adelante el pleito. Seguramente que se alegrará en laotra vida si le digo cuando nos encontremos después de mi muerte que elcampo ya es de la familia y que lo he conseguido yo. ¡Él, que decía quelas señoras sólo entienden de las cosas de la casa! Figúrese, señor,aunque sólo se venda la legua a dos mil pesos una con otra, lo que esorepresenta.

Maltrana la interrogaba con la mirada y el gesto. ¿Y qué tenía que hacerél en este asunto?...

—Lo que yo quiero, señor, es que usted le hable al doctor Zurita, yaque es su amigo y los veo siempre juntos. A mí me da vergüenza acercarmea él sin conocerlo. Creo que ha sido mandón en Buenos Aires. Además, esdoctor, y usted ya sabe lo que eso representa. Un doctor manda muchafuerza, y más si es doctor porteño, pues ahora ellos se lo guisan y selo comen todo, sin dejar nada para los demás, según decía mi finado...Si es tan amable que quiere oírme, yo le explicaré mi pleito, y a él deseguro le bastará una palabrita a los que mandan para que todo searregle «sobre el tambor», como decimos allá. Se ve que es un buencaballero, cristiano y serio, como mi doctor. Me han buscado muchaspersonas de Buenos Aires para encargarse del asunto: hombres denegocios, gente que me daba miedo, y he dicho siempre que no. Mi finadoles tenía horror a las «aves negras».

Calló un momento doña Zobeida, como si vacilase, pero luego añadió contimidez:

—Aquí mismo, en el barco, hay un señor que no sé cómo ha sabido lo demi pleito, y según me dicen, quiere hablarme... Es el papá de esa niñaque llaman Nélida, la que siempre anda revuelta con los muchachos. A míno me gusta hablar de nadie, cada uno que se arregle con Dios; pero,francamente, señor: ¡esa niña que parece una cómica, y fuma, y norespeta a su madre! ¡Y ese padre que no la reta y se ríe de sustravesuras!... Que viva cada uno a su gusto, pero yo no quiero tratoscon gringos de tal clase.

Prefiero a los míos; y desde que sé que el talseñor desea hablarme del negocio, tengo más ganas de pedir al doctorZurita que me dé su consejo.

—Lo verá usted, doña Zobeida. Yo me encargo de la prestación.

Sonrió la vieja dama con una alegría infantil, mostrándose aún máslocuaz y comunicativa.

—El negocio hubiese llegado a término hace tiempo si mi finado tíoviviese. Le habría bastado con enviar una carta a nuestros parientes deEspaña. Pero ocurre lo que ocurre porque el rey de allá no estáenterado. Usted, señor, que sabe tanto y que allá en su tierra es doctorindudablemente, o ese otro caballero que va con usted, tan buen mozo,tan distinguido y serio, y que también será doctor, cuando vean al reydíganle lo que nos pasa a los Vargas del Solar, los herederos delalférez. Usted verá al rey seguramente. Los doctores tienen siempre granmetimiento con los que gobiernan: en mi país, todos los amigos delPresidente son doctores... Mi pleito se resolvería «sobre tablas», comoquien dice, sólo con que el rey enviase una esquelita al gobierno deBuenos Aires, o mejor aún, al gobernador de Salta, diciendo:

«¿Qué esesto, señores? Lo dado, dado está, y entre caballeros no está bienfaltar a la palabra. Entreguen ustedes a los descendientes del alférezVargas lo que mis abuelos tuvieron a bien darle, y no se hable más delasunto». Y tengo la certeza de que así lo escribiría el buen rey sialguien le hablase y le enseñase nuestros papeles.

—Se le hablará—dijo Maltrana con acento de resolución, sin el más leveasomo de risa—. Se enterará de todo el buen rey, y escribirá la cartatan pronto como yo lo vea.

Y como si temiese el contagio risueño de los ojos de Conchita, la cualfruncía los labios para conservar su gravedad, Isidro se despidió dedoña Zobeida, repitiendo la promesa de presentarla al doctor después delalmuerzo.

Al ir hacia proa, vio apoyados en la barandilla a Ojeda y Mrs.

Power,mirando el mar, con los codos y los flancos en apretado contacto. Labrisa retorcía como espirales de fuego algunos rizos de lanorteamericana que se escapaban de un sombrerillo de tela de oro.

—¡Bien empieza el día para éstos!...—murmuró Isidro—. Y la yanquiparece una niña con ese casquete gracioso de paje veneciano. ¡Qué pedazode mujer!... Buenos días, señora.

Saludó sin detener el paso, con una reverencia que juzgaba graciosa, «lareverencia de peluca blanca y tacones rojos», según el la titulaba, yvio por un instante unos ojos irónicos y una boca bermeja quecontestaban a su saludo.

—Otro que fuese inmodesto—siguió murmurando Maltrana—

llegaría a tenersus pretensiones sobre esta señora. No puede verme sin reírse... Asíempiezan, según opinión general, las grandes pasiones; y el amigo Ojeda,si no estuviese ciego, como todos los enamorados, debería mirarme concuidado... Pero dejémonos de pompas y vanidades y atendamos a nuestrosamigos. Allí viene uno... Buenos días, monsieur.

Se cruzó con el hombre «fúnebre y misterioso», su vecino de camarote,vestido de luto como siempre y con el rostro cuidadosamente afeitado.Apenas dobló su digna tiesura con una ligera inclinación de cabeza.Luego envolvió a Maltrana en una ojeada fugaz de sus pupilas azules yduras, y siguió adelante, contestando con voz seca: « Bonjour,monsieur».

Rio Isidro, mientras el otro se alejaba como ofendido por el saludo.

—El amigo Sherlock Holmes está enfadado. Se acuerda todavía de la bromade la otra noche. ¡Mal corazón!... ¡Como si todos estuviésemos obligadosa vivir tristes y vestidos de luto, como él!... ¿Qué hará en estemomento la princesa que guarda encerrada en el camarote?... ¡Y no haberdescubierto yo todavía este misterio! ¡Qué vergüenza!

Cesó de pensar en el hombre negro y su incógnita cautiva al volver a labanda de estribor. Dos parejas permanecían inmóviles, en íntimaconversación, entre los pasajeros que caminaban por este lado del buquesiguiendo su marcha matinal.

En último término, hacia la proa, Ojeda yMrs. Power continuaban acodados en la barandilla. En el extremo opuesto,o sea cerca de Isidro, estaba de pie Manzanares al lado de un sillón dejunco con almohadones bordados, en el que aparecía casi tendida unamujer rubia, con un brazo caído y un volumen en la mano. Los ojos delcomerciante fijábanse con avidez en la nuca perfumada por las matinalesabluciones y todas las blancuras inmediatas revelarlas por laentreabierta penumbra de la blusa. De aquí saltaba su mirada a lasredondeces de las piernas, envueltas en calada seda, emergiendo entre elfollaje sedoso de las faltas.

Maltrana se acercó a él como si hubiese olvidado la escena de pocoantes.

—Aquí le quería pillar, calaverón, tenorio de la calle Alsina...

Deseguro que está usted declarando su amor a esta señorita, en estilo defactura.

Visiblemente irritado Manzanares por la burlona intervención, seapresuró, sin embargo, a contestar, temiendo que Isidro persistiese ensus bromas.

—No señor; hablábamos de cosas serias, de cosas de allá. La señoritadeseaba conocer mi opinión sobre la próxima cosecha.

¡Ah, la cosecha!... Maltrana sonrió al recordar que la próxima cosechaen la República Argentina era el principal motivo de conversación parauna gran parte de los que iban en el buque, y un pretexto de continuaconsulta para aquella francesa rubia, que figuraba en el registro delbuque como viajante en modas y sombreros, profesión que hacía torcer elgesto a muchos maliciosamente.

También a él le había hecho la misma consulta mademoiselle Marcela laprimera vez que se había aproximado a su sillón, atraído por la novedadde su habla castellana incrustada de palabras francesas e italianismosdel léxico popular de Buenos Aires.

Era este viaje el quinto que emprendía a las riberas del Plata, ymostraba una pericia de navegadora trasatlántica en su amabilidad con elpersonal del buque que mejor podía servirla, en la reserva discreta conque se mantenía aparte de los pasajeros de una clase socialsuperior—especialmente de las señoras, modo seguro de evitarsedesprecios y malas palabras—, y en su acierto al escoger su lugar en lacubierta, colocando el mismo sillón de junco, las almohadas y las mantasque le habían acompañado en anteriores viajes. «Yo voy a Buenos Airescasi todos los años—había dicho al curioso Maltrana para cortar suspreguntas insidiosas—. Es mi negocio; viajo por una gran casa desombr