Los Pazos de Ulloa by Emilia Pardo Bazán - HTML preview

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El camino era difícil y se retorcía en espiral alrededor de la montaña;a uno y otro lado, las cepas de viña, cargadas de follaje, se inclinabansobre él como para borrarlo. En la cumbre amarilleaba a la luz del solponiente un edificio prolongado, con torre a la izquierda, y a laderecha un palomar derruido, sin techo ya. Era la señorial mansión deLimioso, un tiempo castillo roquero, nido de azor colgado en laescarpada umbría del montecillo solitario, tras del cual, en elhorizonte, se alzaba la cúspide majestuosa del inaccesible Pico Leiro.No se conocía en todo el contorno, ni acaso en toda la provincia, casainfanzona más linajuda ni más vieja, y a cuyo nombre añadiesen loslabriegos con acento más respetuoso el calificativo de Pazo, palacio, reservado a las moradas hidalgas.

Desde bastante cerca, el Pazo de Limioso parecía deshabitado, lo cualaumentaba la impresión melancólica que producía su desmantelado palomar.Por todas partes indicios de abandono y ruina: las ortigas obstruían laespecie de plazoleta o patio de la casa; no faltaban vidrios en lasvidrieras, por la razón plausible de que tales vidrieras no existían, yaun alguna madera, arrancada de sus goznes, pendía torcida, como unjirón en un traje usado. Hasta las rejas de la planta baja, devoradas deorín, subían las plantas parásitas, y festones de yedra seca y raquíticacorrían por entre las junturas desquiciadas de las piedras. Estaba elportón abierto de par en par, como puerta de quien no teme a ladrones;pero al sonido mate de los cascos de las monturas en el piso herboso delpatio, respondieron asmáticos ladridos y un mastín y dos perdigueros seabalanzaron contra los visitantes, desperdiciando por las fauces el pocobrío que les quedaba, pues ninguno de aquellos bichos tenía más que unerizado pelaje sobre una armazón de huesos prontos a agujerearlo almenor descuido. El mastín no podía, literalmente, ejecutar el esfuerzodel ladrido: temblábanle las patas, y la lengua le salía de un palmoentre los dientes, amarillos y roídos por la edad. Apaciguáronse losperdigueros a la voz del señor de Ulloa, con quien habían cazado milveces; no así el mastín, resuelto sin duda a morir en la demanda, y aquien sólo acalló la aparición de su amo el señorito de Limioso.

¿Quién no conoce en la montaña al directo descendiente de los paladinesy ricohombres gallegos, al infatigable cazador, al acérrimotradicionalista? Ramonciño Limioso contaría a la sazón poco más deveintiséis años, pero ya sus bigotes, sus cejas, su cabello y susfacciones todas tenían una gravedad melancólica y dignidad algún tantoburlesca para quien por primera vez lo veía. Su entristecido arqueo decejas le prestaba vaga semejanza con los retratos de Quevedo; supescuezo, flaco, pedía a voces la golilla, y en vez de la vara que teníaen la mano, la imaginación le otorgaba una espada de cazoleta. Dondequiera que se encontrase aquel cuerpo larguirucho, aquel gabán raído,aquellos pantalones con rodilleras y tal cual remiendo, no se podíadudar que, con sus pobres trazas, Ramón Limioso era un verdadero señordesde sus principios—así decían los aldeanos—y no hecho a puñetazos,como otros.

Lo era hasta en el modo de ayudar a Nucha a bajarse de la borrica, en lanaturalidad galante con que le ofreció no el brazo, sino, a la antiguausanza, dos dedos de la mano izquierda para que en ellos apoyase lapalma de su diestra la señora de Ulloa. Y con el decoro propio de unpaso de minueto, la pareja entró por el Pazo de Limioso adelante,subiendo la escalera exterior que conducía al claustro, no sin peligrode rodar por ella: tales estaban de carcomidos los venerables escalones.El tejado del claustro era un puro calado; veíanse, al través de lastejas y las vigas, innumerables retales de terciopelo azul celeste; lacría de las golondrinas piaba dulcemente en sus nidos, cobijados en elsitio más favorable, tras el blasón de los Limiosos, repetido en elcapitel de cada pilar en tosca escultura—tres peces bogando en un lago,un león sosteniendo una cruz—.

Fue peor cuando entraron en la antesala.Muchos años hacía que la polilla y la vetustez habían dado cuenta de latablazón del piso; y no alcanzando, sin duda, los medios de los Limiososa echar piso nuevo, se habían contentado con arrojar algunas tablassueltas sobre los pontones y las vigas, y por tan peligroso camino cruzótranquilamente el señorito, sin dejar de ofrecer los dedos a Nucha, ysin que ésta se atreviese a solicitar más firme apoyo. Cada tablón enque sentaban el pie se alzaba y blandía, descubriendo abajo la negraprofundidad de la bodega, con sus cubas vestidas de telarañas.Atravesaron impávidos el abismo y penetraron en la sala, que al menosposeía un piso clavado, aunque en muchos sitios roto y en todos casireducido a polvo sutil por el taladro de los insectos.

Nucha se quedó inmóvil de sorpresa. En un ángulo de la sala mediodesaparecía bajo un gran acervo de trigo un mueble soberbio, un vargueñoincrustado de concha y marfil; en las paredes, del betún de los cuadrosviejos y ahumados se destacaba a lo mejor una pierna de santomartirizado, toda contraída, o el anca de un caballo, o una cabezacarrilluda de angelote; frente a la esquina del trigo, se alzaba unestrado revestido de cuero de Córdoba, que aún conservaba su ricacoloración y sus oros intensos; ante el estrado, en semicírculo,magníficos sitiales escultados, con asiento de cuero también; y entre eltrigo y el estrado, sentadas en tallos (asientos de tronco de roblebruto, como los que usan los labriegos más pobres), dos viejas secas,pálidas, derechas, vestidas de hábito del Carmen, ¡hilaban!

Jamás había creído la señora de Moscoso que vería hilar más que en lasnovelas o en los cuentos, a no ser a las aldeanas, y le produjo singularefecto el espectáculo de aquellas dos estatuas bizantinas, que talesparecían por su quietud y los rígidos pliegues de su ropa, manejando elhuso y la rueca, y suspendiendo a un mismo tiempo la labor cuando ellaentró. En nombre de las dos estatuas—que eran las tías paternas delseñorito de Limioso—había visitado éste a Nucha; vivía también en elPazo el padre, paralítico y encamado, pero a éste nadie le echaba lavista encima; su existencia era como un mito, una leyenda de la montaña.Las dos ancianas se irguieron y tendieron a Nucha los brazos conmovimiento tan simultáneo que no supo a cuál de ellas atender, y a lavez y en las dos mejillas sintió un beso de hielo, un beso dado sinlabios y acompañado del roce de una piel inerte. Sintió también que leasían las manos otras manos despojadas de carne, consuntas, amojamadas ymomias; comprendió que la guiaban hacia el estrado, y que le ofrecíanuno de los sitiales, y apenas se hubo sentado en él, conoció con terrorque el asiento se desvencijaba, se hundía; que se largaba cada pedazodel sitial por su lado sin crujidos ni resistencia; y con el instinto dela mujer encinta, se puso de pie, dejando que la última prenda delesplendor de los Limiosos se derrumbase en el suelo para siempre....

Salieron del goteroso Pazo cuando ya anochecía, y sin que se locomunicasen, sin que ellos mismos pudiesen acaso darse cuenta de ello,callaron todo el camino porque les oprimía la tristeza inexplicable delas cosas que se van.

-XVI-

Debía el sucesor de los Moscosos andar ya cerca de este mundo, porqueNucha cosía sin descanso prendas menudas semejantes a ropa de muñecas. Apesar de la asiduidad en la labor, no se desmejoraba, al contrario,parecía que cada pasito de la criatura hacia la luz del día era enbeneficio de su madre. No podía decirse que Nucha hubiese engruesado,pero sus formas se llenaban, volviéndose suaves curvas lo que antes eranángulos y planicies. Sus mejillas se sonroseaban, aunque le velabafrente y sienes esa ligera nube oscura conocida por paño. Su pelonegro parecía más brillante y copioso; sus ojos, menos vagos y máshúmedos; su boca, más fresca y roja. Su voz se había timbrado con notasgraves. En cuanto al natural aumento de su persona, no era mucho ni laafeaba, prestando solamente a su cuerpo la dulce pesadez que se nota enel de la Virgen en los cuadros que representan la Visitación. Lacolocación de sus manos, extendidas sobre el vientre como paraprotegerlo, completaba la analogía con las pinturas de tan tiernoasunto.

Hay que reconocer que don Pedro se portaba bien con su esposa duranteaquella temporada de expectación. Olvidando sus acostumbradas correríaspor montes y riscos, la sacaba todas las tardes, sin faltar una, a darpaseítos higiénicos, que crecían gradualmente; y Nucha, apoyada en subrazo, recorría el valle en que los Pazos de Ulloa se esconden,sentándose en los murallones y en los ribazos al sentirse muy fatigada.Don Pedro atendía a satisfacer sus menores deseos: en ocasiones semostraba hasta galante, trayéndole las flores silvestres que le llamabanla atención, o ramas de madroño y zarzamora cuajadas de fruto. Como aNucha le causaban fuerte sacudimiento nervioso los tiros, no llevabajamás el señorito su escopeta, y había prohibido expresamente aPrimitivo cazar por allí. Parecía que la leñosa corteza se le ibacayendo, poco a poco, al marqués, y que su corazón bravío y egoísta seinmutaba, dejando asomar, como entre las grietas de la pared,florecillas parásitas, blandos afectos de esposo y padre. Si aquello noera el matrimonio cristiano soñado por el excelente capellán, viven loscielos que debía asemejársele mucho.

Julián bendecía a Dios todos los días. Su devoción había vuelto, no arenacer, pues no muriera nunca, pero sí a reavivarse y encenderse. Amedida que se acercaba la hora crítica para Nucha, el capellánpermanecía más tiempo de rodillas dando gracias al terminar la misa;prolongaba más las letanías y el rosario; ponía más alma y fervor en elcuotidiano rezo. Y no entran en la cuenta dos novenas devotísimas, una ala Virgen de Agosto, otra a la Virgen de Septiembre. Figurábasele esteculto mariano muy adecuado a las circunstancias, por la convicción cadavez más firme de que Nucha era viva imagen de Nuestra Señora, en cuantouna mujer concebida en pecado puede serlo.

Al oscurecer de una tarde de octubre estaba Julián sentado en el poyo desu ventana, engolfado en la lectura del P. Nieremberg. Sintió pasosprecipitados en la escalera. Conoció el modo de pisar de don Pedro. Elrostro del señor de Ulloa derramaba satisfacción.

—¿Hay novedades?—preguntó Julián soltando el libro.

—¡Ya lo creo! Nos hemos tenido que volver del paseo a escape.

—¿Y han ido a Cebre por el médico?

—Va allá Primitivo.

Julián torció el gesto.

—No hay que asustarse.... Detrás de él van a salir ahora mismo otros dospropios. Quería ir yo en persona, pero Nucha dice que no se queda ahorasin mí.

—Lo mejor sería ir yo también por si acaso—exclamó Julián—. Aunque sea apie y de noche....

Lanzó don Pedro una de sus terribles y mofadoras carcajadas.

—¡Usted!—clamó sin cesar de reír—. ¡Vaya una ocurrencia, don Julián!

El capellán bajó los ojos y frunció el rubio ceño. Sentía ciertavergüenza de su sotana, que le inutilizaba para prestar el menorservicio en tan apretado trance. Y al par que sacerdote era hombre, demodo que tampoco podía penetrar en la cámara donde se cumplía elmisterio. Sólo tenían derecho a ello dos varones: el esposo y el otro,el que Primitivo iba a buscar, el representante de la ciencia humana.Acongojóse el espíritu de Julián pensando en que el recato de Nucha ibaa ser profanado, y su cuerpo puro tratado quizás como se trata a loscadáveres en la mesa de anatomía: como materia inerte, donde no secobija ya un alma. Comprendió que se apocaba y afligía.

—Llámeme usted si para algo me necesita, señor marqués—murmuró condesmayada voz.

—Mil gracias, hombre.... Venía únicamente a darle a usted la buenanoticia.

Don Pedro volvió a bajar la escalera rápidamente silbando una riveirana, y el capellán, al pronto, se quedó inmóvil. Pasóse luego lamano por la frente, donde rezumaba un sudorcillo.

Miró a la pared. Entrevarias estampitas pendientes del muro y encuadradas en marcos de brichey lentejuelas, escogió dos: una de San Ramón Nonnato y otra de NuestraSeñora de la Angustia, sosteniendo en el regazo a su Hijo muerto. Él lahubiera preferido de la Leche y Buen Parto, pero no la tenía, ni sehabía acordado mucho de tal advocación hasta aquel instante. Desembarazóla cómoda de los cachivaches que la obstruían y puso encima, de pie, lasestampas. Abrió después el cajón, donde guardaba algunas velas de ceradestinadas a la capilla; tomó un par, las acomodó en candeleros delatón, y armó su altarito. Así que la luz amarillenta de los cirios sereflejó en los adornos y cristal de los cuadros, el alma de Juliánsintió consuelo inefable. Lleno de esperanza, el capellán se reprendió así mismo por haberse juzgado inútil en momentos semejantes. ¡Él inútil!Cabalmente le incumbía lo más importante y preciso, que es impetrar laprotección del cielo. Y arrodillándose henchido de fe, dio principio asus oraciones.

El tiempo corría sin interrumpirlas. De abajo no llegaba noticia alguna.A eso de las diez reconoció Julián que sus rodillas hormigueaban coninsufrible hormigueo, que se apoderaba de sus miembros dolorosa lasitud,que se le desvanecía la cabeza. Hizo un esfuerzo y se incorporótambaleándose. Una persona entró. Era Sabel, a quien el capellán mirócon sorpresa, pues hacía bastante tiempo que no se presentaba allí.

—De parte del señorito, que baje a cenar.

—¿Ha venido su padre de usted? ¿Ha llegado el médico?—interrogóansiosamente Julián, no atreviéndose a preguntar otra cosa.

—No, señor.... De aquí a Cebre hay un bocadito.

En el comedor encontró Julián al marqués cenando con apetito formidable,como hombre a quien se le ha retrasado la pitanza dos horas más que decostumbre. Julián trató de imitar aquel sosiego, sentándose yextendiendo la servilleta.

—¿Y la señorita?—preguntó con afán.

—¡Pss!... Ya puede usted suponer que no muy a gusto.

—¿Necesitará algo mientras usted está aquí?

—No. Tiene allá a su doncella, la Filomena. Sabel también ayuda paracuanto se precise.

Julián no contestó. Sus reflexiones valían más para calladas que paradichas. Era una monstruosidad que Sabel asistiese a la legítima esposa;pero si no se le ocurría al marido, ¿quién tenía valor parainsinuárselo? Por otra parte, Sabel, en realidad, no carecía deexperiencia doméstica, ni dejaría de ser útil. Notó Julián que elmarqués, a diferencia de algunas horas antes, parecía malhumorado eimpaciente. Recelaba el capellán interrogarle. Determinóse al fin.

—¿Y... dará tiempo a que llegue el médico?

—¿Que si da tiempo?—respondió el señorito embaulando y mascando concolérica avidez—.

¡Como no lo dé de más! Estas señoritas finas son muydelicadas y difíciles para todo.... Y cuando no hay un gran físico.... Sifuese por el estilo de su hermana Rita....

Descargó un porrazo con el vaso en la mesa, y añadió sentenciosamente:

—Son una calamidad las mujeres de los pueblos.... Hechas de alfeñique....Le aseguro a usted que tiene una debilidad, y una tendencia a lasconvulsiones y a los síncopes, que.... ¡Melindres, diantre! ¡Melindres aque las acostumbran desde pequeñas!

Pegó otro trompis y se levantó, dejando solo en el comedor a Julián. Nosabía éste qué hacer de su persona, y pensó que lo mejor era emprenderde nuevo plática con los santos. Subió. Las velas seguían ardiendo, y elcapellán volvió a arrodillarse. Las horas pasaban y pasaban, y no seoían más ruidos que el viento de la noche al gemir en los castaños, y elhondo sollozo del agua en la represa del cercano molino. Sentía Juliáncosquilleo y agujetas en los muslos, frío en los huesos y pesadez en lacabeza. Dos o tres veces miró hacia su cama, y otras tantas el recuerdode la pobrecita, que sufría allá abajo, le detuvo. Dábale vergüenzaceder a la tentación. Mas sus ojos se cerraban, su cabeza, ebria desueño, caía sobre el pecho. Se tendió vestido, prometiéndosedespabilarse al punto. Despertó cuando ya era de día.

Al encontrarse vestido, se acordó, y tratándose mentalmente de marmota yleño, pensó si ya estaría en el mundo el nuevo Moscoso. Bajó apresurado,frotándose los párpados, medio aturdido aún. En la antesala de la cocinase dio de manos a boca con Máximo Juncal, el médico de Cebre, conbufanda de lana gris arrollada al cuello, chaquetón de paño pardo, botasy espuelas.

—¿Llega usted ahora mismo?—preguntó asombrado el capellán.

—Sí, señor.... Primitivo dice que estuvieron llamando anoche a mi puertaél y otros dos, pero que no les abrió nadie.... Verdad que mi criada esalgo sorda; mas con todo..., si llamasen como Dios manda.... En fin, quehasta el amanecer no me llegó el aviso. De cualquier manera parece quevengo muy a tiempo todavía.... Primeriza al fin y al cabo.... Estasbatallas acostumbran durar bastante.... Allá voy a ver qué ocurre....

Precedido de don Pedro, echó a andar látigo en mano y resonándole lasespuelas, de modo que la imagen bélica que acababa de emplear parecíaexacta, y cualquiera le tomaría por el general que acude a decidir consu presencia y sus órdenes la victoria. Su continente resuelto infundíaconfianza. Reapareció a poco pidiendo una taza de café bien caliente,pues con la prisa de venir se encontraba en ayunas. Al señorito lesirvieron chocolate. Emitió el médico su dictamen facultativo: armarsede paciencia, porque el negocio iba largo.

Don Pedro, de humor algo fosco y con las facciones hinchadas por elinsomnio, quiso a toda costa saber si había peligro.

—No, señor; no, señor—contestó Máximo desliendo el azúcar con lacucharilla y echando ron en el café—. Si se presentan dificultades,estamos aquí.... Tú, Sabel: una copita pequeña.

En la copita pequeña escanció también ron, que paladeó mientras el cafése enfriaba. El marqués le tendió la petaca llena.

—Muchas gracias...—pronunció el médico encendiendo un habano—. Por ahoraestamos a ver venir. La señora es novicia, y no muy fuerte.... A lasmujeres se les da en las ciudades la educación más antihigiénica: corsépara volver angosto lo que debe ser vasto; encierro para producir laclorosis y la anemia; vida sedentaria, para ingurgitarlas y criar linfaa expensas de la sangre.... Mil veces mejor preparadas están las aldeanaspara el gran combate de la gestación y alumbramiento, que al cabo es laverdadera función femenina.

Siguió explanando su teoría, queriendo manifestar que no ignoraba lasmás recientes y osadas hipótesis científicas, alardeando de materialismohigiénico, ponderando mucho la acción bienhechora de la madrenaturaleza. Veíase que era mozo inteligente, de bastante lectura ydeterminado a lidiar con las enfermedades ajenas; mas la amarillezbiliosa de su rostro, la lividez y secura de sus delgados labios, noprometían salud robusta. Aquel fanático de la higiene no predicaba conel ejemplo. Asegurábase que tenía la culpa el ron y una panadera deCebre, con salud para vender y regalar cuatro doctores higienistas.

Don Pedro chupaba también con ensañamiento su cigarro y rumiaba laspalabras del médico, que por extraño caso, atendida la diferencia entreun pensamiento relleno de ciencia novísima y otro virgen hasta delectura, conformaban en todo con su sentir. También el hidalgo ranciopensaba que la mujer debe ser principalmente muy apta para lapropagación de la especie.

Lo contrario le parecía un crimen. Acordábasemucho, mucho, con extraños remordimientos casi incestuosos, del robustotronco de su cuñada Rita. También recordó el nacimiento de Perucho, undía que Sabel estaba amasando. Por cierto que la borona que amasaba nohubiera tenido tiempo de cocerse cuando el chiquillo berreaba yadiciendo a su modo que él era de Dios como los demás y necesitaba elsustento. Estas memorias le despertaron una idea muy importante.

—Diga, Máximo.... ¿le parece que mi mujer podrá criar?

Máximo se echó a reír, saboreando el ron.

—No pedir gollerías, señor don Pedro.... ¡Criar! Esa función augustaexige complexión muy vigorosa y predominio del temperamento sanguíneo....No puede criar la señora.

—Ella es la que se empeña en eso—dijo con despecho el marqués—; yo bienme figuré que era un disparate... por más que no creí a mi mujer tanendeble.... En fin, ahora tratamos de que no nazca el niño para rabiar dehambre. ¿Tendré tiempo de ir a Castrodorna? La hija de Felipe el casero,aquella mocetona, ¿no sabe usted?...

—¿Pues no he de saber? ¡Gran vaca! Tiene usted ojo médico.... Y estáparida de dos meses. Lo que no sé es si los padres la dejarán venir.Creo que son gente honrada en su clase y no quieren divulgar lo de lahija.

—¡Música celestial! Si hace ascos la traigo arrastrando por la trenza....A mí no me levanta la voz un casero mío. ¿Hay tiempo o no de ir allá?

—Tiempo, sí. Ojalá acabásemos antes; pero no lleva trazas.

Cuando el señorito salió, Máximo se sirvió otra copa de ron y dijo enconfianza al capellán:

—Si yo estuviese en el pellejo del Felipe... ya le quiero un recado adon Pedro. ¿Cuándo se convencerán estos señoritos de que un casero no esun esclavo? Así andan las cosas de España: mucho de revolución, delibertad, de derechos individuales.... ¡Y al fin, por todas partes latiranía, el privilegio, el feudalismo! Porque, vamos a ver, ¿qué es estosino reproducir los ominosos tiempos de la gleba y las iniquidades de laservidumbre? Que yo necesito tu hija, ¡zas!, pues contra tu voluntad tela cojo. Que me hace falta leche, una vaca humana, ¡zas!, si no quieresdar de mamar de grado a mi chiquillo, le darás por fuerza. Pero le estoyescandalizando a usted.

Usted no piensa como yo, de seguro, encuestiones sociales.

—No señor; no me escandalizo—contestó apaciblemente Julián—. Alcontrario.... Me dan ganas de reír porque me hace gracia verle a ustedtan sofocado. Mire usted qué más querrá la hija de Felipe que servir deama de cría en esta casa. Bien mantenida, bien regalada, sin trabajar....Figúrese.

—¿Y el albedrío? ¿Quiere usted coartar el albedrío, los derechosindividuales? Supóngase que la muchacha se encuentre mejor avenida consu honrada pobreza que con todos esos beneficios y ventajas que usteddice.... ¿No es un acto abusivo traerla aquí de la trenza, porque es hijade un casero? Naturalmente que a usted no se lo parece; claro está.Vistiéndose por la cabeza, no se puede pensar de otro modo; usted tieneque estar por el feudalismo y la teocracia. ¿Acerté? No me diga ustedque no.

—Yo no tengo ideas políticas—aseveró Julián sosegadamente; y de pronto,como recordando, añadió:—¿Y no sería bien dar una vuelta a ver cómo lopasa la señorita?

—¡Pchs!... No hago por ahora gran falta allá, pero voy a ver. Que no selleven la botella del ron, ¿eh? Hasta dentro de un instante.

Volvió en breve, e instalándose ante la copa mostró querer reanudar laconversación política, a la cual profesaba desmedida afición,prefiriendo, en su interior, que le contradijesen, pues entonces seencendía y exaltaba, encontrando inesperados argumentos. Las violentasdiscusiones en que se llegaba a vociferar y a injuriarse le esparcían laestancada bilis, y la función digestiva y respiratoria se le activaba,produciéndole gran bienestar. Disputaba por higiene: aquella gimnasia dela laringe y del cerebro le desinfartaba el hígado.

—¿Con que usted no tiene ideas políticas? A otro perro con ese hueso,padre Julián.... Todos los pájaros de pluma negra vuelan hacia atrás, noandemos con cuentos. Y si no, a ver, hagamos la prueba: ¿qué piensausted de la revolución? ¿Está usted conforme con la libertad de cultos?Aquí te quiero, escopeta. ¿Está usted de acuerdo con Suñer?

—¡Vaya unas cosas que tiene el señor don Máximo! ¿Cómo he de estar deacuerdo con Suñer?

¿No es ése que dijo en el Congreso blasfemiashorrorosas? ¡Dios le alumbre!

—Hable claro: ¿usted piensa como el abad de San Clemente de Boán? Ésedice que a Suñer y a los revolucionarios no se les convence con razones,sino a trabucazo limpio y palo seco. ¿Usted qué opina?

—Son dichos de acaloramiento.... Un sacerdote es hombre como todos ypuede enfadarse en una disputa y echar venablos por la boca.

—Ya lo creo; y por lo mismo que es hombre como todos puede tenerintereses bastardos, puede querer vivir holgazanamente explotando latontería del prójimo, puede darse buena vida con los capones y cabritosde los feligreses.... No me negará usted esto.

—Todos somos pecadores, don Máximo.

—Y aún puede hacer cosas peores, que... se sobrentienden..., ¿eh? Nosofocarse.

—Sí, señor. Un sacerdote puede hacer todas las cosas malas del mundo. Situviésemos privilegio para no pecar, estábamos bien; nos habíamossalvado en el momento mismo de la ordenación, que no era floja ganga.Cabalmente, la ordenación nos impone deberes más estrechos que a losdemás cristianos, y es doblemente difícil que uno de nosotros sea bueno.Y para serlo del modo que requeriría el camino de perfección en quedebemos entrar al ordenarnos de sacerdotes, se necesita, aparte denuestros esfuerzos, que la gracia de Dios nos ayude. Ahí es nada.

Díjolo en tono tan sincero y sencillo, que el médico amainó por algunosinstantes.

—Si todos fuesen como usted, don Julián....

—Yo soy el último, el peor. No se fíe usted en apariencias.

—¡Quiá! Los demás son buenas piezas, buenas..., y ni con la revoluciónhemos conseguido minarles el terreno.... Le parecerá a usted mentira loque amañaron estos días para dar gusto a ese bandido de Barbacana....

No hallándose en antecedentes, Julián guardaba silencio.

—Figúrese usted—refirió el médico—que Barbacana tiene a sus órdenes otrofacineroso, un paisano de Castrodorna, conocido por el Tuerto, que va yviene a Portugal a salto de mata, porque una noche cosió a puñaladas asu mujer y al amante.... Hace poco parece que le echó mano la justicia,pero Barbacana se empeñó en librarlo, y tanto sudaron él y los curas,que el hombre salió bajo fianza, y se pasea por ahí.... De modo que, apesar de los pesares, nos tiene usted como siempre, mandados por elinfame Barbacana.

—Pero—objetó Julián—yo he oído que aquí, cuando no reina Barbacana,reina otro cacique peor, que le llaman Trampeta, por los enredos ydiabluras que arma a los pobres paisanos chupándoles el tuétano.... Conque por fas o por nefas.

—Eso.... Eso tiene algo de verdad..., pero mire usted, al menos Trampetano se propone levantar partidas.... Con Barbacana es preciso concluir,pues corresponde con las juntas carlistas de la provincia para llevar elpaís a fuego y sangre.... ¿Es usted partidario del niño Terso?

—Ya le dije que no tengo opiniones.

—Es que no le da la gana de disputar.

—Francamente, don Máximo, acierta usted. Estoy pendiente de esa pobreseñorita... pensando en lo que puede sucederle. Y no entiendo depolítica...; no se ría usted..., no entiendo. Sólo entiendo de decirmisa; y el caso es que no la he dicho hoy todavía, y mientras no la digano me desayuno, y el estómago se me va.... Aplicaré la misa por lanecesidad presente. Yo no puedo—

añadió con cierta melancolía—prestarle ala señorita otro auxilio.

Marchóse, dejando al médico sorprendido de encontrar un cura que rehuíaentrar en políticas discusiones, que por aquellos días reemplazaban alas teológicas en todas las sobremesas patronales, y celebró su misa congran atención y minuciosidad en las ceremonias. El repique de lacampanilla del acólito resonaba claro y argentino en la vetusta capillavacía. Oíanse fuera gorjeos de pájaros en los árboles del huerto, lejanochirrido de carros que salían al trabajo, rumores campestres gratos,calmantes, bienhechores. Era la misa de San Ramón Nonnato, elegida parala circunstancia; y cuando el celebrante pronunció « ejus nobisintercessione concede, ut a peccatorum