Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Nunca emprendió un viaje con tanta alegría el capitán del Marenostrum. Creyó dejar en tierra para siempre el recuerdo de aquellamujer ejecutada, cuyo cadáver veía en sueños muchas noches. De todo elpasado, lo único que deseaba trasplantar á su nueva existencia era laimagen de su hijo. Iba á vivir en adelante concentrando sus entusiasmosy sus ilusiones en la misión que se había impuesto.

Llevó el buque directamente de Marsella al cabo de San Antonio, lejos detoda costa, por las soledades del Mediterráneo, sin pasar el golfo delLeón.

Un día, al atardecer, vieron los tripulantes unas montañas azuladas porla distancia: la isla de Mallorca. Durante la noche se deslizaron á lolargo del obscuro horizonte los faros de Ibiza y Formentera. Al salir elsol, una mancha vertical de color de rosa, igual á una lengua de fuego,apareció sobre la línea del mar. Era la alta montaña del Mongó, elpromontorio Ferrario de los antiguos. Al pie de sus abruptos acantiladosestaba el pueblo de los abuelos de Ulises, la casa en la que habíatranscurrido la mejor época de su niñez. Así debieron verlo de lejos losgriegos de Marsilia, exploradores del Mediterráneo desierto, al llegarsobre sus naves que saltaban la espuma como caballos de madera.

Todo el resto del día marchó el Mare nostrum casi pegado á la costa.El capitán conocía este mar como si fuese un lago de su propiedad. Llevóel vapor por fondos escasos, viéndose los escollos tan cerca de lasuperficie, que parecía un milagro que el buque no chocase en ellos.Sólo un par de metros quedaban entre la quilla y las rocas sumergidas.Luego, el agua dorada tomaba un tono obscuro, y el vapor seguía suavance sobre enormes profundidades.

El sol del otoño enrojecía las amarillentas montañas del litoral, secasy olorosas, cubiertas de hierbas de bravos perfumes que se esparcían álargas distancias. En todos los repliegues de la costa—pequeñasensenadas, lechos de torrentes secos ó escotaduras entre doscumbres—surgían blancas agrupaciones de caserío.

Ferragut contempló el pueblo de sus abuelos. Allí estaba Tòni; tal vezles veía pasar desde la puerta de su vivienda; tal vez reconocía elbuque con sorpresa y emoción.

Un oficial francés, inmóvil junto á Ulises en el puente, admiró labelleza del día y del mar. Ni una nube en el cielo; todo era azul arribay abajo, sin otra alteración que las franjas de espuma peinándose en lossalientes de la costa y los inquietos oros del sol formando un anchocamino sobre las aguas. Un rebaño de delfines triscó en torno del buquecomo en los cortejos de las divinidades oceánicas.

—¡Si siempre estuviese así el mar—dijo el capitán—, qué delicia sermarino!

Los tripulantes veían desde la borda á las gentes de tierra correr yagruparse, atraídas por la novedad de un vapor que pasaba al alcance desus voces. En todos los puntos salientes del litoral surgía una torrechata y rojiza, último vestigio de la guerra milenaria del Mediterráneo.

Acostumbrados á las rudas orillas del Océano y sus eternas rompientes,los marinos bretones admiraban esta navegación fácil casi tocando lacosta, viendo á sus habitantes del tamaño de hormigas. Dirigido el buquepor otro capitán, hubiese resultado peligroso navegar tan cerca. PeroFerragut reía, haciendo indicaciones lúgubres á los oficiales queestaban en el puente, para que resaltase mejor su seguridad profesional.Indicaba los escollos ocultos en el fondo. Aquí se había perdido untrasatlántico italiano que iba á Buenos Aires... más allá un velero decuatro palos había encallado, perdiendo su cargamento... El sabía porcentímetros el agua que podía quedar entre los peñascos traidores y laquilla de su buque.

Buscó con predilección los fondos más inquietantes. Estaban en la zonapeligrosa del Mediterráneo, donde los submarinos alemanes se mantenían ála espera de los convoyes franceses é ingleses que iban navegando alabrigo del litoral español. Los obstáculos de la costa sumergida eranpara él la mejor defensa contra los invisibles ataques.

Fué esfumándose á sus espaldas el promontorio Ferrario, hasta no ser masque una sombra en el horizonte. Desfiló ante el vapor toda la costa dela Marina; luego, el cabo Huertas, el lejano puerto de Alicante y elcabo de Santa Pola. A la caída de la tarde, el Mare nostrum estabafrente al cabo Palos, y tuvo que navegar aguas afuera para doblarlo,dejando Cartagena á lo lejos. Desde aquí haría rumbo Sudoeste hasta elcabo de Gata, donde empieza á angostarse el Mediterráneo, formando elembudo del estrecho.

Luego pasarían ante Almería y Málaga, llegando áGibraltar al día siguiente.

—Aquí es donde esperan muchas veces los enemigos—dijo Ferragut á unode los oficiales—. Si no tenemos un mal encuentro antes de la noche,habremos terminado perfectamente nuestro viaje.

El buque se había despegado del litoral; ya no se alcanzaba á distinguirla costa baja. Sólo á proa se mantenía visible el dorso saliente delcabo, emergiendo como una isla.

Caragòl apareció con una bandeja en la que humeaban dos vasos de café.No quería ceder á ningún marmitón el honor de servir al capitán cuandoestaba en el puente.

—¿Qué opina usted del viaje?—preguntó Ferragut alegremente antes debeber—. ¿Llegaremos bien?...

El cocinero hizo un gesto de desprecio, como si los alemanes pudiesenverle.

—No pasará nada; estoy seguro de ello... Tenemos quien vela pornosotros, y...

Se vió interrumpido en estas afirmaciones. La bandeja escapó de susmanos, y fué tambaleándose como un ebrio, hasta aplastar su abdomencontra la barandilla del puente. «¡Cristo del Grao!...»

A Ferragut también se le cayó el vaso que llevaba á su boca, y eloficial francés, sentado en un banco, casi se dobló sobre las rodillas.El timonel tuvo que agarrarse á la rueda con un crispamiento de sorpresay de terror.

Todo el buque tembló de la quilla al extremo de los topes, de la proa altimón, con un estremecimiento mortal, como si unas tenazas invisiblesacabasen de inmovilizarlo en plena carrera.

El capitán quiso explicarse este accidente. «Hemos encallado—se dijo—;un escollo que no conozco; algo que no figura en las cartas...»

Pero aún no había transcurrido un segundo cuando algo vino á añadirse áeste choque, desmintiendo las suposiciones de Ferragut. El aire azul yluminoso se arrugó bajo el zarpazo de un trueno. Cerca de la proa seprodujo una columna de humo, de gases en expansión, de vaporesamarillentos y fulminantes, subiendo por su centro en forma de abanicoun chorro de objetos negros, maderas rotas, pedazos de plancha metálica,cuerdas inflamadas que se disolvían en ceniza.

Ulises ya no dudó. Acababan de recibir un torpedazo. Su mirada ansiosase esparcía sobre las aguas.

—¡Allí!... ¡allí!—dijo tendiendo una mano.

Sus ojos de marino acababan de descubrir la leve traza de un periscopioque nadie conseguía ver.

Bajó del puente, ó más bien, se dejó rodar por la escalerilla, corriendohacia la popa.

—¡Allí!... ¡allí!

Los tres artilleros estaban junto al cañón, tranquilos y flemáticos,llevándose una mano á los ojos para ver mejor el punto casi invisibleque les señalaba su capitán...

Ninguno de ellos reparó en la inclinación que empezaba á tomar lacubierta lentamente. Introdujeron el primer proyectil en la recámara,mientras el apuntador se esforzaba por distinguir aquel pequeño bastónnegro perdido en las ondulaciones del agua.

El buque volvió á sufrir otro choque tan rudo como el anterior.

Todo élgimió con un estremecimiento agónico. Las planchas temblaban, perdiendola cohesión que hacía de ellas una sola pieza. Los tornillos y bulonessaltaron á impulsos del sacudimiento general. Un segundo cráter se abrióen mitad del buque,

llevándose

esta

vez

en

el

abanico

de

su

explosiónmiembros humanos destrozados.

Adivinó el capitán que era inútil la resistencia. Sus pies parecíanavisarle el cataclismo que se desarrollaba debajo de ellos: la trombalíquida invadiendo con espumoso mugido el espacio entre la quilla y lacubierta, destrozando las mamparas metálicas, derribando los portones deseguridad, desordenando los objetos, arrastrándolo todo con la violenciade una inundación, con el mazazo de un dique que se rompe. La cavidadllena de aire, flotante y ligera, iba á convertirse en un ataúd de aguay plomo, yéndose á fondo.

El cañón de popa lanzó el primer disparo. A Ferragut le pareció irónicosu estampido. Nadie como él se daba cuenta del estado del buque.

—¡A los botes!—gritó—. ¡Todo el mundo á los botes!

Fué inclinándose el vapor de un modo alarmante, mientras los hombresobedecían esta orden sin perder su serenidad.

Una trepidación desesperada conmovió la cubierta. Eran las máquinas, quelanzaban estertores agónicos, al mismo tiempo que huía por la chimeneaun torrente de humo denso como tinta.

Los fogoneros volvieron á la luzcon los ojos dilatados por el espanto sobre sus caras negruzcas. Lainundación había empezado á invadir sus dominios, rompiendo lascompuertas de acero.

—¡A los botes!... ¡Al agua los botes!

El capitán repitió sus gritos de mando, ansioso de ver embarcada latripulación, sin pensar por un momento en la propia seguridad.

No se le ocurrió que su suerte pudiera ser distinta á la de su buque.Además, oculto en el mar estaba el enemigo, que surgiría oportunamentepara apreciar su obra... Tal vez buscase en las embarcaciones desalvamento al capitán Ferragut, queriendo llevárselo como un despojo desu triunfo... «¡No! Prefería renunciar á la existencia.»

Los marineros habían desamarrado dos botes y empezaban á descenderlos,cuando ocurrió algo repentino, brutal, con la rapidez anonadadora de loscataclismos de la Naturaleza.

Sonó una explosión inmensa, como si el mundo se abriese en pedazos, yFerragut sintió que el piso se escapaba de sus pies.

Miró en torno deél. La proa ya no existía: había desaparecido debajo del agua, y una olamugidora iba avanzando sobre la cubierta, aplastándolo todo bajo surodillo de espuma. En cambio la popa subía y subía, perdiendo suhorizontalidad. Fué de pronto una cuesta, una ladera de montaña, en cuyacumbre se erguía como una veleta el mástil blanco del pabellón.

Para no caer, quiso agarrarse á una cuerda, á un madero, á cualquierobjeto fijo; pero su movimiento fué inútil: se sintió arrastrado,volteado, golpeado en una obscuridad mugidora y giratoria. Un fríomortal paralizó sus miembros. Sus ojos cerrados vieron un cielo rojo, uncielo de sangre con estrellas negras. Los oídos le zumbaron con unglu-glu inmenso mientras su cuerpo daba cabriolas en la obscuridad. Sucerebro confuso imaginó que se había abierto un agujero infinito en elfondo del mar, que todas las aguas de los océanos se escapaban por élformando un gigantesco remolino, y que él volteaba en el centro de estatempestad giratoria.

«Voy á morir... ¡Ya he muerto!», decía su pensamiento.

Y á pesar de que estaba resignado á morir, agitó las piernasdesesperadamente, queriendo elevarse sobre las traidoras blanduras. Envez de seguir descendiendo, notó que subía, y al poco rato pudo abrirlos ojos y respirar, avisado por el contacto atmosférico de que habíallegado á la superficie.

No estaba seguro del tiempo que había pasado en el abismo.

Minutos nadamás, pues su respiración de nadador sólo podía alcanzar este límite...Por eso experimentó asombro al ver los grandes cambios realizados en unparéntesis tan breve.

Creyó que ya era de noche. Tal vez en las capas superiores de laatmósfera brillaban aún las últimas luces del sol, pero á ras del aguano había mas que una claridad crepuscular, un débil resplandor debodega.

La superficie casi plana vista minutos antes desde lo alto del puenteestaba movida ahora por amplias ondulaciones que le sumían en momentáneaobscuridad. Cada una de ellas era una colina que se interponía ante susojos, dejando libre solamente un espacio de unos cuantos metros. Cuandose elevaba hasta sus cumbres podía abarcar con rápida visión el marsolitario, sin la gallarda montaña del buque y moteado de objetosobscuros.

Estos objetos se deslizaban inertes ó se movían agitando unpar de antenas negras. Tal vez imploraban socorro, pero el desiertohúmedo

absorbía

los

gritos

más

furiosos,

convirtiéndolos en lejanosbalidos.

Del Mare nostrum no quedaba visible ni la boca de la chimenea ni unapunta de mástil: todo se lo había tragado el abismo... Ferragut llegó ádudar si realmente había existido su buque alguna vez.

Nadó hacia un madero que flotaba cerca, apoyando los brazos en él. Eracapaz de permanecer horas enteras en el mar, pero desnudo, á la vista dela costa, con la seguridad de volver á tierra firme cuando lo desease...Pero ahora tenía que sostenerse vestido; los zapatos tiraban de él cadavez con más fuerza, como si fuesen de hierro... ¡y agua por todos lados!¡ni un buque en el horizonte que pudiese venir á socorrerle!... Eltelegrafista de á bordo, sorprendido por la rapidez de la catástrofe, nohabía podido lanzar la señal de auxilio.

Tuvo que defenderse de los restos del naufragio. Después de haberbuscado el apoyo del madero como última salvación, evitó los tonelesflotantes que rodaban á impulsos de la marejada y podían enviarle áfondo con uno de sus golpes.

De pronto surgió entre dos olas una especie de monstruo ciego, queavanzaba agitando las aguas furiosamente con los paletazos de susnadaderas. Al estar cerca de él, vió que era un hombre; al alejarse,reconoció al tío Caragòl.

Nadaba lo mismo que los locos y los ebrios, con un esfuerzo sobrehumanoque hacía salir fuera del agua la mitad de su cuerpo á cada uno de losbraceos. Miraba ante él como si pudiese ver, como si tuviera unadirección fija, sin vacilar un instante, avanzando mar adentro cuando seimaginaba ir hacia la costa.

—¡Padre San Vicente!—mugía—. ¡Cristo del Grao!...

En vano le llamó el capitán. No podía oírle. Siguió nadando con toda lafuerza de su fe, repitiendo sus piadosas invocaciones entre bufidosruidosos.

Un tonel remontó la cresta de una ola, rodando por la ladera contraria.La cabeza del ciego nadador se interpuso en su camino... Un choque.«¡Padre San Vicente!...» Y Caragòl desapareció con la cabeza roja y laboca llena de sal.

Ferragut no quiso imitar esta natación. La tierra estaba muy lejos paralos brazos de un hombre: imposible llegar á ella. Del vapor no habíaquedado un solo bote flotando sobre las aguas...

Su única esperanza,remota y quimérica, era que un buque descubriese á los náufragos,salvándolos.

Esta ilusión casi se realizó al poco rato. Desde la cresta de una olapudo ver un barco negro, largo y bajo de borda, sin chimenea nimástiles, que navegaba lentamente por entre los restos de la catástrofe.Reconoció á un submarino. Las obscuras siluetas de varios hombres sedestacaban sobre su lomo... Creyó oír gritos.

—¡Ferragut!... ¿Dónde está el capitán Ferragut?

«¡Ah, no!... Mejor era morir.» Y se mantuvo asido al madero, inclinandola cabeza como si estuviese ahogado.

Luego, al cerrar la noche, oyó otros gritos, pero eran de socorro, deangustia, de muerte. Aquellos salvadores sólo le buscaban á él,abandonando á los demás.

Perdió la noción del tiempo. Un frío agónico fué paralizando suorganismo. Las manos ateridas y ganchudas se soltaban del madero,volviendo á agarrarse á él con esfuerzos supremos de voluntad.

Los otros náufragos habían tenido la precaución de ponerse sus chalecosflotantes al iniciarse el hundimiento. Iban á prolongar su agonía,gracias á ellos, por unas horas. Tal vez si llegaban hasta el amanecerpodrían ser descubiertos por algún buque. ¡Pero él!...

De repente se acordó del Tritón... Su tío también había muerto en elmar: todos los más vigorosos de la familia venían á perderse en su seno.Durante siglos y siglos había sido la tumba de los Ferragut; por algo lellamaban «mar nuestro».

Pensó que las corrientes podían haber arrastrado su cadáver desde elotro promontorio al lugar en que flotaba él. Tal vez lo tenía debajo desus pies... Una fuerza irresistible tiró de ellos: sus manos paralizadasse soltaron del madero.

—¡Tío!... ¡tío!

Lo gritó en su pensamiento con el mismo balido miedoso que cuando erapequeño y hacía las primeras nataciones. Pero sus manos angustiosasvolvieron á encontrar el frío y débil sostén cuando buscaban aquellaisla de duros músculos coronada por una cabeza hirsuta y sonriente.

Siguió en su tenaz flotación, luchando con el sopor que le aconsejabasoltar el apoyo flotante, dejarse ir á fondo, dormir...

¡dormir parasiempre! Los zapatos y los pantalones continuaban tirando de él cada vezcon mayor fuerza. Eran como una mortaja que se dilataba, ondulante ypesadísima, hasta tocar el fondo. Su desesperación le hizo levantar losojos y mirar las estrellas...

¡Tan altas!... ¡Poder agarrarse á una deellas así como sus manos se agarraban al madero!...

Creyó despertar al mismo tiempo que hacía instintivamente un movimientode repulsión. Su cabeza se había hundido en el agua sin que él losintiese. Un líquido amargo empezaba á introducirse por su boca...

Realizó un penoso esfuerzo para mantenerse en posición vertical, mirandode nuevo el cielo... Ya no era azul obscuro: era de tinta negra, y todaslas estrellas rojas como gotas de sangre.

Tuvo de pronto la certeza de que no estaba solo, y bajó los ojos... Sí;alguien estaba junto á él. ¡Era una mujer!...

Una mujer blanca como la nube, blanca como la vela, blanca como laespuma. Su cabellera verde estaba adornada con perlas y coralesfosforescentes; su sonrisa altiva, de soberana, de diosa, venía ácompletar la majestad de esta diadema.

Tendió los brazos en torno de él, apretándolo contra sus pechosnutridores y eternamente virginales, contra su vientre de nacaradatersura, en el que se borraban las huellas de la maternidad con la mismarapidez que los círculos en el agua azul.

Una atmósfera densa y verdosa daba á su blancura un reflejo semejante alde la luz en las cuevas del mar...

Su boca pálida acabó por pegarse á la del náufrago con un besoimperioso. Y el agua de esta boca, subiendo al filo de los dientes, sedesbordó en la suya con una inundación salada, interminable... Sintióhincharse su interior, como si toda la vida de la blanca aparición seliquidase, pasando á su cuerpo á través del beso impelente.

Ya no podía ver, ya no podía hablar. Sus ojos se habían cerrado para noabrirse nunca; un río de amarga sal rodaba por su garganta.

Sin embargo, la siguió contemplando, cada vez más apretada á él, másluminosa, con una expresión triste de amor en sus ojos glaucos... Y asífué descendiendo y descendiendo las infinitas capas del abismo, inerte,sin voluntad, mientras una voz gritaba dentro de su cráneo, como siacabase de reconocerla:

—¡Anfitrita!... ¡Anfitrita!

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