No soy yo, Elsa; soy mi espectro. El verdadero duqueviene con sus barones.
ELSA.—No estarán lejos.
ENRIQUE.—No; pronto oirás los sonidos de sus trompetas, y entonces miespectro te dejará.
ELSA.—¿Por mucho tiempo?
(Cambian besos y hablan en voz baja. En lo alto de la escalinataaparecen el conde y Astolfo.)
ASTOLFO. (Quedamente.)—¿Veis, conde?
EL CONDE. (También quedamente.)—Sí, ya veo.
ASTOLFO.—¡Es el duque!
EL CONDE.—¿Crees?
ASTOLFO.—¿Quién puede ser, si no, ese hombre? Sí, es el duque.
EL CONDE.—Pero esa no es su capa.
ASTOLFO.—Y, sin embargo, le reconozco: es el duque.
EL CONDE.—Lo dudo. Es otro, sin duda. Sí, muchacho, es otro. ¡Pero esterrible! La condesa traiciona a su noble prometido, y mientras él vuelahacia aquí en alas del amor, ella se deja abrazar por un advenedizo.¡Ahí tienes lo que son las mujeres, Astolfo!
(Se echa a reír.)
ASTOLFO.—¿Bromeáis, conde?
EL CONDE.—Nada de eso. Lo que estás viendo no parece una broma.
ASTOLFO.—Pero os aseguro que es el duque.
EL CONDE.—¡Calla, tonto! ¿Crees al duque capaz de una cosa así? Segúntú, es capaz de colarse en el castillo, en medio de la noche, porcualquier agujero, como un ladrón, como una zorra en el gallinero pararobar gallinas. El duque, en efecto, nos ha sido impuesto por elemperador; pero nos tiene respeto y no se permitiría nunca...
Parece querequieres tu acero, amigo.
ASTOLFO.—Comienzo a tener dudas. Vos veis mejor que yo, conde.
EL CONDE.—Además, la noche es obscura, ¿verdad?
ASTOLFO.—Sí, muy obscura.
EL CONDE.—¿Ves? Y cuando está obscuro, es muy fácil equivocarse.
ASTOLFO.—Sí, es muy fácil. ¡Decididamente, no es el duque!
EL CONDE.—¡Pobre duque! ¡Ser engañado tan cruelmente en su misma nochede bodas! Pero vamos a defender su honor, que no puede defender por símismo.
ASTOLFO.—Sí, no es él. Ahora lo veo bien.
EL CONDE.—¡Silencio! Coge tres hombres... de los que tengan más hambre:el hambre doblará sus fuerzas... ¡Ah, villano, cómo besa a mi hija, a lanovia del pobre duque!... Sí, coge tres hombres y acechad a ese intruso.Cuando pase por delante de vuestro escondrijo, caed sobre él y tiradloal estanque. ¡Chis!... Le ataréis a las piernas plomo y piedras... ¡Cómobesa a mi hija ese ladrón de mi honor!
ASTOLFO.—Sí, ahora estoy convencido de que no es el duque.
EL CONDE.—¡Silencio!
(Se van.)
ELSA.—¿Por qué te has hecho esperar tanto?
ENRIQUE.—¡Oh, el día me ha parecido interminable! Desde por la mañana,desde que he visto salir el sol, he corrido hacia ti; pero la tierraparecía adherirse a mis pies.
¡Mil obstáculos, mil aventuras, mildesgracias! Ya es mi caballo, que cae muerto sin que se comprenda porqué; monto otro caballo, veloz como el viento, y sigo devorando elespacio. Ya es un río que me ataja el camino; me lanzo al agua y locruzo a nado.
Hombres y caballos se hunden; pero yo salgo sano y salvo.
ELSA. (Lanza un grito.)—¡Ah!
ENRIQUE.—¿Qué tienes?
ELSA.—Nada. Me había parecido oír algo. Decías que un río te habíaatajado el camino...
ENRIQUE.—Luego, unos hombres nos atacan. Una batalla sangrientasobreviene; pero logramos abrirnos paso.
ELSA.—¿Y después?
ENRIQUE.—Atravesamos una ciudad ardiendo. Creo que nunca voy a salir deella.
No tarda mi segundo caballo en caer. Mis barones gruñen. En todosestos contratiempos ven funestos presagios. Las cejas fruncidas, aunqueintrépidos, se muestran recelosos y no quieren avanzar más. Insisten enque nos detengamos; pero yo grito: «¡Adelante! ¡Mi amada prometida, mihermosa, me espera! ¡Adelante!» Y heme aquí contigo. Toco tus manos ytus hombros y respiro tu puro aliento. Se me figura un dulce sueño. Pero¿por qué no dices nada? Pareces inquieta; tu corazón late presuroso.
Di,querida mía, ¿qué tienes?
ELSA.—Nada. Pero el sol de hoy era tan triste...
ENRIQUE.—Ya se ha puesto.
ELSA.—Sí, se ha puesto; no está ya en el cielo, y tú estás aquí, juntoa mí. Pero no, no eres tú; es tu espectro de los labios ardientes y lamirada luminosa.
(Se oyen las trompetas.)
ELSA.—¡Es el duque que llega!
ENRIQUE.—Sí, es el duque.
ELSA.—Dios mío, ¿cómo le confesaré mi traición? He abrazado a otro.
ENRIQUE.—El duque llega, y yo debo alejarme. Tiene gracia; me inspiraalgo así como celos el feliz mortal cuya llegada anuncian esastrompetas.
ELSA.—Llega de una manera solemne, acompañado de barones armados.
ENRIQUE.—Y de guerreros. Lenta y gravemente se adelanta su magníficocaballo...
Pero no va nadie en la silla.
(Ríen. En lo alto de la escalinata aparecen cuatro sombras, ydesaparecen al punto en las tinieblas. Se oyen por segunda vez lastrompetas.) ENRIQUE.—¡Adiós, amor mío!
ELSA.—¡Un momentito más!
ENRIQUE.—Están ya a la puerta. Hemos convenido en que si yo no losrespondo a la tercera llamada, invadirán el patio del castillo. Tienenmiedo de que me suceda alguna desgracia.
ELSA.—Sí, mi padre está furioso.
ENRIQUE.—Le reservo una sorpresa: cediendo a mis ruegos, el emperadorse ha dignado devolver a tu padre todos sus antiguos dominios.
ELSA.—¡Qué bueno eres!
ENRIQUE.—¡Cuánto te amo! ¡Adiós, mi amor, mi dicha, mi sol de mañana!He venido a tu lado por breves instantes, como un espectro, y dentro deun momento vendré de nuevo, entonces a unirme contigo para toda la vida.
ELSA.—¡Un momento más!
(Se oyen por tercera vez las trompetas.)
ENRIQUE.—Me llaman. Parecen muy inquietos. Acudo. ¡Adiós, amor mío!
ELSA.—¡No, hasta la vista! Enrique, amado mío, te espero. ¡Dime algomás... una sola palabra! ¡Enrique!
(Al alejarse, Enrique le dice con voz queda: «¡Elsa!» Luegodesaparece. Al punto se oye un ruido ahogado de lucha, un sordo gemido;después, todo queda tranquilo.) ELSA. (Asustada.)—¡Enrique!... No me oye. ¿Quién habrá lanzado esegemido lastimero? Quizá no haya sido sino fruto de mi imaginación. Esposible.
(El sonido de las trompetas se hace más insistente.) ELSA.—¡Trompetas queridas! ¡Qué alegres suenan! ¡Cantad más alto, másalegremente, queridas trompetas! Acompañad a mi prometido, a mi espectrode los labios ardientes. Se ha retrasado un poco; pero hay queperdonárselo: se ha retrasado besándome. ¡Ah, Elsa, liviana doncella! Notienes pudor. ¿A quién acabas de besar en la obscuridad? Tus mejillasenrojecidas te denunciarán... Gracias a Dios, las trompetas han calladoal fin. Ahora mi Enrique estará ya sobre su caballo... Debe de estarentrando ya en el castillo. A la puerta le recibirá mi padre... ¡Pobrepadre!
(Las trompetas lanzan aún algunos sonidos apagados.) ELSA.—¿Qué es eso? ¿Todavía? Probablemente es reglamentario entre esosguerreros, de cuyas costumbres no tengo la menor idea... ¡Ah, ya hanentrado!
¡Están en el patio del castillo!
(Se oyen gritos, ruido. A través del follaje se ven ir y venirantorchas.) ELSA.—Me buscan a mí. Me da vergüenza lo que he hecho, y mis mejillasenrojecidas me venderán, sobre todo al resplandor de las antorchas.Cuando tú, Enrique, me mires con una sonrisa maliciosa, me moriré deconfusión. No, no; esperaré aquí... (Una corta pausa.) ¡Dios mío, seacercan! Oigo pasos pesados y rápidos...
(Aparece, gritando, una turba de hombres armados. Llevan en la manoaceros desnudos. Les siguen los barones del viejo conde, con las cejasfruncidas, gruñendo, llenos de una cólera sorda. Las antorchas proyectanuna luz lúgubre sobre la escena.
Se oyen gritos de «¡El duque!» «¿Dóndeestá el duque?») VALDEMAR.—¿Sois vos, condesa? ¿Dónde está el duque? ¿Dónde estáEnrique?
ELSA.—No comprendo lo que me preguntáis.
VALDEMAR.—¿Dónde está Enrique? Soy su amigo. Le buscamos por todaspartes y no le encontramos. Os suplico, condesa, que nos digáis dónde sehalla: ¡vos debéis saberlo!
LOS BARONES.—¡Es terrible! ¡Insultan a la condesa!
ELSA.—¡Pero yo no le he visto!
VALDEMAR.—Eso no es verdad; nos ha dejado para correr junto a vos. ¡Lehabéis visto!
LOS BARONES. (Blandiendo los aceros.)—¡Qué insolencia! Llamad alconde:
¡insultan a su hija!
—¡Nos han hecho esperar todo el día!
—¡Y ahora se atreven a acusar de liviandad a la condesa!
—¡Defenderemos su honor!
—¡No permitiremos que se la insulte!
(En lo alto de la escalinata aparece el viejo conde.) EL CONDE.—Esperad, barones. ¿Quién se atreve a acusar de liviandad a mihija? ¿Y
qué gentes son ésas, con traza y gesto de bandidos?
(Valdemar y los barones del duque Enrique se descubren.) VALDEMAR.—Perdonad, conde, nuestra irrupción: buscamos al duque. Nadiepone en duda vuestra nobleza caballeresca, conde. Pero nuestro amor alduque no es menos grande. Debéis comprender nuestra ansiedad cuando, apesar de nuestra tercera llamada, no ha acudido junto a nosotros.
ELSA.—¿Cómo? ¡No ha acudido!
EL CONDE.—Me llenáis de asombro. ¿No está con vosotros el duque? ¿Dóndeestá entonces? Desde muy de mañana esperamos con los brazos abiertos alnoble prometido de mi hija. Los barones están ya cansados de esperarle.
(Los barones prorrumpen en exclamaciones de enojo.) EL CONDE.—¿Dónde está, pues, vuestro duque? ¿Acaso la turba de bandidosque, pisoteando el honor caballeresco, se atreve a blandir los aceros ennuestro castillo, pretende reemplazarle? En tal caso, me veré obligado adecirle al emperador: «Son demasiados prometidos para mi hija.»
VALDEMAR.—A vos, conde, os toca decir dónde está el duque.
EL CONDE.—¿A mí?
VALDEMAR.—Sí, a vos. El duque estaba aquí. Ved la prueba: aquí está suguante.
(Asombro. Gritos de indignación.)
VALDEMAR.—Sí, ha estado aquí, donde tenía una cita con vuestra hija.
(Los gritos de indignación aumentan.)
EL CONDE.—Estáis en un error, caballero. Aunque yo no vea con buenosojos la boda del duque con mi hija, no puedo creerle un ladrón que secuele por un agujero en el castillo, cuando todas las puertas estánabiertas para él de par en par. No tenemos motivos para amar al duque;pero le debemos respeto por el rango que ocupa. Y
aunque sois tan amigosuyo, le conocéis muy poco si le juzgáis capaz de atentar contra elhonor de su prometida y contra el mío. Buscad a vuestro duque encualquier otro sitio; acaso le encontréis en una taberna del camino,empinando el codo...
(Los barones del conde ríen. Los del duque hacen gestos amenazadores ylanzan gritos de indignación.)
VALDEMAR.—¡Registraré de arriba abajo el castillo!
EL CONDE.—Haced lo que os plazca... (Una corta pausa.) Pero oíd unmomento.
Astolfo, ven aquí. (A Valdemar.) ¿Estáis seguro, caballero,de que el duque no está entre vosotros? Eso me inquieta: temo que hayasido víctima de un advenedizo. Yo no quería revelar este secreto sino alpropio duque; pero puesto que sois su amigo...
Caballeros, escuchad loque voy a deciros: ¡Mi hija ha sido infiel a su prometido! Es unavergüenza para ella y para mí; pero no quiero ocultarla.
ELSA.—¿Dónde está Enrique? ¡Voy a volverme loca! ¿Por qué todas esasantorchas?
Lanzan un resplandor terrible. Enrique, ¿dónde estás?
EL CONDE.—¡Representas bastante bien la comedia, hija mía! Sinembargo...
Astolfo, refiere lo que has visto.
ASTOLFO.—Estábamos aquí, en este mismo escalón...
EL CONDE.—¡Más aprisa, muchacho! Sé lacónico.
ASTOLFO.—Y vimos de repente a alguien, que llevaba una vieja capa yparecía un criado, abrazar a la condesa. «¡Qué desgracia!—me dijo elconde—. Mi hija le es infiel a su prometido. Nunca una cosa así hadeshonrado a nuestra familia!»
EL CONDE.—¡Más aprisa, muchacho!
ASTOLFO.—El conde añadió: «Coge tres hombres, cae sobre el malhechor,átale a los pies plomo y piedras y...»
VALDEMAR.—¿Y lo has hecho? ¡Oh, cielos! ¿Dónde está el duque entonces?
(Silencio.)
EL CONDE. (Señalando con la mano.)—Ahí, en el fondo del estanque.
(Gran agitación entre los asistentes.)
ELSA.—¡Enrique! ¡Espectro querido de los labios ardientes! ¡Voy areunirme contigo, amado mío!
(Cae muerta.)
VALDEMAR.—No eres un padre; eres una bestia feroz. Coged a ese monstruoy encadenadle. ¡Como una fiera, se lo llevaremos enjaulado al emperador!¡Prended fuego por los cuatro costados a ese castillo maldito! ¡Que noquede nada de este nido lúgubre! ¡Que la inmensa hoguera se eleve, enmedia de la obscura noche, a los cielos!
¡Así festejaremos tu boda,duque Enrique, desgraciado amigo!
TELÓN
CRISTIANOS
La nieve caía tras los cristales; pero en el gran edificio del tribunalhacía calor.
Había mucha gente, y los que frecuentaban el tribunal encumplimiento de su deber—
como, por ejemplo, los reporterosjudiciales—se hallaban allí muy a gusto.
Encontrábanse con susdesconocidos; como en el teatro, asistían diariamente a larepresentación de dramas—llamados por los reporteros «dramasjudiciales»—. Era agradable ver al público, oír el ruido de las vocesen los corredores, mezclarse con aquella multitud agitada.
El buffet estaba muy animado. Lo alumbraba ya la luz eléctrica, ysobre el mostrador veíanse cosas muy apetitosas. El público se agolpabajunto al mostrador, y charlaba, comiendo y bebiendo. Los rostrosmelancólicos que se veían a veces no turbaban la alegría general: alcontrario, son precisos con harta frecuencia para hacer más pintorescosel cuadro, sobre todo en lugares donde se representan dramas.
Todoscontaban que en una de las salas del tribunal acababa de suicidarse unacusado; se oía ruido de cadenas y de fusiles. Un dulce calor reinaba entodo el edificio, y se estaba allí divinamente.
En una de las salas, la animación era grandísima: un proceso pintorescoatraía mucha gente. Los jueces, los jurados, los abogados estaban ya ensus puestos. Un reportero, mientras llegaban sus demás colegas, disponíaante él las cuartillas y examinaba muy contento la sala. El presidentedel tribunal, un hombre grueso, de rostro vulgar y bigotes blancos,pasaba revista presuroso y con voz monótona, a los testigos.
—¡Efimov! ¿Cuál es el patronímico de usted?
—Efim Petrovich.
—¿Quiere usted prestar juramento?
—Sí.
—Colóquese entonces a la izquierda... ¡Karasev! ¿El patronímico deusted?
—Andrey Egorich.
—¿Quiere usted prestar juramento?
—Sí.
—A la izquierda. ¡Blumental!
En esto se empleó mucho tiempo; los testigos eran lo menos veinte.
Unoscontestaban a las preguntas del presidente en alta voz, con un placervisible, y pasaban a la izquierda sin esperar la orden; otros parecíansorprendidos por la llamada del presidente, ponían cara estúpida,miraban en torno, sin comprender nada, como si hubieran olvidado supropio nombre o como si creyesen que había en la sala otras personas quetuvieran el mismo. Los testigos honorables esperaban que el presidenteterminase su pregunta y respondían sin apresurarse, de una maneradetallada.
El acusado, un joven con un cuello postizo muy alto, se acariciaba elbigotito y tenía los ojos bajos. Estaba preso por distracción de fondosy operaciones financieras sucias.
A veces, al oír el nombre de cualquiertestigo, hacía un gesto, examinaba con mirada hostil al declarante yempezaba de nuevo a acariciarse el bigote.
Su abogado, un joven también, bostezaba de vez en cuando, tapándose laboca con la mano, y miraba por la ventana caer, en gruesos copos, lanieve. Había dormido bien aquella noche, y acababa de comerse en el buffet del tribunal una ración de jamón con guisantes.
Sólo quedaban por llamar media docena de testigos, cuando el presidentetropezó, de pronto, con una dificultad imprevista.
—¿Quiere usted prestar juramento?
—¡No!—respondió una voz femenina.
Al modo de aquel que, corriendo, choca contra un árbol, el presidente sedetuvo, aturdido; buscó con la mirada entre los testigos a la mujer quele había contestado tan rotundamente, y todas las mujeres se leantojaron iguales, lo que le impidió orientarse.
Entonces examinó lalista de testigos.
—¡Pelagueia Vasilievna Karaulova! ¿Quiere usted prestarjuramento?—preguntó otra vez.
—No.
Ahora vio a aquella mujer. Era de regular edad, nada fea, de cabellosnegros. A pesar de su sombrero chic y su traje a la moda, su aspectono era el de una mujer de posición o ilustrada. Llevaba grandespendientes semicirculares; con las manos, que tenía juntas sobre elvientre, sujetaba un bolso. Su rostro, cuando hablaba, permanecíainmóvil, impasible.
—¿Pero usted es ortodoxa?
—Sí.
—¿Por qué no quiere entonces prestar juramento?
Ella le miró y no respondió.
—¿Acaso pertenece usted a alguna secta que prohíbe prestarjuramento?... Dígalo francamente, sin temor. El tribunal tomará enconsideración sus explicaciones.
—No.
—¿Cómo que no? ¿No pertenece usted a ninguna secta?
—No.
—Usted teme quizá que en su declaración haya algo enojoso para usted...Teme, en fin, verse obligada a decir cosas que no querría decir. Puesbien: la ley le permite a usted dejar de contestar a las preguntas quele parezcan enojosas. ¿Quiere usted ahora prestar juramento?
—No.
Su voz era sonora, joven—más joven que el rostro—, clara y limpia.Debía de cantar muy bien.
El presidente se encogió de hombros, se inclinó hacia el juez, que sehallaba sentado a su izquierda, y le dijo algunas palabras al oído.
El otro le contestó en voz baja:
—Sí, es extraordinario. No lo entiendo.
—Escuche usted—dijo el presidente, dirigiéndose de nuevo aKaraulova—. El tribunal quiere conocer las razones que la hacen negarsea prestar juramento. Sin esa condición no podemos dispensarle a usted deprestarlo. Responda.
Siempre inmóvil, impasible, la testigo respondió algo, pero con voz tandébil que no pudo oírse claramente.
—No se oye nada. Más alto; tenga la bondad.
La testigo tosió, y luego dijo en alta voz:
—Soy una prostituta.
El abogado, que estaba sumido en sus reflexiones, levantó de pronto lacabeza y miró con curiosidad a aquella mujer.
—Convendría iluminar la sala—pensó.
El ujier, como si hubiera adivinado su pensamiento, oprimió uno trasotro los botones eléctricos. El público, los jurados y los testigoslevantaron la cabeza y miraron las lámparas encendidas. Sólo los juecespermanecieron indiferentes. Así se estaba aún más a gusto. Uno de losjurados, un viejo, miró a Karaulova y dijo a su vecino:
—¡Tiene gracia esa mujer!
—Sí—contestó el otro.
—Bueno—objetó el presidente—. El hecho de que sea usted unaprostituta no es una razón para negarse a prestar juramento.
Pronunció la palabra «prostituta» con el mismo acento con que estabahabituado a pronunciar las palabras «asesino», «ladrón», «bandido».
—¿Usted es, con todo, cristiana?
—No, no soy cristiana. Si fuera cristiana, no sería prostituta.
La situación se complicaba. El presidente, frunciendo las cejas,consultó a su colega de la izquierda y se dispuso a hablar; pero cayó enla cuenta de que también debía consultar a su colega de la derecha, y seinclinó hacia él. El juez, sonriendo, hizo con la cabeza un signo deaprobación.
—Escuche usted—dijo el presidente, dirigiéndose a Karaulova—. Eltribunal ha decidido explicarle a usted su error. Usted no se consideracristiana porque se dedica a ese oficio; pero está equivocada. Es unerror, ¿comprende usted? Su oficio no le interesa al tribunal, sinosolamente a usted y a su conciencia. Nosotros no podemos mezclarnos eneso. Su oficio no puede impedirle a usted el ser cristiana.
¿Comprende?Se puede ser ladrón o bandido, sin dejar por eso de ser cristiano,mahometano o judío. Todos nosotros, los jueces, los jurados, el fiscal,tenemos nuestras respectivas profesiones, y eso no nos impide el sercristianos...
Hizo una corta pausa, como si buscase palabras, y continuó:
—¿Ha comprendido usted? Su oficio es una cosa por completo ajena a estacuestión.
Si usted practica los ritos de la religión cristiana, sifrecuenta la iglesia... ¿Verdad que frecuenta la iglesia?
—No.
—¿Cómo que no? ¿Por qué?
—Con mi oficio, ¿cómo quiere usted que yo vaya a la iglesia?
—Pero irá usted a confesar.
—No.
Las respuestas eran bien claras. Iluminada por la luz eléctrica, latestigo parecía de mejor color y más joven, acaso también a causa de laemoción. A cada una de las respuestas, el público se miraba, divertido,risueño. Alguien, con aspecto de artesano, en los últimos bancos, sehallaba en el colmo del regocijo.
—¡Esto va siendo interesante!—proclamó, en voz tan poco queda, que sele oyó en toda la sala.
—Pero rezará usted...—preguntó el presidente.
—No. Antes rezaba; mas hace ya tiempo que no lo hago.
El miembro del tribunal que se encontraba a la izquierda del presidentele dijo por lo bajo:
—¿Por qué no les pregunta usted a las demás mujeres? ¿Acaso tampocoquerrán prestar juramento?
El presidente tomó la lista de testigos y leyó:
—¡Pustochkina! Usted también, a lo que parece, se ocupa...
—¡Sí, también yo soy prostituta!—respondió con apresuramiento, casicon orgullo, una muchacha no menos bien trajeada.
Estaba muy contenta de verse en la sala del tribunal, donde todo legustaba. Había ya cambiado algunas miradas con el joven abogado.
—¿Y usted? ¿Quiere prestar juramento?
—Sí, con mucho gusto.
—¿Ve usted, Karaulova? Su amiga no se opone a prestar juramento... ¿Yusted, Kravchenko? ¿Consiente?
—Sí—contestó con voz ronca, masculina, Kravchenko, una mujer alta ygruesa, con sotabarba.
—¿Ve usted, Karaulova? Todas están dispuestas a prestar juramento. ¿Nocambiará usted de opinión?
Karaulova no respondió.
—¿No quiere usted?
—No.
Pustochkina le sonrió amistosamente. Karaulova, a su vez, le sonrió, yluego volvió a ponerse seria. El tribunal deliberó en voz baja, despuésde lo cual el presidente, con una expresión amable y al mismo tiemporespetuosa, punto menos que religiosa, se dirigió al sacerdote, que, enespera de que los testigos prestasen juramento, se mantenía un poco adistancia.
—Padre: en vista de la obstinación de esta mujer, ¿quiere usted tomarseel trabajo de persuadirla de que es cristiana? ¡Karaulova, acérquese!
Karaulova, sin descomponerse, dio dos pasos hacia delante.
El sacerdote estaba visiblemente molesto. Muy colorado, se acercó alpresidente y le dijo algo al oído.
—¡No, no, padre!—le respondió el presidente—. ¡Se lo suplico austed! Si no, las demás pueden también negarse...
Luego de arreglarse la cruz que llevaba en el pecho, el sacerdote, máscolorado aún, se dirigió a Karaulova en voz apenas perceptible:
—Señora, sus sentimientos le hacen a usted honor; pero siendocristiana...
—¡Si yo no soy cristiana!
El sacerdote miró, confuso e impotente, al magistrado, que dijo:
—Karaulova, escuche al sacerdote; él se lo explicará a usted todo.
Y el pobre sacerdote siguió:
—Todos nosotros, señora, somos pecadores. Unos pecamos de palabra;otros, de obra. Dios omnipotente, tan sólo, puede ser juez de nuestraconciencia. Dócil y humildemente, debemos someternos a cuantas pruebasnos envía... Como cuenta de Job la Biblia, debemos resignarnos connuestro destino. Sin la voluntad del Todopoderoso, ni un solo cabellopuede desprenderse de nuestra cabeza. Por grandes que sean nuestrospecados y nuestros crímenes, no tenemos derecho a condenarnos nosotrosmismos ni a alejarnos de la Santa Iglesia por nuestra propia voluntad;sería un crimen aun más grande e imperdonable, porque de ese modo nosmezclaríamos en las decisiones del Juez Supremo. Quizá, con motivo de suoficio de usted, le envía Dios una prueba, de la misma suerte que envíaenfermedades y otras desgracias, mientras que usted, en su orgullo...
—¡Pero si nosotras no estamos nada orgullosas de nuestro oficio! No haypor qué estarlo...
—...Mientras que usted, en su orgullo, se mezcla en las decisiones delJuez Supremo y se atreve a apartarse de la Santa Iglesia Ortodoxa.¿Usted conoce los símbolos de la fe?
—No.
—¿Pero cree usted en Nuestro Señor Jesucristo?
—¿No he de creer?
—Pues todo el que cree en Nuestro Señor debe ser considerado cristiano.
El presidente se juzgó en el deber de apoyar al sacerdote:
—Perfectamente—dijo—. ¿Comprende usted? Basta creer en Nuestro SeñorJesucristo...
—¡No, no!—repuso firmemente Karaulova—. Puedo creer todo lo quequiera; pero con este oficio... Si yo fuera cristiana, no haría lascosas que hago. Ni siquiera rezo.
—¡Es verdad!—afirmó su amiga Pustochkina—. No reza nunca. Cuando hacepoco trajeron a nuestra casa un icono, se marchó para no asistir a laceremonia. Nuestros esfuerzos para retenerla fueron inútiles. ¿Qu?