Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Todos los militares que encontraba, por más galones y crucesque ostentasen, le parecían «emboscados» indignos de compararse conJulio. Los heridos que descendían de los coches apoyándose en palos ymuletas le inspiraban un sentimiento de lástima humillante para ellos.¡Desgraciados!... No tenían la suerte de su hijo. A éste no había quienlo matase, y cuando por casualidad recibía una herida, sus vestigios seborraban inmediatamente, sin detrimento de la gallardía de su persona.

Algunas veces, especialmente por la noche, mostraba una inesperadamagnanimidad, dejando que Julio saliese solo. Se acordaba de su juventudtriunfadora en amores, que tantos éxitos había conseguido antes de laguerra. ¡Qué no obtendría ahora con su prestigio de soldado valeroso!...Paseando por su dormitorio antes de acostarse, se imaginaba al héroe enla amable compañía de una gran dama. Sólo una celebridad femenina eradigna de él; su orgullo paternal no aceptaba menos... Y nunca se lepodía ocurrir que Julio estaba con Argensola en un music-hall, en uncinematógrafo, gozando de las monótonas y simples diversiones del Parísensombrecido por la guerra, con la simplicidad de gustos de unsubteniente, y que en punto á éxitos amorosos su buena fortuna no ibamás allá de la renovación de algunas amistades antiguas.

Una tarde, cuando marchaba á su lado por los Campos Elíseos, seestremeció viendo á una dama que venía en dirección contraria. Era laseñora de Laurier... ¿La reconocería Julio?

Creyó percibir que éste setornaba pálido, volviendo los ojos hacia otras personas con afectadadistracción. Ella siguió adelante, erguida, indiferente. El viejo casise irritó ante tal frialdad. ¡Pasar junto á su hijo sin que el instintole avisase su presencia! ¡Ah, las mujeres!... Volvió la cabeza paraseguirla, pero inmediatamente tuvo que desistir de su atisbo.

Habíasorprendido á Margarita inmóvil detrás de ellos, con la palidez de lasorpresa, fijando una mirada profunda en el militar que se alejaba. DonMarcelo creyó leer en sus ojos la admiración, el amor, todo un pasadoque resurgía de pronto en su memoria. ¡Pobre mujer!... Sintió por ellaun cariño paternal, como si fuese la esposa de Julio. Su amigo Lacourhabía vuelto á hablarle del matrimonio Laurier. Sabía que Margarita ibaá ser madre. Y el viejo, sin tener en cuenta la reconciliación de losesposos ni el paso del tiempo, se sintió emocionado por esta maternidad,como si su hijo hubiese intervenido en ella.

Mientras tanto, Julio seguía marchando, sin volver la cabeza, sinenterarse de esta mirada fija en su dorso, pálido y canturreando paradisimular su emoción. Y nunca supo nada.

Siguió creyendo que Margaritahabía pasado junto á él sin conocerle, pues el viejo guardó silencio.

Una de las preocupaciones de don Marcelo era conseguir que su hijorelatase el encuentro de guerra en que había sido herido.

No llegabavisitante á su casa para ver al subteniente, sin que el viejo dejase deformular la misma petición:

—Cuéntanos cómo te hirieron... Explica cómo mataste al capitán alemán.

Julio se excusaba con visible molestia. Ya estaba harto de su propiahistoria. Por complacer á su padre había hecho el relato ante elsenador, ante Argensola y Tchernoff en su estudio, ante otros amigos dela familia que habían venido á verle... No podía más.

Y era el padre el que acometía la narración por su propia cuenta,dándole el relieve y los detalles de un hecho visto con sus propiosojos.

Había que apoderarse de las ruinas de una refinería de azúcar enfrentede la trinchera. Los alemanes habían sido expulsados por el cañoneofrancés. Era necesario un reconocimiento, guiado por un hombre seguro. Ylos jefes habían designado, como siempre, al sargento Desnoyers.

Al romper el día, el pelotón había avanzado cautelosamente, sinencontrar obstáculo. Los soldados se esparcieron por las ruinas. Juliofué solo hasta el final de ellas, con el propósito de examinar lasposiciones del enemigo, cuando, al dar vuelta á un ángulo de pared, tuvoel más inesperado de los encuentros. Un capitán alemán estaba frente áél. Casi habían chocado al doblar la esquina. Se miraron en los ojos,con más sorpresa que odio, al mismo tiempo que buscaban matarse porinstinto, procurando cada uno ganar al otro en velocidad. El capitánhabía soltado la carta del país que llevaba en las manos. Su diestrabuscó el revólver, forcejeando por sacarlo de la funda, sin apartar uninstante su mirada del enemigo. Luego desistió, con la convicción de queeste movimiento era inútil. Demasiado tarde.

Sus ojos, desmesuradamenteabiertos por la proximidad de la muerte, siguieron fijos en el francés.Este se había echado el fusil á la cara. Un tiro casi á quemarropa... yel alemán cayó redondo.

Sólo entonces se fijó en el ordenanza del capitán, que marchaba algunospasos detrás de éste. El soldado disparó su fusil contra Desnoyers,hiriéndole en un hombro. Acudieron los franceses, matando al ordenanza.Luego cruzaron un vivo fuego con la compañía enemiga, que había hechoalto más allá mientras su jefe exploraba el terreno. Julio, á pesar dela herida, continuó al frente de su sección, defendiendo la fábricacontra fuerzas superiores, hasta que al fin llegaron auxilios y elterreno quedó definitivamente en poder de los franceses.

—¿No fué así, hijo mío?—terminaba don Marcelo.

El hijo asentía, deseoso de que acabase cuanto antes un relato molestopor su persistencia. Sí; así había sido. Pero lo que ignoraba su padre,lo que él no diría nunca, era el descubrimiento que había hecho despuésde matar al capitán.

Los dos hombres, al mirarse frente á frente durante un segundo que lespareció interminable, mostraron en sus ojos algo más que la sorpresa delencuentro y el deseo de suprimirse. Desnoyers conocía á aquel hombre. Elcapitán, por su parte, le conocía á él.

Lo adivinó en su gesto... Perocada uno de ellos, con la preocupación de matar para seguir viviendo, nopodía reunir sus recuerdos.

Desnoyers hizo fuego con la seguridad de que mataba á una personaconocida. Luego, mientras dirigía la defensa de la posición aguardandola llegada de refuerzos, se le ocurrió la sospecha de que aquel enemigocuyo cadáver estaba á poca distancia podía ser un individuo de sufamilia, uno de los Hartrott. Parecía, sin embargo, más viejo que susprimos y mucho más joven que su tío Karl. Este, con sus años, no iba áfigurar como simple capitán de infantería.

Cuando, debilitado por la pérdida de sangre, pudo ser conducido á lastrincheras, el sargento quiso ver el cuerpo de su enemigo. Sus dudascontinuaron ante la faz empalidecida por la muerte. Los ojos, abiertos,parecían guardar aún la impresión de la sorpresa. Aquel hombre leconocía indudablemente; él también conocía aquella cara. ¿Quién era?...De pronto, con su imaginación vió el mar, vió un gran buque, una mujeralta y rubia que le miraba con los ojos entornados, un hombre fornido ybigotudo que hacía discursos imitando el estilo de su emperador.«Descansa en paz, capitán Erckmann.» Así habían venido á terminar, en unrincón de Francia, las discusiones entabladas en medio del Océano.

Se disculpó mentalmente, como si estuviese en presencia de la dulceBerta. Había tenido que matar para que no le matasen. Así es la guerra.Intentó consolarse pensando que Erckmann tal vez había caído sinidentificarle, sin saber que su matador era el compañero de viaje demeses antes... Y guardó secreto en lo más profundo de su memoria esteencuentro preparado por la fatalidad. Se abstuvo de comunicarlo á suamigo Argensola, que conocía los incidentes de la travesía atlántica.

Cuando menos lo esperaba, don Marcelo se encontró al final de aquellaexistencia de alegría y orgullo que le había proporcionado la presenciade su hijo. Quince días transcurren pronto. El subteniente se marchó, ytoda la familia, después de este período de realidades, tuvo que volverá las caricias engañosas de la ilusión y la esperanza, aguardando lallegada de las cartas, haciendo conjeturas sobre el silencio delausente, enviándole paquete tras paquete con todo lo que el comercioofrecía para los militares: cosas útiles y absurdas.

La madre cayó en un gran desaliento. El viaje de Julio había servidopara hacerla sentir con más intensidad su ausencia.

Viéndole, escuchandoaquellos relatos de muerte que el padre se complacía en repetir, se diómejor cuenta de los peligros que rodeaban á su hijo. La fatalidadparecía avisarla con fúnebres presentimientos.

—Le van á matar—decía á su marido—. Esa herida es un aviso del cielo.

Al salir á la calle temblaba de emoción ante los soldados inválidos. Losconvalecientes de aspecto enérgico, próximos á volver al frente, aún leinspiraban mayor lástima. Se acordó de un viaje á San Sebastián con suesposo, de una corrida de toros que le había hecho gritar de indignacióny lástima, apiadada de la suerte de los pobres caballos. Quedaban conlas entrañas colgando y eran sometidos en los corrales á una rápidacura, para volver

á

salir

á

la

arena

enardecidos

por

falsas

energías.Repetidas veces aguantaban esta recomposición macabra, hasta que al finllegaba la última cornada, la definitiva... Los hombres recién curadosevocaban en ella la imagen de las pobres bestias. Algunos habían sidoheridos tres veces desde el principio de la guerra y volvían remendadosy galvanizados á someterse á la lotería de la suerte, siempre en esperadel golpe supremo... ¡Ay, su hijo!

Desnoyers se indignaba oyendo á su esposa.

—¡Pero si á Julio no hay quien le mate!... Es mi hijo. Yo he pasado enmi juventud por terribles peligros. También me hirieron en las guerrasdel otro mundo, y sin embargo, aquí me tienes cargado de años.

Los sucesos se encargaban de robustecer su fe ciega. Llovían desgraciasen torno de la familia, entristeciendo á sus allegados, y ni una solarozaba al intrépido subteniente, que insistía en sus hazañas con undesenfado heroico de mosquetero.

Doña Luisa recibió una carta de Alemania. Su hermana le escribía desdeBerlín, valiéndose de un Consulado sudamericano en Suiza. Esta vez laseñora Desnoyers lloró por alguien que no era su hijo: lloró por Elena ypor los enemigos. En Alemania también había madres, y ella colocaba elsentimiento de la maternidad por encima de todas las diferenciaspatrióticas.

—¡Pobre señora von Hartrott! Su carta, escrita un mes antes, sólocontenía fúnebres noticias y palabras de desesperación. El capitán Ottohabía muerto. Muerto también uno de sus hermanos menores. Este, almenos, ofrecía á la madre el consuelo de haber caído en un territoriodominado por los suyos. Podía llorar junto á su tumba. El otro estabaenterrado en suelo francés; nadie sabía dónde. Jamás descubriría ellasus restos, confundidos con centenares de cadáveres; ignoraríaeternamente dónde se consumía este cuerpo salido de sus entrañas... Untercer hijo estaba herido en Polonia. Sus dos hijas habían perdido á susprometidos, y la desesperaban con su mudo dolor. Von Hartrott seguíapresidiendo sociedades patrióticas y hacía planes de engrandecimientosobre la próxima victoria, pero había envejecido mucho en los últimosmeses. El «sabio» era el único que se mantenía firme. Las desgracias dela familia recrudecían la ferocidad del profesor Julius von Hartrott.Calculaba, para un libro que estaba escribiendo, los centenares de milesde millones que Alemania debería exigir después de su triunfo y laspartes de Europa que necesitaba hacer suyas...

La señora Desnoyers creyó escuchar desde la avenida Víctor Hugo aquelllanto de madre que corría silencioso en una casa de Berlín.«Comprenderás mi desesperación, Luisa... ¡Tan felices que éramos! ¡QueDios castigue á los que han hecho caer sobre el mundo tantasdesgracias! El emperador es inocente. Sus enemigos tienen la culpa detodo...»

Don Marcelo callaba en presencia de su esposa. Compadecía á Elena por suinfortunio, pasando por alto las afirmaciones políticas de la carta. Seenterneció además al ver cómo lloraba doña Luisa á su sobrino Otto.Había sido su madrina de bautizo y Desnoyers el padrino. Era verdad; donMarcelo lo había olvidado. Vió con la imaginación la plácida vida de laestancia, los juegos de la chiquillería rubia, que él acariciaba áespaldas del abuelo, antes de que naciese Julio. Durante unos años habíadedicado á sus sobrinos todo su amor, desorientado por la tardanza de unhijo propio. De buena fe se conmovió al pensar en la desesperación deKarl.

Pero luego, al verse solo, una frialdad egoísta borraba estossentimientos. La guerra era la guerra, y los otros la habían buscado.Francia debía defenderse, y cuantos más enemigos cayesen, mejor... Loúnico que debía interesarle á él era Julio. Y

su fe en los destinos delhijo le hizo experimentar una alegría brutal, una satisfacción de padrecariñoso hasta la ferocidad.

—A ese no hay quien le mate... Me lo dice el corazón.

Otra desgracia más próxima quebrantó su calma. Un anochecer, al regresará la avenida Víctor Hugo, encontró á doña Luisa con aspecto de terrorllevándose las manos á la cabeza.

—La niña, Marcelo... ¡la niña!

Chichí estaba en el salón tendida en un sofá, pálida, con una blancuraverdosa, mirando ante ella fijamente, como si viese á alguien en elvacío. No lloraba; sólo un ligero brillo de nácar hacía temblar susojos, redondeados por el espasmo.

—¡Quiero verle!—dijo con voz ronca—. ¡Necesito verle!

El padre adivinó que algo terrible le había ocurrido al hijo de Lacour.Únicamente por esto podía mostrar Chichí tal desesperación. Su esposa lefué relatando la triste noticia. René estaba herido, gravemente herido.Un proyectil había estallado sobre su batería, matando á muchos de suscompañeros. El oficial había sido extraído de un montón de cadáveres:le faltaba una mano, tenía heridas en las piernas, en el tronco, en lacabeza.

—¡Quiero verle!—repetía Chichí.

Y don Marcelo tuvo que hacer grandes esfuerzos para que su hijadesistiese de esta testarudez dolorosa que la impulsaba á exigir unviaje inmediato al frente, atropellando obstáculos, hasta llegar al ladodel herido. El senador acabó de convencerla. Había que esperar; él, queera su padre, tenía que resignarse. Estaba gestionando que René fuesetrasladado á un hospital de París.

El grande hombre inspiró lástima á Desnoyers. Hacía esfuerzos porconservar su serenidad estoica de padre á estilo antiguo, recordaba ásus ascendientes gloriosos y á todas las figuras heroicas de laRepública romana. Pero estas ilusiones de orador se desplomaban depronto, y su amigo le sorprendió llorando más de una vez. ¡Un hijoúnico, y podía perderlo!... El mutismo de Chichí le inspiraba aún mayorconmiseración. No lloraba: su dolor era sin lágrimas, sin desmayos. Lapalidez verdosa de su rostro, el brillo de fiebre de sus ojos, unarigidez que le hacía marchar como un autómata, eran los únicos signos desu emoción. Vivía con el pensamiento alejado, sin darse cuenta de lo quela rodeaba.

Cuando el herido llegó á París, ella y el senador se transfiguraron.Iban á verle, y esto bastó para que se imaginasen que ya se habíasalvado.

La novia corrió al hospital con su futuro suegro y su madre.

Luego fuésola, quiso quedarse allí, vivir al lado del herido, declarando laguerra á todos los reglamentos, chocando con monjas y enfermeras, que leinspiraban un odio de rivalidad.

Pero al ver el escaso resultado de susviolencias, se empequeñeció, se hizo humilde, pretendiendo ganar con susgracias una por una á todas las mujeres. Al fin consiguió pasar granparte del día junto á René.

Desnoyers tuvo que retener sus lágrimas al contemplar al artillero en lacama... ¡Ay! ¡así podía verse su hijo!... Le pareció una momia egipcia,á causa de su envoltura de apretados vendajes. Los cascos de obús lehabían acribillado. Sólo pudo ver unos ojos dulces y un bigotillo rubioasomando entre las tiras blancas. El pobre sonreía á Chichí, que velabajunto á él con cierta autoridad, como si estuviese en su casa.

Transcurrieron dos meses. René se mejoró; ya estaba casi restablecido.Su novia no había dudado de esta curación desde que la dejaronpermanecer junto á él.

—A mí no se me muere quien yo quiera—decía con una fe semejante á lade su padre—. ¡A cualquier hora permito que los boches me dejen sinmarido!

Conservaba á su «soldadito de azúcar», pero en un estado lamentable...Nunca don Marcelo se dió cuenta del horror de la guerra como al verentrar en su casa á este convaleciente que había conocido meses antesfino y esbelto, con una belleza delicada y algo femenil. Tenía el rostrosurcado por varias cicatrices que formaban un arabesco violáceo. Sucuerpo guardaba ocultas otras semejantes. La mano izquierda habíadesaparecido con una parte del antebrazo. La manga colgaba sobre elvacío doloroso del miembro ausente. La otra mano se apoyaba en unbastón, auxilio necesario para poder mover una pierna que no queríarecobrar su elasticidad.

Pero Chichí estaba contenta. Veía á su soldadito con más entusiasmo quenunca: un poco deformado, pero muy interesante. Ella, seguida de sumadre, acompañaba al herido para que pasease por el Bosque. Sus miradasse volvían fulminantes cuando, al atravesar una calle, automovilistas ycocheros no retenían su carrera para dejar paso al inválido...« ¡Emboscados sin vergüenza!...» Sentía la misma alma iracunda de lasmujeres del pueblo que en otros tiempos insultaban á René viéndole sanoy feliz. Temblaba de satisfacción y de orgullo al devolver el saludo ásus amigas. Sus ojos hablaban: «Sí; éste es mi novio... Un héroe.» Lepreocupaba la Cruz de Guerra puesta en el pecho de la blusa

«horizonte».Sus manos cuidaban de su arreglo, para que se destacase con mayorvisualidad. Se ocupaba en prolongar la vida de su uniforme, siempre elmismo, el viejo, el que llevaba en el momento de ser herido. Uno nuevole daría cierto aire de militar oficinesco, de los que se quedaban enParís.

En vano René, cada vez más fuerte, quería emanciparse de sus cuidadosdominadores. Era inútil que intentase marchar con ligereza y soltura.

—Apóyate en mí.

Y tenía que tomar el brazo de su novia. Todos los planes de ella para elporvenir se basaban en la fiereza con que protegería á su marido, en loscuidados que iba á dedicar á su debilidad.

—¡Mi pobre invalidito!—decía con susurro amoroso—. ¡Tan feo y taninútil que me lo han dejado esos pillos!... Pero, por suerte, me tiene ámí, que lo adoro... Nada importa que te falte una mano; yo te cuidaré:serás mi hijito. Vas á ver, cuando nos casemos, con qué regalo vives,cómo te llevaré de elegante y acicalado... Pero ¡ojo con las otras! Miraque á la primera que me hagas, invalidito, te dejo abandonado á tuinutilidad.

Desnoyers y el senador también se ocupaban del porvenir de ellos, perode un modo más positivo. Había que realizar el matrimonio cuanto antes.¿Qué esperaban?... La guerra no era un obstáculo. Se efectuaban máscasamientos que nunca, en el secreto de la intimidad. El tiempo no erade fiestas.

Y René Lacour se quedó para siempre en la casa de la avenida Víctor Hugodespués de la ceremonia nupcial, presenciada por una docena de personas.

Don Marcelo había soñado otras cosas para su hija: una boda ruidosa dela que hablasen largamente los periódicos, un yerno de brillanteporvenir... Pero ¡ay, la guerra! Todos veían destruídas á aquellas horasalgunas de sus ilusiones.

Se consoló apreciando su situación. ¿Qué le faltaba? Chichí era feliz,con una alegría egoísta y ruidosa que dejaba en olvido todo lo que nofuese su amor. Sus negocios no podían resultar mejores. Después de lacrisis de los primeros momentos, las necesidades de los beligerantesarrebataban los productos de sus estancias. Jamás había alcanzado lacarne precios tan altos. El dinero afluía á él con más ímpetu que antesy los gastos de su vida habían disminuído... Julio estaba en peligro demuerte, pero él tenía la convicción de que nada malo podía ocurrirle. Suúnica preocupación era permanecer tranquilo, evitándose las emocionesfuertes. Experimentaba cierta alarma al considerar la frecuencia con quese sucedían en París los fallecimientos de personas conocidas:políticos, artistas, escritores. Todos los días caía alguien de ciertonombre. La guerra no sólo mataba en el frente. Sus emociones volabancomo flechas por las ciudades, tumbando á los quebrantados, á losdébiles, que en tiempo normal habrían prolongado su existencia.

«¡Atención, Marcelo!—se decía con un regocijo egoísta—.

Mucha calma.Hay que evitar á los cuatro jinetes del amigo Tchernoff.»

Pasó una tarde en el estudio conversando con éste y Argensola de lasnoticias que publicaban los periódicos. Se había iniciado una ofensivade los franceses en Champaña, con grandes avances y muchos prisioneros.

Desnoyers pensó en la pérdida de vidas que esto podía representar. Perola suerte de Julio no le hizo sentir ninguna inquietud. Su hijo noestaba en aquella parte del frente. El día anterior había recibido unacarta de él fechada una semana antes; pero casi todas llegaban con igualretraso. El subteniente Desnoyers se mostraba animoso y alegre. Lo ibaná ascender de un momento á otro: figuraba entre los propuestos para laLegión de Honor. Don Marcelo se veía en lo futuro padre de un generaljoven, como los de la Revolución. Contempló los bocetos en torno de él,admirándose de que la guerra hubiese torcido de un modo tanextraordinario la carrera de su hijo.

Al volver á casa se cruzó con Margarita Laurier, que iba vestida deluto. El senador le había hablado de ella pocos días antes. Su hermanoel artillero acababa de morir en Verdún.

«¡Cuántos caen!—se dijo—. ¡Cómo estará su pobre madre!»

Pero inmediatamente sonrió al recordar á los que nacían.

Nunca se habíapreocupado la gente como ahora de acelerar la reproducción. La mismaseñora Laurier ostentaba con orgullo la redondez de su maternidad, quehabía llegado á los mayores extremos visibles. Sus ojos acariciaron elvolumen vital que se delataba bajo los velos del luto. Otra vez pensó enJulio, sin tener en cuenta el curso del tiempo. Sintió la atracción dela criatura futura, como si tuviese con ella algún parentesco; seprometió ayudar generosamente al hijo de los Laurier, si alguna vez leencontraba en la vida.

Al entrar en su casa, doña Luisa le salió al paso para manifestarle queLacour le estaba esperando.

—Vamos á ver qué cuenta nuestro ilustre consuegro—dijo alegremente.

La buena señora estaba inquieta. Se había alarmado sin saber por qué,ante el gesto solemne del senador, con ese instinto femenil que perforalas precauciones de los hombres, adivinando lo que hay oculto detrás deellas. Había visto además que René y su padre hablaban en voz baja, conuna emoción contenida.

Rondó con irresistible curiosidad por las inmediaciones del despacho,esperando oir algo. Pero su espera no fué larga.

De repente, un grito... un alarido... una voz como sólo puede emitirlaun cuerpo al que se le escapan las fuerzas.

Y doña Luisa entró á tiempo para sostener á su marido, que se venía alsuelo.

El senador se excusaba, confuso, ante los muebles, ante las paredes,volviendo la espalda en su aturdimiento al cabizbajo René, que era elúnico que podía oirle.

—No me ha dejado terminar... Ha adivinado desde la primera palabra...

Chichí se presentó, atraída por el grito, para ver cómo su padre seescapaba de los brazos de su esposa, cayendo en un sofá, rodando luegopor el suelo, con los ojos vidriosos y salientes, con la boca contraída,llorando espuma.

Un lamento se extendió por las lujosas habitaciones, un quejido, siempreel mismo, que pasaba por debajo de las puertas hasta la escaleramajestuosa y solitaria:

—¡Oh, Julio!... ¡Oh, hijo mío!...

V

Campos de muerte

Iba avanzando el automóvil lentamente, bajo el cielo lívido de unamañana de invierno.

Temblaba el suelo á lo lejos con blancas palpitaciones, semejantes alaleteo de una banda de mariposas posada en los surcos. Sobre unoscampos, el enjambre era denso; en otros, formaba pequeños grupos.

Al aproximarse el vehículo, las blancas mariposas se animaban con nuevoscolores. Un ala se volvía azul; otra, encarnada... Eran pequeñasbanderas, á cientos, á miles, que se estremecían día y noche con latibia brisa impregnada de sol, con el huracán acuoso de las mañanaspálidas, con el frío mordiente de las noches interminables. La lluviahabía lavado y relavado sus colores, debilitándolos. Las telas,inquietas, tenían sus bordes roídos por la humedad. Otras estabanquemadas por el sol, como insectos que acabasen de rozar el fuego.

Las banderas dejaban entrever con las palpitaciones de su temblor leñosnegros que eran cruces. Sobre estos maderos aparecían kepis obscuros,gorros rojos, cascos rematados por cabelleras de crines que se pudríanlentamente, llorando lágrimas atmosféricas por todas sus puntas.

—¡Cuánto muerto!—suspiró en el interior del automóvil la voz de donMarcelo.

Y René, que iba enfrente de él, movió la cabeza con triste sentimiento.

Doña Luisa miraba la fúnebre llanura, mientras sus labios se estremecíanlevemente con un rezo continuo. Chichí volvía á un lado y á otro susojos, agrandados por el asombro. Parecía más grande, más fuerte, ápesar de la palidez verdosa que descoloraba su rostro.

Las dos señoras iban vestidas de luto, con luengos velos. De lutotambién el padre, hundido en su asiento, con aspecto de ruina, laspiernas cuidadosamente envueltas en una manta de pieles. René conservabasu uniforme de campaña, llevando sobre él un corto impermeable deautomovilista. A pesar de sus heridas, no había querido retirarse delejército. Estaba agregado á una oficina técnica hasta la terminación dela guerra.

La familia Desnoyers iba á cumplir su deseo.

Al recobrar sus sentidos, después de la noticia fatal, el padre habíaconcentrado toda su voluntad en una petición:

—Necesito verle... ¡Oh, mi hijo!... ¡Mi hijo!

Inútilmente el senador le demostró la imposibilidad de este viaje. Seestaban batiendo todavía en la zona donde había caído Julio. Másadelante tal vez fuese posible la visita. «Quiero verle», insistió elviejo. Necesitaba contemplar la tumba del hijo antes de morir él á suvez. Y Lacour tuvo que esforzarse durante cuatro meses, formulandosúplicas y forzando resistencias para conseguir que don Marcelo pudieserealizar este viaje.

Un automóvil militar se llevó, al fin, una mañana á todos los de lafamilia Desnoyers. El senador no pudo ir con ellos.

Circulaban rumoresde una próxima modificación ministerial, y él debía mostrarse en la AltaCámara, por si la República reclamaba sus servicios un tantomenospreciados.

Pasaron la noche en una ciudad de provincia, donde estaba la comandanciade un cuerpo de ejército. René tomó informes de los oficiales que habíanpresenciado el gran combate. Con el mapa á la vista fué siguiendo susexplicaciones, hasta conocer la sección de terreno en que se habíamovido el regimiento de Julio.

A la mañana siguiente reanudaron el viaje. Un soldado que había tomadoparte en la batalla les servía de guía, sentado en el pescante, al ladodel chauffeur. René consultaba de vez en cuando el mapa extendidosobre sus rodillas y hacía preguntas al