Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Hay que estudiar mucho para conseguir el diploma de enfermera. ¿Te hasfijado en el traje?... Es de lo más distinguido: el blanco va bien lomismo á las rubias que á las morenas. Luego la toca, que permite losrizos sobre las orejas, el peinado de moda; y la capa azul sobre eluniforme, que ofrece un bonito contraste... Una mujer elegante puederealzar todo esto con joyas discretas y un calzado chic. Es una mezclade monja y de gran dama que no sienta mal.

Iba á estudiar con verdadera furia para ser útil á sus semejantes... yvestir pronto el admirado uniforme.

¡Pobre Desnoyers!... La necesidad de verla y la falta de ocupación enunas tardes interminables que hasta entonces habían tenido más gratoempleo le arrastraron á rondar por las cercanías de un palacioeternamente desocupado, donde acababa de instalar el gobierno la escuelade enfermeras. Al estar de plantón en una esquina, aguardando elrevoloteo de una falda y el trotecito en la acera de unos piesfemeniles, se imaginaba haber remontado el curso del tiempo y que aúntenía diez y ocho años, lo mismo que cuando esperaba en los alrededoresde un taller de modisto célebre. Los grupos de mujeres que en horasdeterminadas salían de aquel palacio hacían aún más verosímil estasemejanza. Iban vestidas con rebuscada modestia: el aspecto de muchas deellas resultaba más humilde que el de las obreras de la moda. Pero erangrandes damas. Algunas subían en automóviles cuyos chauffeurs llevabanuniforme de soldado por ser vehículos ministeriales.

Estas largas esperas le proporcionaron inesperados encuentros con lasalumnas elegantes que entraban y salían.

—¡Desnoyers!—exclamaban unas voces femeniles detrás de él—. ¿No esDesnoyers?...

Y se veía obligado á cortar la duda saludando á unas señoras que locontemplaban como si fuese un aparecido. Eran amistades de una épocaremota, de seis meses antes; damas que le habían admirado y perseguido,confiándose á su sabiduría de maestro para atravesar los siete círculosde la ciencia del tango. Le examinaban como si entre el último encuentroy el minuto actual hubiese ocurrido un gran cataclismo transformador detodas las leyes de la existencia, como si fuese el único y milagrososuperviviente

de

una

humanidad

totalmente

desaparecida.

Todas acababan por hacer las mismas preguntas:

—¿No va usted á la guerra?... ¿Cómo es que no lleva uniforme?

Intentaba explicarse, pero á las primeras palabras le interrumpían:

—Es verdad... Usted es extranjero.

Lo decían con cierta envídia. Pensaban sin duda en los individuos amadosque arrostraban á aquellas horas las privaciones y riesgos de laguerra... Pero su condición de extranjero creaba instantáneamentecierto alejamiento espiritual, una extrañeza que Julio no había conocidoen los buenos tiempos, cuando las gentes se buscaban sin reparos deorigen, sin experimentar la retracción del peligro que aisla y concentraá los grupos humanos.

Se despedían las damas con una sospecha maliciosa. ¿Qué hacía allíesperando? ¿Alguna nueva aventura que le deparaba su buena suerte?... Yla sonrisa de todas ellas tenía algo de grave: una sonrisa de personasmayores que conocen el verdadero significado de la vida y sientenconmiseración ante los ilusos que aún se entretienen con frivolidades.

A Julio le hacía daño esto, como si fuese una manifestación de lástima.Se lo imaginaban ejerciendo la única función de que era capaz; él nopodía servir para otra cosa. En cambio, aquellas casquivanas, que aúnguardaban algo de su antiguo exterior, parecían animadas por el gransentimiento de la maternidad: una maternidad abstracta que abarcaba átodos los hombres de su nación, un deseo de sacrificarse, de conocer decerca las privaciones de los humildes, de sufrir con el contacto detodas las miserias de la carne enferma.

Este mismo ardor lo sentía Margarita al salir de sus lecciones.

Avanzabade asombro en asombro, saludando como grandes maravillas científicas losprimeros rudimentos de la cirugía. Se admiraba á sí misma por la avidezcon que iba apoderándose de estos misterios, nunca sospechados hastaentonces. En ciertos momentos creía con graciosa inmodestia habertorcido la verdadera finalidad de su existencia.

—¡Quién sabe si nací para ser una gran doctora!—decía.

Su temor era que le faltase serenidad en el instante de llevar á lapráctica sus nuevos conocimientos. Verse ante las hediondeces de lacarne abierta, contemplar el chorreo de la sangre, resultaba horrorosopara ella, que había experimentado siempre una repugnancia invencibleante las bajas necesidades de la vida ordinaria. Pero sus vacilacioneseran cortas: una energía varonil la animaba de pronto. Los tiempos erande sacrificio. ¿No se arrancaban los hombres de todas las comodidadesde una existencia sensual para seguir la ruda carrera del soldado?...Ella sería un soldado con faldas, mirando de frente el dolor, batallandocon él, hundiendo sus manos en la putrefacción de la materiadescompuesta, penetrando como una sonrisa de luz en los lugares dondegemían los soldados esperando la llegada de la muerte.

Repetía con orgullo á Desnoyers todos los progresos que realizaba en laescuela, los vendajes complicados que conseguía ajustar, unas vecessobre los miembros de un maniquí, otras sobre la carne de un empleadoque se prestaba á fingir las actitudes de un falso herido. Ella, tandelicada, incapaz en su casa del menor esfuerzo físico, aprendía losprocedimientos más hábiles para levantar del suelo un cuerpo humanocargándolo en sus espaldas. ¡Quién sabe si alguna vez prestaría susservicios en los campos de batalla! Se mostraba dispuesta á los mayoresatrevimientos, con la audacia ignorante de las mujeres cuando las empujauna ráfaga de heroísmo. Toda su admiración era para las nurses delejército inglés, damas enjutas, de nervioso vigor, que aparecíanretratadas en los periódicos con pantalones, botas de montar y cascoblanco.

Julio la oía con asombro. ¿Pero aquella mujer era realmenteMargarita?... La guerra había borrado su graciosa frivolidad. Ya nomarchaba como un pájaro. Sus pies se asentaban en el suelo con firmezavaronil, tranquila y segura de la nueva fuerza que se desarrollaba en suinterior. Cuando una caricia de él le recordaba su condición de mujer,decía siempre lo mismo:

—¡Qué suerte que seas extranjero!... ¡Qué dicha verte libre de laguerra!

En su ansia de sacrificio, quería ir á los campos de batalla, ycelebraba al mismo tiempo como una felicidad ver á su amante libre delos deberes militares. Este ilogismo no era acogido por Julio congratitud; antes bien, le irritaba como una ofensa inconsciente.

«Cualquiera diría que me protege—pensaba—. Ella es el hombre, y sealegra de que la débil compañera, que soy yo, se halle á cubierto delpeligro... ¡Qué situación tan grotesca!...»

Por fortuna, algunas tardes, al presentarse Margarita en el estudio,volvía á ser la misma de los tiempos pasados, haciéndole olvidarinstantáneamente sus preocupaciones. Llegaba con la alegría del asuetoque siente el colegial ó el empleado en los días libres. Al pesarobligaciones sobre ella, había conocido el valor del tiempo.

—Hoy no hay clase—gritaba al entrar.

Y arrojando su sombrero en un diván, iniciaba un paso de danza, huyendocon infantiles encogimientos de los brazos de su amante.

A los pocos minutos recobraba su serenidad, el gesto grave que erafrecuente en ella desde el principio de las hostilidades.

Hablaba de sumadre, siempre triste, esforzándose por ocultar su pena y animada por laesperanza de una carta del hijo; hablaba de la guerra, comentando lasúltimas acciones con arreglo al retórico

optimismo

de

los

partesoficiales.

Describía

minuciosamente la primera bandera tomada alenemigo, como si fuese un traje de elegancia inédita. Ella la habíavisto en una ventana del Ministerio de la Guerra. Se enternecía alrepetir los relatos de unos fugitivos belgas llegados á su hospital.Eran los únicos enfermos que había podido asistir hasta entonces. Parísno recibía aún heridos de guerra; por orden del gobierno los enviabandesde el frente á los hospitales del Sur.

Ya no oponía la resistencia de los primeros días á los deseos de Julio.Su aprendizaje de enfermera le daba cierta pasividad.

Parecía despreciarlas atracciones de la materia, despojándolas de la importanciaespiritual que les había atribuído hasta poco antes.

Se entregaba sinresistencia, sin deseo, con una sonrisa de tolerancia, satisfecha depoder dar un poco de felicidad, de la que ella no participaba. Suatención se había concentrado en otras preocupaciones.

Una tarde, estando en el dormitorio del estudio, sintió la necesidad decomunicar ciertas noticias que desde el día anterior llenaban supensamiento. Saltó de la cama, buscando entre sus ropas en desorden elbolso de mano, que contenía una carta.

Quería leerla una vez más,comunicar á alguien su contenido con el impulso irresistible quearrastra á la confesión.

Era una carta que su hermano le había enviado desde los Vosgos. Hablabaen ella de Laurier más que de su propia persona. Pertenecían á distintabatería, pero figuraban en la misma división y habían tomado parte eniguales combates. El oficial admiraba á su antiguo cuñado. ¡Quién habríapodido adivinar un héroe futuro en aquel ingeniero tranquilo ysilencioso!... Y sin embargo, era un verdadero héroe. Lo proclamaba elhermano de Margarita, y con él todos los oficiales que le habían vistocumplir su deber tranquilamente, arrostrando la muerte con la mismafrialdad que si estuviese en su fábrica, cerca de París.

Solicitaba el puesto arriesgado de observador, deslizándose lo más cercaposible de los enemigos para vigilar la exactitud del tiro de laartillería, rectificándolo con sus indicaciones telefónicas. Un obúsalemán había demolido la casa en cuyo techo estaba oculto. Laurier, alsalir indemne de entre los escombros, reajustó su teléfono y fuétranquilamente á continuar el mismo trabajo en el ramaje de una arboledacercana. Su batería, descubierta en un combate desfavorable por losaeroplanos enemigos, había recibido el fuego concentrado de laartillería de enfrente. En pocos minutos rodó por el suelo todo elpersonal: muerto el capitán y varios soldados, heridos los oficiales ycasi todos los sirvientes de las piezas. Sólo quedó como jefe Laurier el Impasible—así lo apodaban sus camaradas—, y auxiliado por lospocos artilleros que se mantenían de pie, siguió disparando, bajo unalluvia de hierro y fuego, para cubrir la retirada de un batallón.

«Lo han citado dos veces en la orden del día—continuaba leyendoMargarita—. Creo que no tardará en conseguir la cruz.

Es todo unvaliente. ¡Quién lo hubiese creído hace unas semanas!...»

Ella no participaba de este asombro. Al vivir con Laurier habíaentrevisto muchas veces la firmeza de su carácter, el arrojo disimuladopor su exterior apacible. Por algo la avisaba el instinto, haciéndoletemer la cólera del marido en los primeros tiempos de su infidelidad.Recordaba el gesto de aquel hombre al sorprenderla una noche á la salidade la casa de Julio. Era de los apasionados que matan. Y sin embargo,no había intentado la menor violencia contra ella... El recuerdo de esterespeto despertaba en Margarita un sentimiento de gratitud. Tal vez lahabía amado como ningún otro hombre.

Sus ojos, con un deseo irresistible de comparación, se fijaban enDesnoyers, admirando su gentileza juvenil. La imagen de Laurier, pesaday vulgar, acudía á su memoria como un consuelo. Era cierto que eloficial entrevisto por ella en la estación al despedir á su hermano nose parecía á su antiguo marido. Pero Margarita quiso olvidar al tenientepálido y de aire triste que había pasado ante sus ojos, para acordarseúnicamente del industrial preocupado de las ganancias é incapaz decomprender lo que ella llamaba «las delicadezas de una mujer chic».Decididamente, Julio era más seductor. No se arrepentía de su pasado: noquería arrepentirse.

Y su egoísmo amoroso le hizo repetir una vez más las mismasexclamaciones:

—¡Qué suerte que seas extranjero!... ¡Qué alegría verte libre de lospeligros de la guerra!

Julio sintió la irritación de siempre al oir esto. Le faltó poco paracerrar con una mano la boca de su amante. ¿Quería burlarse de él?... Eraun insulto colocarlo aparte de los otros hombres.

Mientras tanto, ella, con el ilogismo de su aturdimiento, insistía enhablar de Laurier, comentando sus hazañas.

—No le quiero, no le he querido nunca. No pongas la cara triste. ¿Cómopuede compararse el pobre contigo?... Pero hay que reconocer que ofrececierto interés en su nueva existencia.

Yo me alegro de sus hazañas comosi fuesen de un amigo viejo, de una visita de mi familia á la que nohubiese visto en mucho tiempo... El pobre merecía mejor suerte: haberencontrado una mujer que no fuese yo, una compañera al nivel de susaspiraciones... Te digo que me da lástima.

Y esta lástima era tan intensa, que humedecía sus ojos, despertando enel amante la tortura de los celos.

De estas entrevistas salía Desnoyers malhumorado y sombrío.

—Sospecho que estamos en una situación falsa—dijo una mañana áArgensola—; la vida va á sernos cada vez más penosa.

Es difícilpermanecer tranquilo, siguiendo la misma existencia de antes, en mediode un pueblo que se bate.

El compañero creía lo mismo. También consideraba insufrible suexistencia de extranjero joven en este París agitado por la guerra.

—Debe uno ir enseñando los papeles á cada instante para que la policíase convenza de que no ha encontrado á un desertor. En un vagón del Metrotuve que explicar la otra tarde que era español á unas muchachas que seextrañaban de que no estuviese en el frente... Una de ellas, luego deconocer mi nacionalidad, me preguntó con sencillez por qué no me ofrecíacomo voluntario...

Ahora han inventado una palabra: «emboscado». Estoyharto de las miradas irónicas con que acogen mi juventud en todaspartes; me da rabia que me tomen por un francés «emboscado».

Una ráfaga de heroísmo sacudía al impresionable bohemio. Ya que todosiban á la guerra, él quería hacer lo mismo. No sentía miedo á la muerte:lo único que le aterraba era la servidumbre militar, el uniforme, laobediencia mecánica á toque de trompeta, la supeditación ciega á losjefes. Batirse no ofrecía para él dificultades, pero libremente ómandando á otros, pues su carácter se encabritaba ante todo lo quesignificase disciplina.

Los grupos extranjeros de París intentabanorganizar cada uno su legión de voluntarios, y él proyectaba igualmentela suya: un batallón

de

españoles

é

hispanoamericanos,

reservándose,naturalmente,

la

presidencia

del

comité

organizador y luego lacomandancia del cuerpo.

Había lanzado anuncios en los periódicos: lugar de inscripción, elestudio de la rue de la Pompe. En diez días se habían presentado dosvoluntarios: un oficinista, resfriado en pleno verano, que exigía seroficial porque llevaba chaqué, y un tabernero español que á las primeraspalabras quiso despojar de su comandancia á Argensola con el fútilpretexto de haber sido soldado en su juventud, mientras el otro sólo eraun pintor.

Veinte batallones españoles se iniciaban al mismo tiempo conigual éxito en distintos lugares de París. Cada entusiasta quería serjefe de los demás, con la soberbia individualista y la repugnancia á ladisciplina propias de la raza. Al fin, los futuros caudillos, faltos desoldados, buscaban inscribirse como simples voluntarios... pero en unregimiento francés.

—Yo espero á ver qué hacen los Garibaldi—dijo Argensolamodestamente—. Tal vez me vaya con ellos.

Este nombre glorioso le hacía tolerable la servidumbre guerrera. Peroluego vacilaba: tendría de todos modos que obedecer á alguien en estecuerpo de voluntarios, y él era rebelde á una obediencia que no fueseprecedida de largas discusiones...

¿Qué hacer?

—Ha cambiado la vida en medio mes—- continuó—. Parece que hayamoscaído en otro planeta: nuestras habilidades antiguas carecen de sentido.Otros pasan á las primeras filas, los más humildes y obscuros, los queocupaban antes el último término.

El hombre refinado y de complicacionesespirituales se ha hundido, quién sabe por cuántos años... Ahora sube ála superficie como triunfador el hombre simple, de ideas limitadas, perofirmes, que sabe obedecer. Ya no estamos de moda.

Desnoyers asintió. Así era: ya no estaban de moda. El podía afirmarlo,que había conocido la notoriedad y pasaba ahora como un desconocidoentre las mismas gentes que le admiraban meses antes.

—Tu reino ha terminado—dijo Argensola riendo—. De nada te sirve serbuen mozo. Yo, con un uniforme y una cruz en el pecho, te vencería ahoraen una rivalidad amorosa. El oficial únicamente hace soñar en tiempos depaz á las señoritas de provincias. Pero estamos en guerra, y toda mujertiene despierto el entusiasmo ancestral que sintieron sus remotasabuelas por la bestia agresiva y fuerte... Las grandes damas que hacemeses complicaban sus deseos con sutilezas psicológicas, admiran ahoraal militar con la misma sencillez de la criada que busca al soldado delínea. Sienten ante el uniforme el entusiasmo humilde y servil de lashembras de animalidad inferior ante las crestas, melenas y plumajes desus machos peleadores. ¡Ojo, maestro!...

Hay que seguir el nuevo cursodel tiempo ó resignarse á perecer obscuramente: el tango ha muerto.

Y Desnoyers pensó que, efectivamente, eran dos seres que estaban almargen de la vida. Esta había dado un salto, cambiando de cauce. Noquedaba lugar en la nueva existencia para aquel pobre pintor de almas ypara él, héroe de una vida frívola, que había alcanzado de cinco á sietede la tarde los triunfos más envidiados por los hombres.

III

La retirada

La guerra había extendido uno de sus tentáculos hasta la avenida VíctorHugo. Era una guerra sorda, en la que el enemigo, blando, informe,gelatinoso, parecía escaparse de entre las manos para reanudar un pocomás allá sus hostilidades.

—Tengo á Alemania metida en casa—decía Marcelo Desnoyers.

Alemania era doña Elena, la esposa de von Hartrott. ¿Por qué no se lahabía llevado su hijo, aquel profesor de inaguantable insuficiencia, queél consideraba ahora como un espía?... ¿Por qué capricho sentimentalhabía querido permanecer al lado de su hermana, perdiendo la oportunidadde regresar á Berlín antes de que se cerrasen las fronteras?...

La presencia de esta mujer era para él un motivo de remordimientos yalarmas. Afortunadamente, los criados, el chauffeur, todos los de laservidumbre masculina, estaban en el ejército. Las dos chinas recibieron una orden con tono amenazante. Mucho cuidado al hablar conlas otras criadas francesas; ni la menor alusión á la nacionalidad delmarido de doña Elena y al domicilio de su familia. Doña Elena eraargentina... Pero á pesar del silencio de las doncellas, don Marcelotemía alguna denuncia del patriotismo exaltado, que se dedicaba conincansable fervor á la caza de espías, y que la hermana de su mujer seviese confinada en un campo de concentración como sospechosa de tratoscon el enemigo.

La señora von Hartrott correspondía mal á estas inquietudes.

En vez deguardar un discreto silencio, introducía la discordia en la casa con susopiniones.

Durante los primeros días de la guerra se mantuvo encerrada en sucuarto, reuniéndose con la familia solamente cuando la llamaban alcomedor. Con los labios fruncidos y la mirada perdida se sentaba á lamesa, fingiendo no escuchar los desbordamientos verbales del entusiasmode don Marcelo. Este describía las salidas de tropas, las escenasconmovedoras en calles y estaciones, comentando con un optimismo incapazde duda las primeras noticias de la guerra. Dos cosas consideraba porencima de toda discusión. La bayoneta era el secreto del francés, y losalemanes sentían un estremecimiento de pavor ante su brillo, escapandoirremediablemente. El cañón de 75 se había acreditado como una joyaúnica. Sólo sus disparos eran certeros.

La artillería enemiga leinspiraba lástima, pues si alguna vez daba en el blanco casualmente, susproyectiles no llegaban á estallar... Además, las tropas francesashabían entrado victoriosas en Alsacia: ya eran suyas varias poblaciones.

—Ahora no es como en el 70—decía, blandiendo el tenedor ó agitando laservilleta.—. Los vamos á llevar á patadas al otro lado del Rhin. ¡Apatadas!... ¡eso es!

Chichí asentía con entusiasmo, mientras doña Elena elevaba sus ojos comosi protestase silenciosamente ante alguien que estaba oculto en eltecho, poniéndolo por testigo de tantos errores y blasfemias.

Doña Luisa iba á buscarla después en el retiro de su habitación,creyéndola necesitada de consuelo por vivir lejos de los suyos. «Laromántica» no mantenía su digno silencio ante esta hermana que siemprehabía acatado su instrucción superior.

Y la pobre señora quedabaaturdida por el relato que le iba haciendo de las fuerzas enormes deAlemania, con toda su autoridad de esposa de un gran patriota germánicoy madre de un profesor casi célebre. Los millones de hombres surgían áraudales de su boca; luego desfilaban los cañones á millares, losmorteros monstruosos, enormes como torres. Y sobre estas inmensasfuerzas de destrucción aparecía un hombre que valía por sí solo unejército, que lo sabía todo y lo podía todo, hermoso, inteligente éinfalible como un dios: el emperador.

—Los franceses ignoran lo que tienen enfrente—- continuaba doñaElena—. Los van á aniquilar. Es asunto de un par de semanas. Antes quetermine Agosto, el emperador habrá entrado en París.

Impresionada la señora Desnoyers por estas profecías, no podíaocultarlas á su familia. Chichí se indignaba contra la credulidad de lamadre y el germanismo de su tía. Un enardecimiento belicoso se habíaapoderado del antiguo

«peoncito». ¡Ay, si las mujeres pudiesen ir á laguerra!... Se veía de jinete en un regimiento de dragones, cargando alenemigo con otras amazonas tan arrogantes y hermosotas como ella. Luego,la afición al patinaje predominaba sobre sus gustos de cabalgadora, yquería ser cazador alpino, «diablo azul» de los que se deslizan sobrelargos patines, con la carabina en la espalda y el alpenstock en ladiestra, por las nevadas pendientes de los Vosgos.

Pero el gobierno despreciaba á las mujeres, y ella no podía obtener otraparticipación en la guerra que la de admirar el uniforme de su novioRené Lacour, convertido en soldado. El hijo del senador ofrecía un lindoaspecto. Alto, rubio, de una delicadeza algo femenil que recordaba á ladifunta madre, René era un «soldadito de azúcar» en opinión de su novia.Chichí experimentaba cierto orgullo al salir á la calle al lado de esteguerrero, encontrando que al uniforme había aumentado las gracias de supersona. Pero una contrariedad fué nublando poco á poco su alegría. Elpríncipe senatorial no era mas que soldado raso. Su ilustre padre, pormiedo á que la guerra cortase para siempre la dinastía de los Lacour,preciosa para el Estado, lo había hecho agregar á los serviciosauxiliares del ejército. De este modo, Lacour (hijo) no saldría deParís. Pero en tal situación, era un soldado igual á los que amasanpanes ó remiendan capotes. Únicamente yendo al frente de la guerra, sucalidad de alumno de la Escuela Central podía, hacer de él unsubteniente agregado á la artillería de reserva.

—¡Qué felicidad que te quedes en París! ¡Cuánto me gusta que seassimple soldado!...

Y al mismo tiempo que Chichí decía esto, pensaba con envidia en susamigas cuyos novios y hermanos eran oficiales. Ellas podían salir á lacalle escoltadas por un kepis galoneado que atraía las miradas de lostranseuntes y los saludos de los inferiores.

Cada vez que doña Luisa, aterrada por los vaticinios de su hermana,pretendía comunicar su pavor á la hija, ésta se revolvía furiosa:

—¡Mentiras de la tía!... Como su marido es alemán, todo lo ve á gustode sus deseos. Papá sabe más; el padre de René está mejor enterado delas cosas. Les vamos á largar la gran paliza.

¡Qué gusto que golpeen ámi tío de Berlín y á todos mis primos, tan pretenciosos!...

—Cállate—gemía la madre—. No digas disparates. La guerra te ha vueltoloca como á tu padre.

La buena señora se escandalizaba al escuchar la explosión de sussalvajes deseos siempre que hacía memoria del emperador.

En tiempo depaz, Chichí había admirado algo á este personaje

«Es guapo—decía—perocon una sonrisa muy ordinaria.» Ahora todos sus odios los concentraba enél. ¡Las mujeres que lloraban por su culpa á aquellas horas! ¡Las madressin hijos, las mujeres sin esposo, los pobres niños abandonados ante laspoblaciones en llamas!... ¡Ah, mal hombre!... Surgía en su diestra elantiguo cuchillo de «peoncito», una daga con puño de plata y fundacincelada, regalo del abuelo, que había exhumado de entre los recuerdosde su infancia, olvidados en una maleta. El primer alemán que seacercase á ella estaba condenado á muerte. Doña Luisa se aterrabaviéndola blandir el arma ante el espejo de su tocador. Ya no quería sersoldado de caballería ni «diablo azul».

Se contentaba con que ladejasen en un espacio cerrado, frente al monstruo odioso. En cincominutos resolvería ella el conflicto mundial.

—¡Defiéndete, boche!—gritaba poniéndose en guardia, como lo habíavisto hacer en su niñez á los peones de la estancia.

Y con una cuchillada de abajo á arriba echaba al aire las majestáticasentrañas. Acto seguido resonaba en su cerebro una aclamación, el suspirogigantesco de millones de mujeres que se veían libres de la mássangrienta de las pesadillas gracias á ella, que era Judith, CarlotaCorday, un resumen de todas las hembras heroicas que mataron por hacerel bien. Su furia salvadora le hacía continuar puñal en mano laimaginaria matanza. ¡Segundo golpe!: el príncipe heredero rodando por unlado y su cabeza por otro. ¡Una lluvia de cuchilladas!: todos losgenerales invencibles de que hablaba su tía huyendo con las tripas enlas manos, y á la cola de ellos, como lacayo adulador que recibíaigualmente su parte, el tío de Berlín... ¡Ay, si se le presentaseocasión para realizar sus deseos!

—Estás loca—protestaba la madre—: loca de remate. ¿Cómo puede decireso una señorita?...

Doña Elena, al sorprender fragmentariamente estos delirios de susobrina, elevaba los ojos al cielo, absteniéndose en adelante decomunicarle sus opiniones, que reservaba enteras para la madre.

La indignación de don Marcelo tomaba otra forma cuando su esposa lerepetía las noticias de su hermana. ¡Todo mentira!... La guerra marchabaperfectamente. En la frontera del Este, los ejércitos franceses habíanavanzado por el interior de Alsacia y la Lorena anexionada.

—Pero ¿y Bélgica invadida?—preguntaba doña Luisa—. ¿Y

los pobresbelgas?

Desnoyers contestaba indignado:

—Eso de Bélgica es una traición... Y una traición nada vale entrepersonas decentes. <