Los Espectros-- Novelas Breves by Leonid Nikolayevich Andreyev - HTML preview

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ESCIPIÓN.—¡Perdonad, señora! No ha sido otra que vos la que me las hapuesto así.

CLEOPATRA.—¿Cómo? ¿Yo? Entonces sois vos quien me ha raptado. (Le miracon desprecio.) Os ruego que me perdonéis, no os había reconocido.

ESCIPIÓN. (Con acento alegre.)—¡Y yo os he reconocido al punto!Vuestros cabellos huelen a... ¿Cómo se llama eso?

CLEOPATRA.—¡No os importa a lo que huelen mis cabellos! Yo creo que nohuelen mal.

ESCIPIÓN.—Eso es lo que yo digo...

CLEOPATRA.—¡Vuestra opinión me tiene completamente sin cuidado! Y

nohablemos más del asunto. Os ruego, señor, que nos digáis, leal yfrancamente, qué queréis de nosotras.

(Escipión baja modestamente los ojos, y, no pudiendo contenerse, seríe, tapándose la boca. Los demás romanos se ríen también. Las mujeresse indignan mucho.) CLEOPATRA.—¡Vaya una respuesta! ¡Es innoble! Os pregunto: ¿Qué queréisde nosotras? ¿Qué esperáis obtener? Creo que no ignoráis que todas somoscasadas.

ESCIPIÓN.—Sí, señora, lo sabemos; pero... nosotros también tenemos laintención de pediros en matrimonio.

CLEOPATRA.—¿Pero habláis en serio? ¡Habéis perdido el juicio!

ESCIPIÓN.—Señora, miradnos bien: no se trata de unos snobs de laavenida Nevsky.

Acabamos de fundar a Roma y ardemos en deseos deconsolidar... Procurad comprender nuestra situación, y os apiadaréis denosotros. ¿Acaso no os apiadaríais de vuestros maridos si, a lo mejor,se quedasen solos, sin mujeres? ¡Así estamos nosotros, señora!

EL GRUESO ROMANO.—¡Completamente!

VERÓNICA. (Enjugándose las lágrimas.)—¡Pobres hombres! ¡Loscompadezco con toda mi alma!

ESCIPIÓN.—En medio de las batallas, ocupado en la fundación de Roma,hemos dejado, por decirlo así, escapar el momento favorable paracrearnos una familia...

Creednos, señora, compadecemos de todo corazón avuestros pobres maridos...

CLEOPATRA. (Con dignidad.)—Eso os honra.

ESCIPIÓN.—¿Pero por qué nos han dejado cargar con vosotras?

(Los romanos le jalean con gritos de «¡Bravo, Escipión! ¡Muy biendicho!» Las mujeres se indignan de nuevo. Algunas exclaman: «¡Esto esabominable! ¡Insulta a nuestros maridos! ¡No se puede permitir!»)

CLEOPATRA. (Con voz seca.)—Si queréis continuar las negociaciones, osruego que habléis con más respeto de nuestros maridos.

ESCIPIÓN.—¡Con mucho gusto! Pero, señora, con todo nuestro respeto, nopodemos menos de confesar que no son dignos de vosotras. Mientras nosdesgarráis el corazón con vuestros atroces sufrimientos; mientrasvuestras lágrimas corren como torrentes que en la primavera seprecipitan de las montañas; mientras hasta las piedras se conmueven yplañen; mientras vuestras encantadoras narices empiezan a hincharse acausa del llanto que vertéis...

NUMEROSAS VOCES FEMENINAS.—¡Eso no es verdad!

ESCIPIÓN.—Mientras toda la naturaleza, etcétera, etc., vuestrosmaridos, señoras,

¿dónde están? No los veo por ninguna parte. Brillanpor su ausencia. Os han abandonado. Diré más, a riesgo de provocarvuestras iras: os han hecho traición vilmente.

(Los romanos adoptan posturas altivas. Entre las mujeres se oyensuspiros y llantos.)

PROSERPINA. (Con acento tranquilo.)—Verdaderamente, ¿por qué no vienemi marido? ¡Creo que ya es hora!

CLEOPATRA.—Todo eso está muy bien, señor. Tenéis un pico de oro, sabéisadoptar elegantes posturas; pero decidme: ¿qué haríais si quisieranraptarnos durante la noche?

ESCIPIÓN.—Velaremos la noche entera. Además, espero que vosotras noquerréis marcharos.

VERÓNICA.—¿Por qué están tan lejos? ¡Yo quiero que se acerquen!

VOCES FEMENINAS.—¡Por favor, detenedla!

CLEOPATRA.—¡Tiene gracia lo seguro que estáis de vosotros mismos! Nopuedo menos de reconocer que manifestáis un gran respeto por nuestrossufrimientos; pero sois todavía muy joven, y hay cosas que no se osalcanzan. Así, pues, voy a deciros algo que aniquilará por completovuestra argumentación, y que hasta os hará, de fijo, poneros colorado.¿Qué se hará de los niños, señor?

ESCIPIÓN.—¿Qué niños?

CLEOPATRA.—Pues los que nos hemos dejado en casa.

ESCIPIÓN.—Confieso, señora, que es una cuestión peliaguda. Permitidmeconsultar con mis camaradas.

CLEOPATRA.—Hacedlo.

(Se aleja hacia las mujeres. Los romanos deliberan en voz baja.) ESCIPIÓN.—¡Señora!

CLEOPATRA.—Soy toda oídos.

ESCIPIÓN.—Mis camaradas, los señores romanos de la antigüedad, tras unalarga deliberación, me han encargado que os diga que tendréis nuevosniños.

CLEOPATRA. (Estupefacta.)—¿De veras? ¿Creéis?...

ESCIPIÓN.—¡Lo juramos! ¡Juremos todos, señores!

(Los romanos juran, blandiendo sus aceros.)

CLEOPATRA.—Pero el sitio no es nada bonito.

ESCIPIÓN. (Ofendido.)—¿No os gusta?

CLEOPATRA.—Claro, montañas, hondonadas... En suma, una cosa estúpida.Esta piedra tan grande, por ejemplo, ¿qué hace aquí? ¡Quitadla!

ESCIPIÓN. (Aparta la piedra.)—¡A vuestras órdenes, señora!

CLEOPATRA.—¡Y luego esos árboles! No, esto es muy feo. Me ahogo aquí.Vos mismo estáis avergonzado, no podéis negarlo. Pero me parece que debodaros una respuesta.

ESCIPIÓN.—¿Una respuesta?

CLEOPATRA.—¡Claro! ¿No me habéis hecho una pregunta?

ESCIPIÓN.—¿Yo? ¿Qué pregunta? Perdonad, señora, mi razón está un pocoturbada con motivo de todo esto.

CLEOPATRA.—¡Vaya una ocurrencia! ¿Sabéis que eso es ofensivo para mí?

ESCIPIÓN.—¿Para vos?

CLEOPATRA.—¡Naturalmente! Pretendéis haber perdido la razón por micausa.

ESCIPIÓN.—¿Yo?

CLEOPATRA.—¡No, que seré yo! Y no perdamos tiempo, voy a consultar amis amigas. Calmaos esperándome. ¡Si pudierais veros la cara! La tenéiscubierta de sudor, como si os hubierais pasado todo el día cargandopiedra. Secaos el sudor.

¿Tenéis pañuelo?

ESCIPIÓN.—Me parece, señora, que estáis burlándoos de mí.

CLEOPATRA.—¿Yo?

ESCIPIÓN.—¡Vaya! Y no puedo permitirlo.

CLEOPATRA.—¿Y qué vais a hacer?

ESCIPIÓN.—Gracias a Dios, no soy todavía vuestro marido para permitirosburlaros de mí.

CLEOPATRA.—¡Muy bien! ¿Conque os congratuláis de no ser todavía mimarido?

¡Tiene gracia! ¿Queríais hacernos creer en la sinceridad devuestros juramentos?

(Dirigiéndose a las demás mujeres.) ¿Oís,señoras? ¡Se congratulan de no ser nuestros maridos!

ESCIPIÓN.—¡No, no es posible! Es una lógica que no entiendo. Os ruegoque acabéis.

CLEOPATRA.—¿Y si no quiero?

ESCIPIÓN.—Entonces... entonces, ¡podéis largaros!

CLEOPATRA.—¿Cómo?

ESCIPIÓN.—Sí, podéis largaros todas. Id a buscar a vuestros maridos.Estamos hasta la coronilla. ¡Por la cabeza de Hércules! Si hemos fundadoa Roma, no ha sido para volvernos después locos con vuestra estúpidaargumentación.

CLEOPATRA.—¿Estúpida?

ESCIPIÓN.—¡Idiota, si os parece poco!

CLEOPATRA. (Llorando.)—¡Me insultáis!

ESCIPIÓN.—¡Oh, Júpiter! ¡Está llorando! Pero vamos, señora, ¿quéqueréis de mí?

No puedo más. Aunque soy un antiguo romano, vais ahacerme perder el juicio.

¡Cesad de llorar, os lo ruego!

CLEOPATRA.—Entonces, ¿nos dejáis partir? (Llora con mayordesconsuelo.) ESCIPIÓN.—¡Desde luego! Estáis libres. Id en busca de vuestros maridos.¿Verdad, señores romanos? ¿Pueden partir?

EL GRUESO ROMANO.—¡Naturalmente! Que se vayan; raptaremos a las mujeresde los etruscos.

ESCIPIÓN.—¡Qué mujeres, Dios mío! Toda paciencia es poca parasoportarlas.

CLEOPATRA. (Llorando.)—¿Palabra de honor?

ESCIPIÓN.—¿Cómo?

CLEOPATRA.—¿Palabra de honor de que nos dejáis irnos?

ESCIPIÓN.—¡Ya lo habéis oído!

CLEOPATRA.—Sí; mas podría ser que no lo dijerais en serio.

ESCIPIÓN.—Completamente en serio.

CLEOPATRA.—Y si nos decidimos a irnos, ¿nos cogeréis de nuevo?

ESCIPIÓN.—¡De ningún modo! ¡Qué pesadez, Dios mío! ¡Marchaos y notemáis nada!

CLEOPATRA.—Muy bien; ¿pero nos llevaréis en brazos?

ESCIPIÓN.—¿Cómo?

CLEOPATRA.—¿No comprendéis? Pues es muy sencillo: ya que nos habéistraído aquí, debéis ahora llevarnos junto a nuestros maridos. Ladistancia es muy larga, y no podemos ir a pie.

(Las mujeres prorrumpen en risas sarcásticas. Escipión, ahogándose decólera, quiere decir algo; pero se limita a herir furiosamente el suelocon el pie y se va con sus camaradas. Todos los romanos les vuelven laespalda a las mujeres, se sientan en el suelo y permanecen en tal guisamientras las mujeres deliberan.) CLEOPATRA.—¿Habéis oído, queridas amigas? Nos dejan partir.

VERÓNICA.—¡Es terrible!

—¡Nos echan! Es innoble. ¡Raptar a honradas mujeres, trastornarlo todoa media noche, despertar a los niños, suscitar desórdenes! Y todo,¿para qué? ¡Para declararnos que no nos necesitan ya!

—¿Y nuestros pobres maridos? ¿A qué santo han sufrido todo eso?

—¡Ya veis, por la noche, cuando todo el mundo está durmiendo!

—¿Conocéis el camino?

—¡Cualquiera lo conoce! ¡Como que no tenía una más ocupación que la deobservar el camino cuando la traían!

—Hay una gran distancia.

—¿Y si se niegan a llevarnos?

VERÓNICA. (Con voz gemebunda.)—Se me desgarra el corazón. ¡Pobrechiquillo mío! Le han obligado a volvernos la espalda. Iré a hablar conél.

CLEOPATRA.—¡Esperad! ¡Verónica! No se os escapará vuestro chiquillo.Hay que tomar una resolución.

PROSERPINA.—Por mi parte, es igual que tengamos unos maridos u otros.Allá se van todos. Estoy segura de que lo primero que se me pedirá esuna buena cena. Hasta me alegraré de tener un nuevo marido; el que tengoahora gruñe porque no varío el menú, mientras que el nuevo se chuparálos dedos.

CLEOPATRA.—Decís cosas cínicas, Proserpina. La historia, con esemotivo, nos condenará.

PROSERPINA.—¿Qué sabe la historia de nuestros negocios? Además, yo meencuentro aquí divinamente.

CLEOPATRA.—¡Sois incorregible, Proserpina! Tened cuidado, puedenoírnos.

Escuchad, queridas amigas, tengo un plan: podemos partirinmediatamente en busca de nuestros maridos. ¡Pero el camino es tanlargo y estamos tan cansadas!

—¡Tengo los nervios tan excitados!

—¡Es natural! ¡Hemos pasado una noche tan horrible!

CLEOPATRA.—Por eso os propongo que descansemos aquí un par de días.Esto no nos comprometerá a nada. Nuestros raptores estarán encantados, yasí les será menos dolorosa la separación. Confieso que el mío me dalástima; le he puesto perdida la nariz.

—¡Pero nada más que dos días!

—Creo que un solo día bastará para que descansemos. Id a hablar conellos, Cleopatra; si no, se dormirán.

CLEOPATRA. (Volviéndose hacia los romanos.)—¡Señor!

ESCIPIÓN. (Sin volver la cabeza.)—¿En qué puedo serviros?

CLEOPATRA.—Venid un instante.

ESCIPIÓN.—¡A vuestras órdenes, señora! (Se levanta y se acerca.) CLEOPATRA.—Hemos decidido aprovechar vuestra amable proposición, y nosvamos inmediatamente. ¿No estáis incomodados?

ESCIPIÓN.—No.

CLEOPATRA.—Pero antes de partir quisiéramos descansar un poco. Esperoque nos permitiréis permanecer aquí uno o dos días. Esto, además, nosgusta mucho.

(Todos los romanos se levantan precipitadamente.) ESCIPIÓN. (Entusiasmado.)—¡Querida señora, estoy encantado! Os juropor la cabeza de Hércules, de Júpiter, de Venus, de Baco, de Afrodita,que todos nosotros...

En fin, ya me comprendéis, ¿verdad? ¡Señoresromanos de la antigüedad, al asalto!

CLEOPATRA.—Ahora iremos a dar un paseíto.

ESCIPIÓN.—¡Todo lo que queráis, señoras! ¡Señores romanos de laantigüedad, adelante! ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡No todos a una! ¡Cada cualcuando le toque!

(Coge a Cleopatra del brazo y se la lleva hacia las montañas. Tras élmarchan los demás romanos, cada cual con su sabina del brazo.)

—¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡En filas apretadas!

(Pablo Emilio, solo, recorre con gesto desesperado la escena.) PABLO EMILIO.—¿Dónde está la mía? ¡Esperad, señores romanos de laantigüedad!

¡Se me ha perdido! ¿Dónde está?

(Verónica permanece un poco a distancia, con los ojos bajos, como unanovia.

Pablo se dirige a ella.)

PABLO EMILIO.—Señora, ¿no la habéis visto?

VERÓNICA.—¡Qué bestia eres!

PABLO EMILIO.—¿Yo?

VERÓNICA.—Sí, tú. ¡Eres un bestia!

PABLO EMILIO.—¡Me insultáis, señora!

VERÓNICA.—¡Oh, qué bestia eres! ¿Acaso no ves? ¿Acaso no me reconoces?¡Oh, querido mío! Hace treinta años que te espero. ¡Aduéñate!

PABLO EMILIO.—¿De qué?

VERÓNICA.—¡Pues de mí! ¡Soy tuya! ¡Dios mío, qué bestia eres!

PABLO EMILIO.—¡Pero ésta no es ella!

VERÓNICA.—Sí, soy ella.

PABLO EMILIO.—¡Ca!

VERÓNICA.-¡Sí!

PABLO EMILIO.—¿Vos? ¿Vos sois la que?...

(Se sienta en el suelo y llora.)

VERÓNICA.—Escucha, todos se han ido ya; me da vergüenza estar aquísola.

¡Vamos!

PABLO EMILIO.—No sois vos.

VERÓNICA.—¿No te digo que sí soy yo? ¡Caramba! Mi marido repite desdehace treinta años que no soy yo. ¡Y ahora éste también! ¡Dame la mano!

PABLO EMILIO. (Aterrorizado.)—¡No, no sois vos! ¡Socorro! ¡Socorro!¡Me rapta!

TELÓN

CUADRO SEGUNDO

Un cuadro extremadamente triste, que dé idea de la situacióntrágica de los maridos despojados. Es muy posible que llueva, quehaga mucho viento, que las nubes negras encapoten el cielo; pero noes menos posible que todo esto no sea sino imaginación. De un modoo de otro, el paisaje debe corresponder al trágico estado de almade los pobres maridos.

A ambos lados de la escena, los sabinos, en dos grupos simétricos,se dedican a la gimnástica. Mientras hacen ejercicios variados,murmuran: «Quince minutos de ejercicio diarios, y estaréis comouna manzana.» En medio, en un largo banco, están sentados losmaridos con hijos, y cada uno tiene un niño en brazos.

Estántristemente cabizbajos, y todo en su actitud manifiesta unadesesperación estilizada.

Durante largo rato no se oye sino el cuchicheo de los gimnastas; «Quince minutos de ejercicio diarios», etc.

Entra Anco Marcio, enseñando una carta.

MARCIO.—¡He aquí la dirección, señores sabinos! Hemos recibido ladirección de nuestras mujeres. ¡La dirección, señores, la dirección!

VOCES AHOGADAS.—¡Escuchad, escuchad! Se ha recibido la dirección.

(Marcio saca del bolsillo una campanilla y la agita.)

—¡Silencio, señores, silencio!

MARCIO.—¡Señores sabinos! La historia no podrá reprocharnos ni lalentitud ni la indecisión. Ni lentitud ni indecisión entran en elcarácter de los sabinos, a cuyo temperamento arrebatado, impulsivo,apenas ponen coto la experiencia y la prudencia.

¿Recordáis, maridosdespojados, adónde fuimos a parar la mañana memorable que siguió a laterrible noche durante la cual esos bandidos robaron, de una maneraabominable, a nuestras desgraciadas mujeres? ¿Recordáis adónde nosllevaron nuestras piernas veloces, devorando el espacio, apartando todoslos obstáculos y alborotando toda la región? ¿Recordáis? (Los sabinosguardan silencio.) ¡Vamos, señores sabinos, un pequeño esfuerzo dememoria!

UNA VOZ TÍMIDA.—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

(Los sabinos siguen silenciosos y pendientes de los labios de Marcio.) MARCIO. (Con énfasis.)—Bueno, voy a refrescar vuestra memoria:corrimos a la agencia de informaciones para enterarnos de dónde sehallaban nuestras mujeres. Por desgracia, esta institución arcaica no losabía aún, y nos dio... la antigua dirección de aquéllas. Y durante unasemana entera la agencia estuvo dándonos, como si se burlase denosotros, la misma antigua dirección. Al fin nos dio este terribleinforme: «Partieron sin dejar señas.» Pero no quedamos contentos conesta gestión. ¿Recordáis, señores sabinos, lo que hicimos por añadidura? (Los sabinos guardan silencio.) He aquí una exposición sucinta, peroelocuente, de lo que hemos hecho en los diez y ocho meses que hantranscurrido desde la desaparición de nuestras pobres mujeres: hemospublicado anuncios en los periódicos, prometiendo una recompensa a quiennos indique dónde se encuentran; hemos consultado a los astrólogos, quehan tratado noches y noches, contemplando los astros, de encontrar ladirección apetecida...

—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

MARCIO. (Dirigiendo una mirada de reproche al que le hainterrumpido.)—Hemos matado millares de gallinas, patos y gansos paraexaminar sus entrañas y adivinar así la ansiada dirección. Todosnuestros esfuerzos han sido vanos. Los dioses todopoderosos no hanquerido coronarlos de éxito. Las estrellas a que nos hemos dirigido sólonos han contestado una cosa: «Partieron sin dejar señas.» ¡Sí, sin dejarseñas! (Los sabinos lloran.)

—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

MARCIO.—Sí, señores sabinos, es una respuesta bien extraña por parte delos astros.

Pero continúo con orgullo la exposición de lo que hemoshecho. ¿Recordáis, señores sabinos, en qué se hallaban ocupados nuestrossabios juristas mientras los astrólogos consultaban las estrellas? (Lossabinos guardan silencio.) ¡Vamos, un pequeño esfuerzo de memoria! Enestas condiciones, es difícil hablar. Estáis ahí como estatuas, sindecir esta boca es mía. ¡Bueno, recordad, os lo ruego!

—¡Proserpinita querida!

MARCIO.—¡Dejadnos en paz con vuestra Proserpina! Bueno, señoressabinos, voy a ayudaros a recordar. Decidme, ¿para qué os dedicáis a lagimnástica?

UNA VOZ TÍMIDA EN EL FONDO.—Para tener los músculos fuertes.

MARCIO.—¡Muy bien! ¿Y para qué necesitamos tener los músculos fuertes?¡Responded!

OTRA VOZ TÍMIDA.—Para pegarnos.

MARCIO.— (Levantando con desesperación los brazos al cielo.)—¡Oh,dioses! ¡Para pegarnos! ¿Y quién dice eso? Un sabino, un amigo de lasleyes, un puntal del orden, un modelo, único en el mundo, de lealtad. Medan vergüenza las palabras que acaban de ser pronunciadas. Cuadrarían enboca de un bandido romano que roba las mujeres ajenas.

—Proserpinita...

MARCIO.—¿Queréis no fastidiarnos más con vuestra Proserpina? Se trataaquí de una cuestión de principios... Veo, señores, que la espantosapérdida ha eclipsado vuestra memoria, y voy a refrescar vuestrosrecuerdos. Tenemos necesidad de músculos fuertes para poder llevar, eldía en que al fin conozcamos la dirección de nuestras mujeres y de susraptores, los pesadísimos volúmenes del código civil, las colecciones delas leyes y las resoluciones del Senado, así como los cuatrocientostomos escritos con motivo de nuestro asunto por los sabios juristas, enlos que se prueba, con una claridad meridiana, la ilegalidad del actoque los romanos cometieron. No echéis en olvido, señores sabinos, quenuestra única arma es la ley, nuestro derecho y nuestra concienciatranquila. Demostraremos a los romanos, sin que haya lugar a dudaalguna, que son unos raptores, y a nuestras pobres mujeres, que fueronraptadas de un modo por completo ilegal. Hasta el Cielo se estremeceráde indignación. Y—¡congratulaos, señores sabinos!—ahora, por fin,podemos acometer nuestra gran empresa, porque tenemos la direcciónexacta. ¡Miradla!

(Blande la carta. Los sabinos se empinan sobre las puntas de los piespara ver mejor.)

MARCIO.—¡Miradla! Una carta certificada que firma «Un raptorarrepentido». El autor dice en ella que tiene remordimientos deconciencia por su mala acción; jura que no raptará ya más mujeres, ypide perdón humildemente. La firma no es legible; sobre ella hay unagran mancha, que proviene, sin duda, de las lágrimas derramadas sobre elpapel por el autor arrepentido. Entre otras cosas, escribe que nuestraspobres mujeres tienen destrozado el corazón.

—¡Proserpinita querida!

MARCIO.—¡Pero

escuchadme!

¡Me

interrumpís

a

cada

palabra

con

vuestroslamentos! Haceos cargo de que vuestra Proserpina es cosa secundariacuando se trata del triunfo del derecho. Mientras, los demás nosdisponemos a la gran batalla en pro del derecho y la justicia—batallaen que acaso perdamos la vida—, vos sólo pensáis en vuestra Proserpina.En nombre de la honorable asamblea, condeno vuestra conducta... ¡Bueno,señores, preparémonos! ¡Acatad mis órdenes! ¡Alineaos en filasregulares! ¡Pero más aprisa, vamos! ¡Eh, cuidado, os dicen que osvolváis a la derecha y os volvéis a la izquierda! Y ya es hora de quedistingamos entre la izquierda y la derecha.

(Coge por un hombro al sabino que se ha equivocado y empieza aenseñarle.) MARCIO.—Para saber dónde está la derecha, volved la cara al Norte... Ono, la cara al Sur y la espalda al Este. ¡Así no! ¡Lo hacéisprecisamente al revés! ¡Qué fastidio!

Seguid a vuestros vecinos...Ahora, señores, si alguno de vosotros lleva cortaplumas, que lo tire.Los mondadientes también. Nada que pueda suscitar ideas de violencia.¡Ningún arma contundente ni cortante! Nuestra arma es el derecho y laconciencia pura. Ahora, que cada uno tome un volumen de leyes y otro deestudios jurídicos. ¡Así! ¡Las trompetas al frente! Tocad la marcha delos maridos despojados.

¡Adelante! Pero no olvidéis cómo hay queavanzar. ¿Lo habéis olvidado?

(Los sabinos no responden.)

MARCIO.—Bueno, os lo recordaré: dos pasos al frente y un paso atrás.Dos pasos al frente y un paso atrás. Con los dos primeros pasosexpresamos nuestra firme voluntad, el ardor arrebatado de nuestrasalmas, el deseo irresistible de dar cima a nuestra empresa; mientras queel paso atrás manifiesta nuestra sensatez y nuestra prudencia.

Al darlo,damos, por decirlo así, prueba de nuestra lealtad, de nuestro propósitode obrar con moderación. La historia, señores, no conoce saltos. Y nohay que olvidar que en este momento la historia, esa justicieraimplacable, está personificada en nosotros.

Tocad la marcha.

(Las trompetas empiezan a tocar, ora en tono mayor y solemne, oralanzando quejas y gemidos. Los sabinos avanzan del modo indicado porMarcio: dos pasos al frente, un paso atrás. De esta suerte atraviesanlentamente la escena y desaparecen entre bastidores. Se sigue oyendolargo rato los acordes de la marcha lúgubre.) TELÓN

CUADRO TERCERO

La escena del primer cuadro. El aspecto es ya menos inculto. Anteuna de las chozas hállase, en pie, el romano Escipión en unapostura perezosa. Sale de entre bastidores el ejército sabino, queavanza gravemente, dos pasos al frente, un paso atrás. Al advertirsu presencia, el romano se anima un poco y los mira con curiosidad;pero la monotonía de su marcha le cansa; empieza a bostezar, sedespereza y se sienta, flemático, en una piedra.

A una señal de Anco Marcio, las trompetas cesan de tocar.

MARCIO. (Gritando con desesperación.)—¡Alto, señores sabinos! ¿Osdetenéis o no?

(Se detienen bruscamente.)

MARCIO.—¿Os detenéis o no? ¡Dios mío, no es fácil atajar un torrenteque se precipita hacia el mar! ¡Al fin os habéis detenido! Ahora,obedeced. ¡Atrás los trompetas! ¡Adelante los profesores! Los demás quesigan en su lugar, sin moverse.

(Los trompetas retroceden. Los profesores avanzan. Los demás se quedancomo paralizados.)

MARCIO.—¡Señores profesores, preparaos!

(Los profesores arman unos pupitres portátiles, y sobre cada uno deellos colocan un grueso volumen; todos a la vez abren su librorespectivo ruidosamente, lo que produce la impresión del disparo de unabatería. Escipión se anima de nuevo y contempla con curiosidad todosestos preparativos.) ESCIPIÓN.—¿De qué se trata, señores? ¿Podría yo quizá seros útil? Perosi se trata de un circo, debo advertiros que el coliseo no estáterminado todavía.

MARCIO. (Con frialdad.)—¡Cállate, innoble raptor! (Dirigiéndose alos suyos.) ¡Al cabo, señores sabinos, estamos a punto de conseguir elobjeto que perseguimos! Tras nosotros queda un largo camino deprivaciones, de hambre, de soledad; ante nosotros se presenta unabatalla única en la historia humana. Animaos, dominaos, calmaos;contened la cólera sagrada que rebosa en vuestros corazones y esperadtranquilos el fatal desenlace. ¿Recordáis lo que os ha traído aquí?

(Los sabinos guardan silencio.)