Mientras el fabricante de conservas expresaba en italiano el dolor dehallarse lejos de su amada, la hija mayor de los señores de la casaseguía conversando en el paraje más retirado de la sala con un joven defisonomía abierta y simpática, moreno, de ojos negros y bigotenaciente.
—Enrique no entendió bien mi encargo—decía el joven—. Yo le pedía queme remitiese un aderezo de valor y lo que me manda es medio aderezovulgarísimo hasta más no poder; tanto, que pienso devolvérselo mañanamismo sin mostrártelo siquiera.
—No te moleste más; es igual uno u otro.
—¡Cómo ha de ser igual! ¿De cuándo acá, señorita, se ha vuelto ustedtan indiferente en asuntos de tocador? Estoy seguro de que si te trajeseel dichoso aderezo reirías en grande.
—No lo creas.
—¿Te figuras acaso que no me acuerdo de la burla que has hecho delsombrero que tu tía Carmen te regaló hace pocos días?
—Hice mal en burlarme; pero tú haces también mal en echármelo en cara.La verdad es que, en resumidas cuentas, lo mismo da un sombrero o unaderezo que otro.
—Corriente; dale expresiones. Te conozco bien y no me dejo engañar. Eladerezo se devolverá y en su lugar vendrá otro a mi gusto y al tuyo...Dejemos el aderezo... Algo tenía que decirte y ya no me acuerdo... ¡Ah,sí! Es necesario que escribamos a tu tío Rodrigo, pues según la cartaque de él recibí hoy, no sabe todavía el día en que nos casamos. Creoque debemos escribirle los dos en una misma carta, ¿no te parece?
—Como tú quieras.
—Bien, pues mañana, antes de comer, pasaré por aquí y lo haremos.
Ambos callaron algunos instantes y atendieron al canto de don Serapio,que se lamentaba cada vez con acento más patético de la soledad ytristeza en que su dueño le tenía. Una de las señoritas de Delgado sellevó el pañuelo a los ojos, declarando en voz baja a los que estabancerca que desde hacía poco tiempo se le saltaban las lágrimas porcualquier cosa.
—¡Qué majadero es este don Serapio! Con tanto mover la frente se le vaa correr hacia atrás el peluquín.
—No seas malo, Ricardo; ten un poco de caridad y déjale al pobre quegoce sin ofender a Dios ni al prójimo.
—No, lo que es por mí ya puede cantar hasta que reviente... Peroobservo, niña, que te has vuelto muy moralista de algún tiempo a estaparte. ¿Tratas de hacerle competencia al cura de la parroquia?
—Lo que trato es de que no seas murmurador. Si me quieres tanto comodices, no debían ofenderte mis consejos.
—No me ofenden; todo lo contrario, los escucho siempre con gusto y lossigo...
cuando puedo. Ya conoces mi genio y sabes que no puedo menos dehablar en broma.
En fin, tiempo te queda para sermonearme a tu gusto,¿verdad? No sólo tiempo sino espacio también. Puedes ir echándomesermones desde Nieva hasta Madrid, después de Madrid hasta París, ydesde París a Milán, y desde Milán a Venecia, y después hasta Roma yNápoles, y otra vez de vuelta por Ginebra, Bruselas, París y Madridhasta casa. ¡Con qué gusto iré escuchando a un predicador tan monísimopor todos esos países extranjeros! ¿Qué te parece el itinerario denuestro viaje?
—Bien.
—¡Bien, bien! Eso no es decir nada. ¡No parece sino que el asunto no teinteresa tanto como a mí! Yo no lo declaro definitivo mientras tú nohagas en él las modificaciones que creas convenientes o lo varíes porentero si te place. El mismo interés tengo en ir a París y Roma que aBerlín o a Londres. ¡Figúrate lo que me importará, yendo contigo, viajarpor un lado o por otro!
—Lo que tú determines estará bien.
—Dejémonos de cuentos: ¿te gusta el viaje que te propongo, sí o no?
—Ya te he dicho que sí.
—Pero, hija, ¿qué tienes? En toda la noche no he podido hacerte sonreíruna vez siquiera, ni pronunciar más que las palabras estrictamentenecesarias. ¿A qué viene esa gravedad? ¿Estás enfadada conmigo?
—¿Por qué había de estarlo?
—Eso pregunto yo, ¿por qué? Lo cierto es que lo estás, pues de otromodo no tiene explicación el tono displicente con que me respondes hacerato.
—Es una suspicacia tuya. Te respondo como siempre.
Ricardo contempló en silencio a su novia, que separó la vista fijándolaen don Serapio.
—Podrá ser; pero no lo veo claro. Si realmente estuvieses enfadada,harías mal en no decirme el motivo, para reparar mi falta, si porventura la hubiese cometido. La conciencia no me acusa de nada...
—Te digo que no estoy enfadada: ¡no seas pesado!
María pronunció estas palabras con evidente sequedad y sin apartar lavista del cantante. Ricardo la contempló otra vez largamente.
—Bueno, bueno..., más vale así... Yo creía, sin embargo...
Ambos guardaron silencio buen espacio. Ricardo lo rompió diciendo:
—Cuando acabe don Serapio te van a hacer cantar a ti; estoy seguro...Todos ganarán en ello menos yo...
—¿Pues?
—Por dos razones: la primera porque todo lo que gozo oyéndote cuandoestamos en familia, me disgusta cuando cantas en público; la segundaporque vas a separarte de mí.
—No sé por qué te disgusta que cante en público. A mí es a quiendisgusta... y mucho. Lo de la separación es una tontería, porque estamosjuntos mucho más tiempo de lo que debiéramos.
—Es largo de explicar y difícil el porqué no me gusta que cantes enpúblico. Lo de la separación, aunque lo juzgues tontería, es la puraverdad. Por más que estemos juntos algunas horas del día, aun me parecepoco. Quisiera que lo estuviésemos todas.
En un hombre que se va a casardentro de mes y medio no creo que tenga mucho de particular estedeseo...
Y bajando la voz, con acento apasionado, añadió:
—Ni me sacio ni me saciaré jamás de estar a tu lado, vida mía. En losaños que llevo adorándote, ni un solo momento he sentido la sombra delhastío. Cuando estoy cerca de ti pienso que ni en el cielo estaría tanbien; cuando estoy lejos pienso que estaría mejor junto a ti. Esto esuna garantía de que nunca nos cansaremos el uno al lado del otro, ¿no esverdad? Por mi parte te hago juramento de que si llegamos a viejos megustará más estar a tu lado que tomando el sol... ¡Qué vida tan dichosanos espera y cuánto tiempo hace que sueño con ella!... ¿Te acuerdascuando un día, en la huerta de casa, teniendo tú ocho años y yo diez,mi pobre mamá nos hizo cogernos de la mano diciéndonos gravemente:«¿Queréis ser marido y mujer?... Pues daos un beso y cuidado conenfadarse más.» Desde entonces nunca pensé que podía casarme con otramujer más que contigo.
María no respondió a este fervoroso discurso. Siguió mirando con fijezaextraña y como absorta en lejanos pensamientos al fabricante deconservas.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Que han venido también los estuches con tus vestidos, pero aun no loshe abierto.
Los dos tienen sobre la tapa tu cifra con corona demarquesa. Aunque te rías, no dejaré de decirte que me dio un salto elcorazón al ver la corona. Me pareció que ya estábamos unidos, que nohabía que esperar estos mortales cuarenta y cinco días. No sé lo quedaría por que hoy fuese el último de diciembre. Dime, feísima ¿no tienesdeseos de llamarte la marquesa de Peñalta, de ser mía, mía para siempre?
María se levantó del diván y con gesto desdeñoso, sin mirar a su novio,repuso:
—Así, así.
Y fue a sentarse cerca de una de las infinitas señoritas de Ciudad.Ricardo permaneció algunos instantes clavado a la butaca sin moversiquiera un dedo. Después se levantó bruscamente y salió de la sala.
Don Serapio, al fin, terminó de llorar ausencias de su dama, asegurandoen una última fermata que, si tal estado de cosas se prolongaba, moriríasin remisión. El pianista secundó este grito de dolor con una escala enoctavas estrepitosas. Sonó un largo palmoteo y se dirigieron al cantantepor parte de las damas sonrisas afectuosas de aprobación. La juventud delas puertas, siempre bromista, se empeñó en hacerle repetir la romanza;pero don Serapio tuvo bastante buen olfato para advertir que losaplausos juveniles no eran de buena ley, y se negó a complacerla.
Entonces el pollo del pelo por la frente dirigió a la asamblea lasiguiente alocución:
—Señores, yo creo que ya es hora de que escuchemos a la gran artista...Todos esperamos con impaciencia que María nos proporcione... uno deesos momentos felices..., que otras veces nos ha proporcionado...,¿verdad?
—Eso es: que cante María.
—Sí, cantará, porque es muy amable.
El orador fue a dar el brazo a la señorita de la casa y la trajo hastael piano.
Cuando María quedó sola y en pie frente a la tertulia, produjo comosiempre un estremecimiento de admiración: «¡Qué hermosa, quéhermosa!—¡Esta chica cada día es más bonita!—¡Qué gusto exquisitotiene para vestirse!—¡Parece una reina!» Estas y otras muchas fraseslaudatorias fueron las que se dijeron al oído los tertulios de losseñores de Elorza.
Sin ser muy alta, tenía una estatura y porte majestuosos. Era delgada,flexible y elegante como las bellas damas del Renacimiento que lospintores italianos escogían para modelos. La línea de su cuello mórbidoy lustroso recordaba las estatuas griegas.
Este cuello servía de sosténa una cabeza rubia de rostro blanco, levemente sonrosado en lasmejillas, fino, correcto, transparente, con labios rojos y ojos azules.Semejaba notablemente al de doña Gertrudis, pero tenía una expresiónpersuasiva e insinuante que jamás había mostrado el de aquellaesclarecida señora, por más que otra cosa asegurase el poeta lírico delos acrósticos. En torno de sus ojos claros y brillantes se observaba unleve círculo morado que prestaba a su rostro cierta tintura poética.
—Ya verá usted, Suárez, qué modo de cantar tiene esta chica—dijo unaseñora.
—Lo celebraré, porque este señor don Serapio me había descompuesto losoídos para una temporada.
—¡Oh, María es una profesora!
—Lo que reconozco por ahora es que tiene una figura preciosa.
—¡Pues cuando usted la oiga!...
—Esa chica lo hace todo bien. ¡Si viera usted cómo dibuja!
—¿No tienen más hija que ésta los señores de Elorza?
—Y aquella otra niña que está sentada allí enfrente, que se llamaMarta. Ha de ser muy linda también.
—En efecto, es bonita..., pero no tiene expresión alguna. Es unabelleza vulgar, mientras que su hermana...
—Silencio, que ya empieza.
Guardose por la reunión un silencio que siempre había sido el ideal dedon Serapio, irrealizable como todos los ideales. María cantó variostrozos de ópera que le fueron pidiendo, sin hacerse de rogar. Cuandoterminó, los aplausos fueron tan vivos y prolongados que la hicieronruborizarse.
Suárez manifestó a su tertulia de señoras que tenía una voz parecida ala de la Nantier Didier y que con poco tiempo de Conservatorio podríacompetir con las primeras contraltos.
Como cesaran las felicitaciones y las miradas de todos dejaron de estarfijas sobre ella, una sombra de tristeza se esparció por el hermososemblante de María. Acercose a doña Gertrudis y le dijo al oído:
—Mamá, me duele muchísimo la cabeza.
—¡Ay, hija de mi alma, te compadezco! A mí se me está partiendo tambiénde dolor.
—Quisiera irme a acostar.
—Pues ve, hija mía, ve; yo diré que te has sentido un poco indispuesta.
—Adiós, mamaíta. Que pases buena noche.
María besó a su madre en la frente, y poco a poco, procurando no sernotada, salió del salón por la puerta del comedor. Se detuvo en él abeber un vaso de agua azucarada y quedó un instante inmóvil con lamirada puesta en el vacío. La sombra de tristeza había obscurecido muchomás su semblante.
Salió del comedor y atravesó un largo pasillo bastante obscuro. Al finalhabía una puerta de donde arrancaba una escalerilla interior. Apenashubo subido cuatro o cinco peldaños, se sintió cogida fuertemente por elbrazo y dejó escapar un grito de susto. Al volverse percibió condificultad el rostro pálido y angustiado de su novio.
—¡Ricardo! ¿Qué haces aquí?
—Vi que salías del comedor y te he seguido.
—¿Para qué?
—Para oír otra vez de tus labios la palabra infame que me has dicho enel salón.
¿Crees, por ventura, que no vale la pena de repetirse? ¿Creesque puedo renunciar a todo un pasado de amor, a todo un porvenir dedicha, a todos los sueños gratos de mi vida sin llamarte infame, cienveces infame, mil veces infame, ahora aquí entre los dos, después enplena tertulia, después ante el mundo entero?... ¡Ven, ven,miserable!...
¡Ven, a que te lo llame delante de todo el mundo!...
Y Ricardo, pálido y trémulo como el jugador que pone junto a una cartalas últimas monedas que le quedan, trataba de arrastrar a su novia haciala sala, sujetándola fuertemente por la muñeca.
María inclinó la cabeza y no dijo una palabra. Se dejó arrastrar sinoponer resistencia, bajando los cuatro o cinco peldaños de la escalera.Mas al llegar al pasillo, Ricardo sintió en la mejilla un beso cálidoque le hizo soltar su presa y retroceder con espanto. Inmediatamente losbrazos de María se anudaron a su cuello y sintió en los labios lapresión de otros labios.
—¡Ricardo mío, por Dios, no me martirices más!
Estas palabras, dichas al oído con acento apasionado, fueron acompañadasde una nube de caricias. El joven la estrechó fuertemente contra supecho sin contestar, porque la emoción le tenía embargado. Cuando estuvoun poco más sereno, le preguntó con voz débil:
—¿Me quieres?
—Con toda mi alma.
—¿No fue más que un instante de mal humor?
—Nada más.
—¡Oh, qué rato tan amargo me has hecho pasar! Por todo el oro del mundono lo pasaría otra vez.
—¿No quedas bien pagado, di?
—Sí, hermosa.
—Suelta. Me voy a acostar. ¡Tengo un dolor de cabeza tan fuerte!...
—Espera un poco... Déjame darte un beso en la frente... Ahora otro enlos ojos...
Ahora otro en los labios... Ahora en las manos...
—Adiós.
—Adiós.
—Suelta, Ricardo, suelta...
El joven la tenía sujeta aún por las manos, riendo de felicidad. Maríaforcejeaba por desasirse, riendo también.
—Vamos, déjame marchar; no seas tonto.
—Porque no soy tonto no te dejo marchar.
—Mira que me duele la cabeza.
—Bien, pues te dejo.
—Hasta mañana. ¡Cuidado con bailar ahora!
—No tengas cuidado. Me voy a marchar en seguida. Hasta mañana.
María se escapó corriendo, Ricardo trató de alcanzarla otra vez saltandopor la obscura escalera; pero no pudo. La joven le dio las buenas nochescon una alegre carcajada desde arriba.
Al penetrar de nuevo en el salón, Ricardo sonreía como unbienaventurado. El brillo de la araña le trastornó un poco y se apresuróa sentarse.
El gabinete de María, al llegar a él su dueña, estaba sumido en lastinieblas. Buscó a tientas las cerillas y encendió una lámpara de bombaesmerilada. Estaba decorado con lujo y con un gusto que rara vez sueleverse en los pueblos secundarios. Los muebles vestidos de raso azul; lascortinas y el papel de las paredes, del mismo color. En el hueco de dosventanas había un armario de caoba con espejo de cuerpo entero.
Eltocador, abrumado bajo el peso de los frascos, arrimado a la paredopuesta. La alfombra era blanca con flores azules. El esmero exquisitocon que todos los objetos se hallaban colocados en sus puestos, laelegancia y coquetería de los muebles y el perfume delicado que alentrar se percibía, bien claramente anunciaban el sexo y la calidad dela persona que lo habitaba.
Cuando María dio luz a la lámpara se encontraron sus ojos con los de unaimagen del Redentor que ocupaba el centro de la mesa donde la luz ardía.Era de madera primorosamente tallada y pintada y con cierta expresióntriste y apacible en el rostro que había sido la que moviera la joven acomprarla. Al tropezar con la mirada dulce pero glacial de la imagen, seapagó la sonrisa feliz que aun vagaba por sus labios, quedando inmóvil yhondamente pensativa. Poco a poco y a influjo sin duda de las ideas quela embargaron, su rostro perdió la expresión habitual y fue adquiriendootra dolorida y humilde como la de una Magdalena. En aquel momento losacordes del piano subieron vibrando por la obscura escalera, señalandolos primeros compases de un insinuante rigodón. Dejose caer de rodillasy dobló la cabeza. Al poco tiempo sollozaba. Sus labios se apretaronconvulsos contra los desnudos pies del Salvador murmurando palabrasininteligibles.
Después de un largo rato alzó la cara bañada en lágrimas y exclamó conacento de dolor:
—¡Jesús mío, cuánta traición, cuánta traición!... ¡Qué mal os pago elamor que me tenéis!... ¡Castígame, Señor, para que pueda tener sosiego!
Levantose del suelo, tomó la lámpara en una mano y penetró en su alcoba.Era pequeñita y tibia como un nido y estaba adornada con profusión deestampas de Jesús y de la Virgen. El lecho, cubierto con pabellón degasa, blanco y risueño como el altar de un bautizo. Dejó la luz sobre lamesa de noche y con semblante más tranquilo se desnudó en brevesinstantes.
Después tomó una manta de viaje del ropero, se envolvió con ella, apagóla lámpara, hizo repetidas veces la señal de la cruz sobre la frente,sobre la boca y sobre el pecho, y se acostó en el suelo. El blanco lechocubierto de seda y batista, tierno y perfumado y henchido de sensualescaricias, la estuvo reclamando en vano toda la noche. Así permanecióextendida sobre el pavimento hasta que la luz del día rayaba.
III
LA NOVENA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Rayaba apenas el día cuando nuestra joven se levantó bruscamente delsuelo.
Quedose inmóvil un instante con el oído atento; pero no percibióel sonido de las campanas de San Felipe, que creyó escuchar en sueños.Se había equivocado; todavía no eran las seis. Encendió la lámpara, ysaliendo al gabinete se puso a orar humildemente postrada frente a laimagen de Jesús. Como no tenía puesta más que una fina camisa debatista, el frío la traspasó en seguida y empezó a tiritar; pero noquiso dejarse vencer y siguió orando hasta que sus dientes chocaronfuertemente unos contra otros. Sólo entonces se decidió a dejar lapostura que había tomado y vestirse. Después abrió las cuatro ventanasdel gabinete y apagó la luz.
Una escasísima claridad triste y fría invadió la habitación de laseñorita de Elorza, prestando a los muebles un aspecto lúgubre queestaban lejos de tener ordinariamente.
El frío de la mañana lospenetraba también como a su dueño; yacían silenciosos y melancólicos,esperando, sin duda, que los rayos del sol mostraran su belleza yesplendor. Sólo en tal sitio que otro, al caer la luz sobre el barniz,producía un blanco reflejo que semejaba al ojo vidrioso y opaco de unmoribundo. El gabinete se hallaba en una especie de torreón cuadrado quela casa tenía por la parte de atrás en uno de sus ángulos. Levantaba porencima de ella algunas varas y recibía luz por los cuatro lienzos de susparedes. La torre no contenía más que dos habitaciones: la de María,compuesta de gabinete y alcoba, y la de su doncella Genoveva, queconstaba de un solo cuarto. Eran las habitaciones más frías, perotambién las más alegres de la casa. Las pocas veces que el sol sedignaba salir en Nieva, iba derecho a alojarse en ellas; las invadía sinmiramientos como un huésped soberano, y se pasaba el día en su interiorreflejándose en los espejos, matizando el raso de las sillas,estropeando el charol de los armarios y regalándose, en fin, de mildiversas formas. Todo esto, por supuesto, si Genoveva no había tenido laprecaución de echar las cortinas a tiempo.
Eran también las mássilenciosas. Los ruidos de la casa no llegaban hasta ellas, y los defuera, por la situación que ocupaban, era imposible que las turbaran.Solamente el viento, que casi nunca dejaba de soplar fuerte en la torre,producía ruidos extraños, sobre todo por la noche, suspirando unasveces, riñendo otras y lamentándose constantemente de que le tuviesenherméticamente cerradas las ventanas. Durante el día, ni se lamentaba nireñía, contentándose con zumbar perpetuamente, pero con muchadiscreción, como los caracoles de mar cuando se acercan al oído.
María se acercó rebujada en su chal y tiritando aún a una de lasventanas que daban a la huerta, cuyas tapias lindaban con el muelle.Desde aquella ventana se oteaba la ría entera de Nieva hasta El Moral,que era el sitio por donde comunicaba con el mar. No mediría más de unalegua de largo; el ancho variaba extremadamente, según se la viese enbaja o pleamar, en mareas vivas o muertas. Cuando las grandes mareasalcanzaría hasta media legua, lamiendo las faldas de las colinascubiertas de pinos que a uno y otro lado cerraban la cuenca. En la horade bajamar el agua se retiraba por completo, dejando apenas un hiloestrecho y retorcido que corría por el centro. Entre las colinaslimítrofes y este canal quedaba por ambas orillas una extensa superficiegris de limo suelto, salpicado de charcos de agua donde los pilluelosdel muelle gustaban de hundirse y revolcarse hasta que se embadurnabanasquerosamente para ir luego a lavarse arrojándose de cabeza en elcanal. Por encima de las tapias de la huerta asomaban los palos dealgunos barcos, que no llegarían a una docena, anclados en el muelle,los más de ellos pataches y quechemarines de escasísimo porte.
La joven contempló un instante el cielo, que se mostraba todavíaprofundamente obscuro hacia el poniente, borrando y confundiendo elperfil de los montes lejanos.
Después fue a tomar un libro que tenía enla mesa de noche de su cuarto y vino hacia la ventana a ver si podíaleer. Aun no había suficiente claridad. Posó el libro sobre una silla yse acercó de nuevo a la ventana, apoyando la frente sobre los cristales.El cielo iba agrandando sus claraboyas por la parte de El Moral sininfundir vida ni alegría sobre la tierra. La luz creciente no servía másque para esclarecer su semblante hosco.
Se preparaba un día desapacible,como los que acostumbran a disfrutar los habitantes de Nieva la mayorparte del año.
El gabinete se iba iluminando lentamente; los primorosos muebles yobjetos que lo adornaban salían de la obscuridad graciosos, esbeltos yrisueños como las bailarinas de las óperas cuando a un golpe de laorquesta se despojan del manto que las transformaba en espectros. Perola luz no sonreía; cada vez se mostraba más triste y severa. Por delantede las grandes nubes de un color violeta obscuro que se amontonaban alláen el horizonte sobre las cuatro o cinco casas de El Moral cruzabanvelozmente otras pequeñas y blancas como jirones arrancados de una gasa;signo cierto de borrasca.
María sintió de pronto vibrar el cristal en que se apoyaba. Una ráfagade aire y de lluvia había azotado con fuerza la ventana. Se apartó unpoco hacia atrás y vio llorar a todos los cristales a la vez. Por algúntiempo se entretuvo en seguir con la vista el camino más o menos rápidoy tortuoso que las gotas de agua seguían al bajar por la superficietersa del vidrio. El redoble intermitente de la lluvia le trajo a lamemoria las muchas tardes que había pasado cerca de aquella mismaventana escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro erasiempre una novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando de sus padresque la dejasen habitar el gabinete de la torre, con objeto de entregarsede lleno, y sin temor de que nadie la molestase, a su recreo favorito.Pero don Mariano temía concederle este permiso porque los cuartos de latorre eran fríos y la salud de la niña delicada. Al fin, rendido por susruegos y halagos, consintió en ello, después de haber tapizado lashabitaciones esmeradamente y con la condición de que Genoveva durmiesecerca de ella.
Fue una época feliz para María. Tenía entonces dieciséis años, y elpensamiento inquieto y atrevido. La música, en la cual había hechoprodigiosos adelantos, había fomentado en su corazón cierta tendencia ala melancolía y al llanto. Lloraba por cualquier cosa; a veces sinmotivo alguno y cuando menos se esperaba; pero las lágrimas eran tandulces y sentía con ellas placer tan intenso, que en muchas ocasioneslas provocaba con artificio. ¡Cuántas veces, contemplando desde aquellaventana los celajes del horizonte teñidos de grana y los últimosresplandores del sol moribundo, sintió su corazón acongojado por unaprofunda melancolía que venía a deshacerse en sollozos! ¡Cuántas veceshabía atormentado a su padre con lloro intempestivo, cuya causa noacertaba a decir porque no la sabía ella misma! El conocimiento de lapintura, en la cual también había descollado, despertó su inclinaciónhacia la luz y el paisaje, lo cual contribuyó asimismo a que solicitasecon ardor las habitaciones de la torre. Una vez instalada en ellas consu piano, pinceles y novelas, se juzgó la mujer más dichosa de latierra. Cuando en mitad de un día esplendoroso de sol, bajo un cieloazul reverberante, abría todas las ventanas del gabinete y dejaba pasarel viento fresco y acre que levantaba sus cabellos y arrojaba por elsuelo los papeles de la mesa, pensaba con deleite que había ascendido enun globo y se hallaba en mitad del espacio nadando por el aire a mercedde todas las venturas. Y esta ilusión, que procuraba conservar conempeño, la hacía feliz algunos momentos. Por la noche solía abrirtambién algunas veces las contraventanas y encender, además de lalámpara, todas las bujías de los candelabros para imaginarse que sehallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta torre debeparecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse», sedecía con gozo infantil.
Y se ponía a inspeccionar por los cristales sialguna embarcación cruzaba entonces hacia El Moral, hasta que,amedrentada por la obscuridad de fuera y ofuscada por la claridad deadentro, concluía por asustarse de tanta iluminación y empezaba a apagarlas luces apresuradamente.
Don Mariano llamaba a aquel gabinete ligero y aéreo la jaula de María.Y en verdad que le cuadraba admirablemente el nombre; porque la niñarevoloteaba sin cesar dentro de él, moviendo los muebles y trasladandolos objetos de un sitio a otro, tan inquieta y nerviosa como un pájaro.Para que la semejanza fuese más completa, cuando la familia se hallabaen el comedor oíanse muchas veces los trinos lejanos de alguna cavatinao romanza que estudiaba. Don Mariano nunca dejaba de exclamar con suhabitual y bondadosa sonrisa: «¡Ya canta el pajarito!» Y todos sonreíantambién llenos de complacencia; porque en la casa todo el mundo quería yadmiraba a la niña.
En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de latorre, y volvió a salir después de haber entretenido largas horas losocios de nuestra joven, que puso a contribución para ellos no sólo labiblioteca de su padre y su bolsillo, sino también las librerías detodos los amigos de la casa. Don Serapio fue su primer proveedor. Asíque durante una larga temporada no leyó más que relaciones sangrientasde crímenes terribles y monstruosos, en las cuales tanto se placía elfabricante de conservas alimenticias. En aquella temporada no gozó grancosa, porque estas novelas, aunque excitaron en alto grado sucuriosidad, teniéndola suspensa y sujeta a la lectura gran parte del díay de la noche, no dejaban en su espíritu ningún recuerdo dulce nipoético