Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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nación,

convirtiéndose

en

soldados,

produjeron en él una extrañezainmensa. A impulsos de esta sacudida moral, empezó á creer en algo. Lagran masa de su país era buena: el pueblo valía como en otros tiempos.Cuarenta y cuatro años de alarma y angustia habían hecho florecer lasantiguas virtudes. Pero ¿y los jefes? ¿Dónde estaban los jefes paramarchar á la victoria?...

Su pregunta la repetían muchos. El anonimato del régimen democrático yde la paz mantenía al país en una ignorancia completa acerca de susfuturos caudillos. Todos veían cómo se formaban hora por hora losejércitos; muy pocos conocían á los generales. Un nombre empezó á sonarde boca en boca: «Joffre...

Joffre.» Sus primeros retratos hicieronagolparse á la muchedumbre

curiosa.

Desnoyers

lo

contempló

atentamente:«Tiene aspecto de buena persona.» Sus instintos de hombre de orden sesintieron halagados por el aire grave y sereno del general de laRepública. Experimentó de pronto una gran confianza, semejante á la quele inspiraban los gerentes de Banco de buena presencia. A este señor sele podían confiar los intereses, sin miedo á que hiciese locuras.

La avalancha de entusiasmo y emociones acabó por arrastrar á Desnoyers.Como todos los que le rodeaban, vivió minutos que eran horas y horasque parecían años. Los sucesos se atropellaban; el mundo parecíaresarcirse en una semana del largo quietismo de la paz.

El viejo vivió en la calle, atraído por el espectáculo que ofrecía lamuchedumbre civil saludando á la otra muchedumbre uniformada que partíapara la guerra.

Por la noche presenció en los bulevares el paso de las manifestaciones.La bandera tricolor aleteaba sus colores bajo los faros eléctricos. Loscafés, desbordantes de público, lanzaban por las bocas inflamadas de suspuertas y ventanas el rugido musical de las canciones patrióticas. Depronto se abría el gentío en el centro de la calle entre aplausos yvivas. Toda Europa pasaba por allí; toda Europa—menos los dos Imperiosenemigos—saludaba espontáneamente con sus aclamaciones á la Francia enpeligro.

Iban desfilando las banderas de los diversos pueblos con todaslas tintas del iris, y detrás de ellas los rusos, de ojos claros ymísticos; los ingleses, con la cabeza descubierta, entonando cánticos dereligiosa gravedad; los griegos y rumanos, de perfil aquilino; losescandinavos, blancos y rojos; los americanos del Norte, con laruidosidad de un entusiasmo algo pueril; los hebreos sin patria, amigosdel país de las revoluciones igualitarias; los italianos, arrogantescomo un coro de tenores heroicos; los españoles y sudamericanos,incansables en sus vítores. Eran estudiantes y obreros queperfeccionaban sus conocimientos en escuelas y talleres, refugiados quese habían acogido á la hospitalaria playa de París como náufragos deguerras y revoluciones. Sus gritos no tenían significación oficial.Todos estos hombres se movían con espontáneo impulso, deseosos demanifestar su amor á la República. Y Desnoyers, conmovido por elespectáculo, pensaba que Francia era todavía algo en el mundo, que aúnejercía una fuerza moral sobre los pueblos, y sus alegrías ó susdesgracias interesaban á la humanidad.

«En Berlín y en Viena—se dijo—también gritarán de entusiasmo en estemomento... Pero los del país nada más. De seguro que ningún extranjerose une ostensiblemente á sus manifestaciones.»

El pueblo de la Revolución legisladora de los Derechos del Hombrerecolectaba la gratitud de las muchedumbres. Empezó á sentir ciertoremordimiento ante el entusiasmo de los extranjeros que ofrecían susangre á Francia. Muchos se lamentaban de que el gobierno retardaseveinte días la admisión de voluntarios, hasta que hubiesen terminado lasoperaciones de la movilización.

¡Y él, que había nacido francés, dudabahoras antes de su país!...

De día, la corriente popular le llevaba á la estación del Este.

Una masahumana se aglomeraba contra la verja, desbordándose en tentáculos porlas calles inmediatas. La estación, que iba adquiriendo la importanciade un lugar histórico, parecía un túnel estrecho por el que intentabadeslizarse todo un río, con grandes choques y rebullimientos contra susparedes. Una parte de la Francia en armas se lanzaba por esta salida deParís hacia los campos de batalla de la frontera.

Desnoyers sólo había estado dos veces allí, á la ida y al regreso de suviaje á Alemania. Otros emprendían ahora el mismo camino. Lasmuchedumbres populares iban acudiendo de los extremos de la ciudad paraver cómo desaparecían en el interior de la estación masas humanas decontornos geométricos, uniformemente vestidas, con relámpagos de acero ycadencioso acompañamiento de choques metálicos. Los medios puntos decristales, que brillaban al sol como bocas ígneas, tragaban y tragabangente. Por la noche continuaba el desfile á la luz de los focoseléctricos. A través de las verjas pasaban miles y miles de corceles;hombres con el pecho forrado de hierro y cabelleras pendientes delcasco, lo mismo que los paladines de remotos siglos; cajas enormes queservían de jaula á los cóndores de la aeronáutica; rosarios de cañonesestrechos y largos, pintados de gris, protegidos por mamparas de acero,más semejantes á instrumentos astronómicos que á bocas de muerte; masasy masas de kepis rojos moviéndose con el ritmo de la marcha, y filas defusiles, unos negros y escuetos, formando lúgubres cañaverales, otrosrematados por bayonetas que parecían espigas luminosas. Y sobre estoscampos inquietos de mieses de acero, las banderas de los regimientos seestremecían en el aire como pájaros de colores: el cuerpo blanco, unala azul, la otra roja, una corbata de oro en el cuello y en lo alto elpico de bronce, el hierro de la lanza que apuntaba á las nubes.

De estas despedidas volvía don Marcelo á su casa vibrante y con losnervios fatigados, como el que acaba de presenciar un espectáculo deruda emoción. A pesar de su carácter tenaz, que se resistía siempre áreconocer el propio error, el viejo empezó á sentir vergüenza por susdudas anteriores. La nación vivía, Francia era un gran pueblo; lasapariencias le habían engañado como á otros muchos. Tal vez los más desus compatriotas fuesen de carácter ligero y olvidadizo, entregados conexceso á los sensualismos de la vida; pero cuando llegaba la hora delpeligro, cumplían su deber simplemente, sin necesitar la dura imposiciónque sufren los pueblos sometidos á férreas organizaciones.

En la mañana del cuarto día de movilización, al salir de su casa, en vezde encaminarse al centro de la ciudad marchó con rumbo opuesto, hacia la rue de la Pompe. Algunas palabras imprudentes de Chichí y las miradasinquietas de su esposa y su cuñada le hicieron sospechar que Julio habíaregresado de su viaje. Sintió necesidad de ver de lejos las ventanas delestudio, como si esto pudiese proporcionarle noticias. Y para justificarante su propia conciencia una exploración que contrastaba con suspropósitos de olvido, se acordó de que su carpintero habitaba en dichacalle.

—Vamos á ver á Roberto. Hace una semana que me prometió venir.

Este Roberto era un mocetón que se había «emancipado de la tiraníapatronal», según sus propias palabras, trabajando solo en su casa. Unapieza casi subterránea le servía de habitación y de taller. Lacompañera, á la que llamaba «mi asociada», corría con el cuidado de supersona y del hogar, mientras un niño iba creciendo agarrado á susfaldas. Desnoyers consentía á Roberto sus declamaciones contra losburgueses, porque se prestaba á todos sus caprichos de incesantearreglador de muebles. En la lujosa vivienda de la avenida Víctor Hugo,el carpintero cantaba la Internacional mientras movía la sierra ó elmartillo. Esto y sus grandes atrevimientos de lenguaje lo perdonaba elseñor, teniendo en cuenta la baratura de su trabajo.

Al llegar al pequeño taller le vió con la gorra sobre una oreja, anchospantalones de pana á la mameluca, borceguíes claveteados y variasbanderitas y escarapelas tricolores en las solapas de la chaqueta.

—Llega tarde, patrón—dijo alegremente—. Va á cerrarse la fábrica. Eldueño ha sido movilizado y dentro de unas horas se incorporará á suregimiento.

Y señalaba un papel manuscrito fijo en la puerta de su tugurio, ásemejanza de los carteles impresos que figuraban en todos losestablecimientos de París para indicar que patronos y dependienteshabían obedecido la orden de movilización.

Nunca se le había ocurrido á Desnoyers que su carpintero pudieraconvertirse en soldado. Era rebelde á toda imposición de autoridad.Odiaba á los flics, los policías de París, con los que había cambiadopuñetazos y palos en todas las revueltas. El militarismo era supreocupación. En los mítines contra la tiranía del cuartel habíafigurado como uno de los manifestantes más ruidosos. ¿Y esterevolucionario iba á la guerra con la mejor voluntad, sin esfuerzoalguno?...

Roberto habló con entusiasmo del regimiento, de la vida entre camaradas,teniendo la muerte á cuatro pasos.

—Creo en mis ideas lo mismo que antes, patrón—continuó, como siadivinase lo que pensaba el otro—; pero la guerra es la guerra, yenseña muchas cosas; entre ellas, que la libertad debe ir acompañada deorden y de mando. Es preciso que alguien dirija y que los demás sigan,por voluntad, por consentimiento... pero que sigan. Cuando llega laguerra se ven las cosas de distinto modo que cuando uno está en su casahaciendo lo que quiere.

La noche que asesinaron á Jaurés rugió de cólera, anunciando que lamañana siguiente sería de venganza. Había buscado á los compañeros de susección para enterarse de lo que proyectaban contra los burgueses. Perola guerra iba á estallar. Algo había en el aire que se oponía á la luchacivil, que dejaba en momentáneo olvido los agravios particulares,concentrando todas las almas en una aspiración común.

—Hace una semana—continuó—era antimilitarista. ¡Qué lejos me pareceeso! Como si hubiese transcurrido un año... Sigo pensando como antes:amo la paz, odio la guerra; y como yo, todos los camaradas. Pero losfranceses no hemos provocado á nadie y nos amenazan, quierenesclavizarnos... Seamos fieras, ya que nos obligan á serlo; y paradefendernos bien, que nadie salga de la fila, que todos obedezcan. Ladisciplina no está reñida con la revolución. Acuérdese de los ejércitosde la primera República: todos ciudadanos, lo mismo los generales quelos soldados; pero Hoche, Kleber y los otros eran rudos compadres quesabían mandar é imponer la obediencia.

El carpintero tenía sus letras. Además de los periódicos y folletos de«la idea» había leído en cuadernos sueltos á Michelet y otros artistasde la historia.

—Vamos á hacer la guerra á la guerra—añadió—. Nos batiremos para queesta guerra sea la última.

Su afirmación no le pareció bastante clara, y siguió diciendo:

—Nos batiremos por el porvenir; moriremos para que nuestros nietos noconozcan estas calamidades. Si triunfasen los enemigos triunfaría lacontinuación de la guerra y la conquista como único medio deengrandecerse. Primero se apoderarían de Europa, luego del resto delmundo. Los despojados se sublevarían más adelante: ¡nuevas guerras!...Nosotros no queremos conquistas.

Deseamos recuperar Alsacia y Lorenaporque fueron nuestras y sus habitantes quieren volver con nosotros... Ynada más. No imitaremos á los enemigos apropiándonos territorios yponiendo en peligro la tranquilidad del mundo. Tuvimos bastante conNapoleón: no hay que repetir la aventura. Vamos á batirnos por nuestraseguridad y al mismo tiempo por la seguridad del mundo, por la vida delos pueblos débiles. Si fuese una guerra de agresión, de vanidad, deconquista, nos acordaríamos de nuestro antimilitarismo. Pero es dedefensa, y los gobernantes no tienen culpa de ello. Nos vemos atacados ytodos debemos marchar unidos.

El carpintero, que era anticlerical, mostraba una tolerancia generosa,una amplitud de ideas que abarcaba á todos los hombres. El día anteriorhabía encontrado en la alcaldía de su distrito á un reservista que iba ápartir con él incorporándose al mismo regimiento. Una ojeada le habíabastado para reconocer que era un cura.

—Yo soy carpintero—le había dicho presentándose—. ¿Y

usted,compañero... trabaja en las iglesias?

Empleaba este eufemismo para que el sacerdote no pudiese sospechar en élintenciones ofensivas. Los dos se habían estrechado la mano.

—Yo no estoy por la calotte—continuó, dirigiéndose á Desnoyers—.Hace tiempo que me puse mal con Dios. Pero en todas partes hay buenaspersonas, y las buenas personas deben entenderse en estos momentos. ¿Nolo cree así, patrón?

La guerra halagaba sus aficiones igualitarias. Antes de ella, al hablarde la futura revolución sentía un maligno placer imaginándose que todoslos ricos, privados de su fortuna, tendrían que trabajar para subsistir.Ahora le entusiasmaba que todos los franceses participasen de la mismasuerte, sin distinción de clases.

—Todos mochila á la espalda y comiendo rancho. Y hacía extensiva lamilitar sobriedad á los que se quedaban á espaldas del ejército. Laguerra traería grandes escaseces: todos iban á conocer el pan ordinario.

—Y usted, patrón, que es viejo para ir á la guerra, tendrá que comercomo yo, con todos sus millones... Reconozca que esto es hermoso.

Desnoyers no se ofendía por la maliciosa satisfacción que inspiraban alcarpintero sus futuras privaciones. Estaba pensativo. Un hombre comoaquel, adversario de todo lo existente y que no tenía nada material quedefender, marchaba á la guerra, á la muerte, por un ideal generoso ylejano, por evitar que la humanidad del porvenir conociese los horroresactuales.

Al hacer esto no vacilaba en sacrificar su antigua fe, todaslas creencias acariciadas hasta la víspera... ¡Y él, que era uno de losprivilegiados de la suerte, que poseía tantas cosas tentadorasnecesitadas de defensa, entregado á la duda y la crítica!...

Horas después volvió á encontrar al carpintero cerca del Arco deTriunfo. Formaba grupo con varios trabajadores de igual aspecto que él,y este grupo iba unido á otros y otros que eran como una representaciónde todas las clases sociales: burgueses bien vestidos, señoritos finos yanémicos, licenciados de raído chaqué, faz pálida y gruesos lentes,curas jóvenes que sonreían con cierta malicia, como si se comprometiesenen una calaverada. Al frente del rebaño humano iba un sargento y áretaguardia varios soldados con el fusil al hombro. ¡Adelante losreservistas!...

Y un bramido musical, una melopea grave, amenazante y monótona surgía deesta masa de bocas redondas, brazos en péndulo y piernas que se abrían ycerraban lo mismo que compases.

Roberto entonaba con energía el guerrero estribillo. Le temblaban losojos y los caídos bigotes de galo. A pesar de su traje de pana y subolsa de lienzo repleta, tenía el mismo aspecto grandioso y heroico delas figuras de Rude en el Arco de Triunfo. La «asociada» y el niñotrotaban por la acera inmediata para acompañarle hasta la estación.Apartaba los ojos de ellos para hablar con un compañero de fila,afeitado y de aspecto grave: indudablemente el cura que había conocidoel día antes.

Tal vez se tuteaban ya, con la fraternidad que inspira álos hombres el contacto de la muerte.

Siguió el millonario con una mirada de respeto á su carpintero,desmesuradamente agrandado al formar parte de esta avalancha humana. Yen su respeto había algo de envidia: la envidia que surge de unaconciencia insegura.

Cuando don Marcelo pasaba malas noches, sufriendo pesadillas, un motivode terror, siempre el mismo, atormentaba su imaginación. Rara vez soñabaen peligros mortales para él ó los suyos. La visión espantosa consistíasiempre en el hecho de que le presentaban al cobro documentos de créditosuscritos con su firma, y él, Marcelo Desnoyers, el hombre fiel á suscompromisos, con todo un pasado de probidad inmaculada, no podíapagarlos. La posibilidad de esto le hacía temblar, y después de haberdespertado sentía aún su pecho oprimido por el terror. Para suimaginación, ésta era la mayor deshonra que puede sufrir un hombre.

Al trastornarse su existencia con las agitaciones de la guerra,reaparecían las mismas angustias. Completamente despierto, en pleno usode razón, sufría un suplicio igual al que experimentaba en sueños viendosu nombre sin honra al pie de un documento incobrable.

Todo el pasado surgía ante sus ojos con extraordinaria claridad, como sihasta entonces se hubiese mantenido borroso, en una confusión depenumbra. La tierra amenazada de Francia era la suya. Quince siglos dehistoria habían trabajado para él, para que encontrase al abrir los ojosprogresos y comodidades que no conocieron sus ascendientes. Muchasgeneraciones de Desnoyers

habían

preparado

su

advenimiento

á

la

vidabatallando con la tierra, defendiéndola de enemigos, dándole al naceruna familia y un hogar libres... Y cuando le tocaba su turno paracontinuar este esfuerzo, cuando le llegaba la vez en el rosario degeneraciones, ¡huía lo mismo que un deudor que elude el pago!... Habíacontraído al venir al mundo compromisos con la tierra de sus padres, conel grupo humano al que debía la existencia. Esta obligación era precisopagarla con sus brazos, con el sacrificio que rechaza al peligro... Y élhabía eludido el reconocimiento de su firma, fugándose y traicionando ásus ascendientes. ¡Ah, desgraciado! Nada importaba el éxito material desu existencia, la riqueza adquirida en un país remoto.

Hay faltas que nose borran con millones. La intranquilidad de su conciencia era laprueba. También lo eran la envidia y el respeto que le inspiraba aquelpobre menestral marchando al encuentro de la muerte con otros seresigualmente humildes, enardecidos todos por la satisfacción del debercumplido, del sacrificio aceptado.

El recuerdo de Madariaga surgía en su memoria.

«Donde nos hacemos ricos y formamos una familia, allí está nuestrapatria.»

No, no era cierta la afirmación del centauro. En tiempos normales, talvez. Lejos del país de origen y cuando no corre éste ningún peligro, sele puede olvidar por algunos años. Pero él vivía ahora en Francia, yFrancia tenía que defenderse de enemigos que deseaban suprimirla. Elespectáculo de todos sus habitantes levantándose en masa representabapara Desnoyers una tortura vergonzosa. Contemplaba á todas horas lo queél debía haber hecho en su juventud y no quiso hacer.

Los veteranos del 70 iban por las calles exhibiendo en la solapa sucinta verde y negra, recuerdo de las privaciones del sitio de París y delas campañas heroicas é infaustas. La vista de estos hombres satisfechosde su pasado le hacía palidecer. Nadie se acordaba del suyo; pero loconocía él, y era bastante. En vano su razón intentaba apaciguar estatempestad interior... Aquellos tiempos habían sido otros: no existía launanimidad de la hora presente; el Imperio era impopular: todo estabaperdido... Pero el recuerdo de una frase célebre se fijaba en su memoriacomo una obsesión: «¡Quedaba Francia!» Muchos pensaban lo mismo que élen su juventud, y sin embargo no habían huído para eludir el servicio delas armas; se habían quedado, intentando la última y desesperadaresistencia.

Inútiles sus razonamientos buscando excusas. Los grandes sentimientosprescinden del raciocinio por inútil. Para hacer comprender los idealespolíticos y religiosos son indispensables explicaciones ydemostraciones: el sentimiento de la patria no necesita nada de esto. Lapatria... es la patria. Y el obrero de las ciudades, incrédulo y burlón,el labriego egoísta, el pastor solitario, todos se mueven al conjuro deesta palabra, comprendiéndola instantáneamente, sin previas enseñanzas.

«Es preciso pagar—repetía mentalmente don Marcelo—. Debo pagar mideuda.»

Y experimentaba, como en los ensueños, la angustia del hombre

probo

ydesesperado

que

desea

cumplir

sus

compromisos.

¡Pagar!... ¿Y cómo? Ya era tarde. Por un momento se le ocurrió laheroica resolución de ofrecerse como voluntario, de marchar con la bolsaal costado en uno de aquellos grupos de futuros combatientes, lo mismoque su carpintero. Pero la inutilidad del sacrificio surgía en supensamiento. ¿De qué podía servir?... Parecía robusto, se manteníafuerte para su edad, pero estaba más allá de los sesenta años, y sólolos jóvenes pueden ser buenos soldados. Batirse lo hace cualquiera. Eltenía ánimos sobrados para tomar un fusil. Pero el combate no es mas queun accidente de la lucha. Lo pesado, lo anonadador, son las operacionesy sacrificios que preceden al combate, las marchas interminables, losrigores de la temperatura, las noches á cielo raso, remover la tierra,abrir trincheras, cargar carros, sufrir hambre... No; era demasiadotarde. Ni siquiera tenía un nombre ilustre para que su sacrificiopudiese servir de ejemplo.

Instintivamente miraba atrás. No estaba solo en el mundo: tenía un hijoque podía responder por la deuda del padre... Pero esta esperanza sóloduraba un momento. Su hijo no era francés: pertenecía á otro pueblo; lamitad de su sangre era de diversa procedencia.

Además,

¿cómo

podíasentir

las

mismas

preocupaciones que él? ¿Llegaría á entenderlas si supadre se las exponía?... Era inútil esperar nada de este danzaríngracioso buscado por las mujeres; de este bravo de frívolo coraje, queexponía su vida en duelos para satisfacer un honor pueril.

¡La modestia del rudo señor Desnoyers después de estas reflexiones!...Su familia sintió asombro al ver el encogimiento y la dulzura con que semovía dentro de la casa. Los dos criados de gesto imponente habían ido áincorporarse á sus regimientos, y la mayor sorpresa que les reservó ladeclaración de guerra fué la bondad repentina del amo, la abundancia deregalos á su despedida, el cuidado paternal con que vigilaba suspreparativos de viaje. El temible don Marcelo los abrazó con los ojoshúmedos. Los dos tuvieron que esforzarse para que no les acompañase á laestación.

Fuera de su casa se deslizaba con humildad, como si pidiese perdónmudamente á las gentes que le rodeaban. Todos le parecían superiores áél. Los tiempos eran de crisis económica: los ricos conocíanmomentáneamente la pobreza y la inquietud; los Bancos habían suspendidosus operaciones y sólo pagaban una exigua parte de sus depósitos. Elmillonario se vió privado por unas semanas de su riqueza. Además,sentía inquietud al apreciar el porvenir incierto. ¿Cuánto tiempo iba átranscurrir antes de que le enviasen dinero de América? ¿No llegaría ásuprimir la guerra las fortunas lo mismo que las vidas?... Y

sinembargo, nunca Desnoyers apreció menos el dinero ni dispuso de él conmayor generosidad.

Numerosos movilizados de aspecto popular que marchaban sueltos hacia lasestaciones encontraron á un señor que los detenía con timidez, sellevaba una mano á un bolsillo y dejaba en

su

diestra

el

billete

deveinte

francos,

huyendo

inmediatamente ante sus ojos asombrados. Lasobreras llorosas que volvían de decir adiós á sus hombres vieron almismo señor sonreir á los niños que marchaban junto á ellas, acariciarsus mejillas y alejarse, abandonando en sus manos la pieza de cincofrancos.

Don Marcelo, que nunca había fumado, frecuentó los despachos de tabaco.Salía de ellos con las manos y los bolsillos repletos, para abrumar conuna prodigalidad de paquetes al primer soldado que encontraba. A vecesel favorecido sonreía cortésmente, dando las gracias con palabrasreveladoras de un origen superior, y pasaba el regalo á otros compañerosque vestían un capote tan grosero y mal cortado como el suyo.

Elservicio obligatorio le hacía incurrir con frecuencia en estos errores.

Las manos rudas, al oprimir la suya con un apretón agradecido, ledejaban satisfecho por unos minutos. ¡Ay, no poder hacer más!... Elgobierno, al movilizar los vehículos, le había tomado tres de susautomóviles monumentales. Desnoyers se entristeció porque no se llevabansu cuarto mastodonte. ¡Para lo que servía! Los pastores del rebañomonstruoso, el chauffeur y sus ayudantes, habían partido también paraincorporarse al ejército. Todos se marchaban. Finalmente, sólo quedaríanél y su hijo: dos inutilidades.

Rugió al enterarse de la entrada de los enemigos en Bélgica,considerando este suceso la traición más inaudita de la Historia. Seavergonzaba al recordar que en los primeros momentos había hechoresponsables de la guerra á los patriotas exaltados de su país... ¡Quéperfidia, metódicamente preparada con largos años de anticipación! Losrelatos de saqueos, incendios y matanzas le hacían palidecer, rechinandolos dientes.

A él, á Marcelo Desnoyers, le podía ocurrir lo mismo que álos infelices belgas si los bárbaros invadían su país. Tenía una casa enla ciudad, un castillo en el campo, una familia. Por una asociación deideas, las mujeres víctimas de la soldadesca le hacían pensar en suChichí y en la buena doña Luisa. Los edificios en llamas evocaban elrecuerdo de todos los muebles raros y costosos amontonados en sus dosviviendas y que eran como los blasones de su elevación social. Losancianos fusilados, las madres de entrañas abiertas, los niños con lasmanos cortadas, todos los sadismos de una guerra de terror, despertabanla violencia de su carácter.

—¡Y esto puede ocurrir impunemente en nuestra época!...

Para convencerse de que el castigo estaba próximo, de que la venganzamarchaba al encuentro de los culpables, sentía la necesidad deconfundirse diariamente con el gentío aglomerado en tomo de la estacióndel Este.

El grueso de las tropas operaba en las fronteras, pero no por estodisminuía la animación en este lugar. Ya no se embarcaban batallonesenteros, pero día y noche los hombres de combate iban entrando en laestación, sueltos ó por grupos. Eran reservistas sin uniformes quemarchaban á incorporarse á sus regimientos, oficiales que habían estadoocupados hasta entonces en los trabajos de la movilización, pelotones enarmas destinados á llenar los grandes huecos abiertos por la muerte.

La muchedumbre, oprimida contra las verjas, saludaba á los que partían,acompañándolos con los ojos mientras atravesaban el gran patio. Erananunciadas á gritos las últimas ediciones de los periódicos. La masaobscura se moteaba de blanco, leyendo con avidez las hojas impresas. Unabuena noticia: «¡Viva Francia!...» Un despacho confuso que hacíapresentir un descalabro: «No importa. Hay que sostenerse de todos modos.Los rusos avanzarán á sus espaldas.» Y mientras se desarrollaban losdiálogos inspirados por estas nuevas, y muchas jóvenes convertidas envendedoras iban entre los grupos ofreciendo banderitas y escarapelastricolores, continuaban pasando por el patio solitario, para desaparecerdetrás de las puertas de cristales, hombres y más hombres que iban á laguerra.

Un subteniente de la reserva, con un saco al hombro, llegó acompañado desu padre hasta la fila de policías que cerraba el paso á la muchedumbre.Desnoyers encontró al oficial cierta semejanza con su hijo. El viejoostentaba en la solapa la cinta verde y negra de 1870: la condecoraciónevocadora del remordimiento. Era alto, e