Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Transcurrían minutos enteros; seiba á quedar para siempre abajo; no subiría. El muchacho pensaba coninquietud en la posibilidad de tener que guiar la barca él solo hasta lacosta. De pronto, el cuerpo de blanco cristal se coloreaba de verde,creciendo y creciendo. Luego pasaba á ser moreno cobrizo, y aparecíasobre la superficie la cabeza del nadador dando bufidos, levantando losbrazos, que ofrecían al pequeño toda su cosecha submarina.

—Ahora tú—ordenaba con voz imperiosa.

Resultaban inútiles sus intentos de resistencia. El tío le insultaba conlas peores palabras ó le inducía con promesas de seguridad. No supociertamente si fué él quien se arrojó al agua ó si le arrancaron de labarca los zarpazos del médico. Pasada la primera sorpresa, experimentóla impresión del que recuerda algo olvidado. Nadaba instintivamente,adivinando lo que debía hacer antes de que se lo aconsejase su maestro.Despertaba en su interior la experiencia ancestral de una serie demarinos que habían luchado con el mar y algunas veces se quedaron parasiempre en sus entrañas.

El recuerdo de lo que existía más allá de la blandura golpeada por suspies le hacía perder de pronto su serenidad. La imaginación tiraba de élcon la pesadumbre de una bala de artillería.

—¡Tío... tío!

Y se agarraba convulsivamente á la dura isla de músculos barbuda ysonriente. El tío emergía inmóvil, como si clavase en el fondo sus piesde piedra. Era igual al promontorio cercano que obscurecía y enfriaba elagua con su sombra de ébano.

Así pasaban las mañanas, dedicados á la pesca y la natación.

Luego, enlas tardes, eran las expediciones á pie por los acantilados de la costa.

El Dotor conocía lo mismo las alturas del promontorio que susprofundidades. Por senderos de cabra salvaje subían á las cumbres, desdelas que se alcanzaba á ver la isla de Ibiza. A la salida del sol, lalejana tierra balear parecía una llama de color de rosa surgiendo de lasolas. Otras veces caminaban casi á ras del agua. El Tritón mostró á susobrino cavernas olvidadas, en las que se introducía el Mediterráneo conlentas ondulaciones. Eran á modo de cuadras marítimas, donde podíananclar los buques, permaneciendo ocultos á todas las miradas. Allíhabían escondido muchas veces sus galeras los berberiscos, para caerinesperadamente sobre un pueblo cercano.

En una de estas cuevas, sobre un zócalo de peñascos, vió Ulises unmontón de fardos.

—Vámonos—dijo el Dotor—. Cada hombre se gana la vida como puede.

Cuando tropezaban con el carabinero solitario que contempla el marapoyado en su fusil, el médico le ofrecía un cigarro ó le daba consejossi estaba enfermo. ¡Pobres hombres! ¡Tan mal pagados!... Pero sussimpatías iban á los otros, á los enemigos de la ley. El era hijo de sumar, y en el Mediterráneo, héroes y nautas todos habían tenido algo depiratas ó de contrabandistas.

Los fenicios, que difundían con susnavegaciones las primeras obras de la civilización, se cobraban esteservicio llenando sus barcos de mujeres raptadas, mercancía rica y defácil transporte.

La piratería y el contrabando formaban el pasado histórico de todos lospueblos que visitaba Ulises, amontonados unos al abrigo de unpromontorio coronado por un faro, abiertos otros en la concavidad de unabahía moteada de islotes con cinturas de espuma. Las viejas iglesiastenían almenas en sus muros y troneras junto á las puertas, para eldisparo de culebrinas y trabucos. El vecindario se refugiaba en ellascuando las humaredas de los vigías avisaban un desembarco de piratas deArgel. Siguiendo las sinuosidades del promontorio, existía una fila detorres rojizas, cada una de ellas con otras dos iguales á la vista. Estafila se prolongaba por el Sur hasta el estrecho de Gibraltar y por elNorte llegaba á Francia.

El médico las había visto iguales en todas las islas del Mediterráneooccidental, en las costas de Nápoles y en Sicilia.

Eran lasfortificaciones de una guerra milenaria, de una pelea de diez siglosentre moros y cristianos por el dominio del mar azul; lucha depiratería, en la que los hombres mediterráneos—

diferenciados por lareligión, pero idénticos en el alma—habían prolongado hasta principiosdel siglo XIX las aventuras de la Odisea.

Ferragut había alcanzado á conocer en su pueblo muchos viejos que en susmocedades fueron esclavos en Argel. Las ancianas cantaban aún romancesde cautivas en las noches de invierno y hablaban con pavor de losbergantines berberiscos.

Los ladrones del mar tenían pacto con eldemonio, que les avisaba las buenas ocasiones. Si en un monasterioacababan de profesar hermosas novicias, se conmovían sus puertas á medianoche bajo los hachazos de los demonios barbudos que avanzaban tierraadentro, dejando á sus espaldas la galera preparada para recibir suflete de carne femenil. Si se casaba una muchacha de la costa, célebrepor su belleza, á la salida de la iglesia surgían los impíos, disparandosus trabucos y acuchillando á los hombres sin armas, para llevarse lasmujeres con sus ropas de fiesta.

De todo el litoral sólo temían á los navegantes de la Marina, tanaudaces y belicosos como ellos. Cuando osaban atacar sus caseríos, eraporque los marineros estaban en el Mediterráneo y habían ido á su vez ásaquear é incendiar alguna aldea de la costa de África.

El Tritón y su sobrino cenaban bajo el emparrado en los largoscrepúsculos estivales. Después de levantados los manteles, Ulisesmanejaba las fragatas de su abuelo, aprendiendo la nomenclatura de lasdiversas partes del aparejo y la maniobra del velamen. Algunas vecespermanecían los dos hasta una hora avanzada en el rústico atrio,contemplando el mar luminoso bajo los esplendores de la luna ó con untenue regleteo de luz sideral en las noches lóbregas.

Todo lo que los hombres habían escrito ó soñado sobre el Mediterráneo lotenía el médico en su biblioteca, y lo repetía á su oyente. El marenostrum de los latinos era para Ferragut una especie de bestia azul,poderosa y de gran inteligencia, un animal sagrado como los dragones ylas serpientes que adoran ciertas religiones, viendo en ellosmanantiales de vida.

Los ríos que se arrojaban en su seno para renovarlo eran pocos y deescaso caudal. El Ródano y el Nilo parecían tristes arroyos comparadoscon los cursos fluviales de otros continentes que desaguan en losocéanos.

Perdiendo por evaporación tres veces más líquido que el que le aportanlos ríos, este mar asoleado se habría convertido en una extensión desal, de no enviarle el Atlántico una rápida corriente de renovación quese precipitaba por el estrecho de Gibraltar.

Debajo de esta corrientesuperficial existía otra en sentido opuesto, que devolvía una parte delMediterráneo al Océano, por ser más saladas y densas las aguasmediterráneas que las atlánticas. La marea apenas se hacía sentir en susriberas. Su cuenca

estaba

minada

por

fuegos

subterráneos,

que

buscabansalidas extraordinarias por el Vesubio y el Etna y respirabancontinuamente por la boca del Stromboli. Alguna vez estos hervoresplutónicos elevaban el suelo, haciendo surgir, como tumores de lava,nuevas islas sobre las olas.

En su seno existía doble cantidad de especies animales que en los otrosmares, aunque menos numerosas. El atún, cordero juguetón de sus praderasazules, saltaba sobre la superficie ó pasaba en rebaño bajo el lomo delas olas. El hombre le tendía la trampa de sus almadrabas en las costasde España y de Francia, en Cerdeña, el estrecho de Mesina y las aguasdel Adriático. Pero esta carnicería apenas aclaraba sus compactosescuadrones.

Luego de vagar por los recovecos del archipiélago griego,pasaban

los

Dardanelos,

pasaban

el

Bósforo,

conmoviendo con el hervor desu galopada invisible los dos callejones acuáticos, y dando la vuelta ála copa del mar Negro, volvían, diezmados pero impetuosos, á lasprofundidades del Mediterráneo.

Formaba el coral rojos bosques inmóviles en el zócalo submarino de lasislas Baleares y en las costas de Nápoles y África. El ámbar gris seencontraba en los acantilados de Sicilia.

Las esponjas crecían en lasaguas tranquilas al abrigo de los peñascos de Mallorca y de las islasgriegas. Hombres desnudos, sin aparato alguno, conteniendo surespiración, descendían á la profundidad, como en los tiemposprimitivos, para arrancar estos tesoros.

El médico abandonaba su descripción geográfica. Le atraía más lahistoria de su mar, que había sido la historia de la civilización.Primeramente, tribus miserables y escasas vagaban por las costas,buscando el alimento de los crustáceos arrojados por las olas: una vidasemejante á la de los pueblos rudimentarios que Ferragut había visto enlas islas del Pacífico. Cuando la herramienta de piedra ahuecaba lostroncos de los árboles y los brazos humanos se atrevían á tender elprimer cuero ante las fuerzas atmosféricas, se poblaban rápidamente lascostas.

Los templos del interior se reconstruían en los promontorios, yapuntaban las ciudades marítimas, primeros núcleos de la civilizaciónpresente. En este mar interior habían aprendido los hombres el arte denavegar. Todos miraban á las olas antes que al cielo. Por el camino azulhabían llegado las maravillas de la vida y de sus entrañas nacían losdioses. Los fenicios—judíos metidos á navegantes—abandonaban susciudades en el fondo del saco mediterráneo, para esparcir losconocimientos misteriosos de Egipto y de las monarquías asiáticas portodas las orillas del mar interior. Luego les reemplazaban los helenosde las repúblicas marítimas.

Para Ferragut, el honor más grande de Atenas era haber sido unademocracia de nautas. Los ciudadanos servían á la patria como remeros.Todos sus grandes hombres eran oficiales de marina.

—Temístocles y Pericles—añadía—fueron jefes de escuadra, que luego demandar buques gobernaron á su país.

Por eso la civilización griega se había esparcido y hecho inmortal, envez de achicarse y desaparecer sin fruto, como otras de tierrasadentro. Luego, Roma, la terrestre Roma, para no morir bajo lasuperioridad de los navegantes semitas de Cartago, tenía que enseñar elmanejo del remo y el combate en las olas á los labradores del Lacio,legionarios de mejillas endurecidas por las carrilleras del casco, queno sabían cómo mover sobre las tablas resbaladizas sus pies de hierrodominadores del mundo.

Las divinidades del mare nostrum inspiraban al médico una devociónamorosa. Sabía que no habían existido, pero creía en ellas como poéticosfantasmas de las fuerzas naturales.

El mundo antiguo sólo conocía en hipótesis el inmenso Océano, dándole laforma de un cinturón acuático en torno de la tierra. Océano era un viejodios de luengas barbas y cornuda la cabeza, que vivía en una cavernasubmarina con su mujer Tetis y sus trescientas hijas las Oceánidas.Ningún argonauta se atrevía á ponerse en contacto con estas divinidadesmisteriosas. Sólo el grave Esquilo había osado representar á lasOceánidas, vírgenes verdes y sombrías, llorando en torno del peñón enque estaba encadenado Prometeo.

Otras deidades más asequibles eran las del mar interno, en cuyos bordesestaban asentadas las ciudades opulentas de la costa siria, las ciudadesegipcias, que enviaban á Grecia destellos de su civilización ritual; lasciudades helénicas, hogares de claro fuego que fundían todos losconocimientos, dándoles una forma eterna; Roma, dominadora del mundo;Cartago, la de los audaces descubrimientos geográficos; Marsella, quehizo participar á la Europa occidental de la civilización de losgriegos, derramándola costa abajo, de factoría en factoría, hasta elestrecho de Gades.

Un hermano de las Oceánidas, el prudente Nereo, reinaba en lasprofundidades mediterráneas. Este hijo de Océano era de barbas azules yojos verdes, con haces de juncos marinos en las cejas y el pecho.Cincuenta hijas suyas, las Nereidas, llevaban sus órdenes á través delas olas ó jugueteaban en torno de las naves, enviando al rostro de losremeros la espuma levantada por sus brazos. Pero los hijos del Tiempo,al vencer á los gigantes, se repartían el mundo, jugándolo á la suerte.Zeus quedaba dueño de la tierra, el fatídico Hades reinaba en losabismos plutónicos, y Poseidón se enseñoreaba de las llanuras azules.

Nereo, monarca desposeído, huía á una caverna del mar helénico, paravivir la calmosa existencia del filósofo, dando consejos á los hombres,y Poseidón se instalaba en los palacios de nácar con sus blancoscorceles de cascos de bronce y crines de oro.

Sus ojos amorosos se fijaban en las cincuenta princesas mediterráneas,las Nereidas, que tomaban sus nombres de los colores y aspectos de lasolas: la Glauca, la Verde, la Rápida, la Melosa... «Ninfas de los verdesabismos, de rostros frescos como el botón de rosa; vírgenes aromáticasque tomáis las formas de todos los monstruos que nutre el mar», cantabael himno orfeico en la ribera griega. Y Poseidón distinguía entre todasá la nereida de la espuma, la blanca Anfitrita, que se negaba á aceptarsu amor.

Conocía al nuevo dios. Las costas estaban pobladas de cíclopes comoPolifemo, de monstruos espantables, producto de sus copulaciones condiosas olímpicas y con simples mortales.

Un delfín complaciente iba yvenía llevando recados entre Poseidón y la nereida, hasta que, rendidapor la elocuencia de este proxeneta saltarín de olas, aceptaba Anfitritaser esposa del dios, y el Mediterráneo parecía adquirir nueva hermosura.

Ella era la aurora que asoma sus dedos de rosa por la inmensa rendijaentre el cielo y el mar; la hora tibia del mediodía que adormece lasaguas bajo un manto de oros inquietos; la bifurcada lengua de espuma quelame las dos caras de la proa rumorosa; el viento cargado de aromas quehincha la vela como un suspiro de virgen; el beso piadoso que haceadormecerse al ahogado, sin cólera y sin resistencia, antes de bajar alabismo.

Su marido—Poseidón en las costas griegas y Neptuno en laslatinas—despertaba las tempestades al montar en su carro.

Los caballosde cascos de bronce creaban con su pataleo las olas que tragan á losnavíos. Los tritones de su cortejo lanzaban por sus caracolas losmugidos atmosféricos que tronchan los mástiles como cañas.

¡Oh, madre Anfitrita!... Ferragut la describía lo mismo que si hubiesepasado ante sus ojos. Algunas veces, cuando nadaba en torno de lospromontorios, como los hombres primitivos, sintiéndose envuelto por lafuerza ciega de las potencias naturales, había creído ver á la diosadesembocando entre dos rocas, con todo su risueño cortejo, luego dehaber descansado en una cueva marina.

Una concha de nácar era su carroza, y seis delfines tiraban de ella conjaeces de purpúreo coral. Los tritones, sus hijos, llevaban las riendas.Las náyades, sus hermanas, golpeaban el mar con las escamosas colas,irguiendo sus troncos de mujer envueltos en la magnificencia de unacabellera verde, entre cuyos bucles asomaban las copas de los senos conuna gota temblona

en

el

vértice.

Unas

gaviotas

blancas

y

arrulladorascomo las palomas de Afrodita aleteaban sobre las caricias y losencuentros amorosos de esta parentela inmortal entregada al serenoincesto, privilegio de los dioses. Y ella, la soberana, los contemplabadesnuda desde su movible trono, coronada de perlas y estrellasfosforescentes extraídas del fondo de sus dominios, blanca como la nube,blanca como la vela, blanca como la espuma, sin más alteración en sualba majestad que un rubor de rosa húmedo, igual al barniz de lascaracolas, que coloreaba su boca y sus calcañares, el pétalo final desus pechos y el botón convexo de su vientre, mar de nacarada tersura, enel que se borraban las huellas de la maternidad con la misma rapidez quelos círculos en el agua azul.

Toda la historia del hombre europeo—cuarenta siglos de guerras,emigraciones y choques de razas—la explicaba el médico por el deseo deposeer este mar de marco armonioso, de gozar la transparencia de suatmósfera y la vivacidad de su luz.

Los hombres del Norte, que necesitan el tronco ardiente y la bebidaalcohólica para defender su vida de las mandíbulas del frío, pensaban átodas horas en las riberas mediterráneas. Todos sus movimientosbelicosos ó pacíficos eran para descender de las orillas de los maresglaciales á las playas del mar tibio. Ansiaban la posesión de los camposdonde el sagrado olivo alterna su ancianidad severa con la alegre viña,donde el pino extiende su cúpula y el ciprés yergue su minarete. Queríansoñar bajo la nieve perfumada de los interminables bosques de naranjos;ser dueños de los valles abrigados donde el mirto y el jazmín embalsamanel aire salitroso; de los volcanes mudos que dejan crecer entre susrocas el áloe y el cacto; de las montañas de mármol que descienden susblancas aristas hasta el fondo del mar y refractan el calor africanoemitido por la costa de enfrente.

A las invasiones del Norte había contestado el Sur con guerrasdefensivas que llegaban hasta el centro de Europa. Y así continuaría laHistoria, con el mismo flujo y reflujo de oleadas humanas, peleando loshombres millares de años por dominar ó conservar la copa azul deAnfitrita.

Los pueblos mediterráneos eran para Ferragut la aristocracia de lahumanidad. El clima poderoso había templado al hombre como en ningunaotra parte del planeta, dándole una fuerza seca y resistente. Curtidos ybronceados por una absorción profunda del sol y de la energía delambiente, sus navegantes pasaban al estado del metal. Los hombres delNorte eran más fuertes, pero menos robustos, menos aclimatables que elmarino catalán, el provenzal, el genovés y el griego. Los nautas delMediterráneo se establecían en toda tierra como si fuese su casa. Sobreeste mar era donde el hombre había desarrollado sus más altas energías.La Grecia antigua había convertido en acero la carne humana.

Una exacta semejanza de paisajes y razas aproximaba á los dos litorales.Las montañas y las flores de ambas orillas eran idénticas. El catalán,el provenzal y el italiano del Sur tenían más parecido con loshabitantes de la costa africana y del archipiélago griego que con losconnacionales que vivían á sus espaldas, tierra adentro. Estafraternidad se había mostrado instintivamente en la guerra milenaria.Los piratas berberiscos, los marinos genoveses y españoles y loscaballeros de Malta se degollaban implacables sobre las cubiertas de lasgaleras, y al ser vencedores respetaban la vida del prisionero,tratándolo caballerosamente.

Barbarroja,

almirante

de

ochenta

y

cuatroaños, llamaba «mi hermano» á Doria, su eterno rival, que tenía cerca denoventa. El gran maestre de Malta estrechaba la mano del terrible Dragutal verle cautivo.

El hombre mediterráneo, fijo en las orillas que le vieron nacer,aceptaba todos los cambios de la Historia, como los moluscos aguantanlas tempestades adheridos al peñasco. Para él, lo único importante erano perder de vista su mar azul.

Español, batía el remo en las liburnasromanas; cristiano, tripulaba las naves sarracenas en la Edad Media;súbdito de Carlos V, pasaba, por un azar guerrero, de las galeras de lacruz á las de la media luna, y llegaba á ser reis de Argel, ricocapitán de mar, haciendo famoso su nombre de renegado.

Los habitantes de la costa valenciana iban con los moros andaluces, enel siglo VIII, á llevar la guerra al fondo del Mediterráneo, y seapoderaban de la isla de Creta, dándole el nombre de Candía. Desde estenido de piratas eran el terror de Bizancio, tomando por asalto áSalónica y vendiendo como esclavos á los patricios y las damas másprincipales del Imperio.

Años después, cuando desalojados de Candíaregresaban á sus costas de origen, los aventureros valencianos creabanuna población en un valle feraz, dándole el nombre de la isla lejana,que se transformaba en Gandía.

Todos los tipos del vigor humano habían surgido de la raza mediterránea,fina, aguzada y seca como el sílex, haciendo el bien y haciendo el malsiempre en grande, con la exageración de un carácter ardiente quedesconoce la medida y salta de la doblez á los mayores extremos degenerosidad. Ulises era el padre de todos, el héroe cuerdo y prudente, yal mismo tiempo malicioso y complicado. También lo era el viejo Cadmo,con su mitra de fenicio y su barba anillada, gran ladrón de mar, que ibaesparciendo, de fechoría en fechoría, el arte de escribir y las primerasnociones del comercio.

En una de sus islas nacía Hannibal, y veinte siglos después, en otra deellas, el hijo de un abogado falto de pleitos se embarcaba para Francia,sin otro equipaje que un pobre uniforme de cadete, para hacer famoso sunombre de Napoleón.

Sobre sus olas había navegado Roger de Lauria, caballero andante de lasllanuras marítimas, que pretendía vestir á los peces con los coloresaragoneses. Un visionario de origen obscuro, llamado Colón, reconocíapor su patria á la República de Génova. Un contrabandista de las costasde Liguria llegaba á ser Massena, el mariscal amado de la Victoria. Y elúltimo personaje de esta estirpe de héroes mediterráneos que se perdíaen los tiempos fabulosos era un marinero de Niza, simple y romántico, unguerrero de todos los mares y todos los continentes, llamado Garibaldi,tenor heroico que proyectaba sobre su siglo el reflejo de su camisaroja, repitiendo en la costa de Marsala la remota epopeya de losargonautas.

Ferragut resumía los méritos y defectos de los hombres de su raza. Unoshabían sido bandidos y otros santos, pero ninguno mediocre. Sus empresasmás audaces tenían mucho de reflexivo y práctico. Cuando se dedicaban alnegocio, servían al mismo tiempo á la civilización. En ellos, el héroe yel mercader se mostraban

tan

unidos,

que

era

imposible

discernir

dóndeterminaba el uno y empezaba el otro. Habían sido piratas y crueles; perolos navegantes de los mares brumosos, al imitar los descubrimientosmediterráneos en otros continentes, no se mostraban más dulces y leales.

Después de estas conversaciones sentía Ulises mayor estimación por loscacharros viejos y las figurillas borrosas que adornaban el dormitoriode su tío.

Eran objetos vomitados por el mar: ánforas recubiertas de valvas demolusco, por un enterramiento submarino de siglos.

Las aguas profundashabían cincelado estos adornos pétreos con extraños arabescos que hacíanpensar en el arte de otro planeta.

Y revueltos con los cacharros quehabían guardado el vino y el agua dulce de una liburna naufragada, habíapedazos de maroma endurecida por los infusorios calcáreos, garras deancla cuyo hierro se quebraba en láminas rojizas. Varias estatuillasroídas por la sal marina inspiraban al muchacho tanta admiración comolas fragatas del abuelo. Reía y temblaba ante estos kabiros procedentesde las birremes fenicias ó cartaginesas, dioses grotescos y terriblesque contraían sus carátulas con un gesto de lujuria y ferocidad.

Algunas de las divinidades marinas, musculosas y barbudas, tenían unaire de parentesco con su tío. Así debía ser en determinados

momentos.Ulises

había

escuchado

ciertas

conversaciones

de

los

pescadores.

Veíaademás

el

apresuramiento de las mujeres, sus ojos de inquietud cuando seencontraban con el médico en un lugar solitario de la costa.

Solamentela presencia del sobrino les hacía recobrar la tranquilidad y contenersu paso.

El mar le enloquecía de vez en cuando con una ráfaga de furor amoroso.Era Poseidón surgiendo inesperadamente en las riberas para volteardiosas y mortales. Las hembras corrían asustadas, como corren lasprincesas griegas en los vasos pintados, sorprendidas, mientras lavan suropa, por la aparición de un tritón en celo. Odiaba el amor entre cuatroparedes. Necesitaba la Naturaleza libre como fondo de su voluptuosidad;la persecución y el asalto, lo mismo que en los tiempos primitivos;sentir en sus pies la caricia de la ola muerta mientras se agitaba sobresu presa rugiendo de pasión, lo mismo que un monstruo marino.

Algunas noches, á la hora en que los faros empezaban á perforar lasombra naciente con sus primeras puñaladas de fuego, sentíasemelancólico, y olvidando la diferencia de edad, hablaba á su sobrinocomo si fuese un compañero de navegación.

Lamentaba no haberse casado... Ya tendría un hijo como Ulises. Habíaconocido mujeres de todos los colores, blancas, rojas, amarillas,verdes... pero sólo una vez había tropezado con el amor, muy lejos, alotro lado del planeta, en el puerto de Valparaíso.

Veía aún con la imaginación á su gentil chilena envuelta en un mantonegro, lo mismo que las damas del teatro calderoniano, mostrando unosolo de sus ojos obscuros y húmedos, pálida, menuda, hablando con unavoz que parecía un quejido.

Gustaba de romanzas y versos, siempre que fuesen «con mucha tristeza»; yFerragut se la comía con los ojos mientras ella pulsaba la guitarraentonando la canción de Malek-Adhel y otras romanzas de «rosas, suspirosy moros de Granada» que el médico había oído de niño á los barberos desu país. El simple intento de tornar una de sus manos provocaba en ellauna resistencia poderosa. «Eso, luego...» Estaba pronta á casarse con el godo; quería ver España... Y el médico hubiese cumplido sus deseos, deno avisarle una buena alma que á altas horas de la noche entraban porturno otros del país á oír las romanzas á solas... ¡Ah, las mujeres!Ferragut encontraba agradable su celibato al acordarse del final de esteidilio trasoceánico.

Bien entrado el otoño, tuvo el notario que ir en persona á la Marinapara conseguir que su hermano soltase á Ulises. El muchacho era de lamisma opinión de su tío. ¡Perder las pescas del invierno, las mañanasfrías de sol, el espectáculo de los grandes temporales, por el fútilmotivo de que el Instituto había comenzado sus cursos y él debíaestudiar el bachillerato!...

Al año siguiente, doña Cristina quiso evitar que el Tritón raptase ásu hijo. Sólo malas palabras y arrogancias matonescas podía aprender enla vieja casa de los Ferragut. Y pretextando la necesidad de ver á sufamilia, dejó al notario solo en Valencia, yendo á veranear con su hijoen la costa de Cataluña, cerca de la frontera de Francia.

Fué el primer viaje importante de Ulises. En Barcelona conoció á su tíoel rico, el talento financiero de la familia Blanes, un hermano de sumadre, propietario de una gran tienda de ferretería situada en una delas calles húmedas, estrechas y repletas de gentío que desembocan en laRambla. Luego conoció á los otros tíos maternos en un pueblo inmediatoal cabo de Creus. Este promontorio con sus costas bravas le recordó elotro donde vivía el Tritón. También aquí habían fundado una ciudad losprimeros nautas helénicos; también arrojaba el mar ánforas, estatuillasy hierros petrificados.

Los Blanes habían navegado mucho. Amaban el mar como su tío el médico,pero con un amor silencioso y frío, apreciándolo menos por su bellezaque por las ganancias que ofrece á los afortunados. Sus viajes habíansido á América en bergantines de su propiedad