Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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VICENTE BLASCO IBAÑEZ

M A R E

N O S T R U M

(NOVELA)

95.OOO EJEMPLARES

PROMETEO

Gemanías, 33.—VALENCIA

(Published in Spain)

ES PROPIEDAD.—Reservados todos los derechos de reproducción, traduccióny adaptación.

Copyright 1919, by V. Blasco Ibáñez.

INDICE

I. —El capitán Ulises Ferragut.

II. —Mater Anfitrita.

III. —Pater Oceanus.

IV. —Freya.

V. —El Acuario de Nápoles.

VI. —Los artificios de Circe.

VII. —El pecado de Ferragut.

VIII. —El joven Telémaco.

IX. —El encuentro de Marsella.

X. —En Barcelona.

XI. —«Adiós. Voy á morir».

XII. —¡Anfitrita!... ¡Anfitrita!

M A R E N O S T R U M

I

EL CAPITÁN ULISES FERRAGUT

Sus primeros amores fueron con una emperatriz.

El tenía diez años y la emperatriz seiscientos. Su padre, don EstebanFerragut—tercera cuota del Colegio de Notarios de Valencia—, admirabalas cosas del pasado.

Vivía cerca de la catedral, y los domingos y fiestas de guardar, en vezde seguir á los fieles que acudían á los aparatosos oficios presididospor el cardenal-arzobispo, se encaminaba con su mujer y su hijo á oírmisa en San Juan del Hospital, iglesia pequeña, rara vez concurrida enel resto de la semana.

El notario, que en su juventud había leído á Wálter Scott, experimentabala dulce impresión del que vuelve á su país de origen al ver las paredesque rodean el templo, viejas y con almenas. La Edad Media era el períodoen que habría querido vivir. Y el buen don Esteban, pequeño, rechoncho ymiope, sentía en su interior un alma de héroe nacido demasiado tarde alpisar las seculares losas del templo de los Hospitalarios. Las otrasiglesias enormes y ricas le parecían monumentos de insípida vulgaridad,con sus fulguraciones de oro, sus escarolados de alabastro y suscolumnas de jaspe. Esta la habían levantado los caballeros de San Juan,que, unidos á los del Temple, ayudaron al rey don Jaime en la conquistade Valencia.

Al atravesar un pasillo cubierto, desde la calle al patio interior,saludaba á la Virgen de la Reconquista traída por los freires de labelicosa Orden: imagen de piedra tosca, con colores y oros imprecisos,sentada en un sitial románico. Unos naranjos agrios destacaban su verderamazón sobre los muros de la iglesia, ennegrecida sillería perforadapor largos ventanales cegados con tapia. De los estribos salientes de surefuerzo surgían, en lo más alto, monstruosos endriagos de piedra,carcomida.

En su nave única quedaba muy poco de este exterior romántico. El gustobarroco del siglo XVII había ocultado la bóveda ojival bajo otra demedio punto, cubriendo además las paredes con un revoque de yeso. Perosobrevivían á la despiadada restauración los retablos medioevales, losblasones nobiliarios, los sepulcros de los caballeros de San Juan coninscripciones góticas, y esto bastaba para mantener despierto elentusiasmo del notario.

Había que añadir además la calidad de los fieles que asistían á susoficios. Eran pocos y escogidos; siempre los mismos. Unos se dejabancaer en su asiento, flácidos y gotosos, sostenidos por un criado viejo ópor la esposa, que iba con pobre mantilla, lo mismo que una ama degobierno. Otros oían la misa de pie, irguiendo su descarnada cabeza, quepresentaba un perfil de pájaro de combate, cruzando sobre el pecho lasmanos siempre negras, enguantadas de lana en el invierno y de hilo en elverano.

Los nombres de todos ellos los conocía Ferragut por haberlosleído en las Trovas de Mosén Febrer, métrico relato en lemosín de loshombres de guerra que vinieron al cerco de Valencia desde Aragón,Cataluña, el Sur de Francia, Inglaterra y la remota Alemania.

Al terminar la misa, los imponentes personajes movían la cabezasaludando á los fieles más cercanos. «Buenos días.» Para ellos era comosi acabase de salir el sol: las horas de antes no contaban. Y elnotario, con voz melosa, ampliaba su respuesta:

«Buenos días, señormarqués.» «Buenos días, señor barón.» Sus relaciones no iban más allá;pero Ferragut sentía por los nobles personajes la simpatía que sientenlos parroquianos de un establecimiento, acostumbrados á mirarse duranteaños con ojos afectuosos, pero sin cruzar mas que un saludo.

Su hijo Ulises se aburría en la iglesia obscura y casi desierta,siguiendo los monótonos incidentes de una misa cantada. Los rayos delsol, chorros oblicuos de oro que venían de lo alto iluminando espiralesde polvo, moscas y polillas, le hacían pensar nostálgicamente en lasmanchas verdes de la huerta, las manchas blancas de los caseríos, lospenachos negros del puerto, repleto de vapores, y la triple fila deconvexidades azules coronadas de espuma que venían á deshacerse concadencioso estruendo sobre la playa color de bronce.

Cuando dejaban de brillar las capas bordadas de los tres sacerdotes delaltar mayor y aparecía en el púlpito otro sacerdote blanco y negro,Ulises volvía la vista á una capilla lateral. El sermón representabapara él media hora de somnolencia poblada de esfuerzos imaginativos. Loprimero que buscaban sus ojos en la capilla de Santa Bárbara era unaarca clavada en la pared á gran altura, un sepulcro de madera pintada,sin otro adorno que esta inscripción: Aquí yace doña Constanza Augusta,Emperatriz de Grecia.

El nombre de Grecia tenía el poder de excitar la fantasía del pequeño.También su padrino, el abogado Labarta, poeta laureado, no podía repetireste nombre sin que una contracción fervorosa pasase por su barba entrecana y una luz nueva por sus ojos. Algunas veces, al poder misterioso detal nombre se yuxtaponía

un

nuevo

misterio

más

obscuro

y

de

angustiosointerés: Bizancio. ¿Cómo aquella señora augusta, soberana de remotospaíses de magnificencia y de ensueño, había venido á dejar sus huesos enuna lóbrega capilla de Valencia, dentro de un arcón semejante á los queguardaban retazos y cachivaches en los desvanes del notario?...

Un día, después de la misa, don Esteban le había contado su historiarápidamente. Era hija de Federico II de Suabia, un Hohenstaufen, unemperador de Alemania, pero que estimaba en más su corona de Sicilia.Había llevado en los palacios de Palermo—verdaderas ruzafas por susorientales jardines—una existencia de pagano y de sabio, rodeado depoetas y hombres de ciencia (judíos, mahometanos y cristianos), debayaderas, de alquimistas y de feroces guardias sarracenos. Legisló comolos jurisconsultos de la antigua Roma, escribiendo al mismo tiempo losprimeros versos en italiano. Su vida fué un continuo combate con losPapas, que lanzaban contra él excomunión sobre excomunión. Para obtenerla paz se hacía cruzado y marchaba á la conquista de Jerusalén. PeroSaladino, otro filósofo de la misma clase, se ponía rápidamente deacuerdo con su colega cristiano. La posesión de una pequeña ciudadrodeada de eriales y con un sepulcro vacío no valía la pena de que loshombres se degollasen

durante

siglos.

El

monarca

sarraceno

le

entregabaJerusalén graciosamente, y el Papa volvía á excomulgar á Federico porhaber conquistado los Santos Lugares sin derramamiento de sangre.

—Fué un grande hombre—murmuraba don Esteban—. Hay que reconocer quefué un grande hombre...

Lo decía tímidamente, sintiendo que sus entusiasmos por aquella épocaremota le obligasen á hacer esta concesión á un enemigo de la Iglesia.Se estremecía al pensar en los libros blasfematorios, que nadie habíavisto, pero cuya paternidad atribuía Roma al emperador siciliano:especialmente el de Los tres impostores, en el que Federico medía conel mismo rasero á Moisés, Jesús y Mahoma. Este escritor coronado era elperiodista más antiguo de la Historia: el primero que en pleno sigloXIII había osado apelar al juicio de la opinión pública en susmanifiestos contra Roma.

Su hija la había casado con un emperador de Bizancio, Juan DukasVatatzés, el famoso «Vatacio», cuando éste tenía cincuenta años y ellacatorce. Era una hija natural, legitimada luego, como casi toda suprole: un producto de su harén libre, en el que se mezclaban beldadessarracenas y marquesas italianas.

Y la pobre joven, casada con «Vatacioel Herético» por un padre necesitado de alianzas, había vivido largosaños en Oriente con toda la pompa de una basilisa, envuelta envestiduras de rígidos bordados que representaban escenas de los librossantos, calzada con borceguíes de púrpura que llevaban en las suelaságuilas de oro, último símbolo de la majestad de Roma.

Primeramente había reinado en Nicea, refugio de los emperadores griegosmientras Constantinopla estuvo en poder de los cruzados, fundadores deuna dinastía latina; luego, cuando, muerto Vatacio, el audaz MiguelPaleólogo reconquistaba Constantinopla, la viuda imperial se veíasolicitada por este aventurero victorioso. Durante varios años resistióá sus pretensiones, consiguiendo al fin que su hermano Manfredo, nuevorey de Sicilia, la devolviese á su patria. Federico había muerto;Manfredo hacía frente á las tropas pontificales y á la cruzada francesaque habían levantado los Papas ofreciendo al rudo Carlos de Anjou lacorona de Sicilia. La pobre emperatriz griega llegaba á tiempo pararecibir la noticia de la muerte de su hermano en una batalla y seguir lafuga de su cuñada y sus sobrinos. Todos se refugiaban en Lucera deiPagani, castillo defendido por los sarracenos al servicio de Federico,únicos fieles á su memoria.

El castillo caía en poder de los guerreros de la Iglesia, y la esposa deManfredo era conducida á una prisión, donde se extinguía su vida al pocotiempo. La obscuridad tragaba los últimos restos de la familia maldecidapor Roma. La muerte rondaba en torno de la basilisa. Todos perecían: suhermano Manfredo, su hermanastro el poético y lamentable Encio, héroe detantas canciones. Su sobrino el caballeresco Coradino iba á morir másadelante bajo el hacha del verdugo al intentar la defensa de susderechos. Como la emperatriz oriental no representaba ningún peligropara la dinastía de Anjou, el vencedor la dejaba seguir su destino solay desamparada, como una princesa de Shakespeare.

Viuda del emperador Juan Dukas, tenía el señorío de tres villasimportantes de Anatolia, con una renta de tres mil besantes de oro fino.Pero esta renta lejana, no llegaba nunca. Y casi de limosna se embarcóen una nave que hacía rumbo á las perfumadas orillas del golfo deValencia. Su sobrina Constanza, hija de Manfredo, estaba casada con elinfante don Pedro de Aragón, hijo de don Jaime. La basilisa se instalabaen Valencia, recién conquistada. Su sobrino el futuro Pedro III, queintervenía en el gobierno por la ancianidad de su padre, le ofrecióEstados; pero cansada de una vida de aventuras, prefería entrar en elconvento de Santa Bárbara.

Ultima representante del glorioso Federico, ella y su sobrina Constanzatransmitían á Pedro III los derechos sobre Sicilia, y el grave y tenazmonarca aragonés los reivindicaba años adelante, apoderándose de la islaluego de las famosas Vísperas Sicilianas.

La pobre emperatriz vivióhasta el siglo siguiente en la pobreza de un convento recién fundado,recordando las aventuras de su destino melancólico, viendo con laimaginación el palacio de mosaicos de oro junto al lago de Nicea, losjardines donde Vatacio había querido morir bajo una tienda de púrpura,las gigantescas murallas de Constantinopla, las bóvedas de Santa Sofía,con sus teorías hieráticas de santos y basileos coronados.

De todos sus viajes y sus fortunas esplendorosas sólo había conservadouna piedra, único equipaje que la acompañó al saltar en la playa deValencia. Era un fragmento de una roca de Nicodemia que manó aguamilagrosamente para el bautismo de Santa Bárbara. El notario mostraba ásu hijo el sagrado pedrusco incrustado sobre una pileta de agua bendita.En la misma capilla estaba la tumba de otra princesa, hija del basileoTeodoro Lascaris, que había venido á reunirse con su tía en el lejanodestierro.

Ulises, sin dejar de admirar los conocimientos históricos de su padre,los acogía con cierta ingratitud.

—Mi padrino me explicará mejor esto... Mi padrino sabe más.

Cuando miraba la capilla de Santa Bárbara en el transcurso de la misa,sus ojos huían del fúnebre arcón. Le inspiraba repugnancia el pensar enlos huesos hechos polvo. Aquella doña Constanza no existía. La que leinteresaba era la otra, la que estaba un poco más allá, pintada en unpequeño cuadro. Doña Constanza tuvo lepra—enfermedad que en aquellostiempos no perdonaba

á

las

emperatrices—,

y

Santa

Bárbara

curómilagrosamente á su devota. Para perpetuar este suceso, allí estabaSanta Bárbara en el cuadro, vestida con ancha saya y mangas de farolacuchilladas, lo mismo que una dama del siglo XV, y á sus pies labasilisa con traje de labradora valenciana y gruesas joyas. En vanoafirmó don Esteban que este cuadro había sido pintado siglos después dela muerte de la emperatriz. La imaginación del niño saltabadesdeñosamente sobre estos reparos. Así había sido doña Constanza, talcomo aparecía en el lienzo, pelirrubia y con enormes ojos negros,guapetona, un poco llena de carnes, como conviene á una mujeracostumbrada á arrastrar mantos regios y que sólo por devoción accede ádisfrazarse de campesina.

La imagen de la emperatriz llenó su pensamiento infantil. Por lasnoches, cuando sentía miedo en la cama, impresionado por la enormidaddel salón que le servía de alcoba, le bastaba hacer memoria

de

lasoberana

de

Bizancio

para

olvidar

inmediatamente sus inquietudes y losmil ruidos extraños del viejo edificio. «¡Doña Constanza!...» Se dormíaabrazado á la almohada, como si ésta fuese la cabeza de la basilisa. Susojos cerrados veían las negras pupilas de la regia señora, maternales yamorosas.

Todas las mujeres, al aproximarse á él, tomaban algo de aquella otra quedormía seis siglos en lo alto de un muro.

Cuando su madre, la dulce y pálida doña Cristina, dejaba por un instantesus labores y le daba un beso, veía en su sonrisa algo de la emperatriz.Cuando Visanteta, una criada de la huerta, morena, con ojos de zarzamoray una piel ardorosa y fina, le ayudaba á desnudarse ó le despertaba parallevarle al colegio, Ulises tendía los brazos en torno de ella conrepentino entusiasmo, como si le

embriagase el perfume de

animalidadvigorosa y púdica que exhalaba la muchacha.

«¡Visanteta!... ¡Oh,Visanteta!...» Y pensaba en doña Constanza.

Así debían oler lasemperatrices, así debía ser el contacto de su epidermis.

Estremecimientos misteriosos é incomprensibles atravesaban su cuerpocomo ligeros vapores, como débiles burbujas del légamo que duerme en elfondo de toda infancia y se remonta á la superficie con lasfermentaciones de la juventud.

Su padre adivinaba una parte de esta vida imaginativa al ver sus juegosy lecturas.

—¡Ah, comediante!... ¡Ah, historiero!... Eres igual á tu padrino.

Decía esto con una sonrisa ambigua en la que entraban igualmente sumenosprecio por los idealismos inútiles y su respeto á los artistas; unrespeto semejante á la veneración que sienten los árabes por los locos,viendo en su demencia un regalo de Dios.

Doña Cristina ansiaba que este hijo único, objeto de mimos y cuidadoscomo un príncipe heredero, fuese sacerdote. ¡Verle cantar la primeramisa!... Luego canónigo; luego prelado. ¡Quién sabe si, cuando ella noexistiese, otras mujeres le admirarían precedido de una cruz de oro,arrastrando el manto rojo de cardenal-arzobispo,

rodeado

de

un

estadomayor

de

sobrepellices, y envidiarían á la madre que había dado á luzeste magnate eclesiástico!...

Para guiar las aficiones de su hijo había instalado una iglesia en unode los salones inútiles del caserón. Los compañeros de colegio de Ulisesacudían en las tardes libres, atraídos doblemente por el encanto de«jugar á los curas» y por la merienda generosa que preparaba doñaCristina para dejar satisfecho á todo el clero parroquial.

La solemnidad empezaba por el furioso volteo de unas campanas montadasen una puerta del salón. Los clientes del notario, sentados en elentresuelo en espera de los papeles que acababan de garrapatear á todaprisa los escribientes, levantaban la cabeza con asombro. El metálicoestrépito hacía temblar aquel edificio, cuyos rincones parecían repletosde silencio, y conmovía la calle, por la que sólo de tarde en tardepasaba un carruaje.

Mientras unos encendían las velas del altar y desdoblaban los sagradosmanteles con primorosas randas, obra de doña Cristina, el hijo y susamigos más íntimos se revestían á la vista de los fieles, cubriéndosecon albas y doradas casullas, colocando en sus cabezas graciososbonetes. La madre, que espiaba detrás de una puerta, tenía que haceresfuerzos para no entrar y comerse á besos á Ulises. ¡Con qué graciaimitaba los gestos y genuflexiones del sacerdote principal!...

Hasta aquí todo iba perfectamente. Cantaban á pleno pulmón los tresoficiantes junto á la pirámide de luces, y el coro de fieles respondíadesde el fondo de la pieza con temblores de impaciencia. De prontosurgía la protesta, el cisma, la herejía. Ya habían hecho bastante decapellanes los que estaban en el altar.

Debían ceder las casullas á losque miraban, para que, á su vez, ejerciesen el sagrado ministerio. Estoera lo tratado. Pero el clero se resistía al despojo con la altivez y lamajestad de los derechos adquiridos, y las manos impías tiraban de lassantas vestiduras, profanándolas hasta rasgarlas. Gritos, coces,imágenes y cirios por el suelo, escándalo y abominación, como si yahubiese nacido el Anticristo. La prudencia de Ulises ponía término á lalucha. «¿Si fuésemos á jugar al pòrche?...»

El pòrche era el inmenso desván del caserón. Todos aceptaban conentusiasmo. ¡Se acabó la iglesia! Y como una bandada de pájaros, volabanescalera arriba, sobre unos peldaños de azulejos multicolores conredondeles de barniz saltado que mostraban la roja pasta del ladrillo.Los ceramistas valencianos del siglo XVIII los habían ornado con galerasberberiscas y cristianas, aves de la cercana Albufera, cazadores deblanca peluca que ofrecían flores á una labradora, frutas de todasclases y briosos jinetes cabalgando en caballos como la mitad de sucuerpo ante casas y árboles que apenas llegaban á las rodillas delcorcel.

Se esparcía el ruidoso grupo por el último piso como las más horrendasinvasiones de la Historia. Gatos y ratas huían por igual á los rincones.Los pájaros, despavoridos, salían como flechas por los tragaluces deltecho.

¡Pobre notario!... Jamás había vuelto con las manos vacías cuando erallamado fuera de la ciudad por la confianza de los labriegos ricos,incapaces de creer en otra ciencia jurídica que no fuese la suya. Era eltiempo en que los comerciantes de antigüedades no habían descubierto aúnla rica Valencia, donde la gente popular se vistió de seda durantesiglos, y muebles, ropas y cacharros parecían impregnarse de la luz deun sol siempre igual, del azul de un ambiente siempre sereno.

Don Esteban, que se creía obligado á ser anticuario en su calidad deindividuo de varias sociedades regionales, iba llenando su casa con losrestos del pasado adquiridos en los pueblos ó que le ofrecíanespontáneamente sus clientes. No encontraba ya para los cuadros paredeslibres, ni espacio en sus salones para los muebles. Por esto las nuevasadquisiciones tomaban el camino del pòrche, provisionalmente, enespera de una instalación definitiva. Años después, cuando al retirarsede la profesión pudiera construir un castillo medioeval—todo lomedioeval que fuese posible—en las costas de la Marina, junto al pueblodonde había nacido, colocaría cada objeto en un lugar digno de suimportancia.

Lo que el notario iba dejando en las habitaciones del primer pisoaparecía misteriosamente en el desván, como si le hubiesen salido patas.Doña Cristina y sus sirvientas, obligadas á vivir en continua pelea conel polvo y las telarañas de un edificio que se desmenuzaba poco á poco,sentían un odio feroz contra todo lo viejo.

Arriba no eran posibles las desavenencias y batallas de los muchachospor falta de disfraces. No tenían mas que hundir sus manos en cualquierade los arcones que latían con sordo crepitamiento de carcoma, y cuyoshierros, calados como encajes, se desclavaban de la madera. Unosblandían espadines de puños de nácar ó largas tizonas, luego deenvolverse en capas de seda carmesí obscurecidas por los años. Otros seechaban en hombros colchas de brocado venerables, faldas de labradoracon gruesas flores de oro, guardainfantes de rico tejido que crujíancomo papel.

Cuando se cansaban de imitar á los cómicos con ruidoso choque de espadasy caídas de muerte, Ulises y otros amantes de la acción proponían eljuego de «ladrones y alguaciles». Los ladrones no podían ir vestidos conricas telas, su uniforme debía ser modesto. Y revolvían unos montones detrapos de colores apagados que parecían arpilleras. En las diversasmanchas de su tejido se adivinaban piernas, brazos, cabezas, ramajes deun verde metálico.

Don Esteban había encontrado estos fragmentos rotos ya por loslabradores para tapar tinajas de aceite ó servir de mantas á las mulasde labor. Eran pedazos de tapices copiados de cartones del Ticiano y deRubens. El notario los guardaba únicamente por respeto histórico. Eltapiz carecía entonces de mérito, como todas las cosas que abundan. Losroperos de Valencia tenían en sus almacenes docenas de paños de la mismaclase, y al llegar la fiesta del Corpus cubrían con ellos las vallas delos terrenos sin edificar en las calles seguidas por la procesión.

Otras veces, Ulises repetía el mismo juego con el título de

«indios yconquistadores». Había encontrado en los montones de libros almacenadospor su padre un volumen que relataba, á dos columnas, con abundantesgrabados en madera, las navegaciones de Colón, las guerras de HernánCortés, las hazañas de Pizarro.

Este libro influyó en el resto de su existencia. Muchas veces, siendohombre, encontró su imagen latente en el fondo de sus actos y susdeseos. En realidad, sólo había leído algunos fragmentos. Para él lointeresante eran los grabados, más dignos de su admiración que todos loscuadros del desván.

Con la punta de su estoque trazaba en el suelo una línea, lo mismo quePizarro en la isla del Gallo ante sus desalentados compañeros, prontos ádesistir de la conquista. «Que todo buen castellano pase esta raya...» Ylos buenos castellanos—una docena de pilluelos con largas capas ytizonas, cuya empuñadura les llegaba á la boca—venían á agruparse entorno del caudillo, que imitaba los gestos heroicos del conquistador.Luego surgía el grito de guerra: «¡Sus, á los indios!»

Estaba convenido que los indios debían huir: para eso iban envueltosmodestamente en un trozo de tapiz y llevaban en la cabeza plumas degallo. Pero huían traidoramente, y al verse sobre vargueños, mesas ypirámides de sillas, empezaban á disparar volúmenes contra susperseguidores. Venerables libros de piel con dorados suaves, infolios deblanco pergamino, se abrían al caer en el suelo, rompiéndose susnervios, esparciendo una lluvia de páginas impresas ó manuscritas, deamarillentos grabados, como si soltasen la sangre y las entrañas,cansados de vivir.

El escándalo de estas guerras de conquista atrajo la intervención dedoña Cristina. Ya no quiso admitir más á unos diablos que preferían lasgritonas aventuras del desván á las delicias místicas de la abandonadacapilla. Los indios eran los más dignos de execración. Para compensar lahumildad de su papel con nuevos esplendores, habían acabado por metersus tijeras pecadoras en tapices enteros, cortándose varias dalmáticasde modo que les cayese sobre el pecho una cabeza de héroe ó de diosa.

Ulises, al quedar sin compañeros, encontró un nuevo encanto á la vida enel desván. El silencio poblado de chasquidos de maderas y correteos deanimales invisibles, la caída inexplicable de un cuadro ó de unos librosapilados, le hacían paladear una sensación de miedo y de misterionocturnos bajo los chorros de sol que entraban por los tragaluces.

En esta soledad se encontraba mejor. Podía poblarla á su capricho. Leestorbaban los seres reales, como los inoportunos ruidos que despiertande un ensueño hermoso. El desván era un mundo con varios siglos deexistencia, que le pertenecía por entero y se plegaba á todas susfantasías.

Metido en un cofre sin tapa, lo hacía balancearse, imitando con la bocalos rugidos de la tempestad. Era una carabela, un galeón, una nave, talcomo los había visto en los viejos libros: las velas con leones ycrucifijos pintados, un castillo en la popa y un figurón tallado en elavante, que se hundía en las olas para reaparecer chorreando.

El cofre, en fuerza de empujones, abordaba la costa tallada á pico de unarcón, el golfo triangular de dos cómodas, la blanda playa de unosfardos de telas. Y el navegante, seguido de una tripulación tan numerosacomo irreal, saltaba á tierra tizona en mano, escalando unas montañas delibros, que eran los Andes, y agujereaba varios volúmenes con el regatónde una lanza vieja para plantar su estandarte. ¿Por qué no había de serconquistador?...

Inútilmente acudían á su memoria fragmentos de conversación entre supadrino y su padre, según los cuales todo era conocido en la superficiede la tierra. Algo, sin embargo, quedaría por descubrir. El era el puntode encuentro de dos líneas de marinos.

Los hermanos de su madre teníanbarcos en la costa de Cataluña.

Los abuelos de su padre habían sidovalerosos y obscuros navegantes, y allá en la Marina estaba su tío elmédico, un verdadero hombre de mar.

Al fatigarse de estas orgías imaginativas, contemplaba los retratos dediversas épocas almacenados en el desván. Prefería los de mujeres: damasde melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que pintóVelázquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza, doslunares en las mejillas y una torre de pelo blanco. El recuerdo de labasilisa parecía esparcirse por estos cuadros. Todas las damas teníanalgo de ella