Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Desnoyers admiró la decisión con que el grande hombre se lanzaba fueradel subterráneo, lo mismo que si marchase contra el enemigo.

A los pocos pasos se desgarró la atmósfera en ondas tumultuosas. Los dosvacilaron sobre los pies, mientras zumbaban sus oídos y creían sentir enla nuca la impresión de un golpe. Se les ocurrió al mismo tiempo que yahabían empezado á tirar los alemanes. Pero eran los suyos los quetiraban. Una vedija de humo surgió del bosque, á una docena de metros,disolviéndose instantáneamente. Acababa de disparar una de las piezas deenorme calibre, oculta en el ramaje junto á ellos. Los capitanes dieronuna explicación sin detener el paso.

Tenían que seguir por delante delos cañones, sufriendo la violenta sonoridad de sus estampidos, para noaventurarse en el espacio descubierto donde estaba el torreón del vigía.También ellos esperaban de un momento á otro la contestación deenfrente.

El que iba junto á don Marcelo le felicitó por la impavidez con quesoportaba los cañonazos.

—Mi amigo conoce eso—dijo el senador con orgullo—.

Estuvo en labatalla del Marne.

Los dos militares apreciaron con alguna extrañeza la edad de Desnoyers.¿En qué lugar había estado? ¿A qué cuerpo pertenecía?...

—Estuve de víctima—dijo el aludido, modestamente.

Un oficial venía corriendo hacia ellos del lado del torreón, por elespacio desnudo de árboles. Repetidas veces agitó su kepis para que leviesen mejor. Lacour tembló por él. Podían distinguirle los enemigos; seofrecía como blanco al cortar imprudentemente el espacio descubierto,con el deseo de llegar antes. Y aún tembló más al verle de cerca... EraRené.

Sus manos oprimieron con cierta extrañeza unas manos fuertes, nervudas.Vió el rostro de su hijo con los rasgos más acentuados, obscurecido porla pátina que de la existencia campestre. Un aire de resolución, deconfianza en las propias fuerzas, parecía desprenderse de su persona.Seis meses de vida intensa le habían transformado. Era el mismo, perocon el pecho más amplio, las muñecas más fuertes. Las facciones suaves ydulces de la madre se habían perdido bajo esta máscara varonil.

Lacourreconoció con orgullo que ahora se parecía á él.

Después de los abrazos de saludo, René atendió á don Marcelo con másasiduidad que á su padre. Creía percibir en su persona algo del perfumede Chichí. Preguntó por ella: quería saber detalles de su vida, á pesarde la frecuencia con que llegaban sus cartas.

El senador, mientras tanto, conmovido por su reciente emoción, habíatomado cierto aire oratorio al dirigirse á su hijo.

Improvisó unfragmento de discurso en honor de este soldado de la República quellevaba el glorioso nombre de Lacour, juzgando oportuno el momento parahacer conocer á aquellos militares profesionales los antecedentes de sufamilia.

—Cumple tu deber, hijo mío. Los Lacour tienen tradiciones guerreras.Acuérdate de nuestro abuelo, el comisario de la Convención, que secubrió de gloria en la defensa de Maguncia.

Mientras hablaba se habían puesto todos en marcha, doblando una puntadel bosque para colocarse detrás de los cañones.

Aquí, el estrépito era menos violento. Las grandes piezas, después decada disparo, dejaban escapar por la recámara una nubecilla de humosemejante á la de una pipa. Los sargentos dictaban cifras, comunicadasen voz baja por otro artillero que tenía en una oreja el auricular delteléfono. Los sirvientes obedecían silenciosos en torno del cañón.Tocaban una ruedecita, y el monstruo elevaba su morro gris, lo movía áun lado ó á otro, con la expresión inteligente y la agilidad de unatrompa de elefante. Al pie de la pieza más próxima se erguía, con eltirador en las manos, un artillero de cara impasible. Debía estar sordo.Su embrutecimiento facial delataba cierta autoridad. Para él, la vida noera mas que una serie de tirones y de truenos.

Conocía su importancia.Era el servidor de la tormenta, el guardián del rayo.

—¡Fuego!—gritó el sargento.

Y el trueno estalló á su voz. Todo pareció temblar; pero acostumbradoslos dos viajeros á oir los estampidos de las piezas por la parte de laboca, les pareció de segundo orden el estrépito presente.

Lacour iba á continuar su relato sobre el glorioso abuelo de laConvención, cuando algo extraordinario cortó su facundia.

—Tiran—dijo simplemente el artillero que ocupaba el teléfono.

Los dos oficiales repitieron al senador esta noticia, transmitida porlos vigías de la torre. ¿No había dicho él que los enemigos iban

ácontestar?...

Obedeciendo

al

santo

instinto

de

conservación y empujadoal mismo tiempo por su hijo, se vió en un «abrigo» de la batería. Noquiso agazaparse en el interior de la estrecha cueva. Permaneció junto ála entrada, con una curiosidad que se sobreponía á la inquietud.

Sintió venir al invisible proyectil á pesar del estrépito de los cañonesinmediatos. Percibía, con rara sensibilidad su paso á través de laatmósfera por encima de los otros ruidos más potentes y cercanos. Era ungemido que ensanchaba su intensidad; un triángulo sonoro, con el vérticeen el horizonte, que se abría al avanzar, llenando todo el espacio.Luego ya no fué un gemido, fué un bronco estrépito; formado por diversoschoques y roces, semejantes al descenso de un tranvía eléctrico por unacalle en cuesta, á la carrera de un tren que pasa ante una estación sindetenerse.

Le vió aparecer en forma de nube, agrandóse como si fuese á desplomarsesobre la batería. Sin saber cómo, se encontró en el fondo del «abrigo»,y sus manos tropezaron con el frío contacto de un montón de cilindros deacero alineados como botellas.

Eran proyectiles.

«Si la «marmita» alemana—pensó—estallase sobre esta madriguera... ¡quéespantosa voladura!...»

Pero se tranquilizaba al considerar la solidez de la bóveda: vigas ysacos de tierra se sucedían en un espesor de varios metros. Quedó depronto en absoluta obscuridad. Otro se había refugiado en el «abrigo»,obstruyendo con su cuerpo la entrada de la luz: tal vez su amigoDesnoyers.

Pasó un año que en su reloj sólo representaba un segundo; luego pasó unsiglo de igual duración... y al fin estalló el esperado trueno,temblando el «abrigo», pero con blandura, con sorda elasticidad, como sifuese de caucho. La explosión, á pesar de esto, resultaba horrible.Otras explosiones menores, enroscadas, juguetonas y silbantes surgierondetrás de la primera.

Con la imaginación dió forma Lacour á estecataclismo. Vió una serpiente alada vomitando chispas y humo, unaespecie de monstruo wagneriano que al aplastarse contra el suelo abríasus entrañas, esparciendo miles de culebrillas ígneas que lo cubríantodo con sus mortales retorcimientos... El proyectil debía haberestallado muy cerca, tal vez en la misma plazoleta ocupada por labatería.

Salió del «abrigo», esperando encontrar un espectáculo horroroso decadáveres despedazados, y vió á su hijo que sonreía encendiendo uncigarro y hablando con Desnoyers... ¡Nada! Los artilleros terminabantranquilamente de cargar una pieza gruesa.

Habían levantado los ojos unmomento al pasar el proyectil enemigo, continuando luego su trabajo.

—Ha debido caer á unos trescientos metros—dijo René tranquilamente.

El senador, espíritu impresionable, sintió de pronto una confianzaheroica. No valía la pena ocuparse tanto de la propia seguridad cuandolos otros hombres, iguales á él—aunque fuesen vestidos de distintomodo—, no parecían reconocer el peligro.

Y al pasar nuevos proyectiles, que iban á perderse en los bosques conestallidos de cráter, permaneció al lado de su hijo, sin otro signo deemoción que un leve estremecimiento en las piernas. Le parecía ahora queúnicamente los proyectiles franceses, por ser «suyos», daban en elblanco y mataban. Los otros tenían la obligación de pasar por alto,perdiéndose lejos entre un estrépito inútil. Con tales ilusiones sefabrica el valor...

«¿Y esto es todo?», parecían decir sus ojos.

Recordaba con cierta vergüenza su refugio en el «abrigo»; se reconocíacapaz de vivir allí, lo mismo que René.

Sin embargo, los obuses alemanes eran cada vez más frecuentes. Ya no seperdían en el bosque; sus estallidos sonaban más cercanos. Los dosoficiales cruzaron sus miradas. Tenían el encargo de velar por laseguridad del ilustre visitante.

—Esto se calienta—dijo uno de ellos.

René, como si adivinase lo que pensaban, se dispuso á partir.

«¡Adiós,papá!» Estaba haciendo falta en su batería. El senador intentóresistirse, quiso prolongar la entrevista, pero chocó con algo duro éinflexible que repelía toda su influencia. Un senador valía poco entreaquella gente acostumbrada á la disciplina.

—¡Salud, hijo mío!... Mucha suerte... Acuérdate de quién eres.

Y el padre lloró al oprimirle entre sus brazos. Lamentaba en silencio labrevedad de la entrevista; pensó en los peligros que aguardaban á suúnico hijo al separarse de él.

Cuando René hubo desaparecido, los capitanes iniciaron la marcha delgrupo. Se hacía tarde; debían llegar antes de anochecer á un determinadoacantonamiento. Iban cuesta abajo, al abrigo de una arista de lamontaña, viendo pasar muy altos los proyectiles enemigos.

En una hondonada encontraron varios grupos de cañones de 75. Estabanesparcidos en la arboleda, disimulados por montones de ramaje, comoperros agazapados que ladraban asomando sus hocicos grises. Los grandescañones rugían con intervalos de grave pausa. Estas jaurías de acerogritaban incesantemente, sin abrir el más leve paréntesis en su cóleraruidosa, igual al rasgón de una tela que se parte sin fin. Las piezaseran muchas, los disparos vertiginosos, y las detonaciones se confundíanen una sola, como las series de puntos se unen formando una líneacompacta.

Los jefes, embriagados por el estrépito, daban sus órdenes á gritos,agitaban los brazos paseando por detrás de las piezas. Los cañones sedeslizaban sobre las cureñas inmóviles, avanzando y retrocediendo comopistolas automáticas. Cada disparo arrojaba la cápsula vacía,introduciendo al punto un nuevo proyectil en la recámara humeante.

Se arremolinaba el aire á espaldas de las baterías con oleaje furioso.Lacour y su compañero recibían á cada tiro un golpe en el pecho, elviolento contacto de una mano invisible que los empujaba hacia atrás.Tenían que acompasar su respiración al ritmo de los disparos. Duranteuna centésima de segundo, entre la onda aérea barrida y la nueva ondaque avanzaba, sus pechos experimentaban la angustia del vacío. Desnoyersadmiró el ladrido de estos perros grises. Conocía bien sus mordeduras,que alcanzaban á muchos kilómetros. Aún se mantenían frescas en su pobrecastillo.

A Lacour le pareció que las filas de cañones cantaban algo monótono yferoz, como debieron ser los himnos guerreros de la humanidad de lostiempos prehistóricos. Esta música de notas secas, ensordecedoras,delirantes, iba despertando en los dos algo que duerme en el fondo detodas las almas: el salvajismo de los remotos abuelos. El aire secaldeaba con olores acres, punzantes, bestialmente embriagadores. Losperfumes del explosivo llegaban hasta el cerebro por la boca, por lasorejas, por los ojos.

Experimentaron el mismo enardecimiento de los directores de las piezas,que gritaban y braceaban en medio del trueno. Las cápsulas vacías ibanformando una capa espesa detrás de los cañones. ¡Fuego!... ¡siemprefuego!

—Hay que rociar bien—gritaban los jefes—. Hay que dar un buen riegoal bosque donde están los boches.

Y las bocas del 75 regaban sin interrupción, inundando de proyectiles laremota arboleda.

Enardecidos por esta actividad mortal, embriagados por la celeridaddestructora, sometidos al vértigo de las horas rojas, Lacour y Desnoyersse vieron de pronto agitando sus sombreros, moviéndose de un lado á otrocomo si fuesen á bailar la danza sagrada de la muerte, gritando con laboca seca por el acre vapor de la pólvora: «¡Viva... viva!»

El automóvil rodó toda la tarde, deteniéndose algunas veces en loscaminos congestionados por el largo desfile de los convoyes.

Pasaron átravés de campos sin cultivar, con esqueletos de viviendas. Corrieron álo largo de pueblos incendiados que no eran mas que una sucesión defachadas negras con huecos abiertos sobre el vacío.

—Ahora le toca á usted—dijo el senador á Desnoyers—.

Vamos á ver á suhijo.

Se cruzaron á la caída de la tarde con numerosos grupos de infantería,soldados de luengas barbas y uniformes azules descoloridos por laintemperie. Volvían de los atrincheramientos, llevando sobre la jorobade sus mochilas palas, picos y otros útiles para remover la tierra, quehabían adquirido una importancia de armas de combate. Iban cubiertos debarro de cabeza á pies. Todos parecían viejos en plena juventud.

Sualegría al volver al acantonamiento después de una semana de trincherapoblaba el silencio de la llanura con canciones acompañadas por el sordochoque de sus zapatos claveteados. En el atardecer de color de violeta,el coro varonil iba esparciendo las estrofas aladas de la Marsellesa ólas afirmaciones heroicas del Canto de partida.

—Son los soldados de la Revolución—decía entusiasmado el senador—;Francia ha vuelto á 1792.

Pasaron la noche en un pueblo medio arruinado, donde se habíaestablecido la comandancia de una división. Los dos capitanes sedespidieron. Otros se encargarían de guiarles en la mañana siguiente.

Se habían alojado en el «Hotel de la Sirena», edificio viejo, con lafachada roída por los obuses. El dueño les mostró con orgullo unaventana rota que había tomado la forma de un cráter.

Esta ventana hacíaperder su importancia á la antigua muestra del establecimiento: unamujer de hierro con cola de pescado. Como Desnoyers ocupaba lahabitación inmediata á la que había recibido el proyectil, el hoteleroquiso enseñársela antes de que se acostase.

Todo roto: paredes, suelo, techo. Los muebles hechos astillas en losrincones; harapos de floreado papel colgando de las paredes. Por unagujero enorme se veían las estrellas y entraba el frío de la noche. Eldueño hizo constar que este destrozo no era obra de los alemanes. Lohabía causado un proyectil del 75 al ser repelidos los invasores fueradel pueblo. Y sonreía con patriótico orgullo ante la destrucción,repitiendo:

—Es obra de los nuestros. ¿Qué le parece cómo trabaja el 75?... ¿Quédice usted de esto?...

A pesar de la fatiga del viaje, don Marcelo durmió mal, agitado por elpensamiento de que su hijo estaba á corta distancia.

Una hora después del amanecer salieron del pueblo en automóvil, guiadospor otro oficial. A los dos lados del camino vieron campamentos ycampamentos. Dejaron atrás los parques de municiones; pasaron la terceralínea de tropas; luego la segunda. Miles y miles de hombres se habíaninstalado en pleno campo, improvisando sus viviendas. Este hormigueovaronil recordaba, con su variedad de uniformes y razas, las grandesinvasiones de la Historia. No era un pueblo en marcha: el éxodo de unpueblo lleva tras de él mujeres y niños. Aquí sólo se veían hombres,hombres por todas partes.

Todos los géneros de habitación discurridos por la humanidad, á partirde la caverna, eran utilizados en estas aglomeraciones militares. Lascuevas y canteras servían de cuarteles. Unas chozas recordaban el ranchoamericano; otras, cónicas y prolongadas, imitaban al gurbi de África.Muchos de los soldados procedían de las colonias; algunos habían vividocomo negociantes en países del nuevo mundo, y al tener que improvisaruna casa más estable que la tienda de lona, apelaban á sus recuerdos,imitando la arquitectura de las tribus con las que estuvieron encontacto. Además, en esta masa de combatientes había tiradoresmarroquíes, negros y asiáticos, que parecían crecerse lejos de lasciudades, adquiriendo á campo raso una superioridad que los convertía enmaestros de los civilizados.

Junto á los arroyos aleteaban ropas blancas puestas á secar.

Filas dehombres despechugados hacían frente al fresco de la mañana, inclinándosesobre la lámina acuática para lavarse con ruidosas ablaciones seguidasde enérgicos restriegos... En un puente escribía un soldado, empleandocomo mesa el parapeto...

Los cocineros se movían en torno de las ollashumeantes. Un tufillo grasiento de sopa matinal iba esparciéndose entrelos perfumes resinosos de los árboles y el olor de la tierra mojada.

Largos barracones de madera y cinc servían á la caballería y laartillería para guardar el ganado y el material. Los soldados limpiabany herraban al aire libre los caballos, lucios y gordos.

La guerra detrincheras mantenía á éstos en plácida obesidad.

—¡Si hubiesen estado así en la batalla del Marne!...—dijo Desnoyers ásu amigo.

Ahora, la caballada vivía en interminable descanso. Sus jinetescombatían á pie, haciendo fuego en las trincheras. Las bestias sehinchaban en una tranquilidad conventual, y había que sacarlas de paseopara que no enfermasen ante el pesebre repleto.

Se destacaron sobre la llanura, como libélulas grises, varios aeroplanosdispuestos á volar. Muchos hombres se agrupaban en torno de ellos. Loscampesinos convertidos en soldados consideraban con admiración alcamarada encargado del manejo de estas máquinas. Veían en su persona elmismo poder de los brujos venerados y temidos en los cuentos de laaldea.

Don Marcelo se fijó en la transformación general del uniforme de losfranceses. Todos iban vestidos de azul grisáceo de cabeza á pies. Lospantalones de grana, los kepis rojos que había visto en las jornadas delMarne, ya no existían. Los hombres que transitaban por los caminos eranmilitares. Todos los vehículos, hasta las carretas de bueyes, ibanguiados por un soldado.

Se detuvo de pronto el automóvil junto á unas casas arruinadas yennegrecidas por el incendio.

—Ya hemos llegado—dijo el oficial—. Ahora habrá que caminar un poco.

El senador y su amigo empezaron á marchar por la carretera.

—Por ahí no—volvió á decir el guía—. Ese camino es nocivo para lasalud. Hay que librarse de las corrientes de aire.

Explicó

que

los

alemanes

tenían

sus

cañones

y

atrincheramientos al finalde esta carretera, que descendía por una depresión del terreno yremontaba en el horizonte su cinta blanca entre dos filas de árboles ycasas quemadas. La mañana lívida, con su esfumamiento brumoso, les poníaá cubierto del fuego enemigo. En un día de sol, la llegada del automóvilhabría sido saludada con un obús. «Esta guerra es así—

terminódiciendo—; se aproxima uno á la muerte sin verla.»

Se acordaron los dos de las recomendaciones del general que los habíatenido el día antes á su mesa. «Mucho cuidado: la guerra de trincherases traidora.» Vieron ante ellos el inmenso campo sin una persona, perocon su aspecto ordinario. Era el campo en domingo, cuando lostrabajadores están en sus casas y el suelo parece reconcentrarse ensilenciosa meditación. Se veían objetos informes abandonados en lallanura, como los instrumentos

agrícolas

en

día

de

asueto.

Tal

vez

eranautomóviles rotos, armones de artillería destrozados por la explosión desu carga.

—Por aquí—dijo el oficial, al que se habían agregado cuatro soldadospara llevar á hombros varios sacos y paquetes traídos por Desnoyers enel techo del automóvil.

Avanzaron en fila á lo largo de un muro de ladrillos ennegrecidos,siguiendo un camino descendente. A los pocos pasos la superficie delsuelo estaba á la altura de sus rodillas; más allá les alcanzaba altalle; luego á los hombros; y así se hundieron en la tierra, viendoúnicamente sobre sus cabezas una estrecha faja de cielo.

Estaban en pleno campo. Habían dejado á sus espaldas el grupo de ruinasque ocultaba la entrada del camino. Marchaban de un modo absurdo, comosi aborreciesen la línea recta, en zigzag, en curvas, en ángulos. Otrossenderos no menos complicados partían de esta zanja, que era la avenidacentral de una

inmensa

urbe

subterránea.

Caminaban...

caminaban.Transcurrió un cuarto de hora, media hora, una hora entera. Lacour y suamigo pensaban con nostalgia en las carreteras flanqueadas de árboles,en la marcha al aire libre, viendo el cielo y los campos. No dabanveinte pasos seguidos en la misma dirección. El oficial, que marchabadelante, desaparecía á cada momento en una revuelta. Los que iban detrásjadeaban y hablaban invisibles, teniendo que apresurar el paso para noperderse. De vez en cuando hacían alto para reconcentrarse y contarse,por miedo á que alguien se hubiese extraviado en una galeríatransversal. El suelo era resbaladizo. En algunos lugares había un barrocasi líquido, blanco y corrosivo, semejante al que chorrea de losandamios de una casa en construcción.

El eco de sus pasos, el roce de sus hombros, desprendían terrones yguijarros de los dos taludes. De tarde en tarde subía el zanjón y loscaminantes subían con él. Bastaba un pequeño esfuerzo para ver porencima de los montones de tierra. Pero lo que veían eran camposincultos, alambrados con postes en cruz, el mismo aspecto de llanura quedescansa, falta de habitantes.

Sabía por experiencia el oficial lo quecostaba muchas veces esta curiosidad, y no les permitía prolongarla:«Adelante, adelante.»

Llevaban hora y media caminando. Los dos viajeros empezaron á sentir lafatiga y la desorientación de esta marcha en zigzag. No sabían ya siavanzaban ó retrocedían. Las rudas pendientes, las continuas revueltas,produjeron en ellos un principio de vértigo.

—¿Falta mucho para llegar?—preguntó el senador.

—Allí—dijo el oficial, señalando por encima de los montones de tierra.

Allí, era un campanario en ruinas y varias casas quemadas que se veían álo lejos: los restos de un pueblo tomado y perdido varias veces por unosy otros.

El mismo trayecto lo habrían hecho sobre la corteza terrestre en mediahora marchando en línea recta. A los ángulos del camino subterráneo,preparados para impedir un avance del enemigo, había que añadir losobstáculos de la fortificación de campaña: túneles cortados por verjas;jaulones de alambre que estaban suspendidos, pero al caer obstruían elzanjón, pudiendo los defensores hacer fuego á través de su enrejado.

Empezaron á encontrar soldados con fardos y cubos de agua.

Se perdían enla tortuosidad de los senderos transversales.

Algunos, sentados en unmontón de maderos, sonreían leyendo un pequeño periódico redactado enlas trincheras.

Se notaban en el camino los mismos indicios que denuncian sobre lasuperficie de la tierra la proximidad de una población.

Se apartaban lossoldados para abrir paso á la comitiva; asomaban caras barbudas ycuriosas en los callejones. Sonaba á lo lejos un estrépito de ruidossecos, como si al final de la vía tortuosa existiese un polígono de tiroó se ejercitase un grupo de cazadores en derribar palomas.

La mañana continuaba nebulosa y glacial. A pesar del ambiente húmedo,un moscardón de zumbido pegajoso cruzó varias veces sobre los dosvisitantes.

—Balas—dijo lacónicamente el oficial.

Desnoyers había hundido un poco su cabeza entre los hombros. Conocíaperfectamente este ruido de insecto. El senador marchó más aprisa: ya nosentía cansancio.

Se vieron ante un teniente coronel, que los recibió como un ingenieroque enseña sus talleres, como un oficial de marina que muestra lasbaterías y torres de su acorazado. Era el jefe del batallón que ocupabaeste sector de las trincheras. Don Marcelo le miró con interés al pensarque su hijo estaba bajo sus órdenes.

—Esto es lo mismo que un buque—dijo luego de saludarles.

Los dos amigos reconocieron que las fortificaciones subterráneas teníancierta semejanza con las entrañas de un navío. Pasaron de trinchera entrinchera. Eran las de última línea, las más antiguas: galerías obscurasen las que sólo entraban hilillos de luz á través de las aspilleras ylas ventanas amplias y bajas de las ametralladoras. La larga línea dedefensa formaba un túnel, cortado por breves espacios descubiertos. Seiba saltando de la luz á la obscuridad y de la obscuridad á la luz conuna rudeza visual que fatigaba los ojos. En los espacios abiertos elsuelo era más alto. Había banquetas de tablas empotradas en los taludespara que los observadores pudiesen sacar la cabeza ó examinar el paisajevaliéndose del periscopio. Los espacios cerrados servían á la vez debaterías y dormitorios.

Estos acuartelamientos habían sido al principio trincheras descubiertas,iguales á las de la primera línea. Al repeler al enemigo y ganarterreno, los combatientes, que llevaban en ellas todo un invierno,habían buscado instalarse con la mayor comodidad. Sobre las zanjas alaire libre habían atravesado vigas de las casas arruinadas; sobre lasvigas, tablones, puertas, ventanas, y encima del maderaje varías filasde sacos de tierra.

Estos sacos estaban cubiertos por una capa de humusde la que brotaban hierbas, dando al lomo de la trinchera una placidezverde y pastoril. Las bóvedas de ocasión resistían la caída de losobuses, que se enterraban en ellas sin causar grandes daños. Cuando unestallido las quebrantaba demasiado, los trogloditas salían de noche,como hormigas desveladas, recomponiendo ágilmente el «tejado» de suvivienda.

Todo aparecía limpio, con la pulcritud ruda y algo torpe que puedenconseguir los hombres cuando viven lejos de las mujeres y entregados ásus propios recursos. Estas galerías tenían algo de claustro demonasterio, de cuadra de presidio, de entrepuente de acorazado. Su pisoera medio metro más bajo que el de los espacios descubiertos que unían áunas trincheras con otras. Para que los oficiales pudiesen avanzar sinbajadas y subidas, unos tablones formando andamio estaban tendidos depuerta á puerta.

Al ver los soldados al jefe se formaban en fila. Sus cabezas quedaban alnivel del talle de los que iban pasando por los tablones. Desnoyers mirócon avidez á todos estos hombres.

¿Dónde estaría Julio?...

Se fijó en la fisonomía especial de los diversos reductos.

Todosparecían iguales en su construcción, pero los ocupantes los habíanmodificado con sus adornos. La cara exterior era siempre la misma,cortada por aspilleras en las que había fusiles apuntados hacia elenemigo y por ventanas de ametralladoras.

Los vigías, de pie junto áestas aberturas, espiaban el campo solitario, como los marinos de cuartoexploran el mar desde el puente. En las caras interiores estaban losarmeros y los dormitorios: tres filas de literas hechas con tablas,iguales á los lechos de los hombres de mar. El deseo de ornato artísticoque sienten las almas simples había embellecido los subterráneos.

Cadasoldado tenía un museo formado con láminas de periódicos y postales decolores. Retrato