Los Pazos de Ulloa by Emilia Pardo Bazán - HTML preview

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Llegaba aquí del soliloquio cuando trataba sin éxito de acomodar elsombrero de canal de modo que la cubierta de la maleta no lo abollase.

El ruido que hizo la tapa al descender, el gemido armonioso del cuero,parecióle una voz irónica que le respondía:

«Por eso, por eso mismo».

«¡Será posible!—murmuró el bueno del capellán—. ¡Será posible que laabyección, que la indignidad, que la inmundicia misma del pecadoatraiga, estimule, sea un aperitivo, como las guindillas rabiosas, parael paladar estragado de los esclavos del vicio! Y que en esto caigan, nopersonas de poco más o menos, sino señores de nacimiento, de rango,señores que...».

Detúvose y, reflexivo, contó un montículo de pañuelos de narices quesobre la cómoda reposaba.

«Cuatro, seis, siete.... Pues yo tenía una docena, todos marcados....Pierden aquí la ropa bastante...».

Volvió a contar.

«Seis, siete.... Y uno en el bolsillo, ocho.... Puede que haya otro en lalavandera...».

Dejólos caer de golpe. Acababa de recordar que uno de aquellos pañuelosse lo había atado él a la niñita debajo de la barba, para impedir que lababa le rozase el cuello. Suspiró hondamente, y abriendo otra vez elmaletín, notó que la seda del sombrero de canal se estropeaba con latapa.

«No cabe», pensó, y parecióle enorme dificultad para su viaje nopoder acomodar la canaleja.

Miró el reloj: señalaba las diez. A las diezo poco más comía la chiquita su sopa y era la risa del mundo verla conel hocico embadurnado de puches, empeñada en coger la cuchara y sinacertar a lograrlo. ¡Estaría tan mona! Resolvió bajar; al día siguientele sería fácil colocar mejor su sombrero y resolver la marcha. Porveinticuatro horas más o menos....

Este medicamento emoliente de la espera equivale, para la mayor parte delos caracteres, a infalible específico. No hay que vituperar su empleo,en atención a lo que consuela: en rigor, la vida es serie deaplazamientos, y sólo hay un desenlace definitivo, el último. Así queJulián concibió la luminosa idea de aguardar un poco, sintiósetranquilo; aun más: contento. No era su carácter muy jovial,propendiendo a una especie de morosidad soñadora y mórbida, como la delas doncellas anémicas; pero en aquel punto respiraba con tal desahogopor haber encontrado una solución, que sus manos temblaban, deshaciendocon alegre presteza el embutido de calcetines y ropa blanca y dandoamable libertad al canal y manteo. Después se lanzó por las escaleras,dirigiéndose a la habitación de Nucha.

Nada aconteció aquel día que lo diferenciase de los demás, pues allí laúnica variante solía ser el mayor o menor número de veces que mamaba lachiquitina, o la cantidad de pañales puestos a secar. Sin embargo, entan pacífico interior veía el capellán desarrollarse un drama mudo yterrible. Ya se explicaba perfectamente las melancolías, los suspirosahogados de Nucha. Y

mirándole a la cara y viéndola tan consumida, conla piel terrosa, los ojos mayores y más vagos, la hermosa boca contraídasiempre, menos cuando sonreía a su hija, calculaba que la señorita, porfuerza, debía saberlo todo, y una lástima profunda le inundaba elalma. Reprendióse a sí mismo por haber pensado siquiera en marcharse. Sila señorita necesitaba un amigo, un defensor,

¿en quién lo encontraríamás que en él? Y lo necesitaría de fijo.

La misma noche, antes de acostarse, presenció el capellán una escenaextraña, que le sepultó en mayores confusiones. Como se le hubieseacabado el aceite a su velón de tres mecheros y no pudiese rezar nileer, bajó a la cocina en demanda de combustible. Halló muy concurridoel sarao de Sabel. En los bancos que rodeaban el fuego no cabía másgente: mozas que hilaban, otras que mondaban patatas, oyendo laschuscadas y chocarrerías del tío Pepe de Naya, vejete que era un purocostal de malicias, y que, viniendo a moler un saco de trigo al molinode Ulloa, donde pensaba pasar la noche, no encontraba malo refocilarseen los Pazos con el cuenco de caldo de unto y tajadas de cerdo que lahospitalaria Sabel le ofrecía. Mientras él pagaba el escote contandochascarrillos, en la gran mesa de la cocina, que desde el casamiento dedon Pedro no usaban los amos, se veían, no lejos de la turbia luz deaceite, relieves de un festín más suculento: restos de carne en platosengrasados, una botella de vino descorchada, una media tetilla, todoamontonado en un rincón, como barrido despreciativamente por elhartazgo; y en el espacio libre de la mesa, tendidos en hilera, habíahasta doce naipes, que si no recortados en forma ovada por exceso deuso, como aquellos de que se sirvieron Rinconete y Cortadillo, no lescedían en lo pringosos y sucios. En pie, delante de ellos, la señoraMaría la Sabia, extendiendo el dedo negro y nudoso cual seca rama deárbol, los consultaba con ademán reflexivo. Encorvada la horrendasibila, alumbrada por el vivo fuego del hogar y la luz de la lámpara,ponía miedo su estoposa pelambrera, su catadura de bruja en aquelarre,más monstruosa por el bocio enorme, ya que le desfiguraba el cuello yremedaba un segundo rostro, rostro de visión infernal, sin ojos nilabios, liso y reluciente a modo de manzana cocida. Julián se detuvo enlo alto de la escalera, contemplando las prácticas supersticiosas, quese interrumpirían de seguro si sus zapatillas hiciesen ruido y delatasensu presencia.

Si él conociese a fondo la tenebrosísima y aún no desacreditada cienciade la cartomancia,

¡cuánto más interesante le parecería el espectáculo!Entonces podría ver reunidos allí, como en el reparto de un drama, lospersonajes todos que jugaban en su vida y ocupaban su imaginación.

Aquelrey de bastos, con hopalanda azul ribeteada de colorado, los piessimétricamente dispuestos, la gran maza verde al hombro, se le figuraríabastante temible si supiese que representaba un hombre moreno casado—donPedro—. La sota del mismo palo se le antojaría menos fea si comprendieseque era símbolo de una señorita morena también—Nucha—. A la de copas ledaría un puntapié por insolente y borracha, atendido que personificaba aSabel, una moza rubia y soltera. Lo más grave sería verse a sí mismo—unjoven rubio—significado por el caballo de copas, azul por más señas,aunque ya todos estos colorines los había borrado la mugre.

¡Pues qué sucedería si después, cuando la vieja barajó los naipes y,repartiéndolos en cuatro montones, empezó a interpretar su sentidofatídico, pudiese él oír distintamente todas las palabras que salían delantro espantable de su boca! Había allí concordancias de la sota debastos con el ocho de copas, que anunciaban nada menos que amoressecretos de mucha duración; apariciones del ocho de bastos, quevaticinaban riñas entre cónyuges; reuniones de la sota de espadas con lade copas patas arriba, que encerraban tétricos augurios de viudez pormuerte de la esposa. A bien que el cinco del mismo palo profetizabadespués unión feliz. Todo esto, dicho por la sibila en voz baja ycavernosa, lo escuchaba solamente la bella fregatriz Sabel, que con losbrazos cruzados tras la espalda, el color arrebatado, se inclinaba sobreel oráculo, que más parecía provocarla a curiosidad que a regocijo. Lajarana con que en el hogar se celebraban los chistes del señor Pepeimpedía que nadie atendiese al silabeo de la vieja. Merced a lasituación de la escalera, dominaba Julián la mesa, trípode y ara deltemeroso rito, y sin ser visto podía ver y entreoír algo.

Escuchaba,tratando de entender mejor lo que sólo confusamente percibía, y como alhacerlo cargase sobre el barandal de la escalera, éste crujió levemente,y la bruja alzó su horrible carátula.

En un santiamén recogió losnaipes, y el capellán bajó, algo confuso de su espionaje involuntario,pero tan preocupado con lo que creía haber sorprendido, que ni se leocurrió censurar el ejercicio de la hechicería. La bruja, empleando eltono humilde y servil de siempre, se apresuró a explicarle que aquelloera mero pasatiempo, «por se reír un poco».

Volvió Julián a su cuarto agitadísimo. Ni él mismo sabía lo que lecorreteaba por el magín.

Bien presumía antes a cuántos riesgos seexponían Nucha y su hija viviendo en los Pazos: ahora..., ahora losdivisaba inminentes, clarísimos. ¡Tremenda situación! El capellán ledaba vueltas en su cerebro excitado: a la niña la robarían para matarlade hambre; a Nucha la envenenarían tal vez.... Intentaba serenarse. ¡Bah!No abundan tanto los crímenes por esos mundos, a Dios gracias. Hayjueces, hay magistrados, hay verdugos. Aquel hato de bribones secontentaría con explotar al señorito y a la casa, con hacer rancho deella, con mandar anulando en su dignidad y poderío doméstico a laseñorita. Pero..., ¿si no se contentaba?

Dio cuerda a su velón, y apoyando los codos sobre la mesa intentó leeren las obras de Balmes, que le había prestado el cura de Naya, y en cuyalectura encontraba grato solaz su espíritu, prefiriendo el trato con tansimpática y persuasiva inteligencia a las honduras escolásticas dePrisco y San Severino. Mas a la sazón no podía entender una sola líneadel filósofo, y sólo oía los tristes ruidos exteriores, el quejidoconstante de la presa, el gemir del viento en los árboles. Su acaloradafantasía le fingió entre aquellos rumores quejumbrosos otro máslamentable aún, porque era personal: un grito humano. ¡Qué disparatadaidea! No hizo caso y siguió leyendo. Pero creyó escuchar de nuevo el ay tristísimo. ¿Serían los perros? Asomóse a la ventana: la lunabogaba en un cielo nebuloso, y allá a lo lejos se oía el aullar de unperro, ese aullar lúgubre que los aldeanos llaman ventar la muerte yjuzgan anuncio seguro del próximo fallecimiento de una persona.

Juliáncerró la ventana estremeciéndose. No despuntaba por valentón, y sustemores instintivos se aumentaban en la casa solariega, que le producíanuevamente la dolorosa impresión de los primeros días. Su temperamentolinfático no poseía el secreto de ciertas saludables reacciones, con lascuales se desecha todo vano miedo, todo fantasma de la imaginación. Eracapaz, y demostrado lo tenía, de arrostrar cualquier riesgo grave, sicreía que se lo ordenaba su deber; pero no de hacerlo con ánimo sereno,con el hermoso desdén del peligro, con el buen humor heroico que sólocabe en personas de rica y roja sangre y firmes músculos. El valorpropio de Julián era valor temblón, por decirlo así; el breve arranquenervioso de las mujeres.

Volvía a su conferencia con Balmes cuando.... ¡Jesús nos valga! ¡Ahorasí, ahora sí que no cabía duda! Un chillido sobreagudo de terror habíasubido por el oscuro caracol y entrado por la puerta entornada. ¡Quéchillido! El velón le bailaba en las manos a Julián.... Bajaba, sinembargo, muy aprisa, sin sentir sus propios movimientos, como en lasespantosas caídas que damos soñando. Y volaba por los salonesrecorriendo la larga crujía para llegar hacia la parte del archivo,donde había sonado el grito horrible.... El velón, oscilando más y más ensu diestra trémula, proyectaba en las paredes caleadas extravagantesmanchones de sombra.... Iba a dar la vuelta al pasillo que dividía elarchivo del cuarto de don Pedro, cuando vio.... ¡Dios santo! Sí, era laescena misma, tal cual se la había figurado él.... Nucha de pie, peroarrimada a la pared, con el rostro desencajado de espanto, los ojos noya vagos sino llenos de extravío mortal; enfrente su marido, blandiendoun arma enorme.... Julián se arrojó entre los dos.... Nucha volvió achillar....

—¡Ay!, ¡ay! ¡Qué hace usted! ¡Que se escapa... que se escapa!

Comprendió entonces el alucinado capellán lo que ocurría, con no pocavergüenza y confusión suya.... Por la pared trepaba aceleradamente,deseando huir de la luz, una araña de desmesurado grandor, un monstruosovientre columpiado en ocho velludos zancos. Su carrera era tan rápida,que inútilmente trataba el señorito de alcanzarla con la bota; derepente Nucha se adelantó, y con voz entre grave y medrosa repitióingenuamente lo que había dicho mil veces en su niñez:

—¡San Jorge... para la araña!

El feo insecto se detuvo a la entrada de la zona de sombra: la bota cayósobre él. Julián, por reacción natural del miedo disipado, que se truecaen inexplicable gozo, iba a reírse del suceso; pero notó que Nucha,cerrando los ojos y apoyándose en la pared, se cubría la cara con elpañuelo.

—No es nada, no es nada...—murmuraba.

—Un poco de llanto nervioso.... Ya pasará.... Estoy aún algo débil....

—¡Valiente cosa para tanto alboroto!—exclamó el marido encogiéndose dehombros—. ¡Os crían con más mimo! En mi vida he visto tal. Don Julián,¿usted creyó que la casa se venía abajo?

¡Ea, a recogerse! Buenasnoches.

Tardó bastante el capellán en dormirse. Recapacitaba en sus terrores yconcedía su ridiculez; prometíase vencer aquella pusilanimidad suya;pero duraba aún el desasosiego: la impulsión estaba comunicada yalmacenada en sinuosidades cerebrales muy hondas. Apenas le otorgó susfavores el sueño, vino con él una legión de pesadillas a cual más negray opresora. Empezó a soñar con los Pazos, con el gran caserón; mas, porextraña anomalía propia del estado, cuyo fundamento son siempre nocionesde lo real, pero barajadas, desquiciadas y revueltas merced al anárquicoinflujo de la imaginación, no veía la huronera tal cual la había vistosiempre, con su vasta mole cuadrilonga, sus espaciosos salones, su anchoportalón inofensivo, su aspecto amazacotado, conventual, de construccióndel siglo XVIII; sino que, sin dejar de ser la misma, había mudado deforma; el huerto con bojes y estanque era ahora ancho y profundo foso;las macizas murallas se poblaban de saeteras, se coronaban de almenas;el portalón se volvía puente levadizo, con cadenas rechinantes; en suma:era un castillote feudal hecho y derecho, sin que le faltase ni elromántico aditamento del pendón de los Moscosos flotando en la torre delhomenaje; indudablemente, Julián había visto alguna pintura o leídoalguna medrosa descripción de esos espantajos del pasado que nuestrosiglo restaura con tanto cariño. Lo único que en el castillo recordabalos Pazos actuales era el majestuoso escudo de armas; pero aun en estemismo existía diferencia notable, pues Julián distinguía claramente quese habían animado los emblemas de piedra, y el pino era un árbol verdeen cuya copa gemía el viento, y los dos lobos rapantes movían lascabezas exhalando aullidos lúgubres. Miraba Julián fascinado hacia loalto de la torre, cuando vio en ella alarmante figurón: un caballero convisera calada, todo cubierto de hierro; y aunque ni un dedo de la manose le descubría, con el don adivinatorio que se adquiere soñando, Juliánpercibía al través de la celada la cara de don Pedro. Furioso,amenazador, enarbolaba don Pedro un arma extraña, una bota de acero, quese disponía a dejar caer sobre la cabeza del capellán. Éste no hacíamovimiento alguno para desviarse, y la bota tampoco acababa de caer; erauna angustia intolerable, una agonía sin término; de repente sintió quese le posaba en el hombro una lechuza feísima, con greñas blancas. Quisogritar: en sueños el grito se queda siempre helado en la garganta. Lalechuza reía silenciosamente. Para huir de ella, saltaba el foso; maséste ya no era foso, sino la represa del molino; el castillo feudaltambién mudaba de hechura sin saberse cómo; ahora se parecía a laclásica torre que tienen en las manos las imágenes de Santa Bárbara; unaconstrucción de cartón pintado, hecha de sillares muy cuadraditos, y acuya ventana asomaba un rostro de mujer pálido, descompuesto.... Aquellamujer sacó un pie, luego otro... fue descolgándose por la ventanaabajo.... ¡Qué asombro! ¡Era la sota de bastos, la mismísima sota debastos, muy sucia, muy pringosa! Al pie del muro la esperaba el caballode espadas, una rara alimaña azul, con la cola rayada de negro. Mas apoco Julián reconoció su error: ¡qué caballo de espadas! No era sino SanJorge en persona, el valeroso caballero andante de las celestialesmilicias, con su dragón debajo, un dragón que parecía araña, en cuyatenazuda boca hundía la lanza con denuedo.... Brillante y aguda, la lanzadescendía, se hincaba, se hincaba.... Lo sorprendente es que el lanzazolo sentía Julián en su propio costado.... Lloraba muy bajito, queriendohablar y pedir misericordia; nadie acudía en su auxilio, y la lanza letenía ya atravesado de parte a parte.... Despertó repentinamente,resintiéndose de una punzada dolorosa en la mano derecha, sobre la cualhabía gravitado el peso del cuerpo todo, al acostarse del ladoizquierdo, posición favorable a las pesadillas.

-XX-

Los sueños de las noches de terror suelen parecer risibles apenasdespunta la claridad del nuevo día; pero Julián, al saltar de la cama,no consiguió vencer la impresión del suyo. Proseguía el hervor de laimaginación sobrexcitada: miró por la ventana, y el paisaje le pareciótétrico y siniestro; verdad es que entoldaban la bóveda celestenubarrones de plomo con reflejos lívidos, y que el viento, sordo unasveces y sibilante otras, doblaba los árboles con ráfagas repentinas.

Elcapellán bajó la escalera de caracol con ánimo de decir su misa, que acausa del mal estado de la capilla señorial acostumbraba celebrar en laparroquia. Al regresar y acercarse a la entrada de los Pazos, unremolino de hojas secas le envolvió los pies, una atmósfera fría lesobrecogió, y la gran huronera de piedra se le presentó imponente,ceñuda y terrible, con aspecto de prisión, como el castillo que habíavisto soñando. El edificio, bajo su toldo de negras nubes, con el ruidotemeroso del cierzo que lo fustigaba, era amenazador y siniestro. Juliánpenetró en él con el alma en un puño. Cruzó rápidamente el heladozaguán, la cavernosa cocina, y, atravesando los salones solitarios, seapresuró a refugiarse en la habitación de Nucha, donde acostumbrabanservirle el chocolate por orden de la señorita.

Encontró a ésta algo más desemblantada que de costumbre. Al abatimientoque de ordinario se revelaba en su rostro afilado, se agregaba unacontracción y un azoramiento, indicios de gran tirantez nerviosa. Teníaa la niña en brazos, y al ver llegar a Julián le hizo rápidamente señade que ni chistase ni se menease, que el angelito andaba en tratos dealetargarse al calor del seno maternal. Inclinada sobre la criatura,Nucha le echaba el aliento para mejor adormecerla, y arreglaba confebriles movimientos el pañolón calcetado que envolvía, como el capulloa la oruga, aquella vida naciente. Pestañeó la niña dos o tres veces, yluego cerró los ojitos, mientras su madre no cesaba de arrullarla conuna nana aprendida del ama, una especie de gemido cuya base era eltriste, ¡ lai... lai!, la queja lenta y larga de todas las cancionespopulares en Galicia. El canto fue descendiendo, hasta concluir en lapronunciación melancólica y cariñosa de una sola letra, la e prolongada; y levantándose en puntas de pie, Nucha depositó a su hija enla cuna muy delicada y cuidadosamente, pues la chiquilla era tanlista—en opinión de su madre—que distinguía al punto la cuna del brazo,y era capaz de despertar del sopor más profundo si se enteraba de lasustitución.

Por lo mismo Julián y Nucha se hablaron muy de quedo, mientras laseñorita manejaba la aguja de crochet calcetando unos zapatitos queparecían bolsas. Julián empezó por preguntar si se le había quitado elsusto de la noche anterior.

—Sí, pero todavía estoy no sé cómo.

—Yo tampoco les tengo afición a esos bichos asquerosos.... No los habíavisto tan gordos hasta que vine a la aldea. En el pueblo apenas los hay.

—Pues yo—contestó Nucha—era antes muy valiente; pero desde... que nacióla pequeña, no sé qué me pasa; parece que me he vuelto medio tonta, quetengo miedo a todo....

Interrumpió la labor, y alzó la cara; sus grandes ojos estabandilatados; sus labios, ligeramente trémulos.

—Es una enfermedad, es una manía; ya lo conozco, pero no lo puedoremediar, por más que hago. Tengo la cabeza debilitada; no pienso sinoen cosas de susto, en espantos.... ¿Ve usted qué chillidos di ayer por ladichosa araña? Pues de noche, cuando me quedo sola con la niña...—

porqueel ama durmiendo es lo mismo que si estuviese muerta; aunque le disparenal oído un cañón de a ocho no se mueve—haría a cada paso escenas por elestilo si no me dominase. No se lo digo a Juncal por vergüenza; pero veocosas muy raras. La ropa que cuelgo me representa siempre hombresahorcados, o difuntos que salen del ataúd con la mortaja puesta; noimporta que mientras está el quinqué encendido, antes de acostarme, laarregle así o asá; al fin toma esas hechuras extravagantes aun no bienapago la luz y enciendo la lamparilla. Hay veces que distingo personassin cabeza; otras, al contrario, les veo la cara con todas susfacciones, la boca muy abierta y haciendo muecas.... Esos mamarrachos quehay pintados en el biombo se mueven; y cuando crujen las ventanas con elviento, como esta noche, me pongo a cavilar si son almas del otro mundoque se quejan....

—¡Señorita!—exclamó dolorosamente Julián—. ¡Eso es contra la fe! Nodebemos creer en aparecidos ni en brujerías.

—¡Si yo no creo!—repuso la señorita riendo nerviosamente—. ¿Usted sefigura que soy como el ama, que dice que ha visto en realidad la Compaña, con su procesión de luces allá a las altas horas? En mi vidahe dado crédito a paparruchas semejantes; por eso digo que debo de estarenferma, cuando me persiguen visiones y vestiglos.... Lo que siempre meporfía el señor de Juncal: fortalecerse, criar sangre.... Lástima que lasangre no se compre en la tienda.... ¿no le parece a usted?

—O que... los sanos no se la podamos regalar a... los que... lanecesitan....

Dijo esto el presbítero titubeando, poniéndose encendido hasta la nuca,porque su impulso primero había sido exclamar: «Señorita Marcelina, aquíestá mi sangre a la disposición de usted».

El silencio producido por arranque tan vivo duró algunos segundos,durante los cuales ambos interlocutores miraron fijamente, distraídos yensimismados, el paisaje que se alcanzaba desde la ancha y honda ventanafronteriza. Al pronto no lo vieron; luego su efecto sombrío les fueentrando, mal de su grado, por los ojos hasta el alma. Eran las montañasnegras, duras, macizas en apariencia, bajo la oscurísima techumbre delcielo tormentoso; era el valle alumbrado por las claridades pálidas deun angustiado sol; era el grupo de castaños, inmóvil unas veces, otrasviolentamente sacudido por la racha del ventarrón furioso ydesencadenado.... A un mismo tiempo exclamaron los dos, capellán yseñorita:

—¡Qué día tan triste!

Julián reflexionaba en la rara coincidencia de los terrores de Nucha ylos suyos propios; y, pensando alto, prorrumpía:

—Señorita, también esta casa..., vamos, no es por decir mal de ella,pero... es un poco miedosa.

¿No le parece?

Los ojos de Nucha se animaron, como si el capellán le hubiese adivinadoun sentimiento que no se atrevía a manifestar.

—Desde que ha venido el invierno—murmuró hablando consigo misma—no séqué tiene ni qué trazas saca... que no me parece la misma.... Hasta lasmurallas se han vuelto más gordas y la piedra más oscura.... Será unatontería, ¡ya sé que lo será!, pero no me atrevo a salir de mihabitación, yo que antes revolvía todos los rincones y andaba por todaspartes.... Y no tengo remedio sino dar una vuelta por ella.... Necesitover si hay abajo, en el sótano, arcones para la ropa blanca.... Hágame elfavor de venir, Julián, ahora que la niña duerme.... Quiero quitarme dela cabeza estas aprensiones y estas tontunas.

Intentó el capellán disuadirla: temía que se cansase, que se enfriase alatravesar los salones, al bajar al claustro. La señorita no dio másrespuesta que dejar la labor, envolverse en su mantón y echar a andar.Cruzaron a buen paso la fila de habitaciones extensas, desamuebladas,casi vacías, donde las pisadas retumbaban sordamente. De tiempo entiempo, Nucha volvía la cabeza atrás a ver si la seguía su acompañante,y el ademán de volverla revelaba alteración y zozobra. En la diestracolumpiaba un manojo de llaves. Salieron al claustro superior, y por unaescalerilla muy pendiente descendieron al inferior, cuyas arcadas erande piedra.

Llegados al patín que cerraba el grave claustro, Nucha señaló a un pilarque tenía incrustada una argolla de hierro, de la cual colgaba aún uneslabón comido de orín.

—¿Sabe usted qué era esto?—murmuró con apagada voz.

—No sé—respondió Julián.

—Dice Pedro—explicó la señorita—que estuvo ahí la cadena con que teníansujeto sus abuelos a un negro esclavo.... ¿No parece mentira que sehiciesen semejantes crueldades? ¡Qué tiempos tan malos, Julián!

—Señorita..., a don Máximo Juncal, que no piensa más que en política,todo se le vuelve hablar de eso; pero mire usted, en cada tiempo hay sulegua de mal camino.... Bastantes barbaridades hacen hoy en día, y lareligión anda perdida desde estas grescas.

—Pero como aquí—observó Nucha, formulando sencillamente una observaciónhistórico-filosófica de bastante alcance—no ve uno sino las atrocidadesde los señores de otro tiempo..., parece que son las únicas que le danen qué pensar.... ¿Por qué serán tan malos cristianos los hombres?—añadióentreabriendo los labios con cándido asombro.

El cielo se oscureció más en el momento de expresarse así Nucha; unrelámpago alumbró súbitamente las profundidades de las arcadas delclaustro y el rostro de la señorita, que adquirió a la luz verdosa elaspecto trágico de una faz de imagen.

—¡Santa Bárbara bendita!—articuló piadosamente el capellán,estremeciéndose—.

Volvámonos arriba, señorita.... Está tronando. Comoeste año no tuvimos cordonazo de San Francisco..., ya se ve, elequinoccio no quiere pasar sin esto.... ¿Subimos?

—No—resolvió Nucha, empeñada en combatir sus propios terrores—. Ésta esla puerta del sótano.... ¿Cuál será la llave?

La buscó algún tiempo en el manojo. Al introducirla en la cerradura yempujar la puerta, otro relámpago bañó de claridad fantasmagórica elsitio en que iba a penetrar; rodó el carro del trueno, pausado alprincipio, después ronco y formidable, como una voz hinchada por lacólera, y Nucha retrocedió con espanto.

—¿Qué sucede, señorita querida? ¿Qué sucede?—gritó el capellán.

—¡Nada... nada!—tartamudeó la señora de Ulloa—. Se me figuró al abrirque estaba ahí dentro un perro muy grande, sentado, y que se levantaba yse me echaba para morderme.... ¿Si no los tendré cabales? Pues mire ustedque juraría haberlo visto.

—¡El dulce Nombre! No, señorita es que hace frío aquí, es que truena, esque es una locura andar ahora revolviendo en los sótanos.... Retíreseusted; yo buscaré lo que haga falta.

—No—replicó Nucha con energía—. Ya me carga de veras ser tan boba....Quiero entrar antes, para que vea usted si comprendo perfectamente quetodas son necedades.... ¿Trae usted la cerilla?—gritó ya desde dentro.

El capellán la encendió, y a su luz menos que dudosa vieron el sótano,mejor dicho, entrevieron las paredes destilando humedad; el confusomontón de objetos retirados allí por inservibles y pudriéndose en losrincones; el conjunto de cosas informes y, por lo mismo, temerosas yvagas. En la penumbra de aquel lugar casi subterráneo, en elhacinamiento de vejestorios retirados por inservibles y entregados a lasratas, la pata de una mesa parecía un brazo momificado, la esfera de unreloj era la faz blanquecina de un muerto, y unas botas de montarcarcomidas, asomando por entre papeles y trapos, despertaban en lafantasía la idea de un hombre asesinado y oculto allí. No obstante,Nucha, con paso resuelto, fue derecha al caos húmedo y medroso, y, conla voz ahogada y conmovida de los que acaban de obtener un gran triunfosobre sí mismos, gritó:

—Aquí está el arcón.... Que me lo suban después....

Salió muy animada, satisfecha de su resolución, vencedora en la luchacuerpo a cuerpo con el caserón que la asustaba. Al subir otra vez por laescalerilla, volvió a sobrecogerla el fragor de un trueno más hondo,poderoso y cercano que los anteriores. ¡Era preciso encender la vela delSantísimo y rezar el Trisagio!

Así lo hicieron al punto. La vela