—Sí, me gustan mucho.
El subjefe miró con ojos de pasmo a todos los empleados sentados a lamesa, y soltó la carcajada:
—¡Ja, ja, ja! ¡Le gustan las negras! ¡Ja, ja, ja!
Y todos se echaron a reír, incluso el grueso y enfermizo Polsikov, queno se reía nunca. El mismo Kotelnikov se rió, un poco confuso, yenrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: elde que aquello le causase disgustos.
—¿Lo dice usted seriamente?—preguntó el subjefe cuando acabó dereírse.
—¡Y tan seriamente! Hay en las mujeres negras un gran ardor y algo...exótico.
—¿Exótico?
Se echaron de nuevo a reír; pero al mismo tiempo todos pensaron queKotelnikov era seguramente un hombre listo e instruido, cuando conocíauna palabra tan extraña:
«exótico». Luego empezaron a discutir,asegurando que no era posible que gustasen las negras; además de sernegras, tenían la piel como cubierta de barniz, y los labios gruesos, yolían mal.
—¡Y, sin embargo, me gustan!—insistió modestamente Kotelnikov.
—¡Allá usted!—dijo el subjefe—. Yo, por mi parte, detesto a esasbestias color de betún.
Todos sintieron una especie de satisfacción al pensar que había entreellos un hombre tan original que se pirraba por las negras. Con estemotivo, los comensales de Kotelnikov pidieron seis botellas más decerveza. Miraban con cierto desprecio a las otras mesas, en las que nohabía un hombre de tanta originalidad.
Las conversaciones terminaron. Kotelnikov estaba orgullosísimo de supapel. Ya no encendía él sus cigarrillos, sino que esperaba a que elcriado se los encendiese.
Cuando las botellas de cerveza estuvieron vacías, se pidieron otrasseis. El grueso Polsikov dijo a Kotelnikov en tono de reproche:
—¿Por qué no nos tuteamos? Ya que desde hace tantos años trabajamosjuntos...
—¡No tengo inconveniente! ¡Con mucho gusto!—aceptó Kotelnikov.
Tan pronto se entregaba de lleno a la alegría de verse, al fin,comprendido y admirado, como sentía el vago temor de que le pegasen.
Después de beber «Brudeschaft»—Hermandad—con Polsikov, bebió conTroitzky, Novoselov y otros camaradas; cambiaba besos con todos y losmiraba con ojos amorosos y tiernos.
El subjefe no bebió «Brudeschaft» con él, pero le dijo amistosamente:
—Venga usted por casa alguna vez. Mis hijas verán con curiosidad a unhombre a quien le gustan las negras.
Kotelnikov saludó, y aunque se tambaleaba un poco a causa de la cerveza,todos convinieron en que era muy chic.
Después de irse el subjefe, bebieron más, y todos juntos salieron a lacalle, tropezando con los transeúntes. Kotelnikov marchaba en medio desus camaradas, sostenido por Polsikov y Troitzky.
—No, muchacho—decía—; no puedes comprenderlo. En las negras hay algoexótico.
—Tonterías—contestaba severamente Polsikov—. No sé lo que puedeencontrarse en ella. Del color del betún...
—No, amigo; careces de gusto. La negra es una cosa...
Hasta entonces no había pensado nunca en las negras, y no acertaba a darcon la definición justa.
—¡Tienen temperamento!
Pero Polsikov no se dejaba convencer y seguía discutiendo.
—¡Haces mal en discutir!—le dijo Troitzky—. Nuestro amigo Kotelnikovtendrá sus razones. Además, sobre gustos no hay nada escrito.
Y dirigiéndose a Kotelnikov, añadió:
—¡No hagas caso, Semen! Sigue pirrándote por tus negras. Estoy tancontento, que tengo ganas de armar un escándalo.
—A pesar de todo, no lo comprendo—insistía Polsikov—. Del color delbetún...
Para mí, ni siquiera son mujeres.
—¡No, amigo, te engañas!—insistía a su vez Kotelnikov—. Porque, mira,hay algo en las negras...
Iban tambaleándose un poco, ligeramente borrachos, hablando en alta voz,tropezando con la gente y muy satisfechos de sí mismos.
Una semana después, todo el departamento sabía ya que al empleadopúblico Kotelnikov le gustaban mucho las negras. Algunas semanas mástarde, este hecho era ya conocido por los porteros de todo el barrio,por los solicitantes que acudían a la oficina, hasta por el agente depolicía de servicio en la esquina de la calle. Las señoritasmecanógrafas de las secciones vecinas se asomaban un instante a lapuerta para ver al hombre original a quien le gustaban las negras.Kotelnikov recibía estas muestras de atención con su modestia habitual.
Un día se decidió a hacer una visita a su subjefe; mientras tomaba tecon confitura de cerezas, hablaba de las negras y de algo exótico quehabía en ellas. Las muchachas menores parecían un poco confusas; pero lamayor, Nastenka, que gustaba de leer novelas, estaba visiblementeintrigada e insistía en que Kotelnikov le explicase las verdaderasrazones de su afición a las negras.
—¿Por qué justamente las negras?—preguntábale.
Todos estaban contentos, y cuando Kotelnikov se fue, hablaron de él conafecto.
Nastenka llegó a declarar que era víctima de una pasiónenfermiza. Lo cierto era que a ella le había caído en gracia. Nastenkatambién le causó cierta impresión a Kotelnikov; pero él, como hombre aquien sólo le gustaban las negras, creyó de su deber ocultar suinclinación hacia la muchacha, y, sin dejar de ser cortés, manifestosecon ella un poco reservado.
Al volver a casa por la noche, se puso a pensar en las negras, en sucuerpo color de betún, cubierto de sebo, y le parecieron repulsivas. Alimaginarse que abrazaba a una, sintió náuseas y le dieron ganas dellorar y de escribirle a su madre, residente en provincias, que acudierainmediatamente como si un grave peligro le amenazase. Al cabo logródominarse. Cuando a la mañana siguiente llegó a la oficina, bien peinadoy vestido, con una corbata encarnada y cierta cara de misterio, no cabíaduda de que a aquel hombre le encantaban las negras.
Poco tiempo después, el subjefe, que manifestaba un gran interés porKotelnikov, le presentó a un revistero de teatros. Este, a su vez, lecondujo a un café cantante y le presentó al director, el señor JacoboDuclot.
—Este señor—dijo el revistero al director, haciendo avanzar aKotelnikov—adora a las negras. Nada más que a las negras; las demásmujeres le repugnan. ¡Un original de primer orden! Me alegraría mucho siusted, Jacobo Ivanich, pudiera serle útil; es muy interesante, y talestendencias... ¿comprende usted?... hay que alentarlas.
Dio unos golpecitos amistosos en la angosta espalda de Kotelnikov. Eldirector, un francés de bigote negro y belicoso, miró al cielo comobuscando una solución, y con un gesto decidido, exclamó:
—¡Perfectamente! Ya que le gustan a usted las negras, quedarásatisfecho: tengo precisamente en mi troupe tres hermosas negras.
Kotelnikov palideció ligeramente, lo que no advirtió el director,absorto en sus cavilaciones sobre el café cantante.
—Tiene usted que darle un billete gratuito para toda la temporada.
El director consintió.
A partir de aquella misma tarde, Kotelnikov empezó a hacerle la corte auna negra, miss Korrayt, que tenía lo blanco de los ojos del tamaño deun plato y la pupila no más grande que una olivita. Cuando, poniendo talmáquina en movimiento, jugaba ella los ojos con coquetería, Kotelnikovsentía recorrer su cuerpo un frío mortal y flaquear sus piernas. Enaquellos momentos experimentaba un gran deseo de abandonar la capital eirse a ver a su pobre madre.
Miss Korrayt no sabía palabra de ruso; pero, por fortuna, no faltaronintérpretes voluntarios que se encargaron gustosísimos de la delicadamisión de traducir los cumplimientos entusiásticos que la negra dirigíaa Kotelnikov.
—Dice que no ha visto en su vida a un gentlemán tan guapo ysimpático. ¿No es eso, miss Korrayt?
Ella agitaba la cabeza afirmativamente, enseñaba su dentadura, parecidaal teclado de un piano, y volvía a todos lados los platos de sus ojos.Kotelnikov movía también la cabeza, saludando, y balbuceaba:
—Hagan el favor de decirle que en las negras hay algo exótico.
Y todos estaban tan contentos.
Cuando Kotelnikov besó por primera vez la mano a miss Korrayt, laemocionante escena tuvo por testigos a todos los artistas y a no pocosespectadores. Un viejo comerciante, incluso lloró de entusiasmo en unacceso de sentimientos patrióticos.
Después se bebió champaña.Kotelnikov tuvo palpitaciones, guardó cama durante dos días y muchasveces empezó a escribirle a su madre: «Querida mamá»—escribía—y sudebilidad le impedía siempre terminar la carta.
A los tres días, cuando llegó a la oficina, le dijeron que su excelenciael director quería verle.
Se arregló con un cepillo el pelo y el bigote, y, lleno de terror, entróen el gabinete de su excelencia.
—¿Es verdad que a usted... que a usted...?
El director buscaba palabras.
—...¿Que a usted le gustan las negras?
—¡Sí, excelentísimo señor!
El director miró con ojos asombrados a Kotelnikov, y preguntó:
—Pero vamos... ¿por qué le gustan a usted?
—¡Ni yo mismo lo sé, excelentísimo señor!
Kotelnikov sintió de pronto que el valor le abandonaba.
—¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿Quién va a saberlo, pues? Pero no se turbeusted, joven. Sea franco. Me place ver en mis subordinados ciertoespíritu de independencia... naturalmente, si no traspasa ciertoslímites definidos por la ley.
Bueno, dígame francamente, como si hablaseusted con su padre, por qué le gustan las negras.
—¡Hay en ellas algo exótico, excelentísimo señor!
Aquella noche, en el Club Inglés, jugando a la baraja con otras personasimportantes, su excelencia dijo entre dos bazas:
—Tengo en mi departamento un empleado a quien le gustan las negras.Pásmense ustedes. ¡Un simple escribiente!
Sus compañeros de juego eran también excelencias, directores dedepartamento, y experimentaron al oírle un poco de envidia; cada uno deellos tenía también a sus órdenes un ejército de empleados; pero erantodos hombres grises, opacos, sin ninguna originalidad, vulgares.
—Y yo, pásmense ustedes—dijo una de las excelencias—, tengo unempleado con un lado de la barba negro y el otro rojo.
Esperaba así tomar revancha; pero todos comprendieron que una barba, noya como aquélla, sino policroma, no tenía importancia comparada con unapasión extravulgar por las negras.
—¡Afirma ese hombre original que hay en las negras algoexótico!—añadió su excelencia.
Poco a poco, la popularidad de Kotelnikov en los círculos burocráticosde la capital llegó a ser muy grande. Como sucede siempre, quisieronimitarle; mas sus imitadores sufrieron fracasos lamentables. Uno deellos, un viejo escribiente que contaba veintiocho años de servicio ysostenía una numerosa familia, declaró de repente que sabía ladrar comoun perro, y no tuvo ningún éxito. Otro empleado, muy joven aún, simulóestar perdidamente enamorado de la mujer del embajador chino; durantealgún tiempo logró atraer sobre él la atención y aun la compasión; perola gente experimentada no tardó en comprender que aquello no era sinouna imitación miserable de una auténtica originalidad, y todos levolvieron con desprecio la espalda.
Hubo otras muchas tentativas de la misma índole. En general, notábaseentre los empleados públicos cierta inquietud de ánimo, que se traducíaen esfuerzos por ser original.
Un joven de buena familia, no logrando encontrar medio de ser original,acabó por decirle a su jefe una porción de groserías, y, naturalmente,tuvo que abandonar al punto su empleo.
Kotelnikov se creó muchos enemigos. Afirmaban insidiosamente que estabaen ayunas en lo atañedero a las negras. Sin embargo, no mucho después,un periódico publicó una interviú con él, en la que Kotelnikov declarabafrancamente que le gustaban las negras porque había en ellas algoexótico.
A partir de aquel día, su estrella comenzó a brillar con más fulgor aún.A la sazón visitaba frecuentemente a la familia de su subjefe, que lerecibía con los brazos abiertos. Nastenka lloraba a veces pensando en elterrible destino reservado a aquel aficionado a las negras. Kotelnikov,sentado a la mesa, sentía sobre él las miradas de piedad de toda lafamilia y se esforzaba en dar a su rostro una expresión melancólica y almismo tiempo exótica. Todos estaban muy satisfechos de que un hombre tanoriginal frecuentara la casa, en calidad de buen amigo; todos, inclusola abuela sorda que lavaba los platos en la cocina.
El hombre original se retiraba tarde a casa y lloraba desconsolado,porque amaba a Nastenka con toda su alma y no podía ver a miss Korrayt.
Hacia las Pascuas se corrió la voz de que Kotelnikov se casaba con missKorrayt, la cual, con tal motivo, se convertía a la religión ortodoxa yabandonaba el café cantante del señor Jacobo Duclot. Según los mismosrumores, el propio director había consentido en ser el padrino del jovenesposo.
Los compañeros, los solicitantes y los porteros felicitaban aKotelnikov, que les daba las gracias y saludaba con la muerte en elalma.
La velada anterior a su boda la pasó en casa del subjefe. Le recibieroncomo a un héroe, y todos parecían muy contentos, excepto Nastenka, quese iba a su cuarto de vez en cuando a llorar a sus anchas, y que, paraocultar las huellas del llanto, se ponía tantos polvos que sedesprendían de su faz en tanta abundancia como la harina de una piedrade molino.
Durante la cena todos felicitaban al novio y brindaban en honor suyo. Elpropio subjefe, que se había excedido un poco en la bebida, le dirigióuna pregunta algo turbadora:
—¿Podría usted decirme de qué color serán los niños?
—¡Serán a rayas!—observó Polsikov.
—¿Cómo a rayas?—exclamaron, asombrados, los asistentes.
—Muy sencillo: una raya blanca, otra negra; una raya blanca, otranegra... Como las cebras—explicó Polsikov, a quien le inspiraba granlástima su desgraciado amigo.
—¡No, no es posible!—exclamó Kotelnikov, poniéndose muy pálido.
Nastenka no podía ya contener las lágrimas, y, sollozando, huyó a sucuarto, llenando de emoción a los asistentes.
Durante dos años, Kotelnikov pareció el hombre más feliz de la tierra, ydaba gusto verle. Hasta fue recibido un día con su mujer por el propiodirector. Cuando llegó a ser padre de un hijo se le dio, a modo desubsidio, una suma bastante crecida, y se le ascendió.
El hijo no era a rayas. Tenía un tinte ligeramente gris, más bien colorde oliva.
Kotelnikov decía a todos que estaba encantado con su mujer ycon su hijo; pero nunca se daba prisa en volver a casa, y, cuandovolvía, se detenía largo rato ante la puerta.
Cuando su mujer salía aabrirle y le enseñaba su dentadura, semejante al teclado de un piano, ylo blanco de sus ojos, grande como un plato, cuando se estrechaba contraél, el pobre experimentaba una repulsión invencible y pensaba, con undolor cruel, en los seres dichosos que tenían mujeres blancas y niñosblancos.
—¡Querida mía!—decía.
Y a instancias de su mujer se dirigía a la habitación donde estaba suhijo. No podía ver a aquel niño de labios gruesos, gris como el asfalto;pero lo cogía en brazos y procuraba simular que se le caía la baba,combatiendo con gran trabajo la tentación de tirarlo al suelo.
Tras no pocas vacilaciones, escribió a su madre noticiándole sumatrimonio, y, con gran asombro, recibió una respuesta alegre. Tambiénella estaba satisfecha de que su hijo fuera un hombre tan original y deque el propio director hubiera sido su padrino.
A los dos años de su boda, Kotelnikov murió del tifus. Momentos antes demorir hizo llamar al sacerdote. El cual, al ver a su mujer, acarició suespesa barba y lanzó un profundo suspiro. El también sentía ciertaadmiración por Kotelnikov, con motivo de su originalidad. Cuando seinclinó sobre el moribundo, éste, haciendo acopio de todas sus fuerzas,exclamó:
—¡Aborrezco a ese diablo negro!
Sin embargo, un minuto después, como se acordase de su excelencia, delsubsidio que le habían dado, de su subjefe, de Nastenka, y viese a sumujer llorar, añadió, con voz dulce:
—Me encantan las negras... Hay en ellas algo exótico.
Procuró iluminar su rostro con una sonrisa feliz, y con la sonrisa enlos labios se fue al otro mundo.
La tierra le acogió indiferente, sin preguntarle si le gustaban o no legustaban las negras, y mezcló sus huesos con los de otros muertos. Peroen los círculos burocráticos se habló todavía mucho tiempo de aquelhombre original, a quien volvían loco las negras y que encontraba enellas algo exótico.
¡NO HAY PERDÓN!
Una estudianta. Muy joven, casi una niña. La nariz fina, linda, noformada aún completamente, como la de los niños, un poco arremangada;los labios también son infantiles, y parece que exhalan olor a bombonesde chocolate. Los cabellos son tan abundantes y sedosos, cubren sucabeza de una manera tan graciosa, que al mirarlos se piensa sin quereren mil cosas amables: en el cielo azul sin nubes, en las cancionesprimaverales de los pajarillos, en el florecer de las lilas. Se piensatambién, al admirar esta bella cabeza de muchacha, en los manzanosflorecientes, bajo los que se busca sombra en un medio día de verano, yque dejan caer sobre el sombrero, sobre los hombros y sobre los brazospétalos delicados color de nieve y rosa.
Los ojos eran también juveniles, claros, tranquilos e ingenuos; peroexaminándola de cerca se podían advertir en su rostro sombras ligeras decansancio, indicios de alimentación insuficiente, de noches de insomnio,de largas veladas en cuartos pequeños y llenos de humo, donde se pasanlas horas en discusiones interminables. Se pensaba también que susmejillas habían conocido las lágrimas; lágrimas dolorosas y amargas.Había algo de nervioso y de inquietante en sus movimientos: el rostroera alegre y sonreía; pero el piececito, calzado con un chanclodeteriorado y sucio de barro, hería nerviosamente el suelo, como siquisiera acelerar la marcha del tranvía, que avanzaba muy despacio. Nadade esto se le había escapado a Mitrofan Vasilich Krilov, que poseía eldon de la observación. Iba de pie en la plataforma del tranvía, frente ala muchacha. Por entretenerse, la contemplaba, un poco distraída yfríamente, como una fórmula algebraica sencilla y muy conocida que sedestacase en la negrura del encerado. En los primeros momentos, lacontemplación le divirtió, como a cuantos miraban a la muchacha; peroeso duró poco, y no tardó en caer de nuevo en su mal humor. No teníamotivos para estar contento. Al contrario. Volvía del liceo, donde eraprofesor, cansado, con el estómago vacío; el tranvía estaba repleto, yno había posibilidad de sentarse y leer el periódico. El tiempo eratambién execrable en aquel terrible mes de noviembre; la ciudad era feay le disgustaba, así como toda aquella vida, que no valía más que elbillete, desgarrado por un extremo, que llevaba en la mano. Todos losdías hacía igual viaje: de su casa al liceo y del liceo a su casa.
Podíacontar los días por el número de billetes. Su vida era a modo de unalarga cinta de billetes de tranvía, de la que se arrancaba uno cadaveinticuatro horas.
No tardó en cansarse de contemplar a la muchacha, y la hubiera olvidadosin dificultad; pero se hallaba frente a él, y no podía menos demirarla de vez en cuando.
«Ha venido hace muy poco de la provincia—pensaba severamente—. ¿A quédiablos vienen aquí? Yo, por ejemplo, abandonaría con mucho gusto estamaldita ciudad y me iría a cualquier rincón. Naturalmente, ella se pirrapor las conversaciones, por las discusiones; tiene sus ideas políticas ysociales. No estaría de más que se cuidase un poco del arreglo de supersona; mas no tiene tiempo de ocuparse en cosas tan mezquinas: ¡debesalvar a la humanidad! Es lástima, sobre todo siendo tan bonita.»
La muchacha advirtió las miradas severas de Krilov, y se turbó. Se turbóde tal modo, que la sonrisa desapareció de su rostro y fue reemplazadapor una expresión de miedo infantil, mientras su mano izquierda, con unmovimiento instintivo, se dirigía hacia su pecho, como si llevase algoescondido en el corsé.
«¡Tiene gracia!—se dijo Krilov, volviendo a otro lado los ojos ytratando de dar a su rostro una expresión de indiferencia—. Le danmiedo mis gafas azules; todas estas muchachas están seguras de que unhombre con gafas azules es un espía... Lleva probablemente proclamasescondidas en el corsé. En otro tiempo, las muchachas escondían cartasamorosas; ahora son proclamas y boletines revolucionarios lo queesconden. ¡Boletines! ¡Qué palabra más estúpida!»
Dirigió de nuevo, a hurtadillas, una mirada a la muchacha, y volvió enseguida los ojos. Ella le miraba, como mira un pájaro a una serpienteque se acerca, y apretaba la mano contra su costado izquierdo. Krilov seincomodó.
«¡Qué estúpida es! Me toma por un espía, a causa de mis gafas azules.
Nocomprende que un hombre puede llevar gafas azules por estar enfermo dela vista.
Es tan cándida, que se hace traición. ¡Y pensar que pretendesalvar a la humanidad!
¡Necesita aún una niñera esta revolucionaria! Noestamos en sazón todavía para la revolución. En vez de Lasalles, entrenosotros, se dedican los chiquillos a la política.
¡No sabe aún resolverun sencillo problema aritmético, y habla, sin duda, con aplomo, decuestiones políticas, sociales, financieras! No estaría de más asustarlaun poco; sería una buena lección para ella.»
Apenas había formulado en su interior tal pensamiento, tuvo unainspiración repentina. Era una idea inspirada por el cielo gris denoviembre, por el suelo fangoso, por el hambre que le atormentaba.Inmediatamente comenzó a ponerla en práctica.
Con un movimiento nada seductor bajó la cabeza, dio a su rostro unaexpresión desagradable y maliciosa, propia, a su juicio, de un espía, ylanzó una mirada severa y escrutadora a la muchacha. El resultado lesatisfizo: la muchacha se estremeció de miedo, y sus ojos se llenaron deangustia.
«¡Vamos, pequeña!—pensaba, triunfante, Krilov—. Parece que huirías debuena gana; pero ¿cómo? ¡Magnífico! ¡Espera, que aun hay más!»
Se iba interesando en el juego, encontrando en él un placer. Olvidaba suhambre y el mal tiempo, se dedicó a la imitación de un espía, con tantahabilidad como si fuera un verdadero artista, o como si en realidadestuviese al servicio de la Policía secreta.
Su cuerpo se tornó flexible como el de una serpiente; sus ojosadquirieron una expresión de alegría pérfida; su mano derecha, quellevaba en el bolsillo, oprimía con toda su fuerza el billete, como siéste fuera su revólver cargado con seis balas o un carnet de policía.
No sólo la muchacha, sino muchos otros viajeros comenzaron a desazonarseal mirarle: tan de espía era su apariencia. Un comerciante grueso ycolorado que ocupaba él solo la tercera parte de la plataforma seestrechó de pronto, se hizo pequeñísimo y volvió la cabeza. Un hortera,debajo de cuyo gabán se veía un delantal blanco, miró a Krilov con ojosde conejo asustado, y, empujando a la muchacha, saltó del tranvía ydesapareció entre la multitud.
«¡Muy bien!»—se cumplimentó a sí mismo Krilov, con el corazón lleno dela alegría pérfida de un enfermo del hígado. Había algo de pintoresco,de sugestivo, de agradablemente inquietante en esa renuncia a su propiapersona, en representar un papel antipático, en que los demás le odiaseny le temiesen. En el fondo gris de la vida cotidiana se abrían a modode abismos obscuros, llenos de misterio y de sombras movibles y mudas.Se acordó de la clase donde daba todos los días las lecciones, de lafisonomía de los alumnos, que no le inspiraban ya sino disgusto, de suscuadernos azules, con manchas de tinta, sucios, llenos de faltasestúpidas, idiotas, que hacían aún más detestable la vida.
«Debe de ser una cosa muy interesante el oficio de espía—se dijo—. Unespía arriesga su vida tanto como un revolucionario. A veces la prácticadel espionaje cuesta la cabeza. He oído decir que mataron a un espíahace poco. Le degollaron como a un cerdo.»
Durante un minuto tuvo miedo y quiso renunciar al papel que se habíapropuesto representar; pero su oficio de profesor era tan odioso paraél, tan monótono y aburrido, que le gustaba, aunque sólo fuera por unrato, cambiar de pellejo.
La estudianta no le miraba ya, y, no obstante, su juvenil rostro, ellóbulo rosa de su oreja, que se veía bajo un bucle de sus cabellosondulados; su cuerpo, un poco inclinado hacia delante; su pecho, quebajaba y subía anhelosamente, todo expresaba una angustia terrible y undeseo loco de huir. En aquel momento soñaba quizá con tener alas. Dosveces se movió un poquito, disponiéndose a descender, y, al sentir sobresus mejillas ruborosas la mirada inquisitorial de Krilov, permaneciócomo clavada en su sitio, sin retirar la mano de la barandilla en que seapoyaba. Su guante negro, con un dedo algo descosido, temblaba un poco.Le daban vergüenza aquel guante y aquel dedo minúsculo, tímido,desamparado; pero no tenía fuerza para levantar la mano.
«¡Muy bien! ¡Muy bien!—pensaba Krilov—. Estoy muy contento. De buenagana huirías; ¡pero no, pequeña! Será una buena lección para ti. Esto teenseñará a ser más prudente. ¡La vida no es lo que tú te creías!»
Se imaginó la vida de aquella muchacha. Era tan interesante como la deun espía; pero había en ella algo que no conocían los espías: unaarrogancia, una mezcla armónica de lucha, de misterio, de horror y dealegría... Era perseguida, y hay algo de singularmente delicioso en queun malvado, hostil y temible, tienda las manos aprehensoras a nuestragarganta y prepare, hilo por hilo, la cuerda para estrangularnos.
¡Entales momentos, el corazón late con tanta violencia, se ilumina la vidacon una luz tan fúlgida y se la ama con tanto ardor!
Con disgusto, Krilov dirigió una mirada a su viejo gabán, al botón quecolgaba con un pedazo de la tela; se imaginó su rostro amarillo y agrio,que detestaba, hasta el extremo de no afeitarse sino una vez al mes; susojos, con gafas azules, y se convenció, con un placer maligno, de queparecía, en efecto, un espía. Sobre todo, a causa de su botón colgante;los espías no tienen a nadie que pueda coserles los botones, y todosdeben de llevar colgando del gabán un botón de que no pueden servirse.
Experimentó un sentimiento de soledad triste, propia sólo de los espías.Una profunda melancolía invadió su corazón. El cielo, la vida, lasgentes, todo se tornó a sus ojos sombrío, negro, al par que hondo,misterioso y lleno de sentido.
Trató de mirarlo todo con una mirada semejante a la de la muchacha. Ytodo se le presentó bajo un aspecto nuevo.
No se había parado nunca a penetrar el significado del día y la noche;la noche misteriosa, engendradora de tinieblas, escondedora de hombres,silenciosa e inescrutable; ahora veía su aproximación callada; admirabalas luces que se encendían una tras otra; percibía algo de solemne enaquella lucha entre el resplandor y las sombras, y se asombraba de lacalma de la multitud, que discurría por la calle sin darse cuenta, alparecer, de que la noche se acercaba.
La muchacha miraba ávidamente a los rincones negros de las callejuelas,no alumbradas aún, y él seguía sus miradas y hundía la vista en esoscorredores obscuros, que invitan, en la sombra, con una elocuenciamisterio