LA RODANTE BURBUJA DE VIDRIO Y METAL
La información de la muestra aleatoria indica que las tres cuartas partes de los traileros cruza las fronteras de sus respectivos países. Más del 60% respondió que tiene de destino final alguno de los países centroamericanos. Un viaje corto entre países, como por ejemplo, desde la Aduana Central de El Salvador a Tegucigalpa (Honduras), dura aproximadamente 15 horas. Pero uno de San José a Guatemala puede tardar hasta 80
horas en promedio.
Existen 1,500 kilómetros que conforman la Carretera Interamericana; desde la frontera norte de Guatemala, hasta la frontera sur de Costa Rica. Si se toma en consideración los recorridos al interior de los países, desde sus centros urbanos –áreas metropolitanas-hacia los puertos principales, los kilómetros de carretera por los que transitan se estiman en aproximadamente 2,500 67. Por una parte, casi la mitad (el 46% de la muestra aleatoria) corroboró que Panamá (situado al sur de Costa Rica) es uno de los países que recorre durante la realización de su trabajo. A México viaja casi la mitad de ellos y aproximadamente el 12% a los Estados Unidos.
Con el fin de vivir la experiencia de un viaje largo, nos hemos puesto de acuerdo con Luis para hacer el trayecto el miércoles. Para empezar, me presento al predio indicado, lugar desde dónde partiremos.
Silenciosa y eficientemente, las manos del guarda abren las puertas de malla metálica que dan acceso al predio. Tanta eficiencia solo puede ser producto de una costumbre ejercitada cientos de veces al día. Efectivamente, por aquellas puertas metálicas entran y salen en una infinita caravana cientos de traileres, esas enormes máquinas rodantes que pueblan las carreteras. “¿Es usted quien viene a viajar con Luis?”, me pregunta. “Sí señor, le respondo. Espero no llegar tarde”. “Para nada joven, apenas están montando la mercadería. Pronto salen”, me dice con amabilidad.
Son casi las dos de la tarde en uno de los muchos predios de las empresas de transporte que se localizan en aquel sector de Heredia, Costa Rica. Arriba, el cielo tiene un color tan gris como el de la mayoría de las cosas alrededor: traileres, alambradas, contenedores, acero laminado, llaves de tuercas… Uno nunca entiende cómo es que en países tropicales existe tan poca imaginación para las construcciones. A nadie se le ha ocurrido sembrar un árbol o poner una maceta con flores en ningún lado.
Como casi todos los predios, este es un gran terreno de grava, rodeado por una extensa malla metálica. A la izquierda, apenas pasando la caseta del guarda, se levanta un edificio de dos pisos, con la típica pinta de la eficiencia burocrática: puertas de metal y vidrio polarizado, oficinas, escritorios, computadoras, secretarias, papeleo. Más allá, se divisan los talleres donde se vela por el buen funcionamiento de los actores principales de aquel 67 Ésta información fue solicitada a cada Coordinador. En algunos casos fue corroborada con la información de las Embajadas situadas en San José. Sin embargo, se conoce que generalmente toda esta información proviene de los Ministerios de Transporte de cada país.
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tinglado: los traileres. Entre aceite, estropajos y herramientas, mecánicos y choferes conversan y revisan motores, engranajes, llantas.
Me detengo un momento sobre la grava y miro alrededor. Desde la derecha y a lo largo de la malla metálica, una extensa fila de contenedores en sus plataformas se encuentran alineados. Es curioso, pero parece que los ordenan por colores: rojo, azul, rojo, azul. Es lo único que rompe la monotonía del gris.
Al fondo, más curioso aún, hay una enorme montaña de hierro. Desde donde estoy me recuerda las construcciones que los niños hacen con esos trocitos rectangulares de madera, apilándolos uno sobre otro. Al acercarme, no puedo dejar de asombrarme. Una enorme grúa levanta los contenedores, esos receptáculos rectangulares de metal donde se encierra la mercadería transportada, y los apila uno sobre otro, hasta formar una enorme pared de cubos.
El predio es un mar de agitación. Los traileres van y vienen, con o sin carga. Quienes salen y entran se encuentran igualmente ocupados, especialmente los primeros. Hay que cuidarlo todo. La carga se revisa con el encargado respectivo: papeleo, documentos, firmas, revisar los sellos de las puertas después de chequear la carga. Con los mecánicos se ve el motor, las llantas y los tanques. El trailero recibe con este ritual una especie de traspaso de poderes; una vez que salga del predio, él es el responsable de la carga y del funcionamiento del aparato.
La fuerza laboral es casi totalmente masculina. Una que otra mujer labora de oficinista pero la gran mayoría está compuesta por varones jóvenes que mantienen un bastión de género ante la arremetida femenina en todas las esferas de la vida centroamericana. Son hombres rudos, vestidos de blue jeans y camisetas de algodón. Algunos usan shorts de mezclilla, bien ajustados. En el taller, suena una música de salsa. Dos mecánicos hacen un paro en sus labores y bailan juntos una pieza, ante las carcajadas de sus compañeros.
“No me apretés tanto”, le dice uno al otro. “Es que bailás muy rudo, mi cielo”, le contesta el otro con un manerismo femenino.
Son casi las tres de la tarde cuando llega Luis, el trailero. “¿Listo para hacer el viaje de prueba?”, me dice con simpatía. “Sí, quiero experimentar un trayecto en un trailer para ver cómo es la cosa”, le digo. “Espero que no le moleste”. “Pues es mejor que ir solo”, me dice. “¿Viaja solo a menudo?”, le pregunto. “Depende de cómo me sienta”, me responde.
Subir a un cabezal es toda una maniobra. Del piso al techo hay casi dos metros y medio, y al ascender los peldaños colocados en el costado se tiene la sensación de volverse más grande, más fuerte. Luis me sostiene de la cintura para que no me caiga y me mira por atrás para ver si estoy ya sentado. “¿Está cómodo?, me pregunta. ¿Desea que le ayude en algo?”
Dentro, la perspectiva de la realidad cambia completamente. Es como una burbuja desde la cual se mira el mundo exterior. Adentro, me doy cuenta de que existen dos realidades: 35
la del interior del cabezal, dominada por el equipo, los controles, el olor de diesel y aceite, y la de afuera, un mundo separado por el vidrio y el metal. La realidad exterior se vuelve otra cosa, como una película que transcurre en una pantalla.
Pocos minutos después estamos acomodados en la cabina y la máquina se pone en marcha. Es entonces cuando, por primera vez, siento la fuerza del aparato en que estamos metidos. Todo ruge y suena al moverse. No puedo ver el contenedor, porque no hay ventana trasera, pero siento su peso detrás de nosotros. Luis, que tiene experiencia, lo lleva controlado por el retrovisor a su izquierda. “El trailer es una mujer, me dice, necesita firmeza y cuidados. Cuando se le domina, brinda un gran placer”.
Las veinte enormes llantas del aparato empiezan a rodar, primero sobre la grava y luego sobre el asfalto de la carretera. Al principio, me parece increíble que un solo hombre pueda poner en movimiento aquel peso. Sus movimientos son fuertes, violentos, porque los espacios de maniobra son estrechos e incómodos. El largo trailer tiene que salir por portones no mucho más anchos que él, doblar en esquinas angulosas y estrechas, circular por calles que parecen haber sido creadas para autos de cuatro ruedas y no más altos que metro y medio, y sortear obstáculos como semáforos, altos, bocacalles y otros autos.
“Éste es el principio de la aventura”, me dice. Al llegar a la autopista, el chofer es otro.
Ha llegado a lo que parece ser el espacio "natural" del trailer: la carretera se vuelve más ancha y larga, el límite de velocidad permitido aumenta, los obstáculos son menos y se pasan con facilidad. Incluso los huecos de la calle importan poco: con diez llantas, casi seis metros de extensión y dos y medio de alto, el trailer es lo suficientemente pesado para que eso pueda pasarse por alto. Luis se siente más relajado y en control.
Un trailer es un complejo de partes. Está primero el cabezal, algo así como el cerebro de la estructura, donde se ubica el chofer y todo el instrumental de comandos. Frente a los dos cómodos asientos negros se despliega una enorme cantidad de aparatos de control y medición, sobre los que dominan la gran rueda del volante, la palanca de la caja de cambios y los pedales. “La sensación está en la cabeza”, dice Luis, refiriéndose al trailer y algo más”.
El cabezal es, también, dormitorio. Detrás de los asientos está ubicado un amplio espacio donde una o dos personas pueden acomodarse con relativa facilidad. Es una zona oscura y menos ventilada, con un techo removible para aquellos momentos de mayor calor y un camastro; parece diseñada para usarse de noche, ya que durante el día el calor es intenso.
El resto del trailer viene detrás nuestro. Primero, está el contenedor, ese recinto rectangular, cerrado y sellado, donde va la carga, que eventualmente se desprende y se separa de diversas maneras. Después, está la plataforma, la estructura donde están los ejes de rodaje y las llantas, sobre la cual viaja la carga. Maniobrar esas partes, que viajan juntas pero que sobre la carretera parecen tener vida independiente, es toda una proeza que los choferes cumplen meticulosamente. Luis continúa con sus asociaciones entre el trailer y otra cosa. Freud estaría feliz de ir en este viaje ya que sus teorías menos probadas encontrarían fundamento con el trailero: “El contenedor no es tan importante ni sensible 36
como la cabeza. Sin embargo, igual que con otro objeto, el tamaño hace más provechoso el viaje”, me dice. “En mi caso, las mujeres me comentan que el contenedor es de excelente tamaño”, me dice con una maliciosa sonrisa. “¿Y usted qué creé?”, me pregunta. “He oído que el tamaño no importa”, le respondo. “Eso es lo que dicen para calmar a los que son subdesarrollados”, me contesta.
Los traileros, dice Luis, tienen relaciones muy distintas con las dos grandes divisiones de sus vehículos. El cabezal es un hogar sustituto, cálido, íntimo. Aquí se duerme, se hace el amor y se conversa sobre las pequeñas alegrías y las grandes tragedias de la vida. Posee artículos del conductor: espejos, fotos, postales, calendarios, relojes y su cama. El contenedor está vacío de emociones. Es el lugar de la carga, que los camioneros no sienten suya y que no da cabida a nada personal. “Uno siente su hogar en el cabezal, lleno de amores y decepciones”, señala Luis con tristeza.
Sin embargo, la carga es una preocupación constante para el trailero, y su presencia se siente, físicamente, durante el trayecto: el viaje no solo implica vigilar que atrás todo vaya bien, que nada ocurra durante el trayecto, sino hacerlo por razones económicas. La carga es la parte más valiosa, por su costo y porque es la razón del viaje. Cada vez que se detiene, Luis la chequea, siempre está en su mente.
Al llegar a la pista Luis se reacomoda en su asiento. Es una señal que demuestra un reacomodo de la realidad: ahora está en "su" terreno, la autopista. Es callado a veces y se concentra mucho en la carretera, donde tiene cuatro años de trabajar de trailero; antes, me cuenta, era chofer de carga en una empresa en San José.
Noto que le gusta mucho mi presencia y después de explicarle cómo estructuraré mi libro, solo me pide que no use su nombre real. “Podría usted tener algún material en mi contra”, me dice con misterio.
Su principal queja es el tránsito, y me cuenta que aunque ha viajado por toda Centroamérica, no se acostumbra todavía. El viaje que hacemos por la pista transcurre sin problemas notables en su primer trecho, sobre la autopista General Cañas. Una a otra, el trailer va dejando atrás poblaciones por las que bordea la carretera: Alajuela, Grecia, Naranjo, Palmares, San Ramón. “Este paisaje es muy hermoso. Nunca dejo de admirarme por la riqueza de la flora costarricense. A veces no entiendo cómo es que la gente de aquí es tan envidiosa y mala con los semejantes. Es un contraste entre la flora y la fauna”, me dice.
Primera parada. A sabiendas de lo que nos espera delante, Luis detiene el trailer en uno de los últimos restaurantes antes de la famosa zona de Cambronero, que separa al Valle Central de la zona costera del Pacífico, y paso casi inevitable para llegar a la frontera.
Allí, en el restaurante, más que el café y las tortillas con natilla que tomamos, parece que Luis está tomando un respiro. No es para menos, Cambronero es una zona famosa por su difícil tránsito: una carretera de dos carriles, a través de altos montes, plagada de curvas y pendientes, y sumamente transitada, ya que lleva directamente a Puntarenas, el principal 37
puerto del Pacífico, al puerto comercial de Caldera, de donde sale la mayor parte del tránsito de mercadería, a la provincia de Guanacaste, en el noroeste del país, y a Peñas Blancas, punto oficial de acceso a Costa Rica desde Nicaragua.
Cambronero es una verdadera tortura. Un camino sinuoso y en pendiente. Cuando se viaja desde San José hay que compresionar constantemente para no subir mucho la velocidad, y el peso de la carga se siente venir sobre el cabezal, obligando constantemente a usar el freno, cuesta abajo. A pesar de ser miércoles, día de poco tráfico, hay que cuidarse siempre de los autos que van en la carretera, que parecen desesperados por adelantar a los pesados traileres. A menudo, éstos actúan como controladores del tránsito, dejando pasar a los autos o advirtiéndoles sobre los peligros en la ruta, pero es visible la molestia de Luis por la insistencia de los autos en pasar. “Si los centroamericanos tuviéramos la misma prisa para trabajar que para conducir, seríamos una potencia económica”, me dice. “Aquí existe una desesperación por llegar rápido a todo lado para luego vaguear”, continúa él.
Después de la tensión que genera Cambronero, encontrarse con la pista que nos llevará a Guanacaste es todo un alivio, y Luis vuelve a demostrarlo con otro reacomodo en su asiento. La velocidad aumenta conforme cae la tarde. A ratos, a nuestra izquierda vemos el sol, cada vez más rojo, característico de los atardeceres costeños, y que contrasta con el intenso verde de la vegetación invernal a lo largo de la carretera. “¡Qué calor más sofocante!”, exclama el chofer. No puedo contradecirlo. Es hora de que ambos nos quitemos la camisa, que están mojadas de tanto sudor. “Cuando llevo mujeres, me dice Luis, este es el momento más adecuado para decirles que se quiten la blusa”. “¿Y lo hacen?, pregunto yo. “No todas, pero una vez un travesti se quitó hasta las tetas de trapo que llevaba”.
Casi empieza la noche cuando el enorme trailer se detiene en otro restaurante a la orilla del camino. Otro respiro para Luis, y una oportunidad para revisar la máquina y la carga, antes de tomar un refrigerio caliente. Siento que el cuerpo empieza a dolerme y no sé si es por la tensión o por lo largo del trayecto. Le pregunto a Luis si siente algo parecido y sonríe. "Ya estoy acostumbrado, y todavía falta mucho”. “¿Cuándo es que usted se cansa del viaje?”, le pregunto extrañado. “El cansancio me da cuando no tengo nada interesante qué esperar. Pero mientras exista la sospecha de que algo bueno está en camino, no me aburro”.
Efectivamente, falta mucho. Nuestro siguiente punto de descanso será Liberia, la capital provincial de Guanacaste. Mientras la alcanzamos, la autopista se vuelve monótona: largos tramos de carretera sin curvas, aquí y allá poblaciones que apenas vemos, más bien sus luces, ya que la noche nos envuelve. Las casitas campesinas prenden sus luces y se miran tan coquetas e inocentes que parecen collares de juguete. “A mí me encantaría terminar viviendo en una casita de campo, sin complicaciones y sin presiones”, le confieso al trailero. “A mí el campo no me gusta. La gente piensa que se vive más simplemente pero no es así. Las miserias de la gente son iguales en todo lado. Además,
¿sabe cuántas violaciones e incestos se están produciendo en este momento en cada una de esas casitas? Yo viví en el campo y mi papá se cogía a dos de mis hermanas”, me dice 38
con disgusto. Vuelvo a ver las casitas que antes me parecían tan inocentes. “En aquella han corrido las cortinas de las ventanas, le dijo, algo malo y sucio debe estar pasando”.
Luis se sonríe y concuerda: “No confíe en que lo pequeño es mejor. A veces lo grande le puede dar mucha satisfacción”.
Ya ni siquiera podemos ver el paisaje, más allá de los faroles del trailer, y solo queda el ruido del motor, el eterno olor a combustible y aceite, y la ocasional conversación con Luis, metidos en aquella cabina.
Pienso entonces que aquella realidad condiciona la vida de los traileros. Siento que los ajusta a esos espacios cerrados, en los que yo, nada acostumbrado, me siento atrapado. En cambio, Luis está perfectamente acondicionado a la necesidad de movimientos cortos y rápidos, a mantener una posición durante largos trayectos. En tierra, fuera del cabezal, me parecía un poco más torpe, pero aquí está atento a todo, ágil, de reacciones rápidas. Es indudable que establecen una conexión con el aparato. De repente, cuando comenzamos a movernos, cuando tomamos velocidad, me parece que su cuerpo se agranda, se vuelve poderoso. “¿No te han dicho que vos te encoges o te estiras en distintos momentos?”, le pregunto. “Sí, muchas mujeres me dicen que se sorprenden de cómo puedo hacer el amor en lugares pequeños o espaciosos de manera diferente. Creo que he aprendido del trailer a utilizar los espacios”.
Por ahí he oído aquello de que los instrumentos que creamos son extensión de nuestros sentidos, pero aquí la regla parece ser al revés. Los sentidos y el cuerpo son extensión de la máquina: las manos son parte del volante y de la palanca de cambios, los pies se fusionan con los pedales, los ojos viajan de uno a otro de los retrovisores y el parabrisas principal. Sus funciones corporales se automatizan con las de la máquina. Luis piensa que el ritmo en el hacer el amor se adapta al movimiento del trailer. Está convencido de que él sabe “acelerarse y desacelerarse” de acuerdo con la condición del “camino”. En algunos momentos, puede hacer varias cosas con sus manos y pies al mismo tiempo. “El trailero aprende a mover todo el cuerpo de una manera que otros hombres no pueden”, me asegura sin titubear.
Lo mismo parece ocurrir con el motor. En las veces que se requiere chequear y revisar el aparato, es sorprendente la agilidad del trailero. Destapa el enorme cabezal con facilidad, y se mete dentro del grande y caliente motor, para detectar cualquier posible problema.
“Imagínese lo que uno puede hacer con los motores de las personas”, afirma Luis. “Sé sentir a la distancia cuando alguno está caliente. Siento la temperatura de los órganos”.
Cerca de Cañas, una de las poblaciones que pasamos, empieza a llover y, repentinamente, el agua moja el asiento. De no sé dónde, Luis extrae, sin quitar la vista del camino, una estopa de tela para secar el asiento. Al día siguiente, mientras se lave cerca de la frontera, lo veré utilizar una estopa similar para secarse el torso, tal como lo hizo con su asiento.
“También la uso para limpiar el semen cuando me riego afuera”, me confesará luego.
Otra curiosa relación, que me hace patente ese paralelo entre la máquina y su chofer. En aquellas paradas que hacemos para revisar los líquidos del aparato (el diesel, el aceite, el 39
agua del radiador), Luis toma su tiempo para regenerar sus propios líquidos, mientras orina o toma algo, ya sea un café o un refresco. “El trailer y usted parecen dos perritos que toman y orinan al mismo tiempo”, le comento. “No está usted equivocado. Cuando le hace falta combustible al trailer, a mí me dan ganas de tomar agua. Cuando el carburador se calienta, a mí me da por orinar”, agrega él. “Y cuando usted está cachondo, ¿cómo lo relaciona con el trailer?”, pregunto intrigado. “Pues el trailer algo siente porque se calienta el motor. Fíjese qué caliente está”, me dice.
Finalmente, Liberia. Nos detenemos donde todo el mundo parece hacerlo: en el cruce de caminos que le da acceso a todo Guanacaste. Tres gasolineras y un restaurante, El Bramadero, conocido de todos los viajeros, nos reciben. “Hola, mi amor, le dice una salonera que se llama Juana. ¿Está con mucha hambre de carne hoy?” “Sí , rica, me hace falta comer un buen pedazo de carne, ¿cómo está su chuleta hoy?” “Fresquita, precioso, hasta que echa sangre”, responde la mujer. Luis ordena la chuleta. “¿Y usted, mi cielo, qué desea comer?”, se dirige ahora a mí. “No tengo gusto por la chuleta, le digo. ¿Tiene salchichas?” “Claro que sí. Aquí somos muy liberales y cada uno con su pareja”, me dice y me guiña un ojo. Esta salonera en Estados Unidos la hubieran echado por acoso sexual y por meterse en lo que no le importa. Su interpretación de que porque ordeno salchichas me gustan los hombres, es lo más absurdo que he oído. “¿Desea una salsita, termina preguntando, o las quiere sin nada?” Luis se ríe a carcajadas. “¿Qué será lo que le notó que puso a la mujer a sospechar?”, me dice con malicia. “Aquí en el campo la gente nota muy rápidamente cuando un hombre mira más de la cuenta a otro”, me dice. Quito la vista y pienso en lo que me dice.
Veinte minutos más tarde estamos de nuevo en la pista, rumbo a la frontera. Aunque sabemos que los puestos oficiales ya han cerrado, Luis tiene prisa por llegar. "A estas alturas, uno solo quiere llegar, parquear, tirarse unas birras y dormir", me dice. Le creo porque me duele la espalda.
El trailer viaja cortando la noche. Alcanzamos un puesto de pesaje aduanal en el camino, donde Luis se detiene rápidamente a hablar con otros traileros y el encargado del puesto.
Ni siquiera me bajo. Seguimos la ruta, igual, siempre igual, hasta llegar a la que parece la última zona poblada antes de la frontera, el puesto migratorio y de autobuses en las cercanías de La Cruz, último pueblo de importancia en el mapa antes de Peñas Blancas.
Es tarde pero sigue habiendo vida en el sitio. El edificio principal parece una estación de gasolina iluminada con neón, y a lo lejos otras luces revelan casas, cantinas. Es tarde para continuar a la frontera, por lo que pernoctamos allí. Luis estaciona el trailer junto a otros que, también, esperan el nuevo día.
Luis se va a una cantina cercana y se pierde, así que me quedo en el cabezal con la tarea de "echarle un ojo". Siento que es una manera de atarme al lugar, de librarse de mí, y al mismo tiempo de tener a alguien que le cuide el aparato. Un extraño sentimiento de abandono me embarga. Es la primera vez que siento dolor porque se vaya un hombre que apenas conozco. Sin embargo, me ha gustado Luis y me siento bien con su compañía.
Siento que somos amigos, sea cual sea el significado de esta palabra. Quizás, pienso yo, 40
la amistad es una forma de amar. Vuelve casi a la medianoche. “¿Adónde anduvo?”, le pregunto con curiosidad de investigador. “Pues me eché un polvo con una puta. Espero que usted no se me ponga celoso”, me responde con picardía. “Para nada. Me parece maravilloso que lo haya hecho”, le contesto sin creerme la respuesta. “¿Por qué no me invitó?”, le reclamo. “Para no ponerme celoso”, me responde.
Dormir en un trailer no es una experiencia agradable, a menos que se esté acostumbrado a ello: el espacio es estrecho si es compartido, como esa noche, por dos personas, y el persistente olor a diesel lo persigue a uno hasta en sueños. Afuera solo se oye el insistente canto de los grillos, los ocasionales ladridos de muchos perros y las menos frecuentes conversaciones de quienes están en la zona.
Luis se despierta varias veces. Imagino que mi presencia lo incomoda, pero cualquier ruido que venga del trailer –un golpe, gente que susurra cerca- lo pone en alerta. En una de tantas le pregunto si siempre es igual; "ya sabe, hasta dormido hay que echarle ojo al Cristo", me dice, una frase común en Costa Rica de decir que hay que estar atento. “¿Pero por qué me toca las nalgas cuando duerme?”, le pregunto. “Es que soñaba que tenía un par de melones en la mano. Fue una pesadilla”. “Para ser una pesadilla tenía una cara de felicidad”, le digo. “Bueno usted sabe que cuando uno duerme en un cabezal todo cuerpo cercano lo pone a uno algo cachondo”.
Luis vuelve a poner sus manos en mis nalgas. No dice nada, sólo toca. No sé qué hacer.
El hombre ha adivinado de alguna forma que aún no comprendo lo mucho que me gusta.
Quisiera decirle que soy casado y que nunca he tenido una relación de este tipo. Mientras pienso cómo detener el avance, Luis me ha tocado mis genitales y ha sentido mi interés por él. Mi erección me ha delatado, revelando un deseo que apenas se hacía consciente.
Nada de Viagra, ni de imágenes de otros lados, estoy con una erección que no tenía desde hace años. Mis defensas empiezan a ser demolidas como la línea Maginot en la Segunda Guerra Mundial. ¿Terminaré avergonzado como los franceses que tuvieron que mirar a Hitler pegando brincos de idiota en pleno París?
“Luis, es mejor que paremos ésto. No me parece correcto”, le digo. “¿Pero quién dijo que tenía que ser correcto?, me pregunta antes de clavarme su lengua en mi boca. “Es que nunca he estado con un hombre”, le digo. El trailero hace que no oye y toca mi cuerpo con sus manos y sus pies, crea sensaciones distintas, fomenta el caos con experiencias físicas como si estuviera aún al volante. He tenido amigos gays pero no había soñado con hacer el amor con ellos. Con Luis es distinto. Él no es un hombre gay, ni un bisexual, ni un homosexual frustrado. Es un cachero: un hombre que tiene en América Latina relaciones con hombres sin caer en la identidad del gay. Un misterio para los observadores de otros países que no quiero ahora analizar.
“Abra sus piernas, mi amor, déjeme entrar en su cuerpo”, me dice en voz baja. Éste me trata de la misma forma que a una mujer. Desde el principio, está bregando con resistencias. Pero no puede derribarlas con el lenguaje porque no tenemos un libreto particular que seguir. Ni él ni yo sabemos lo que se habla en una situación de este tipo.
No sé que esperar y él se quedó sin palabras. Luis actúa como un invasor desde el 41
principio, como el animal que intuye que no será bienvenido a menos que domine a su presa. “¿Cómo es posible que este trailero esté a punto de entrar en mi interior y nos hemos quedado mudos?”
El dolor es inaguantable. A pesar de que se ha puesto vaselina en el condón que sacó no sé de dónde, no soporto su ingreso. Sin embargo, él sabe volver a confundirme con unos besos profundos, una masturbación rítmica, y unos pellizcos en mis pezones. Siento dolores y placeres que se neutralizan el uno con el otro. “No se sienta mal, me dice, nadie sabrá lo que estamos haciendo”. El macho consuela al otro. Ambos hemos aprendido que lo que hacemos es un sucio pecado, una vergüenza miserable y sin embargo, compartimos un secreto ahora que, en sociedades latinas, podría destruir nuestras vidas. El placer nos envuelve. “Me da vergüenza lo que usted me hace”, le digo con sinceridad. “No se preocupe, me susurra, no es al primer macho que le pasa”.
Sodomía. La terrible palabrita tan sucia que no podía pronunciarse. ¿Pero cómo es posible que este acto enloquecedor sea tan perseguido? Luis se mueve con una agilidad que es algo ajeno en mi vida. Sabe cuándo y cómo acelerar y cómo y cuándo hacer una pausa. Solo un trailero podría saber la manera en que la próstata se estimula con ritmos diferentes y cuándo se debe hacer la penetración más lenta. Luis intuye estas contracciones y danza con ellas, como si bailara salsa. El hombre sabe lo que hace y no lo aprendió de una mujer. “Estoy a punto de venirme, le digo. Le aviso cuándo”, exclamo con agitación. “No hay necesidad que me diga, siento su próstata que se endurece”, me contesta el trailero.
En algún momento de la madrugada me despierta una lluvia rápida. La luz que viene de afuera me permite entrever a Luis que duerme profundamente.
Me despierto con la luz del sol. Son las 6 a.m. y ya Luis no está. Me levanto lo mejor que puedo, con el cuerpo cada vez más adolorido. Bajo del trailer y veo a mi acompañante en la zona del edificio principal. Me saluda al verme y me señala los baños donde usualmente se asean. Varios traileros se lavan partes del cuerpo, algunos los genitales.
“Estamos entre hombres, me dice Luis, si quiere quítese los calzoncillos y se enjuaga”, me dice con malicia. El trailero está sin camisa y en calzoncillos. Se seca el pecho y se agarra los genitales como si exprimiera algo de su pene.