Los Traileros y la Vida Loca by Jácobo Schifter Sikora - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

III.

EN LA REGIÓN DE LAS CASAS-HONGO

Allí, extendiéndose a través de kilómetros y kilómetros hacia el sur y el oeste de la capital se encuentra la región de las casas-hongo, donde vive Luis. He contactado a este trailero para conocer su forma de vida antes de realizar con él un viaje de rutina hacia la frontera que divide a Nicaragua de Costa Rica. Me llamó por teléfono para pedirme que fuera puntual porque quería ir después a una reunión de su barrio. “Hemos encontrado coliformes fecales en el agua de las casas y queremos quejarnos ante la municipalidad”., me dice como explicación. “Pero no se preocupe. Ahora cocinamos con agua tratada que venden en el supermercado”. El barrio de Luis ha caído en cuenta de que los ríos y manantiales de agua están cada vez más sucios y contaminados. “Recuerdo cuando aún se podía pescar oluminas en los ríos de San José”., le digo para volver a los buenos tiempos en que la población de la capital no pasaba el medio millón de habitantes. “Ahora lo único que puede pescar en ellos es un cadáver de un narcotraficante o los papás de los coliformes de los miles de precaristas y barriadas marginales”., responde el trailero.

Las barriadas del sur tienen varios nombres: algunos sectores de Desamparados o de Pavas; Paso Ancho, San Sebastián, pero sobre todo los once Hatillos… con una alta densidad de población, esa extensa porción de la zona de San José empezó a “florecer”

gracias a los planes habitacionales del Instituto Nacional de Vivienda y Urbanismo (INVU), a partir de la década de 1970, cuando el gobierno necesitó darle cabida a la creciente ola de gente que empezó a inundar las ciudades provenientes de las zonas rurales, atraídas por la industrialización y el crecimiento del aparato estatal que a su vez nos saturó de burócratas. En esa época un presidente de Costa Rica se opuso a la planificación familiar y condenó a los programas de planificación familiar de arma del imperialismo yanqui. El iluso político creía que los países desarrollados tenían un interés en mantener a las poblaciones del Tercer Mundo subyugadas, como si el número haría la fuerza. Ahora el mismo político se ha dedicado al ecoturismo y se queja de cómo los pobres le ensucian el país y el hotel de sus ensueños.

En esta alianza en contra del control demográfico no podía faltar la Iglesia. El catolicismo ha sido un férreo enemigo del sexo recreativo y la planificación familiar. En un sentido, podríamos decir que lo hace con base en las interpretaciones bíblicas. Pero la Iglesia ha estado lista para hacer las cosas diferente cuando le conviene. La Biblia prohíbe con más severidad la usura. Antes del siglo XIV, era un pecado prestar dinero y cobrar interés. Ahora el Vaticano controla miles de bancos. De la misma manera que el político costarricense, muy católico por cierto, la Iglesia sueña con los números. Quiere más y más católicos. Es lo que se conoce como el terrorismo demográfico cristiano: crecer “naturalmente”.

La prosperidad y la demanda de un Estado empresario e ineficiente, además de corrupto, no necesariamente llegó a todos, y aquella zona terminó por recibir un nombre, que todavía hoy se menciona con cierto aire despectivo: los “barrios del sur”, a pesar de que quienes allí viven no son desposeídos, sino una gruesa porción de la otrora pujante clase media costarricense. Allí se encuentra de todo: oficinistas, empleados bancarios, secretarias, estudiantes universitarios y traileros. Como Luis.

24

Luis llegó allí, a Hatillo 8, proveniente de Alajuela, donde nació, cuando su trabajo –

primero de chofer para una empresa de San José y luego de trailero- le permitió reunir el dinero suficiente para comprar una casa donde afincar a su familia, o a la que llegaría a serlo, porque en aquel entonces eran solo él y su esposa. “Me casé muy joven porque era lo que todo varón debía hacer”., me dice con cierta nostalgia. “A uno le meten la idea en la iglesia de que debe hacerlo temprano para sentar cabeza y como mandato divino”, me confiesa algo dubitativo. “Además, quería irme de mi casa porque mi padre era autoritario y le tenía preferencia a mis hermanas”, me dice en voz baja.

Luis y su mujer son fervientes católicos. Él piensa que Jesucristo es un padre que está en el cielo y que todo lo mira. Cuando puede, asiste con su señora los domingos a la misa.

“Para mí oír la palabra de Dios y el sermón del padre es un alimento para el alma, me confiesa. Cuando estoy triste y cansado de las cosas, acudo a Él”. El trailero nos dice que su señora es aún más devota. Ella es una fiel seguidora de la Virgen María a la que le pide siempre “una guía espiritual”. Tanto es así que ella le implora ahora que ayude a los ríos y a la flora de su país. “Está segura que los coliformes fecales los puso el mismo demonio para recordarnos que nos hemos perdido de los caminos de Dios”. Katia, la esposa, mira todos los días los programas religiosos que se proyectan en todos los canales del país. “Soy una aficionada del Padre Minor”, me dice con orgullo. “Es algo afeminado pero tiene un gran corazón. Él mismo nos ha dicho que peleemos por el agua limpia y que no nos dejemos convencer por los burócratas del gobierno”.

Ambos compraron una casa de aquellas que forman la gran masa habitacional de los proyectos del INVU en zonas como los Hatillos. Para llegar a su casa, debimos atravesar parte del cinturón de circunvalación, la gran autopista de cuatro carriles que bordea San José, y que tardó casi veinte años en ser terminada, cuando el “boom” de la prosperidad industrial costarricense hizo crisis. Me pongo a pensar cómo es posible que una carretera relativamente pequeña dure tanto tiempo en construirse. El conductor del bus que ha viajado a Miami gracias a un club de viajes, me dice que ha visto cómo allá en un mes han edificado vías más grandes. “Cuando terminaron esta circunvalación ya no era útil, San José había crecido diez veces”, me cuenta exasperado. “Con la plata que invirtieron, me dice, hubiéramos construido una vía de ida y vuelta a Marte”.

El bus de la “Periférica” –ruta de servicio colectivo que recorre la circunvalación- se detiene en la parada. Descendimos para encaminarnos a la casa de Luis. Me ha dado una dirección típica de este país: “De la antigua carnicería El Pez, 50 varas al norte y 300 al sur”. Le había cuestionado esta forma de dar las señas: “Luis, ¿cómo voy a saber en dónde estaba una carnicería que ya no está?” “No se haga bola, me dijo, todo el barrio lo sabe y solo pregunte al llegar”. Costa Rica es famosa por esta manera peculiar de orientarse en la ciudad. Algunos extranjeros se angustian cuando les dan direcciones a partir de edificios que fueron demolidos hace más de veinte años. Otros se exasperan cuando se dan cuenta que no hay números en las calles y que cuando los tienen, nadie se los sabe. “Es imposible orientarse en esta ciudad”, me había dicho un norteamericano.

“Está hecha de manera para que nadie se encuentre”.

25

De la autopista pasamos a las carreteras internas de los Hatillos, una maraña de asfalto que se introduce en la no menos enmarañada red de edificios y casas. Se me vino a la cabeza que hay que vivir allí para no perderse. De una calle a otra, de un edificio de

“condominios” a otro, debía encontrar un local que no existe. “Señora, me perdona usted,

¿me puede decir en dónde estaba la carnicería El Pez?”, le pregunto a una ancianita.

Estoy seguro que ella tiene que recordarse. “Sí joven, me dice amablemente, estaba a tres cuadras de la antigua estación de bomberos, la cual estaba cerca del teléfono público”.

Una de las características más asociadas con la masculinidad latina es que los hombres no podemos pedir direcciones. Es una vergonzosa admisión de ignorancia y de vulnerabilidad. Es preferible perdernos por horas que aceptar un minuto la ignorancia.

Sin embargo, prefiero hacer que Luis venga por mí. Después de todo, él ha sido culpable de darme una dirección tan absurda. Opto por llamar a Luis de un teléfono público para que venga por mí. “¿Adónde está?, me pregunta una voz molesta ante tanta inutilidad.

“Me encuentro, le digo, en el teléfono público que está a tres cuadras antes de la antigua estación de Bomberos, que queda cerca de la antigua carnicería”.

Mi lazarillo por fin llega. Es un hombre joven y buen mozo. Los ojos me llaman la atención porque son de un color café claro similares a los de una taza del famoso aguadulce. Aunque noto que trae consigo una cajetilla de cigarrillos, tiene unos grandes dientes blancos que la nicotina no ha podido oscurecer. Los brazos son musculosos y fuertes capaces de montar quién sabe cuántas toneladas de mercadería. La nariz es respingada y ligeramente ancha. El pelo es negro del color del río que queda cerca de su casa y que posiblemente sea un gran criadero más de coliformes.

“Mucho gusto de conocerlo”, le digo y le doy mi mano. “El gusto es mío”, me dice con una cálida sonrisa. Luis me examina de arriba a abajo. Se nota que es un hombre desconfiado y que quiere saber con quién viajará hasta la frontera. Aunque entiendo su interés, me siento algo incómodo con el examen. Siempre odié los tests en la escuela.

Pensaba que alguna vez el maestro me castigaría y me reventaría en uno de ellos. “¿Pasé la prueba?”, le digo para reconocerle su escrutinio. “¿Cuál de todas las pruebas?”, me responde.

Me guía hasta el lugar donde se encuentra su casa, a su alameda. “No esperaba un escritor tan joven”, me dice. Me lo imaginaba gordo y calvo”. “Pues tampoco creía que usted sería atleta, le respondo. “Me lo imaginaba panzón y amargado”. “¿Quién le ha dicho que no soy amargado?”, me increpa. “Pues no parece con la amplia sonrisa que lleva”, le digo. “¿Puede usted evaluar a una persona por una única sonrisa?” Luis está en lo correcto. Mal me ha ido por juzgar con base en ella. Es un clisé tan viejo mostrar las muelas que no deberíamos juzgar a nadie por ello. Luis me dice que en el campo de donde viene, creen que la sonrisa ante el extraño la heredamos de los monos que lo hacen con el fin de evitar un ataque.

Las alamedas, en los Hatillos, son pasos peatonales cerrados al tráfico de vehículos, desde los cuales se accesa a los edificios y a las casas donde viven los vecinos de muchos de estos barrios del sur. En el plan habitacional ideado por el INVU, estas alamedas 26

fueron diseñadas para darle un “respiro”, un área “verde”, a los futuros moradores de los edificios, un poco para compensar el hacinamiento y la monotonía producida por la arquitectura masiva de la urbanización de la Costa Rica de los años 70. No obstante estos buenos propósitos, las calles están llenas de basura y cosas viejas. Se miran cajitas del Big Mac a la par de otras de Burger King que contenían pastelitos de cereza. Unos metros más allá, decenas de latas de cerveza. Una silla de madera con solo dos patas se encuentra próxima. Por todo lado hay papeles de todo tipo. La barriada es mitad vivienda y mitad basurero.

Me habría perdido sin la guía de Luis... así de iguales resultaban a simple vista las constantes alamedas con sus edificios: estructuras modulares demasiado parecidas unas a otras, con una sucesión de casas de dos pisos, con sus puertas mirando a las alamedas, dos ventanas en el primer piso, dos ventanas en el segundo, sus barrotes, sus aparatos medidores del consumo eléctrico, con los cables que las abastecen de energía y de imagen de televisión, formando otra maraña, colgando sobre las cabezas de los transeúntes. Veo una calcomanía de un candidato presidencial de hace diez años y los populares rótulos de “Somos católicos, no insista”.

Más llama aún la atención las barras de metal. Como cárceles urbanas, cada casa, almacén o escuela está protegida por ellas. No se puede siquiera abrir una ventana de par en par. Los ticos vivimos encerrados en nuestros propios hogares. “No necesitamos ejército porque lo llevamos adentro”, me dice Luis. Tiene toda la razón. Este trailero me parece más que un conductor un filósofo del Tercer Mundo, acostumbrado a bregar con los problemas más inmediatos de la pobreza.

“Un encierro similar a las cárceles, pienso yo, porque el hacinamiento es similar”. Los vecinos están unos encima de otros. “Aquí puedo oir hasta los pedos de los habitantes de tres casas contiguas”, me cuenta el trailero. “Ni le cuento que los pleitos y el sexo también se hacen con la participación del barrio”. Luis me dice que Ana, la vecina y amiga, cada vez que Luis y su señora tienen relaciones, le dice a su mujer al otro día:

“¡Ni me digas nada porque lo sé todo! ¿Contáme cómo estuvo?” Lo mismo sucede con la violencia intrafamiliar. “Marielos, la del otro lado, es golpeada por lo menos una vez al mes, me dice, y uno tiene que oír los gritos y las patadas”. Según el trailero, la vida en los Hatillos es comunal. La gente vive tan encima una de la otra que prácticamente se ahoga.

Sin embargo, le pregunto interesado, cómo hacen para defender su intimidad. Me cuenta que “se hacen los tontos”. “¿Pero quién le dijo que los tontos no se dan cuenta de lo que pasa”, le pregunto. “¿Y quién le ha dicho que sí?”, me responde. Este tema me interesa porque creo que una manera en que los latinos vivimos con las limitaciones materiales es que hacemos que no vemos ni sabemos lo que pasa más allá de nuestras fronteras. Como dice Luis, “caras vemos, corazones no sabemos”.

Finalmente alcanzamos la alameda. Conforme nos adentramos en ella, pienso en que el intento por darle un “respiro” a los habitantes del lugar fracasó. La alameda sigue siendo un paso peatonal, pero difícilmente está poblada de árboles o de plantas y, a un lado y a otro, las paredes de los edificios se levantan impidiendo al sol tocar tierra. “Aquí siembran algún arbolito y al otro día no está”, me señala Luis para que entienda los 27

espacios vacíos. “¿Y cómo habrán hecho los árboles que quedan para salvarse de los robos?, le pregunto. “Pues quizás fueron más vivos y echaron raíces por todo lado, no concentrándolas en ningún lugar, luchando para preservar su estabilidad sin condenarse en un solo sitio”, me responde. Intuyo que el trailero no me está hablando más de la flora del lugar.

Casi puedo ver el interior de cada una de las casas. Las ventanas dan directamente a la acera por la que caminamos y solo nos separa del interior las cortinas de “marquiset”, una tela ligera que es casi infaltable en la mayor parte de los hogares de clase media costarricense. Veo los televisores encendidos y oigo los gritos y las conversaciones en el interior de las casas, y me puedo imaginar el lugar, de noche, cuando el ruido urbano disminuye: aquellas casas-hongo donde el Estado decidió alojar a las masas rurales y a la creciente fuerza “trabajadora” podrán suplir a sus moradores de muchas cosas, pero difícilmente de intimidad. “Ana, alcánzame una birra (cerveza), se oye desde la sala”. La mujer está en la cocina en medio de un concierto de gritos de niños y seguramente no oye. “¡Oh vieja más hijueputa!, exclama la voz, “¿estás sorda o qué?”

Llegamos, finalmente, a la casa de Luis. Su lugar en la alameda, en el edificio modular de

“apartamentos” –como los llama-, su lugar en el mundo. Como el resto de las casas de aquel edificio, tiene dos pisos. En el inferior, un amplio espacio sirve tanto de sala como de comedor, poblado de muebles modulares e infinidad de adornos de cerámica y vidrio que la esposa de Luis ha colocado por todas partes. El lugar parece dominado por la presencia de un gran televisor a colores que impone su brillo, con la edición vespertina de un popular tele noticiero. “Encontraron coliformes fecales en el agua de la Casa Presidencial”, informa la conductora del programa. Además, continúa el noticiero: “El Presidente está enfermo y canceló su reunión de gabinete”.

En la estancia siguiente está la cocina, donde hay también una pequeña mesa, y al fondo, una pequeña puerta conduce al patio trasero, cruzado de alambres para tender ropa y algunas plantas. Junto a las escaleras que llevan al segundo piso hay una puerta adicional, que lleva a un baño.

En el segundo piso están los dormitorios. El más grande es de Luis y su esposa, pero parece pequeño debido a la gran cama que han colocado allí. Una foto del día de la boda está en la mesita de noche. La mujer luce más delgada; debe haber ganado unos 10 kilos desde ese entonces. Luis se mira feliz y no ha ganado más que unas cinco libras. Sin embargo, la sonrisa se le ha apagado. La que miré cuando me encontré con él apenas se compara con la de la foto. Una cruz se ha colocado encima de la cama. No puedo dejar de pensar en lo difícil que debe ser tener relaciones sexuales con ésta encima. En la otra mesita de noche, está la foto del niño, que ahora duerme. Es un varoncito de cuatro años de edad, idéntico a Luis. “Dicen que somos dos gotas de agua”, me dice el padre con orgullo.

La habitación del niño es diminuta. Sin embargo, está previsto para ser ocupado por el siguiente vástago que Luis y la doña planean tener… “la parejita, ya sabe”, me dice aquel. Varias fotos de equipos de fútbol decoran el cuarto del niño. Desde temprana edad, 28

se le inculcan los deportes de los machos y los colores apropiados: el cuarto está pintado de azul.

El trailero saca de su closet un álbum de fotos que me quiere enseñar. Antes de casarse, era un jugador de fútbol. Miro la colección con mucho interés. Luis está abrazado con varios de sus compañeros y se le nota una felicidad que ya no tiene en sus ojos de color de agua dulce. “¿Por qué dejó de jugar?”, le pregunto. “Desde que me casé no me queda tiempo para el deporte. Mucho menos ahora que trabajo de trailero”, responde con tristeza. El hombre me cuenta que el fútbol fue para él sus años dorados y que añora la época. “¿Pero si aún sos joven y con mucho futuro por delante”, le digo para que no se me deprima y le toco el hombro. “Es que el tiempo todo lo mata”, me responde. “No es que lo mate sino que lo cambia”, le contesto.

En medio de la terapia breve, encontramos a Katia, su esposa. Es una mujer bonita de corta estatura, una sonrisa cálida y porte distinguido. Nació en Guanacaste cerca de la frontera con Nicaragua. Sin embargo, es de tez blanca y apariencia española. Me cuenta que sus padres vinieron de Valencia hace muchos años y se quedaron en el país. Conoció a Luis hace ocho años y se enamoró profundamente de él. Sin embargo, han compartido tiempos difíciles. “El problema es que los hombres son de Marte y las mujeres de Venus”, me dice para informarme que lee los libros populares de psicología. “Luis le gusta andar con sus amigos y yo lo quiero en la casa”.

El trailero se siente incómodo con la confesión. “Es que la mujer es muy celosa y no quiere que salga con uno u otro compañero”, me dice. “Sin embargo, me pregunta,

¿usted no tiene amigos varones con los que sale?” “No muchos, le digo. También estoy casado y me gusta el hogar”. Luis mueve la cabeza para indicar que está en desacuerdo.

“No se ponga del lado de la señora porque es conmigo con quien va a viajar”, me dice entre serio y no tan serio.

Prefiero retirarme de la discusión doméstica y no tomar partido antes de la cena. En realidad, no entiendo el por qué los hombres y las mujeres, siendo tan distintos, puedan vivir juntos. En mi caso, he tenido también mis altibajos con mi mujer. La pasión que sentía cuando la conocí y que me llevaba a tener relaciones frecuentes, no está más conmigo. Me imagino que lo mismo le sucede a Luis. Al principio, existe un total deleite en estar con la pareja. Después, viene la jaqueca. Pronto empieza la imaginación a volar.

Se logra la erección por medio del recuerdo de otras mujeres que se han visto en la calle, en el cine o en la televisión. Finalmente, ni siquiera estas imágenes nos logran erotizar lo suficiente.

Ahora, la Viagra surge como última tabla de salvación. No obstante su efectividad, no puedo decirle a mi mujer que a los treinta y pico años, necesito de la pastilla como un alcohólico del trago. Cada relación sexual tiene un precio en dólares que tengo que pagarle al boticario. Debería decir “los”, ya que compro las pastillas en distintas boticas con tal de evitar que ninguno de ellos sepa exactamente cuánto las necesito.

29

Su esposa, advertida, ha estado trabajando en la comida desde hace algunas horas, por lo que a nuestra llegada está casi todo preparado. Aprovecho su ausencia para preguntarle a Luis si tiene problemas en el matrimonio. “¿No le parece que va muy rápido?, me dice algo incómodo. “Acaba de entrar y está ya haciendo terapia familiar?” El hombre tiene razón. Quizás mi intención era averiguar si él pasaba por la misma fase en su relación con la mujer. Me interesaría saber si tiene que pensar en otras para lograr la erección.

Los hombres no hablamos sobre nuestras erecciones. No sabemos cómo podemos enseñarnos el arte de tenerlas con frecuencia, sin que nos fallen. Deberíamos poder preguntarles a nuestros padres y abuelos sobre las suyas. “Cuando conocí a tu abuelita tuve una erección formidable”, me diría mi abuelito. “Sin embargo, desde que me casé han ido reduciéndose igual que el valor del colón”, me admitiría con sinceridad. Mi abuela añadiría con nostalgia: “No las hacen más como antes. En aquellos tiempos, ¡sí que habían erecciones!”

Mi madre, siempre intuitiva, me diría que existe una relación entre la devaluación de la moneda y las erecciones de los hombres: “Si un latino debe mirar su moneda devaluarse inexorablemente, año tras año, moneda que en alguna forma representa algo de su valor como nación, ¿crees que no repercutirá en las erecciones? ¿No se sentirán los hombres menos grandes y más devaluados ellos mismos?” Mi padre me daría una bofetada y me acusaría de irrespetuoso: “¿Cómo te atreves a preguntarme si se me para o no, muchacho cochino? ¿No ves que es una falta de respeto hablar de los muertos?”

Mientras divago, me doy cuenta que me encantaría conocer sobre las de Luis. ¿Las tiene con la misma frecuencia de hace ocho años cuando conoció a Katia? ¿En qué piensa cuando las tiene? ¿Existen distintos tipos de erección, unos más intensos que otros?

¿Existirá una relación entre la pérdida de las erecciones y su sonrisa?

La comida interrumpe mis pensamientos. Ante nosotros desfilan, en varios platos, el infaltable gallo pinto, queso y tortillas, y un enorme recipiente humeante de olla de carne.

Lo tradicional de la cena contrasta con la bebida: Coca Cola. “Cuando uno se casa empieza a ganar peso, me dice él. Pero he tratado de mantenerme en forma”. Katia lo interrumpe: “Luis es vanidoso. Él sabe que está riquísimo y por eso se cuida. Sin embargo, a mí me dan celos de que esté mejor conservado que yo”. Miro a Luis y tengo que admitir que se mira bien y aún más joven que Katia. “Las mujeres nos echamos a perder cuando tenemos hijos”, me dice ella con resignación.

La cena transcurre, me imagino, como lo hace a menudo. Después de un breve interrogatorio sobre mis razones para estar allí, la esposa de Luis cambia la conversación a temas que le son de vital importancia: primero, un recuento de las cosas hechas durante el día y las que se dejaron de hacer. Acto seguido, un breve análisis de los problemas que la pareja está enfrentando en esos momentos: el pago de las cuotas de la casa aún no completamente propia, las mensualidades del televisor y de la lavadora, las cuentas de luz, agua y teléfono, el dinero para el “gasto” (es decir, comida y artículos para la casa).

30

Es evidente que el dinero apenas alcanza. La situación económica del país con una inflación anual de 12% en 1999 hace las cosas difíciles para la clase trabajadora. Katia me cuenta que antes podían comer más carne que ahora. “Hasta cerraron la carnicería del barrio porque la gente no tiene plata para comprarla”, me informa y aclara de esta manera lo que pasó con El Pez. Según ella, su prima que vive en Estados Unidos, gasta menos en comida. “Este país es un robo. Todo cuesta tres veces más que en lugares más desarrollados”, me dice con indignación. Luis agrega lo suyo: “Si nosotros tuviéramos acceso a todo el dinero que nos prestaron y se lo robaron, seríamos en realidad la Suiza de Centroamérica”.

La esposa de Luis trae al tapete una discusión que, intuyo, ha sido ya abordada antes: la posibilidad de conseguir un trabajo para ayudar en la manutención del hogar. Sin embargo, recibe una negativa que, otra vez intuyo, ha sido ya expuesta antes: si ella trabaja, ¿quién se va a hacer cargo del chiquillo?, ¿qué necesidad hay de ganar dinero extra que se iría en pagarle a alguien para cuidar al güila?

Katia está algo desconsolada. Me imagino que buscaba algo más que el dinero: salir del hogar y hacer otras cosas y conocer nuevas amistades. Sin embargo, Luis no quiere ceder.

“A mí me enseñaron que la mujer era para estar en la casa”, me confiesa. “No puedo aceptar que trabaje con otros hombres”. La esposa pasa el plato de gallo pinto y pareciera tener el deseo de ponérselo de sombrero. “Pero mi amor, ¿no crees que viviríamos mejor?”, le pregunta tímidamente. El trailero no da el brazo a torcer: “¡Ni lo soñés! No te vas a ir a trabajar mientras yo gane mi dinero”.

Esta posición es la característica del machismo: negar libertades a las mujeres. El trailero está convencido de que si su mujer gana su propio dinero, él perderá el control sobre ella.

Los varones sabemos, me dice, la importancia de tener los billetes. Con ellos

“compramos casi todo, inclusive el amor”. Tampoco quiere otorgarle libertad de movimiento. Como trailero sabe muy bien del impacto del viaje en la gente. Cuando uno sale de su comunidad, “se expone a ideas raras”. Mucho menos le facilitará la libertad para socializar. En el mundo de la carne, me explica, “la exposición a nuevos filetes es una amenaza general”.

Luis y yo parecemos compartir un problema semejante. Aparentemente, no bebemos con frecuencia, no tenemos pleitos callejeros, no somos vulgares en el lenguaje, no le pegamos a las mujeres. Sin embargo, somos hombres machistas: tenemos horror al cambio en los roles que hemos aprendido. Aún cuando entendemos los deseos de movilidad de las mujeres, nos cuesta llegar a aceptarlos. Quizás exista una relación también entre las erecciones decrecientes y el aumento de la rigidez en nuestros hogares.

Intuimos que nuestras mujeres, de tener pleno derecho de irse, lo harían. No quizás en busca de erecciones más grandes sino precisamente para huir de ellas. En algún rincón de nuestra mente hemos aprendido la verdad de esos falsos orgasmos y de los frecuentes dolores de cabeza.

Luis parece agobiado por aquella conversación, y mientras oye los argumentos de su esposa, un cierto aire de aburrida monotonía parece cruzarle la mirada, apenas por un 31

momento. La mujer no logra convencerlo de que ella no está buscando ligues sexuales ni emociones nuevas. Su deseo es tener más dinero para ahorrar y mandar al niño a una mejor escuela. Le dice que ella es la que va de compras y la que mejor sabe que la plata no alcanza. “Vos no te das cuenta de lo caro que está todo porque no compras las cosas”, le dice. Sin embargo, los argumentos entran en oídos sordos. “Vos no sabes lo difícil que es trabajar para mantener a la familia para que le vengan a uno a decir que nada alcanza”, contesta Luis.

Mientras Katia está en la cocina haciendo el café, le pregunto: “¿Está incómodo por mi presencia?” “Para nada, me responde, ¿no discute usted lo mismo en su casa?” La verdad es que el tema del dinero, o la falta de él, es el pan nuestro de todos los días. “Sin embargo, mi caso es diferente, le digo. Mi mujer trabaja y no hago tanta bulla por ello”.

“Pues usted no se ve tampoco feliz, me dice. Tiene una cara de aburrido que da tristeza”.

La conversación se ha puesto pesada. Lo miro con ganas de molerlo y dejarlo convertido en puré. Sin embargo, me da cólera porque algo cierto ha dicho. Desde hace algún tiempo, siento una gran ansiedad en mi corazón.

De repente, arriba, llora el niño, y esa parece ser la señal para finalizar la cena. Luis no puede ocultar una mueca aunque la disimula con rapidez. Katia sube las escaleras, y los dos aprovechamos para salir un rato para que pueda fumarse un cigarro al aire libre.

Hablamos sobre cosas sin importancia, mientras dentro de la casa se oye el característico ruido de platos y agua que corre. No puedo evitar pensar que aquel ritual familiar se repite noche a noche, cuando Luis está en casa y no en la carretera.

“¿Es usted feliz?