Mare Nostrum by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Los otros artilleros no existían. Y enardecido por su entusiasmo, seescapaba de las manos de dos marineros que habían empezado á vendarle lacabeza con una pulcritud aprendida en los combates terrestres.

Ferragut quedó satisfecho del encuentro. No estaba seguro de ladestrucción del enemigo; pero si se había salvado podía llevar lanoticia á los otros de que el Mare nostrum era capaz de defenderse.

Su alegría le llevó al lado de Caragòl.

—Muy bien, veterano. Escribiremos al ministro de Marina para que le déla Cruz de Guerra.

El cocinero, tomando en serio estas palabras, declinó la oferta.

Sidaban alguna recompensa, que fuese para el «chico de Vannes». Luegoañadió, como si reflejase los pensamientos de su capitán:

—Da gusto navegar así... A nuestro vapor le han salido dientes, y ya notendrá que huir como una liebre asustada... Que lo dejen hacer su caminoen paz, porque ahora muerde.

Todo el resto del viaje hasta Salónica fué sin incidentes. El telégrafolo mantuvo en contacto con las instrucciones llegadas de tierra.Gibraltar le aconsejó que navegase pegado á la costa de África; Malta yBizerta le indicaron que podía seguir adelante, por estar el paso entreTúnez y Sicilia limpio de enemigos. Del lejano Egipto vinieron á sualcance avisos tranquilizadores mientras navegaba entre las islasgriegas con la proa hacia Salónica.

Al regreso fué á tomar carga en el puerto de Marsella.

No tenía Ferragut que preocuparse del buque cuando estaba anclado. Eranlos oficiales franceses los que se entendían con las autoridades de lospuertos. El se limitaba á ser una justificación de la bandera, uncapitán de país neutral que hacía valer con su presencia la nacionalidaddel buque. Sólo en el mar recobraba el marido, haciéndose obedecer detodos sobre el puente.

Vagó por Marsella como otras veces, pasando las primeras horas de latarde en las terrazas de los cafés de la Cannebière.

Un viejo capitán marsellés dedicado al comercio conversaba con él antesde volver á su oficina. Una tarde, Ferragut fijó los ojos distraídamenteen cierto diario de París que llevaba su amigo.

Atrajo de pronto su atención un nombre impreso á la cabeza de un breveartículo. La sorpresa le hizo palidecer, al mismo tiempo que se contraíaalgo dentro de su pecho. Volvió á deletrear el nombre, temiendo habersufrido una alucinación. No era posible la duda; estaba bien claro: Freya Talberg.

Tomó el diario de las manos de su contertulio, disfrazando suimpaciencia con un gesto de curiosidad.

—¿Qué dicen hoy de la guerra?...

Y mientras el viejo marino le daba noticias, él leyó febrilmente laslíneas agrupadas á continuación de dicha nombre.

Quedó desorientado. Eran poca cosa para él, que ignoraba los hechosanteriores aludidos por el periódico. Significaban estas líneas unasimple protesta contra el gobierno porque no hacía sufrir á la famosaFreya Talberg la pena á que la habían sentenciado. El artículo terminabamencionando la belleza y la elegancia de la delincuente, como siatribuyese á tales cualidades la demora en el castigo.

Se esforzó Ferragut por dar á su voz un tono de indiferencia.

—¿Quién es esta individua?—dijo señalando el título del artículo.

Su compañero tuvo que hacer memoria. ¡Ocurrían tantas cosas con motivode la guerra!

—Es una boche, una espía, sentenciada á muerte... Parece que trabajómucho aquí y en otros puertos dando aviso á los submarinos alemanes dela salida de nuestros transportes... La prendieron en París hace dosmeses, cuando regresaba de Brest.

Dijo esto el amigo con cierta indiferencia. ¡Eran tan numerosos losespías!... Con frecuencia publicaban los periódicos noticias defusilamientos: dos líneas nada más, como si se tratase de un accidenteordinario.

—Esa Freya Talberg—continuó—ha hecho hablar bastante de su persona.Parece que es una mujer chic: una especie de dama de novela. Muchosprotestan de que no la hayan ejecutado aún.

Es triste tener que matar áuna persona de su sexo. ¡Matar á una mujer, y además una mujerhermosa!... Pero sin embargo, resulta preciso... Creo que la fusilaránde un momento á otro.

XII

¡ANFITRITA!... ¡ANFITRITA!

El Mare nostrum hizo otro viaje de Marsella á Salónica.

Buscó en vano Ferragut antes de partir nuevas noticias de Freya en losperiódicos de París. Varios sucesos distrajeron por unos

días

laatención

pública,

y

la

espía

quedó

momentáneamente olvidada.

Al llegar á Salónica hizo discretas preguntas á sus amigos militares ymarinos en los cafés del puerto. Casi todos desconocían el nombre deFreya Talberg. Los que lo habían leído en los diarios contestaban conindiferencia.

—Sé quién es: una espía que fué artista; una mujer de cierto chic.Creo que la han fusilado... No lo sé cierto, pero deben haberlafusilado.

Tenían cosas más importantes en que pensar. ¡Una espía!...

Por todoslados se tropezaba con los manejos del espionaje alemán. Había quefusilar mucho... Y olvidaban inmediatamente este asunto para hablar delos azares de la guerra, que les amenazaban á ellos y á sus compañerosde armas.

Cuando Ferragut volvió á Marsella, dos meses después, ignoraba si suantigua amante estaba aún entre los vivos.

La primera tarde que encontró en el café de la Cannebière á sucontertulio el viejo capitán, fué encaminando la conversación hábilmentehasta poder formular con naturalidad la pregunta que llevaba en supensamiento: «¿Qué había sido de aquella Freya Talberg que tantopreocupaba á los periódicos antes de salir él para Salónica?...»

El marsellés tuvo que hacer un esfuerzo para acordarse.

—¡Ah, sí!... ¡la espía boche!—dijo tras de una larga pausa—.

Lafusilaron hace unas semanas. Los periódicos han hablado poco de sumuerte. Unas cuantas líneas; esas gentes no merecen más...

Tenía el amigo de Ferragut dos hijos en el ejército; un sobrino suyohabía muerto en las trincheras; otro, piloto á bordo de un transporte,acababa de perecer en un torpedeamiento. Pasaba muchas noches sindormir, pensando en la suerte de sus hijos que luchaban en el frente, yesta inquietud daba un tono duro y feroz á sus entusiasmos patrióticos.

—Bien muerta está... Era una mujer, y los fusilamientos de mujeresresultan penosos. Siempre causa repugnancia tratarlas como á loshombres... Pero, según me han contado, esta individua, con los avisos desu espionaje, contribuyó al torpedeamiento de diez y seis buques... ¡Ah,mala bestia!...

Y no dijo más, pasando á hablar de otra cosa. Todos mostraban igualrepulsión al hacer memoria de la espía.

Ferragut acabó por participar del mismo sentimiento. Su cerebro se habíapartido con la dualidad contradictoria de todos los momentos críticos desu existencia. Odió á Freya pensando en sus crímenes. Recordaba comohombre de mar á los compañeros anónimos muertos en los torpedeamientos.Esta mujer

había

sido

la

preparadora

inconsciente

de

muchosasesinatos... Y al mismo tiempo evocaba la imagen de la otra, de laamante que sabía retenerle con sus artificios en el viejo palacio deNápoles, haciendo de la voluptuosa prisión el mejor de sus recuerdos.

«No pensemos más en ella—se dijo con energía—. Ha muerto... Noexiste.»

Pero ni aun después de muerta le dejaba en paz. Su recuerdo no tardó enresurgir, adhiriéndose á él con un interés trágico.

La misma tarde que habló con su amigo en el café de la Cannebière fué ála Casa de Correos para recoger la correspondencia, que se hacía enviará Marsella. Le entregaron un grueso paquete de cartas y periódicos. Porla letra de los sobres y los timbres postales fué adivinando quiénes leescribían: una carta única de su mujer, compuesta de un solo pliego, ájuzgar por su flexible delgadez; tres muy abultadas de Tòni, especie dedietarios, en los que iba relatando sus compras, sus cultivos, susesperanzas de ver llegar al capitán; todo ello mezclado con abundantesnoticias sobre la guerra y el malestar de las gentes. Además, variospliegos de establecimientos bancarios de Barcelona dando cuenta áFerragut del empleo de sus capitales.

De pie en la escalinata del palacio, acabó de examinar sucorrespondencia por la cara exterior. Era semejante á la que encontrabaá la vuelta de todos sus viajes.

Iba á guardarla en los bolsillos y seguir su camino, cuando atrajo suatención un sobre voluminoso, de letra desconocida, certificado enParís...

La curiosidad le hizo abrirlo inmediatamente, y vió en sus manos unverdadero fajo de hojas sueltas, un relato extenso que iba más allá delos límites de una carta. Miró el membrete impreso y luego la firma. Elque le escribía era un abogado de París, y Ferragut presintió por elpapel lujoso y las señas de su domicilio que debía ser un maître célebre. Hasta recordaba haber encontrado alguna vez su nombre en losperiódicos.

Empezó la lectura de la primera página allí mismo, ansiando saber porqué causa le escribía el grave personaje. Pero apenas hubo pasado losojos por algunos renglones, detuvo su lectura.

Tropezó con el nombre deFreya Talberg. Este abogado había sido su defensor ante el Consejo deguerra.

Se apresuró á guardar la carta, dominando su impaciencia.

Sintió lanecesidad de silencioso apartamiento y soledad absoluta que experimentaun lector apasionado al adquirir un libro nuevo.

Este manojo de papelescontenía para él la más interesante de las historias.

Al dirigirse á su buque, le pareció el camino más largo que otras veces.Ansiaba verse encerrado en su camarote, lejos de toda curiosidad, comosi fuese á realizar una operación misteriosa.

Freya no existía. Había desaparecido del mundo de un modo infamante,como desaparecen los criminales, doblemente sentenciada, pues hasta surecuerdo era repelido por las gentes; y Ferragut, dentro de unosmomentos, iba á hacerla resurgir como un fantasma en la casa flotanteque ella había visitado en dos ocasiones. Podía conocer las últimashoras de su existencia, envueltas en un misterio de desprecio; podíaviolentar la voluntad de sus jueces, que la habían condenado á perder lavida y á perecer después de muerta en la memoria de todos.

Con verdadera avidez se sentó ante la mesa de su camarote, poniendo enorden el contenido del sobre: más de doce hojas escritas por ambas carasy varios recortes de periódicos. En estos recortes vió el retrato deFreya, una imagen dura y confusa. La reconoció únicamente por su nombrepuesto al pie: ella había sido otra mujer. Vió también el retrato de sudefensor: un abogado viejo, de aspecto pulcro, con melenas blancasfinamente peinadas y ojos juveniles.

Adivinó Ferragut desde las primeras líneas que el maître no podíaescribir ni hablar sin hacer literatura. Su carta era un relato mesuradoy correcto, en el que la emoción, por viva que fuese, se conteníadiscretamente, no queriendo desordenar los pliegues de un estilomajestuoso.

Empezaba explicando cómo su deber profesional le había decidido ádefender á una espía. Necesitaba un abogado: era extranjera; la opiniónpública, influenciada por los exagerados relatos de los periódicos sobresu belleza y sus joyas, mostraba una animosidad feroz, pidiendo supronto castigo. Nadie quería encargarse de su defensa, y por eso mismoél la había aceptado, sin miedo á la impopularidad.

Ferragut creyó adivinar en este sacrificio un impulso de viejogalanteador, que le había hecho ir hacia Freya porque era hermosa.Además, este proceso representaba un acontecimiento parisién y podía darcierta notoriedad novelesca á los que interviniesen en sus actuaciones.

Unos cuantos párrafos más allá, el marino se convenció de que el maître había acabado por enamorarse de su patrocinada. Esta mujerhasta en el momento de morir esparcía en torno de ella su poder deseducción.

El éxito profesional entrevisto por el abogado se disolvía á lasprimeras gestiones. La defensa de Freya era imposible.

Lloraba por todarespuesta cuando le hacían preguntas sobre los hechos de su vidaanterior, ó permanecía silenciosa, inmóvil, con la mirada perdida, lomismo que si se tratase de la suerte de otra mujer.

No necesitaban los jueces militares de sus confesiones: sabían detallepor detalle toda su existencia durante la guerra y en los últimos añosde la paz. Nunca los agentes de la policía en el extranjero habíantrabajado con tanta rapidez y éxito. Una buena suerte misteriosa yomnipotente los empujaba en sus pesquisas.

Conocían

todos

los

trabajosde

Freya;

hasta

habían

proporcionado datos exactos sobre su personalidadde agente secreto, el número de orden con que figuraba en la oficinadirectora de Berlín, el dinero que cobraba, sus informes en los últimosmeses. Documentos escritos por ella misma, con una culpabilidadirrefutable, habían venido á unirse á su proceso, sin que nadie supiesede dónde eran enviados ni por quién.

Cada vez que el juez instructor ponía ante los ojos de Freya una

deestas

pruebas,

ella

miraba

á

su

abogado

desesperadamente.

—¡Son ellos!—gemía—. ¡Ellos, que desean mi muerte!

El defensor era de la misma opinión. La policía había conocido supresencia en Francia por una carta que le dirigían sus jefes desdeBarcelona, torpemente desfigurada, escrita con arreglo á una clave cuyomisterio estaba descubierto por el contraespionaje francés mucho tiempoantes. Para el maître, era indudable que un poder misterioso habíaquerido deshacerse de esta mujer, enviándola á un país enemigo como sila enviase á la muerte.

Ulises adivinó en el defensor un estado de alma semejante al suyo, lamisma dualidad que le había atormentado en todas sus relaciones conFreya.

«Yo, señor—escribía el abogado—, he sufrido mucho. Un hijo mío,oficial, murió en la batalla del Aisne; otros allegados á mí, sobrinos ydiscípulos, han muerto luego en Verdún y en el ejército expedicionariode Oriente...»

Había sentido, como francés, una repulsión irresistible al convencersede que Freya era una espía que llevaba causados grandes daños á supatria... Luego, como hombre, se apiadaba de su inconsciencia, de sucarácter contradictorio y ligero hasta llegar al crimen, de su egoísmode mujer hermosa y amiga del lujo, que la había hecho admitir la vilezamoral á cambio del bienestar.

Atraía su historia al abogado con el interés palpitante de una novela deaventuras. La conmiseración iba tomando en él una vehemencia deenamoramiento. Además, la idea de que eran los explotadores de estamujer los que la habían denunciado le infundía un entusiasmocaballeresco para la defensa de su causa insostenible.

La comparecencia ante el Consejo de guerra había resultado penosa ydramática. Freya, que hasta entonces parecía embrutecida por el régimende la prisión, despertaba al verse enfrente de una docena de hombresuniformados y graves.

Su primer movimiento fué el de toda hembra hermosa y coqueta. Conocía suinfluencia física. Estos militares convertidos en jueces le recordabanlos que ella había visto en los tés y los grandes bailes de loshoteles... ¿Qué francés puede resistirse á la atracción femenina?...

Había sonreído, había contestado á las primeras preguntas con unamodestia graciosa, fijando sus ojos malignamente cándidos en losoficiales sentados detrás de la mesa presidencial y en los otros hombrescon uniforme azul encargados de acusarla ó de leer los documentos de suproceso.

Pero algo frío y hostil existía en el ambiente que paralizaba sussonrisas, dejaba sin eco sus palabras y hacía opacos los resplandores deojos. Todas las frentes se inclinaban bajo el peso de severospensamientos; todos los hombres parecían tener en aquel instante treintaaños más. No la verían tal como era por más esfuerzos que hiciese. Susadmiraciones y deseos yacían abandonados al otro lado de la puerta.

Freya adivinó que había dejado de ser una mujer y no era mas que unaacusada. Otra de su sexo, una rival irresistible, lo llenaba todo,encadenando á estos hombres con un amor profundo y austero. Su instintola hizo fijarse en la matrona blanca, de rostro grave, que avanzaba subusto vigoroso sobre la cabeza del presidente. Era la Patria, laJusticia, la República, contemplando con sus ojos vagos y sin pupila ála hembra de carne y hueso que empezaba á temblar, dándose cuenta de susituación.

—¡Yo no quiero morir!...—gritó de pronto, abandonando sus seducciones,pasando á ser una pobre criatura enloquecida por el miedo—. ¡Yo soyinocente!

Mintió con el ilogismo absurdo y descarado del que se ve en peligro demuerte; hubo necesidad de releer sus primeras declaraciones, que negabaahora; de presentar nuevamente las pruebas materiales, cuya existenciano quería admitir; de hacer desfilar su pasado entero con el apoyo deaquellos datos irrefutables de origen anónimo.

—¡Son ellos los que lo han hecho todo!... ¡Han abusado de mí!... Yaque desean mi pérdida, voy á contar lo que sé.

El abogado pasaba ligeramente en su relato sobre lo ocurrido en elConsejo de guerra. El secreto profesional y el interés patriótico leimpedían ser más explícito. Había durado el Consejo de la mañana á lanoche, revelando Freya á sus jueces todo cuanto sabía... Luego, sudefensor hablaba durante cinco horas, intentando establecer una especiede intercambio en la aplicación de la pena. La culpabilidad de estamujer era indiscutible y muy grandes los males que llevaba causados.Pero debían

concederle

la

vida

á

trueque

de

sus

confesionesimportantes... Además, había que tener en cuenta la inconsciencia de sucarácter... la venganza de que la hacían objeto los enemigos del país...

Esperó hasta bien entrada la noche, al lado de Freya, la decisión deltribunal. Su defendida parecía animada por la esperanza. Había vuelto áser mujer: hablaba plácidamente con él, sonreía á les gendarmesencargados de su custodia, hacía elogios del ejército... «Unosfranceses, unos caballeros, eran incapaces de matar á una mujer...»

El maître no se sorprendió al ver el gesto triste y enfurruñado de losmilitares al salir de su deliberación. Parecían descontentos de su votoreciente y mostraban á la vez la serenidad de una conciencia tranquila.Eran soldados que acababan de cumplir su austero deber, suprimiendo todolo que había en ellos de simples hombres. El encargado de leer lasentencia hinchó su voz con una energía ficticia... «¡A muerte!...»Freya era condenada al fusilamiento, después de una larga enumeración decrímenes: informes dados al enemigo, que representaban la pérdida demiles de hombres; buques torpedeados á consecuencia de sus avisos, enlos que habían perecido familias indefensas.

La espía agitaba la cabeza al escuchar sus propios actos, apreciando porprimera vez toda su enormidad, reconociendo la justicia del tremendocastigo. Pero al mismo tiempo confiaba en un bondadoso perdón á cambiode todo lo que había revelado, en una misericordia galante... por serella.

Al sonar la palabra fatal, dió un grito, pálida, con una palidez deceniza, y se apoyó en su abogado.

—¡Yo no quiero morir!... ¡No debo morir!... ¡Soy inocente!

Siguió gritando su inocencia, sin dar otra prueba que el desesperadoinstinto de su conservación. Con la credulidad del que desea salvarse,aceptó todos los consuelos problemáticos de su defensor. Quedaba elrecurso de apelar á la gracia del presidente de la República: tal vez laindultase... Y firmó esta apelación con repentina esperanza.

Consiguió el abogado suspender por dos meses el cumplimiento de lasentencia visitando á muchos de sus colegas que eran personajespolíticos. El deseo de salvar la vida de su cliente le atormentaba comouna obsesión. Había dedicado á este asunto toda su actividad y susinfluencias personales.

«¡Enamorado!... ¡enamorado como tú!», dijo con acento de burla en elcerebro de Ferragut la voz de los consejos prudentes.

Los periódicos protestaban de este retardo en la ejecución de lasentencia. Empezó á sonar en las conversaciones el nombre de FreyaTalberg como un argumento contra la debilidad del gobierno. Las mujereseran las que se mostraban más implacables.

Un día, en el Palacio de Justicia, había podido convencerse de estaanimosidad general, que empujaba á su defendida hacia los fusiles de laejecución. La mujer encargada de guardar las togas, verbosa comadrefamiliarizada con el trato de los abogados ilustres, le había hechoconocer sus opiniones rudamente.

—¿Cuándo matarán á esa espía?... Si fuese una pobre mujer con hijos, delas que necesitan ganar su pan, ya la habrían fusilado... Pero es unacocota elegante y con joyas; tal vez se ha acostado con los ministros.Cualquier día vamos á verla en la calle... ¡Y mi hijo que murió enVerdún!...

La prisionera, como si adivinase esta indignación pública, empezó áconsiderar inmediata su muerte, perdiendo poco á poco el amor á laexistencia, que le hacía prorrumpir en mentiras y delirantes protestas.En vano el maître fingía esperanzas en el indulto.

—Es inútil: debo morir... Tengo derecho á que me fusilen...

He causadomuchos daños... Me horrorizo de mí misma al recordar todos los delitosconsignados en la sentencia... ¡Y aún hay otros que ignoran!... Lasoledad me ha hecho conocerme tal como soy. ¡Qué vergüenza!... Deboirme: todo lo he perdido...

¿Qué me queda que hacer en el mundo?...

«Y fué entonces, querido señor—continuaba el abogado en su carta—,cuando me habló de usted, del modo como se conocieron, del daño que lehizo inconscientemente.»

Convencido de la inutilidad de sus gestiones, el maître habíasolicitado un último favor. Freya deseaba que la acompañase en elmomento de la ejecución: esto mantendría su serenidad. Y los delgobierno prometían á su colega en el foro un aviso oportuno para queasistiese al cumplimiento de la sentencia.

Eran las tres de la madrugada y estaba en lo mejor de su sueño, cuandole despertaron unos enviados de la Prefectura de Policía. Elfusilamiento iba á realizarse al amanecer: era una decisión tomada áúltima hora, para que los periodistas se enterasen tarde del suceso.

Un automóvil le llevó con sus acompañantes á la prisión de San Lázaro, átravés de París silencioso y lóbrego. Sólo unos cuantos reverberosencapuchados cortaban con su luz macilenta la obscuridad de las calles.En la prisión se reunió con otros funcionarios de policía y muchos jefesy oficiales que representaban á la justicia militar. La sentenciadadormía aún en su celda, ignorando lo que iba á ocurrir.

Marcharon en fila por los corredores de la cárcel los encargados dedespertarla, sombríos y tímidos, empujándose con su nerviosaprecipitación.

Se abrió una puerta. Bajo la luz reglamentaria estaba Freya en su lechocon los ojos cerrados. Al abrirlos y verse rodeada de hombres, su carase dilató con un gesto de espanto.

—¡Valor, Freya!—dijo el director de la prisión—. El recurso de graciaha sido denegado.

—¡Animo, hija mía!—añadió el cura del establecimiento, iniciando elprincipio de una plática.

Su terror sólo duró unos segundos. Fué la ruda sorpresa del despertar,con el cerebro todavía paralizado. Al reunir sus recuerdos, la serenidadvolvió á su rostro.

—¿Debo morir?—preguntó—¿ha llegado ya la hora?... Pues bien; que mefusilen. Aquí estoy.

Algunos hombres volvieron la cabeza para ocultar sus ojos...

Tuvo que saltar de la cama en presencia de dos vigilantes.

Estaprecaución era para que no atentase contra su vida. Ella misma rogó alabogado que permaneciese en la celda, como si de este modo quisieraaminorar la molestia de vestirse ante unos desconocidos.

Ferragut adivinó la piedad y la admiración del maître al llegar á estepasaje de su carta. La había visto medio desnuda, preparando el últimotocado de su existencia.

«¡Adorable criatura! ¡Tan hermosa!... Había nacido para el amor y ellujo, é iba á morir desgarrada por las balas, como un rudo soldado...»

Le parecían admirables las precauciones adoptadas por su coquetería paraeste último instante. Deseaba morir como había vivido, echando sobre supersona todo lo mejor que poseía. Por esto, al presentir la proximidadde la ejecución, había reclamado días antes sus joyas y el traje quellevaba en el momento que la detuvieron á la vuelta de Brest.

El defensor la describía con un «vestido de seda gris perla, zapatos ymedias de doradillo, gabán de pieles y en la cabeza gran sombrero conplumas. Además, el collar de perlas estaba sobre su pecho, lasesmeraldas en las orejas y todos sus brillantes en los dedos».

Una sonrisa triste crispó sus labios al intentar mirarse en loscristales de la ventana, negros aún por la lobreguez de la noche, y quele servían de espejo.

—Muero como un militar: dentro de mi uniforme—dijo á su abogado.

Luego, en el recibidor de la cárcel, bajo la cruda luz artificial, estamujer empenachada, cubierta de alhajas, exhalando sus ropas un lejanoperfume, recuerdo de los tiempos felices, se movió con desembarazo entrelos hombres vestidos de negro y los uniformes azules.

Dos religiosas que le habían acompañado en los días anteriores parecíanmás impresionadas que ella. Intentaban exhortarla, y al mismo tiempomovían los párpados para repeler sus lágrimas...

El cura no estaba menosemocionado. Había asistido á otros reos, pero eran hombres... ¡Ayudar ábien morir á una mujer hermosa, perfumada, centelleante de piedrasfinas, como si fuese á montar en su automóvil para ir á un té demoda!...

Ella había dudado una semana antes entre recibir á un pastor calvinistaó un sacerdote católico. En su vida cosmopolita, de inciertanacionalidad, no había tenido tiempo para decidirse por una religión. Alfin, escogía al último, por parecerle más simple de intelecto, máscomunicativo...

Varias veces interrumpió al sacerdote cuando intentaba consolarla.Parecía que fuese ella la encargada de infundir ánimo.

—Morir no es tan horrible como parece cuando se ve de lejos... Sientovergüenza al pensar en los miedos que he pasado, en las lágrimas quellevo derramadas... Resulta más s