Conteniendo un sollozo, exclamó Nucha:
—Fuese quien fuese.... Con las señoritas no se hacen estas brutalidades.
—Hija mía, tu señora hermanita me buscó..., y el que me busca, que no sequeje si me encuentra.... Ea, no haya más, no estés así disgustada. ¿Quéva a decir de mí el tío? Pero ¿aún lloras, mujer? Cuidado que eressensible de veras. A ver, a ver esa cara.
Alzó el candelabro para alumbrar el rostro de Nucha. Estaba éstaencendida, demudada, y por sus mejillas corría despacio una lágrima;pero al darle la luz en los ojos, no pudo menos de sonreír ligeramente ysecar el llanto con su pañuelo.
—¡Hija! ¡Cualquiera se te atreve! ¡Eres una fierecita! ¡Y hasta fuerzaen los puños descubres en esos momentos! ¡Diantre!
—Vete—ordenó Nucha recobrando su seriedad—. Ésta es mi habitación, y nome parece decente que te estés metido en ella.
Dio el marqués dos pasos para salir; y volviéndose de pronto, preguntó:
—¿Quedamos amigos? ¿Se hacen las paces?
—Sí, con tal que no vuelvas a las andadas—respondió con sencillez yfirmeza Nucha.
—¿Qué me harás si vuelvo?—interrogó risueño el hidalgo campesino—. Capazeres de dejarme en el sitio de una manotada, chica.
—No por cierto.... No tengo yo fuerzas para tanto. Haré otra cosa.
—¿Cuál?
—Decírselo a papá, muy clarito, para que se fije en lo que de seguro nose le habrá pasado por la cabeza: que no parece natural vivir tú aquí nosiendo nuestro hermano y siendo nosotras muchachas solteras. Ya sé quees un atrevimiento meterme a enmendarle la plana a papá; pero él no hareparado en esto, ni te cree capaz de gracias como las de hoy. En cuantonote algo, se le ha de ocurrir sin que yo se lo sople al oído, pues nosoy quién para aconsejar a mi padre.
—¡Caramba! Lo dices de un modo..., ¡como si fuese cuestión de vida omuerte!
—Pues así.
Marchóse con estas despachaderas el marqués, y a la hora de la cenaestuvo taciturno y metido en sí, haciendo caso omiso de las zalameríasde Rita. Nucha, aunque un poco alterada la fisonomía, se mostró comosiempre, afable, tranquila y atenta al buen servicio y orden de la mesa.Aquella noche el marqués no dejó dormir a Julián, entreteniéndole hastalas altas horas con larga y tendida plática. Los días siguientes fueronde tregua; don Pedro salía bastante, y se le veía mucho en el Casino,junto a la tribuna de los maldicientes. No perdía allí el tiempo.Informábase de particularidades que le importaban, por ejemplo, elverdadero estado de fortuna de su tío. En Santiago se decía lo que élsospechaba ya: don Manuel Pardo mejoraba en tercio y quinto a suprimogénito Gabriel, que entre la mejora, su legítima y el vínculo,vendría a arramblar con casi toda la casa de la Lage. No restaba másesperanza a las primitas que la herencia de una tía soltera, doñaMarcelina, madrina de Nucha por más señas, que residía en Orense,atesorando sórdidamente y viviendo como una rata en su agujero. Estasnuevas dieron en qué pensar a don Pedro, que desveló a Julián algunasnoches más. Al cabo adoptó una resolución definitiva.
Estremecióse de placer don Manuel Pardo viendo al sobrino entrar en sudespacho una mañana, con la expresión indefinible que se nota en elrostro y continente de quien viene a tratar algo de importancia. Habíaoído don Manuel que donde hay varias hermanas, lo difícil es deshacersede la primera, y después las otras se desprenden de suyo, como lascuentas de una sarta tras la más próxima al cabo del hilo. ColocadaRita, lo demás era tortas y pan pintado. Con Manolita cargaría porúltimo el finchado señorito de la Formoseda; a Carmen se le quitarían dela cabeza ciertas locuras y siendo tan linda no le faltaría buenacomodo; y Nucha.... Lo que es Nucha no le hacía a él peso en casa, puesla gobernaba a las mil maravillas; además, a fuer de heredera presuntade su madrina, no necesitaba ampararse casándose. Si no hallaba marido,viviría con Gabriel cuando éste, acabada la carrera, se estableciesesegún conviene al mayorazgo de la Lage. Con tan gratos pensamientos, donManuel abrió los oídos para mejor recibir el rocío de las palabras de susobrino.... Lo que recibió fue un escopetazo.
—¿Por qué se asusta usted tanto, tío?—exclamaba don Pedro gozando en susadentros con la mortificación y asombro del viejo hidalgo—. ¿Hayimpedimento? ¿Tiene Nucha otro novio?
Comenzó don Manuel a poner mil objeciones, callándose algunas que noeran para dichas.
Salió la corta edad de la muchacha, su delicada salud,y hasta su poca hermosura alegó el padre, sazonando la observación conalusiones no muy reservadas al buen palmito de Rita y al mal gusto de nopreferirla. Dio al sobrino manotadas en los hombros y en las rodillas;gastó chanzas, quiso aconsejarle como se aconseja a un niño que escogeentre juguetes; y por último, tras de referir varios chascarrillosadecuados al asunto y contados en dialecto, acabó por declarar que a lasdemás chicas les daría algo al contraer matrimonio, pero que a Nucha...como esperaba heredar lo de su tía.... Los tiempos estaban malos, abofé.... Luego, encarándose con el marqués, le interrogó:
—¿Y qué dice esa mosquita muerta de Nucha, vamos a ver?
—Usted se lo preguntará, tío.... ¡Yo no le dije cosa de sustancia...! Yavamos viejos para andar haciendo cocos.
¡Oh y qué marejada hubo en casa de la Lage por espacio de una quincena!Entrevistas con el padre, cuchicheos de las hermanas entre sí,trasnochadas y madrugonas, batir de puertas, lloreras escondidas quedenunciaban ojos como puños, trastornos en las horas de comer,conferencias con amigos sesudos, curiosidades de dueña oficiosa queapaga el ruido de su pisar para sorprender algo al abrigo de unacortina, todas las dramáticas menudencias que acompañan a un gravesuceso doméstico.... Y como en provincia las paredes son de cristal, semurmuró en Santiago desaforadamente, glosando los escándalos ocurridosentre las señoritas de la Lage por causa del primo. Se acusó a Rita dehaber insultado agriamente a su hermana porque le quitaba el novio, y aCarmen de ayudarla, porque Nucha reprendía su ventaneo. Se censuró aNucha también por falsa e hipócrita. Se le royeron los zancajos a donManuel, afirmando que había dicho en toda confianza a persona que lorepitió en toda intimidad: «El sobrino no me había de salir de aquí sinuna de las chicas, y como se le antojó Nucha, hubo que dársela». Seaseguró que las hermanas no cruzaban ya palabra alguna en la mesa, y loconfirmó ver a Rita en paseo sola con Carmen delante, mientras el primoseguía detrás con don Manuel y Nucha. Ésta iba como avergonzada,cabizbaja y modesta. Crecieron los comentarios cuando Rita salió paraOrense, a acompañar una temporada a la tía Marcelina, según dijo, y donPedro para una posada, por no considerarse decoroso que los noviosviviesen bajo un mismo techo en vísperas de boda.
Ésta se efectuó llegada la dispensa pontificia, hacia fines del mes deagosto. No faltaron los indispensables requisitos: finezas mutuas,regalos de amigos y parientes, cajas de dulces muy emperifolladas pararepartir, buen ajuar de ropa blanca, las galas venidas de Madrid en uncajón monstruo. Dos o tres días antes de la ceremonia se recibió unpaquetito procedente de Segovia, y dentro de él un estuche. Contenía unasortija de oro muy sencilla, y una cartulina figurando tarjeta, quedecía: «A mi inolvidable hermana Marcelina, su más amante hermano,Gabriel». La novia lloró bastante con el obsequio de su niño, púsoloen el dedo meñique de la mano izquierda, y allí se le reunió el otroanillo que en la iglesia le ciñeron.
Casáronse al anochecer, en una parroquia solitaria. Vestía la novia derico gro negro, mantilla de blonda y aderezo de brillantes. Al regresarhubo refresco para la familia y amigos íntimos solamente: un refresco ala antigua española, con almíbares, sorbetes, chocolate, vino generoso,bizcochos, dulces variadísimos, todo servido en macizas salvillas ybandejas de plata, con gran etiqueta y compostura. No adornaban la mesaflores, a no ser las rosas de trapo de las tartas o ramilletes depiñonate; dos candelabros con bujías, altos como mecheros de catafalco,solemnizaban el comedor; y los convidados, transidos aún del miedo queinfunde el terrible sacramento del matrimonio visto de cerca, hablabanbajito, lo mismo que en un duelo, esmerándose en evitar hasta el repiquede las cucharillas en la loza de los platos. Parecía aquello la comidapostrera de los reos de muerte. Verdad es que el señor don NemesioAngulo, eclesiástico en extremo cortesano y afable, antiguo amigo ytertuliano de don Manuel y autor de la dicha de los cónyuges, a quienesacababa de bendecir, intentó soltar dos o tres cosillas festivas, entono decentemente jovial, para animar un poco la asamblea; pero susesfuerzos se estrellaron contra la seriedad de los concurrentes. Todosestaban—es la frase de cajón— muy afectados, incluso el señorito de laFormoseda, que acaso pensaba «cuando la barba de tu vecino...», yJulián, que viendo colmados sus deseos y votos ardentísimos, triunfantesu candidatura, sentía no obstante en el corazón un peso raro, como sialgún presentimiento cruel se lo abrumase.
Seria y solícita, la novia atendía y servía a todo el mundo; dos o tresveces su pulso desasentado le hizo verter el Pajarete que escanciaba albuen don Nemesio, colocado en sitio preferente, a su derecha. El novioentretanto conversaba con los hombres, y, al alzarse de la mesa,repartió excelentes cigarros de que tenía rellena la petaca. Nadiealudió al trascendental acontecimiento, ni se atrevió a decir la menorchanza que pudiese poner colorada a la novia; pero al despedirse losconvidados, algunos caballeros recalcaron maliciosamente las buenasnoches, mientras matronas y doncellas, besando con estrépito a ladesposada, le chillaban al oído: «Adiós, señora.... Ya eres señora,ya no es posible llamarte señorita...», celebrando tan trivialobservación con afectadas risas, y mirando a Nucha como paraaprendérsela de memoria. Cuando todos fueron saliendo, don Manuel Pardose acercó a su hija, y la oprimió contra el pecho colosal, sellándole lafrente con besos muy cariñosos. Hallábase realmente conmovido el señorde la Lage: era la primera vez que casaba una hija; sentía desbordarseen su alma la paternidad, y al tomar de la mano a Nucha para conducirlaa la cámara nupcial, alumbrándoles el camino Misia Rosario con uncandelabro de cinco brazos cogido de la mesa del comedor, no acertaba apronunciar palabra, y un poco de humedad se asomaba a sus lagrimalesáridos, y una sonrisa de orgullo y placer entreabría al mismo tiempo suboca. En el umbral pudo exclamar al cabo:
—¡Si levantase la cabeza tal día como hoy tu madre que en gloria esté!
Ardían en el tocador de la estancia dos velas puestas en candeleros nomenos empinados y majestuosos que los candelabros del refresco; y comono la iluminaba otra luz, ni se había soñado siquiera en el clásicoglobo de porcelana que es de rigor en todo voluptuoso camarín de novela,impregnaba la alcoba más misterio religioso que nupcial, completando suanalogía con una capilla u oratorio la forma del tálamo, cuyas cortinasde damasco rojo franjeadas de oro se parecían exactamente a colgadurasde iglesia, y cuyas sábanas blanquísimas, tersas y almidonadas, conrandas y encajes, tenían la casta lisura de los manteles de altar.Cuando el padre se retiraba ya, murmurando «Adiós, Nuchiña, hijaquerida», la novia le asió la diestra y se la besó humildemente, conlabios secos, abrasados de calentura. Quedó sola. Temblaba como la hojaen el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instanteel escalofrío de la muerte chiquita, no por miedo razonado yconsciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado.
Parecíale queaquella habitación donde reinaba tan imponente silencio, donde ardíantan altas y graves las luces, era el mismo templo en que no hacía doshoras aún se había puesto de hinojos....
Volvió a arrodillarse, divisandoallá en la sombra de la cabecera del lecho el antiguo Cristo de ébano ymarfil, a quien el cortinaje formaba severo dosel. Sus labios murmurabanel consuetudinario rezo nocturno: «Un Padrenuestro por el alma demamá...». Oyéronse en el corredor pisadas recias, crujir de botasflamantes, y la puerta se abrió.
Quedaban migajas, no muy añejas aún, del pan de la boda, cuando donPedro celebró con Julián una conferencia, conviniendo ambos en lourgente de que el capellán se adelantase a salir a los Pazos paraadoptar varias precauciones indispensables y civilizar algo la huronera,mientras no iban a vivirla sus dueños. Julián aceptó la comisión, yentonces el señorito mostró remordimientos o escrúpulos de habérselaencomendado.
—Mire usted—advirtió—que allí se necesitan muchas agallas.... Primitivoes hombre de malos hígados, capaz de darle a usted cien vueltas....
—Dios delante. Matar no me matará.
—No lo diga usted dos veces—insistió el señor de Ulloa, impulsado porvoces de su conciencia, que en aquel momento se dejaban oír claras yapremiantes—. Ya le avisé a usted en otra ocasión de cómo es Primitivo:capaz de cualquier desafuero.... Lo que yo no creo es que vaya a cometerbarbaridades por gusto de cometerlas, ni aun en el primer momento,cuando le ciega el deseo de la venganza.... Con todo....
No era ésta la única vez que don Pedro manifestaba sagacidad en elconocimiento de caracteres y personas, don esterilizado por la falta denociones de cultura moral y delicadeza, de ésas que hoy exige lasociedad a quien, mediante el nacimiento, la riqueza o el poder, ocupaen ella lugar preeminente.
Prosiguió el señorito:
—Primitivo no es un bárbaro.... Pero es un bribón redomado y taimadísimo,que no se para en barras con tal de lograr sus fines.... ¡Demontres!Harto estoy de saberlo.... El día que nos vinimos... si él pudiesedetenernos soplándonos un tiro a mansalva... no doy dos cuartos por supellejo de usted ni por el mío.
Estremecióse Julián, y se le borraron las rosadas tintas de los pómulos.No era de madera de héroes, lo cual le salía a la cara. A don Pedro ledivertía infinito el miedo del capellán. En la índole de don Pedro habíaun fondo de crueldad, sostenido por su vida grosera.
—Apostemos—exclamó riéndose—que la cruz aquélla del camino va usted apasarla rezando.
—No digo que no—contestó Julián repuesto ya—; mas no por eso me niego air. Es mi deber; de suerte que no hago nada de extraordinario encumplirlo. Dios sobre todo.... A veces no es tan fiero el león como lopintan.
—No le tiene cuenta ahora a Primitivo meterse en dibujos.
Calló Julián. Al cabo exclamó:
—Señorito, ¡si usted adoptase una buena resolución! ¡Echar a ese hombre,señorito, echarlo!
—Calle usted, hombre, calle usted.... Le pondremos a raya.... Pero eso deechar.... ¿Y los perros? ¿Y la caza? ¿Y aquellas gentes, y todo aquelcotarro, que nadie me lo entiende sino él?
Desengáñese usted: sinPrimitivo no me arreglo yo allí.... Haga usted la prueba, sólo por gusto,de aquillotrarme algunas cosas de las que Primitivo maneja durmiendo....Además, crea usted lo que le digo, que es como el Evangelio: si echausted a Primitivo por la puerta, se nos entrará por la ventana.¡Diantre! ¡Si sabré yo quién es Primitivo!
Julián balbució:
—¿Y... de lo demás...?
—De lo demás.... Arréglese usted como quiera.... Lleva usted plenospoderes.
¡Ya lo creo que los llevaba! ¡Así llevase también alguna receta eficazpara servirse de ellos!
Investido de autoridad omnímoda, Julián sentíaen el fondo del alma una especie de compasión por la desvergonzadamanceba y el hijo espurio. Este último sobre todo. ¿Qué culpa tenía elpobre inocente de las bellaquerías maternales? Siempre parecía duroarrojarle de una casa donde, al fin y al cabo, el dueño era su padre.Julián no se hubiera encargado jamás de tan ingrata comisión a noparecerle que iba en ello la salvación eterna de don Pedro, y también elsosiego temporal de la que él seguía llamando señorita Marcelina,contra el dictamen de las convidadas a la boda.
No sin aprensión cruzó de nuevo el triste país de lobos que antecedía alvalle de los Pazos. El cazador le aguardaba en Cebre, e hicieron lajornada juntos; Primitivo, por más señas, se mostró tan sumiso yrespetuoso, que Julián, quien al revés que don Pedro poseía el don deerrar en el conocimiento práctico de las gentes, guardando los aciertospara el terreno especulativo y abstracto, fue poco a poco desechando ladesconfianza, y persuadiéndose de que ya no tenía el zorro intencionesde morder. El rostro impasible de Primitivo no revelaba rencor ni enojo.Con su laconismo y seriedad habituales, hablaba del tiempo desapacible ymetido en agua, que casi no había consentido majar, ni segar el maíz, nivendimiar como Dios manda, ni cumplir en paz ninguna de las grandesfaenas agrícolas. Estaba en efecto el camino encharcado, lleno deaguazales, y como había llovido por la mañana también, los pinos dejabanescurrir de las verdes y brillantes púas de su ramaje gotas de agua quese aplastaban en el sombrero de los viajeros. Julián iba perdiendo elmiedo y un gozo muy puro le inundaba el espíritu cuando saludó alcrucero con verdadera efusión religiosa.
«Bendito seas, Dios mío—pensaba para sí—, pues me has permitido cumpliruna obra buena, grata a tus ojos. He encontrado en los Pazos, hace unaño, el vicio, el escándalo, la grosería y todas las malas pasiones; yvuelvo trayendo el matrimonio cristiano, las virtudes del hogarconsagrado por ti. Yo, yo he sido el agente de que te has valido paratan santa obra.... Dios mío, gracias».
Cortaron el soliloquio ladridos vehementes: era la jauría del marqués,que salía a recibir al montero mayor, haciendo locas demostraciones deregocijo, zarandeando los rabos mutilados y abriendo de una cuarta lasfresquísimas bocas. Acariciólos Primitivo con su enjuta mano, pues erasumamente afectuoso para los perros; y al nieto, que en pos de losperros venía, le dio una especie de festivo soplamocos. Quiso Juliánbesar al niño, pero éste se puso en polvorosa antes de que pudieselograrlo; y el capellán experimentó otra vez compasivos remordimientos,causados por la vista de la ya repudiada criatura. A Sabel la halló enel sitio de costumbre, entre sus pucheros, pero sin el antiguo séquitode aldeanas viejas y mozas, de la Sabia y su dilatada progenie. Reinabaen la cocina orden perfecto: todo limpio, sosegado y solitario; lapersona más severa y amiga de censurar no encontraría qué. El capelláncomenzaba a sentirse confuso viendo en ausencia suya tanto arreglo, y atemer que su venida lo trastornara: idea dictada por su nativa timidez.A la hora de cenar aumentó su sorpresa. Primitivo, más blando que unguante, le daba cuenta en voz reposada de lo ocurrido allí durante medioaño, en materia de vacas paridas, obras emprendidas, rentas cobradas; ymientras el padre reconocía así su autoridad superior, la hija le servíadiligente y humilde, con pegajosa dulzura de animal doméstico queimplora caricias. No sabía Julián qué cara poner en vista de una acogidatan cordial.
Creyó que mudarían de actitud al día siguiente, cuando, haciendo uso delos plenísimos poderes y facultades omnímodas de que venía investido,ordenó a la Agar y al Ismael de aquel patriarcado emigrar al desierto.¡Milagro asombroso! Tampoco se alteró entonces la mansedumbre dePrimitivo.
—Los señoritos traerán cocinera de allá, de Santiago...—explicabaJulián, para fundar en algo la expulsión.
—Por supuesto...—respondió Primitivo con la mayor naturalidad delmundo—. Allá en la vila guísase de otro modo.... Los señores tienen laboca acostumbrada.... Cuadra bien, que yo también le iba a pedir que leescribiese al señor marqués de traer quien cocinase.
—¿Usted?—exclamó Julián, estupefacto.
—Sí, señor.... La hija se me quiere casar....
—¿Sabel?
—Sabel, sí, señor, anda en eso.... Con el gaitero de Naya, el Gallo....Por de contado se empeña en irse para su casa, así que les echen lasbendiciones....
Sintió Julián un sofocón de pura alegría. No pudo menos de pensar que entodo aquel negocio de Sabel andaba visiblemente la mano de laProvidencia. ¡Sabel casada, alejada de allí; el peligro conjurado; lascosas en orden, la salvación segura! Una vez más dio gracias al Diosbondadoso que quita los estorbos de delante cuando la mezquina previsiónhumana no cree posible removerlos siquiera.... La satisfacción que lerebosaba en el semblante era tal, que se avergonzó de mostrarla antePrimitivo, y empezó a charlar aprisa, por disimulo, felicitando alcazador y augurando a Sabel un porvenir de ventura en el nuevo estado.Aquella noche misma escribió al marqués la buena noticia.
Pasaron días, siempre bonancibles. Proseguía Sabel mansa, Primitivocomplaciente, Perucho invisible, la cocina desierta. Sólo notaba Juliáncierta resistencia pasiva en lo tocante al gobierno de los estados yhacienda del marqués. En este terreno le fue absolutamente imposibleadelantar una pulgada. Primitivo sostenía su posición de verdaderoadministrador, apoderado, y, entre bastidores, autócrata: Juliáncomprendía que sus plenos poderes importaban tanto como la carabina deAmbrosio, y hasta pudo cerciorarse, por indicios evidentes, de que elinflujo que ejercía el cazador en el circuito de los Pazos ibahaciéndose extensivo a toda la comarca; a menudo venían a conferenciarcon el mayordomo, en actitud respetuosa y servil, gentes de Cebre, deCastrodorna, de Boán, de puntos más distantes todavía. En cuatro leguasa la redonda no se movía una paja sin intervención y aquiescencia dePrimitivo. No poseía Julián fuerzas para luchar con él, ni lo intentaba,pareciéndole secundario el perjuicio que a la casa de Ulloa originase lamala administración de Primitivo, en proporción al daño inmenso queestuvo a punto de causarle Sabel. Descartarse de la hija lo tenía él porimportante; en cuanto al padre....
Verdad es que la hija no se marchaba tampoco; pero se marcharía, ¡nofaltaba más! ¿Quién duda que se marcharía? Tranquilizaba a Julián unaseñal en su concepto infalible: el haber sorprendido cierto anochecer,cerca del pajar, a Sabel y al gallardo gaitero entretenidos en coloquiosmás dulces que edificantes. Le ruborizó el encuentro, pero hizo la vistagorda reflexionando que aquello era, por decirlo así, la antesala delaltar. Seguro de la victoria respecto a la mala hembra, transigió en lorelativo al mayordomo. Cuanto más que éste no rechazaba las indicacionesde Julián, ni le llevaba la contraria en cosa alguna. Si el capellánideaba planes, censuraba abusos o insistía en la urgente necesidad deuna reforma, Primitivo aprobaba, allanaba el camino, sugería medios, depalabra se entiende; al llegar a la realización, ya era harina de otrocostal: empezaban las dificultades, las dilaciones: que hoy... quemañana.... No hay fuerza comparable a la inercia. Primitivo decía aJulián para consolarle:
—Una cosa es hablar, y otra hacer....
O matar a Primitivo, o entregársele a discreción: el capellán comprendíaque no quedaba otro recurso. Fue un día a desahogar sus cuitas con donEugenio, el abad de Naya, cuyos discretos pareceres le alentaban mucho.Encontróle todo alborotado con los noticiones políticos, que acababan deconfirmar los pocos periódicos que se recibían en aquellos andurriales.La marina se había sublevado, echando del trono a la reina, y ésta seencontraba ya en Francia, y se constituía un gobierno provisional, y secontaba de una batalla reñidísima en el puente de Alcolea, y el ejércitose adhería, y el diablo y su madre.... Don Eugenio andaba, de puroexcitado, medio loco, proyectando irse a Santiago sin dilación parasaber noticias ciertas. ¡Qué dirían el señor Arcipreste y el abad deBoán! ¿Y Barbacana? Ahora sí que Barbacana estaba fresco: su eternoadversario Trampeta, amigo de los unionistas, se le montaría encima porlos siglos de los siglos, amén. Con el embullo de estos acontecimientos,apenas atendió el abad de Naya a las tribulaciones de Julián.
Transcurrido algún tiempo de vida familiar con suegro y cuñadas, donPedro echó de menos su huronera. No se acostumbraba a la metrópoliarzobispal. Ahogábanle las altas tapias verdosas, los soportalesangostos, los edificios de lóbrego zaguán y escalera sombría, que leparecían calabozos y mazmorras. Fastidiábale vivir allí donde tres gotasde lluvia meten en casa a todo el mundo y engendran instantáneamente unatriste vegetación de hongos de seda, de enormes paraguas. Le incomodabala perenne sinfonía de la lluvia que se deslizaba por los canalonesabajo o retiñía en los charcos causados por la depresión de lasbaldosas. Quedábanle dos recursos no más para combatir el tedio:discutir con su suegro o jugar un rato en el Casino. Ambas cosas leprodujeron en breve, no hastío, pues el verdadero hastío es enfermedadmoral propia de los muy refinados y sibaritas de entendimiento, sinoirritación y sorda cólera, hija de la secreta convicción de suinferioridad. Don Manuel era superior a su sobrino por el barniz deeducación adquirido en dilatados años de existencia ciudadana y elconsiguiente trato de gentes, así como por aquel bien entendido orgullode su nacimiento y apellido, que le salvaba de adocenarse (era suexpresión predilecta). Aparte de la manía de referir en las sobremesas yentre amigos de confianza mil anécdotas, no contrarias al pudor, pero sía la serenidad del estómago de los oyentes, era don Manuel personacortés y de buenas formas para presidir, verbigracia, un duelo, asistira una junta en la Sociedad Económica de Amigos del País, llevar elestandarte en una procesión, ser llamado al despacho de un gobernador enconsulta. Si deseaba retirarse al campo, no le atraía tan sólo laperspectiva de dar rienda suelta a instintos selváticos, de andar sincorbata, de no pagar tributo a la sociedad, sino que le solicitabanaficiones más delicadas, de origen moderno: el deseo de tener un jardín,de cultivar frutales, de hacer obras de albañilería, distracción que leembelesaba y que en el campo es más barata que en la ciudad. Además, elfino trato de su mujer, la perpetua compañía de sus hijas suavizara yalas tradiciones rudas que por parte de los la Lage conservaba donManuel: cinco hembras respetadas y queridas civilizan al hombre másagreste. He aquí por qué el suegro, a pesar de encontrarsecronológicamente una generación más atrás que su yerno, estabamoralmente bastantes años delante.
Trataba don Manuel de descortezar a don Pedro; y no sólo fue trabajoperdido, sino contraproducente, pues recrudeció su soberbia y leinfundió mayores deseos de emanciparse de todo yugo. Aspiraba el señorde la Lage a que su sobrino se estableciese en Santiago, levantando lacasa de los Pazos y visitándola los veranos solamente, a fin derecrearse y vigilar sus fincas; y al dar tales consejos a su yerno, losentreveraba con indirectas y alusiones, para demostrar que nada ignorabade cuanto sucedía en la vieja madriguera de los Ulloas. Este género deimposición y fiscalización, aunque tan disculpable, irritó a don Pedro,que según decía, no aguantaba ancas ni gustaba de ser manejado por nadieen el mundo.
—Por lo mismo—declaró un día delante de su mujer—vamos a tomar soletapronto. A mí nadie me trae y lleva desde que pasé de chiquillo. Si calloa veces, es porque estoy en casa ajena.
Estar en casa ajena le exaltaba. Todo cuanto veía lo encontrabacensurable y antipático. El decoroso fausto del señor de la Lage; susbandejas y candelabros de plata; su mueblaje rico y antiguo; larespetabilidad de sus relaciones, compuestas de lo más selecto de laciudad; su honesta tertulia nocturna de canónigos y personas formalesque venían a hacerle la partida de tresillo; sus criados respetuosos, aveces descuidados, pero nunca insolentes ni entrometidos, todo se lefiguraba a don Pedro sátira viviente del desarreglo de los Pazos, deaquella vida torpe, de las comidas sin mantel, de las ventanas sinvidrios, de la familiaridad con mozas y gañane