—¿Por qué no?
—¡Toma!, porque vendiendo el otro se habían deshecho de una antiguallade la cual no sé cómo saldrán ahora.
—Sí, pero también perdían un parroquiano que les deja muchas ganancias.¿Usted no ve que Enrique recibe encargos de toda la provincia?
—Eso también es verdad..., ¿pero no sabes tú que a los comerciantes lesciega la avaricia?... ¡Uf, qué gente más mala! Te digo que no puedo vera los comerciantes, Ricardo; no los puedo ver, ni pintados.
Después de haber expresado este sentimiento desfavorable para elcomercio, que doña Gertrudis en su fuero interno hacía extensivo tambiéna la industria y en general a todas las artes mecánicas, cerró de nuevolos ojos con un gesto de dolor, y siguió de esta manera:
—Lo que siento, hijo mío, es que no os he de ver casados y que por micausa tendréis que dilatar la boda... Me encuentro muy mal, muy mal...El corazón me dice que me he de morir antes de que llegue el día delmatrimonio... Y la verdad es que más vale que me muera si he de padecertanto...
—Vamos, no diga usted esas cosas; ¡qué se ha de morir! La enfermedadtendrá que ir cediendo poco a poco, se curará usted y se pondrá sana ygorda que dará gusto verla.
En vez de animarse con estas palabras, doña Gertrudis se enfureció.
—Esas son tonterías, Ricardo... Mi enfermedad es mortal, y si no ya severa... Mi marido no quiere creerlo; pero pronto se ha de convencer...No me quejo de mimo, no... ¡Ay, querido, si supieses lo que yo padezcosentada en esta butaca!
Lo cierto es que desde el día en que el cura había echado la bendiciónnupcial sobre doña Gertrudis, se puede asegurar que esta noble señora nohabía hecho otra cosa que atender a los quebrantos y lacerias de sucuerpo, arrastrando una vida mezquina al través de las enfermedades másextrañas e inverosímiles que jamás se hubiesen visto.
Antes de dar a luzsu primera hija María, había padecido de vómitos de sangre y consunción.Después del parto, y por algunos años, hasta el nacimiento de su segundahija Marta, padeció un mal dolorosísimo del corazón, tan acerbo y cruelque muchas veces le privaba del sentido. Las manifestaciones de estaenfermedad, tal como la paciente las relataba, inspiraban terror acualquiera. Unas veces creía sentir que le manoseaban el corazón y se loestrujaban hasta no poder más; otras veces pensaba que se lo metíanentre hielo, y allí lo tenía tiritando sin que valiesen de nada laspieles y franelas que le ponían sobre el pecho, hasta que por una bruscatransición entraba en un horno encendido donde se abrasaba de tal suerteque hacía pedazos con sus manos crispadas cuanta ropa le habían echadoantes encima; otras, en fin, sentía un animal que clavaba en él losdientes, produciéndole tan agudos dolores que no le dejaban fuerzas paragritar. El licenciado don Máximo permanecía totalmente confundidodelante de aquel caso patológico, anunciando en cada visita el próximofin de la paciente si el antiespasmódico que recetaba no la tornaba alinstante sana y salva.
Como doña Gertrudis no acababa de fallecer ni suextraordinaria enfermedad desaparecía, don Máximo llegó a perderenteramente la fe en ella. Seguía visitando la casa con muchafrecuencia, pero siempre a la hora de costumbre, que rara vez alterabapor más que doña Gertrudis le moliese muchos días a recados,suplicándole se personase acto continuo en su alcoba. Don Máximoconcluyó por despreciar profundamente las enfermedades de su noblecliente, y calificarlas públicamente en la botica adonde solía asistirde cajigalinas de mujeres. El significado exacto del vocablo cajigalinas jamás se supo ni dentro ni fuera del pueblo, ni se llegó aaveriguar si era invención particular de don Máximo o si procedía dealgún idioma antiquísimo, muerto ya, que el licenciado hubieseestudiado. La palabra por su raíz parece de origen semítico, pero no esposible fallar de plano en este asunto: que los sabios lo decidan.
Loque sí está fuera de duda es que con ella quería decir don Máximo dar aentender algo insignificante, baladí o de poco monto. Y basta con estopara que sepamos a qué atenernos sobre la opinión de la ciencia en loreferente a los males de doña Gertrudis.
Después del nacimiento de Marta, las dolencias de doña Gertrudis nodesaparecieron, sino que cambiaron de rumbo. El corazón quedó un tantososegado, pero en cambio todos los músculos o tendones de la atribuladaseñora empezaron a contraerse con fuertes dolores, impidiéndole poralgunos meses servirse en absoluto de sus miembros, dejándola reducidaal cabo, como gran mejoría, a caminar apoyada en su marido o en una desus hijas. Don Máximo, en los comienzos de esta nueva fase, mostrosepreocupado y caviloso, estudió con ojo avizor los síntomas yantecedentes, recetó los antiespasmódicos por azumbres, echó mano, enuna palabra, de todos los recursos que la ciencia (la ciencia de donMáximo) ofrecía para tales ocasiones; pero sin lograr resultadossatisfactorios. Al cabo, el vocablo cajigalinas, de origen semítico,apareció nuevamente en sus labios, y desde entonces no volvió a entraren las habitaciones de la señora sin que una fina sonrisa deincredulidad vagase por su rostro atezado.
Ricardo permaneció todavía un rato al lado de doña Gertrudis y despuéssalió a dar vueltas por la casa en busca de las niñas. Halló a Marta enla cocina muy ocupada en heñir la masa de una empanada.
—¿Y María, ma petite ménagère?
—Está en su cuarto arreglándose; no tardará en bajar.
—Si te molesto en tu trabajo, me voy; si no, me quedo.
—No me molestas, si te quitas un poco de la luz..., así...; ya estásbien.
—Corriente; me quedo para aprender a hacer..., ¿qué es lo que estáshaciendo?
—Una empanada de jamón.
—Pues a hacer una empanada de jamón.
La niña levantó la cabeza sonriendo a su futuro cuñado y emprendió denuevo la tarea. Estaba colocada en pie delante de una mesa bajadestinada, a juzgar por su lustre, a la operación que ejecutaba. Teníapuesto un enorme delantal blanco cómo el de las cocineras y en la cabezauna cofia también blanca. Sus ojos negros, brillantes, lucían mejor coneste traje, lo mismo que sus cabellos de azabache. Había alzado lasmangas del vestido y mostraba al descubierto unos brazos mórbidos ymejor torneados de lo que pudiera esperarse de su corta edad. Estosbrazos anunciaban una mujer en plena posesión de todos los atractivospunzantes, de todas las graciosas curvas de su sexo: eran unos brazosblancos y tersos de virgen flamenca, firmes y macizos como los de unadoncella de labor; lo mismo podrían servir de modelo a un estatuario quepara arreglar una cama a las mil maravillas. Con ellos hacía rodar de unlado a otro por encima de la mesa un pedazo grande de pasta amarillenta,arrastrándolo y doblándolo constantemente sobre sí sin darse punto deparada. La masa se desprendía suavemente de la tabla por efecto de lamanteca de que estaba impregnada con levísimo rumor parecido al roce dela seda. Algunas criadas daban vueltas por la cocina atendiendo a susquehaceres. Ricardo contempló un instante la operación en silencio; perono tardó en exclamar con señales de asombro:
—¡Qué atrocidad! ¡Qué atrocidad!
Las criadas volvieron la cabeza. Marta también alzó la suya.
—Pues, ¿qué pasa?
—Pero, niña, ¿dónde te has comprado esos brazos tan rollizos?
La niña se ruborizó, y entre risueña y molesta llevó la mano a lasmangas del vestido bajándolas un poquito.
—Vamos, ¿ya principias? Mira, para eso no te he permitido que tequedases.
—Es que ahora ya merece la pena quedarse, aunque mandases lo contrario.
—Bien, haz lo que quieras; pero déjame trabajar en paz.
—Te dejaré que trabajes, pero haciendo constar que nunca había entradoen mis cálculos que la señorita Marta poseyese unos brazos semejantes...Sabía que era apretadita de carnes, redondita y maciza, ¿pero cómo habíade sospechar...? Vamos, te digo que a no verlo, no lo creyera.
Las criadas reían. Marta amasaba con afán, haciendo gestos deresignación como quien está dispuesto a sufrir una broma hasta el fin.Ricardo prosiguió:
—Y eso que había oído hablar a María de ellos; pero en términosvagos... No eran bien precisas sus noticias. Lo mejor en estos casospara hacerse cargo del asunto es verlo por sí propio. ¡Al que se metacontigo no le arriendo la ganancia!... La verdad es que, bien mirado,una niña de catorce años no tiene derecho a poseer unos brazos comoesos.
Marta suspendió su obra para reír.
—¡Jesús, qué pesadísimo eres, criatura; no se te puede sufrir!
Después, su semblante adquirió la expresión plácida y grave que locaracterizaba, y emprendió nuevamente el trabajo hundiendo en la masablanda una y otra vez sus puños tersos y rosados. La pasta iba adoptandosucesivamente diversas formas bajo la presión continuada de las manosbreves pero firmes de la niña.
Cuando le pareció que se hallaba en su punto, la partió en variostrozos, y tomando un rollo de madera se puso a modelarlos con grancuidado.
Ricardo preguntó con timidez.
—¿Me dejas que te ayude, Martita?
—No sabes.
—Me dirás lo que debo hacer, y bajo tu dirección marchará bien elnegocio.
—¡Ahora me adulas! Bueno, consiento en ello, pero lávate las manos.
Ricardo no tuvo más remedio que ir a lavarse las manos.
—Está bien; ahora toma este otro rollo y extiende este pedazo de pastahasta que lo conviertas en una lámina redonda.
El nuevo panadero se puso a la obra con ardor, con demasiado ardor, puesla pasta se agujereó varias veces de puro fina. Las criadas lecontemplaban admiradas y sonrientes, mientras Marta permanecía grave yatenta a su tarea. En la cocina se respiraba una atmósfera sofocante,calentada por las chapas de hierro incandescente del fogón e impregnadade olores espesos de manjares a medio guisar, que empachan y repugnan alestómago cuando está ahíto y lo irritan y soliviantan cuando ayuno.
Ricardo no podía estarse callado un instante. Mientras hacía resbalar elrollo sobre la pasta con más precaución que si se tratase deconfeccionar un filtro mágico, no cesaba de hacer preguntas y dirigirobservaciones de todo género a Marta acerca de la empanada que teníaentre manos. «¿Cuántos huevos había echado en la harina? ¿Qué cantidadde manteca? ¿Con quién había aprendido a hacer empanadas? ¿Cuánto tiemponecesitaba estar en el horno?, etc., etc.» Marta respondía lacónicamentey sin levantar la vista a todas las preguntas, dejando asomar a suslabios una vaga sonrisa de superioridad condescendiente.
—Oye, Marta, ¿qué diría Manolito López si nos viera en este momento?
—¿Qué había de decir? Lo que se le antojara—contestó la niñaruborizándose levemente.
—¿No tendría celos al vernos tan cerca uno de otro?
—¿Pues?
—¡Qué sé yo!... Como está tan enamorado, según dicen...
—¡Qué ganas tienes de embromarme!
—Chica, es lo que se corre por ahí; yo no pongo nada de mi cosecha.
—Bien, pues dale expresiones, como tú dices.
—Se las daré en cuanto le vea.
—¡Vamos, no seas tonto!
Marta profirió esta exclamación demostrando en el acento ciertosobresalto. Se conocía que le molestaba un poco la broma. El fundamentoque Ricardo tenía para dársela era deleznable, como sucede casi siempreen la adolescencia; pero verdadero hasta cierto punto. Los zagalillos decatorce o quince años, llamados por el vulgo pipiolos, corren en posde las zagalas de la misma edad y establecen con ellas, tácitamente lamayor parte de las veces, ciertas relaciones que remedan los amores delos jóvenes. Se dice, por ejemplo, entre ellos, que Fulanito es novio deFulanita, sin saber por qué, y Fulanito, por ese mero hecho, sin que leimporte gran cosa de Fulanita, va a esperarla con otros amigos a lasalida del colegio, y la sigue hasta su casa, molestando mucho a ladoncella que la conduce; en las giraldillas que se forman en lasromerías la saca a bailar con más frecuencia que a las otras; cuando esun poco atrevido le suele ofrecer dulces en cucurucho de papel dorado, ypasa por delante de su casa varias veces el día que se pone traje osombrero nuevo; procura, cuando la sigue, hablar alto y con desenfado,para que ella le oiga y se regale con su buen decir, y se traba amojicones por la cosa más insignificante, para lucir en presencia suyael arrojo y coraje que no tiene en ausencia; gasta los cuartos que poseeen pomadas o aceites de olor, y se presenta en la misa a que ella asistecon la cabeza lamida y reluciente como un gato cuando sale del agua. Latarde en que se enfada porque ella no le hace caso, la sigue de cerca enel paseo, entre varios amigos, soltando palabras groseras y carcajadasestúpidas, y llegando a veces a tirarle por las trenzas del pelo, hastaque con esta y otras sandeces consigue hacerla llorar.
La conducta de Fulanita suele ser análoga. No le importa tampoco unardite de Fulanito; pero como dicen que es su novio, hace lo posible porque lo parezca; y así, vuelve la cabeza a menudo para mirarle cuandosale del colegio; en la giraldilla le saca a bailar más veces que a losotros; sale al balcón cuando él pasa y se ruboriza cuando la bromean.Pero estos seudoamores casi nunca prevalecen ni se convierten enverdaderos. Tácitamente principian, tácitamente viven y tácitamenteconcluyen cuando la niña se pone de largo. La razón de tal frialdad esmuy obvia. Fulanito no se encuentra todavía en la edad de las pasiones,sino en la de la gimnasia, los suspensos y los cigarros de salvia.Fulanita está siempre a mucha mayor altura por lo que respecta a la vidadel corazón, y en su interior desprecia profundamente a Fulanito, que nosabe divagar un poco sobre la simpatía y el amor, ni es capaz de besarun abanico que cae de la mano, ni tiene pizca de bigote. Por eso,generalmente, cuando a Fulanita le agregan una cuarta más de tela alvestido, no vuelve a mirar ni por casualidad a Fulanito, el cual loencuentra naturalísimo y no se desmejora por ello ni se suicida.
Tales eran las relaciones, con muy leves variantes, que sostenía nuestraMarta con Manolito López. A las causas generales que marchitan y secanen flor semejantes inclinaciones, debe agregarse en este caso la pocaconformidad de los caracteres.
Manolito, si bien de rostro expresivo yhasta hermoso, era travieso, ruidoso, pendenciero e insolente. Una buenacualidad se reconocía en él: la de no ser rencoroso.
Marta era apacible,callada, firme, circunspecta y reservada. El defecto que en su casa leseñalaban era el de ser un poco terca. No era posible, pues, unaantítesis más perfecta. Si así no fuese, Marta hubiera llegado a querera Manolito, porque su temperamento repugnaba la mudanza lo mismo en losmuebles del cuarto que en los sentimientos de su corazón.
Cuando terminaron de modelar varias capas delgadas de pasta, Marta lasfue colocando unas encima de otras en una tartera de cobre, formando ellecho de la empanada. Después una de las criadas le trajo el jamón,convenientemente aderezado y cortado en rajas. El pringue sazonado deespecias exhalaba un olor irritante y apetitoso que hacía la boca agua.Una vez puestas las rajas sobre el lecho del modo más adecuado, la niñase puso a extender nuevas capas de pasta sobre el jamón.
Ricardo ya nola ayudaba; al parecer, se había cansado. Mas cuando se trató deejecutar los adornos de la tapa, acudió de nuevo a prestarle auxilio,complaciéndose largamente en ejecutar con la masa mil suerte demosaicos, arabescos y primores de toda clase, que no había más que ver.Marta puso término a tan prolijas labores quitándole la pasta de lamano, porque no acababa nunca. Hecha la empanada, fue la misma niña ameterla en el horno, y siguiendo una piadosa costumbre tradicional deaquella tierra, se santiguó y rezó un padrenuestro, para obtenerresultado feliz.
—¿Sabes una cosa, Martita?
—¿Qué te pasa?
—Que con estos olores de cocina y el trajín de la dichosa empanada, seme ha despertado un apetito más que regular.
—Pues mira, eso comiendo se quita. Ven conmigo.
Y le condujo al comedor, que estaba cerca, y le hizo sentarse a la mesa.Después sacó de un armario cubierto, servilleta, pan, vino, un plato depavo en galantina y un tarro de dulce, y se lo fue colocando delante,uno en pos de otro, con el sosiego y compás que caracterizaban todos susmovimientos.
—Coma usted, señor marqués; coma usted.
Llamar a Ricardo señor marqués era una de las bromas más picantes queMarta se autorizaba respecto a su futuro hermano. No estaba en la índolede su genio dirigir cuchufletas y epigramas. Los que salían de su bocaalguna vez eran para disimular una caricia que su carácter reservado leimpedía hacer abiertamente a nadie, ni aun a su misma hermana.
Ricardo se puso a despachar un pedazo de pavo al estómago con todasolemnidad, empujándolo de vez en cuando con tragos de Valdepeñas,mientras la niña, en pie, lo contemplaba risueña y satisfecha, gozandocon el voraz apetito de su amigo, y cuidando de escanciarle vino yarrimarle los platos siempre que hacía falta.
—Eres una gran mujer, Martita—decía Ricardo con la boca llena—. Se tepuede comprar al peso, y eso que no debes pesar poco, a juzgar por lasseñales de que no quiero hacer mención porque no me llames pesado... Encuanto vea a Manolito López le diré que no piense en otra mujer siquiere ponerse gordo y rollizo (que buena falta le hace)... Si a mí mecuidas de ese modo, ¡cómo le cuidarás a él!... Basta, basta, Martita, nome pongas tanto dulce... Tú quieres, por lo visto, que pille unaindigestión aquí en secreto... Está bien ese pavo: merece los honoresque le he hecho... Échame un poquito de vino...
Marta escanciaba y seguía contemplándole con sus grandes ojos serenos,por donde resbalaba una leve sonrisa de complacencia sensual. Parecíaque era ella la que se estaba atracando.
—Mira, chica, haz el favor de comer tú también, porque me da penaverte. Parece que te han castigado...
La niña no tenía apetito y se negó a tomar el plato que le presentó. Sinembargo, cortó un pedacito de pan y empezó a roerlo gravemente con susdientes blancos y menudos.
—Te profetizo que no tardarás en despachar ese plato de dulce,Martita... La cuestión es empezar... Ya verás, ya verás... Lo peor esque ya son las doce, y que a la hora de comer me voy a hallar sinapetito... Martita, no seas tonta y cómete ese dulce que te estáapeteciendo...
Cuando Ricardo daba ya fin a su tarea de engullir y charlar, entró en elcomedor Genoveva, diciéndoles:
—A la señorita María le duele un poco la cabeza y está descansandosobre la cama.
—Voy allá—exclamó Marta, ausentándose velozmente.
—De su parte traigo para usted este recado, señorito—añadió ladoncella, presentándole una carta.
Pero al ver que el joven trataba de romper el sobre, le dijo:
—La señorita le encarga que no la lea hasta que se vaya de casa.
—Bueno, bueno—articuló Ricardo un poco alterado.
Y tomando el sombrero y sin despedirse de nadie, se fue a escape a sucasa devorado por la impaciencia, y rompiendo el sobre con manotemblorosa, leyó la carta que sigue:
«Mi queridísimo Ricardo: Hace ya tiempo que deseo comunicarte unpensamiento que me preocupa, sin atreverme a ello. Conozco bien tugenio; eres impetuoso en extremo, y tal vez antes de reflexionar sobremis palabras y equivocándote acerca de su sentido, te inflamarías comouna pólvora, lo echarías todo a rodar y me asustarías horriblemente comoen la noche que celebramos el santo de mamá. Por eso, después de vacilarmucho, me resuelvo a decírtelo por escrito y no de palabra.
»El pensamiento que me agita estos días es el de suplicarte queaplacemos todavía algún tiempo nuestro matrimonio. No te enfades,Ricardo mío, y sigue leyendo con calma. Estoy segura de que lo primeroque se te ocurre pensar es que no te quiero.
¡Cómo te equivocarás si lopiensas! Si pudieses leer en mi alma, verías que tu amor tieneavasallada mi conciencia, lo cual deploro amargamente. Pero no se trataahora de esto.
»¿Estás seguro, Ricardo, de que tú y yo nos hallamos convenientementepreparados para tomar un estado que arrastra consigo tantos y tan gravescargos? ¿Has meditado bien lo que significa el sacramento delmatrimonio? ¿No habrá en nuestros corazones más bien una inclinaciónirreflexiva mezclada tal vez de impulsos carnales que el propósito firmede emprender una vida austera y piadosa como conviene a una familiacristiana, educando a nuestros hijos en el temor de Dios y en lapráctica de las virtudes? Si reflexionas un poco en lo frívolos quehasta ahora han sido nuestros amores y en los pecados que constantementecometemos, no podrás menos de convenir conmigo en que dos muchachos tandesprovistos de gravedad y sólida virtud no están facultados por Diospara educar y dirigir una familia. Sentiría un gran remordimiento deconciencia casándome hoy (y tú debes de sentirlo también) y creería queDios no podría bendecir ni hacer dichosa nuestra unión. Para que labendiga es necesario que nos hagamos dignos de celebrarla, dejando parasiempre el modo frívolo y mundano que tenemos de querernos por otro máselevado y espiritual, cesando por completo en ciertas expansionesterrenales a que nuestro gran amor nos impulsa, y preparándonos durantealgunos meses, por lo menos, con una vida virtuosa y devota, haciendoalgunos sacrificios y obras de caridad, y pidiendo a Dios constantementeque ilumine nuestro espíritu y nos dé fuerzas para cumplir los deberesque el nuevo estado nos impone.
»Hay un ejemplo en la historia que nos debe alentar mucho para llevar acabo lo que te propongo. La Amada Santa Isabel de Hungría estuvodesposada desde su tierna edad con el duque Luis de Turingia, pero sinque las bodas se celebrasen hasta que ambos llegaron a la edad oportuna.Celebrados los desposorios, Isabel y Luis no volvieron a separarse,habitando el mismo palacio como si fuesen hermanos, hasta que por lavoluntad de Dios fueron marido y mujer. Los piadosos sentimientos de losdos novios, junto con la austera educación que les dieron, hizo que sucariño fuese siempre puro y limpio, fundando la inalterable unión de suscorazones, no sobre los efímeros sentimientos de un atractivo puramentehumano, sino sobre una fe común y la severa observancia de todas lasvirtudes que esta fe enseña. Hasta que el matrimonio los unió convínculo indisoluble, siempre se llamaron hermanos, y aun después decasados continuaron dándose a menudo este dulce nombre.
»Te confieso, Ricardo, que el espectáculo de estos nobles y santosjóvenes me seduce hasta un grado indecible. El amor santificado de talsuerte es mil veces más hermoso y proporciona al corazón goces más purosy elevados. ¿Por qué no habíamos de seguir hasta donde nos fuese posiblelas huellas de estos esposos, dechado de abnegación y de ternura tantocomo de pureza y fidelidad? ¿Por qué no habías de imitar tú, amadoRicardo, la virtud severa del joven duque de Turingia, la nobleza ydignidad de todos sus actos, la inocencia y la modestia de su alma,jamás desmentida, y que en nada se oponían al valor y fortaleza de quesiempre dio relevantes pruebas?
Por mi parte te prometo imitar en lamedida de mis débiles fuerzas la ternura, la obediencia y fidelidad desu santa esposa Isabel, viviendo sujeta a la ley de Dios dentro delcariño que te profeso.
»Esto es lo que te propongo y deseo que hagamos. No te enfades, porDios, querido Ricardo. Reflexiona sobre lo que te acabo de decir y veráscomo tengo razón. No dudes de que te quiere mucho, mucho, la que es porahora tu hermana, MARÍA.»
V
CAMINO DE PERFECCIÓN
La carta que acabamos de leer señala una etapa importantísima en la vidade nuestros amantes. Ricardo principió por enfurecerse y escribir unalarga contestación a su novia, dando por terminadas sus relaciones, queno llegó a enviar a su destino.
Después celebró con ella unaconferencia, donde se desató en denuestos. Todo cuanto venía escrito ensu epístola no era más que un tejido de necedades y simplezas, fabricadoadrede para disimular su perfidia. Bien podía despedirle de otro modomenos grotesco, pues ya que no tuviese derecho a su amor, al menos podíay debía exigir la franqueza y lealtad que él había usado siempre; desdemucho tiempo atrás venía notando su frialdad y desvío, pero jamás pudocreer se sirviese para desatar el lazo que los unía de pretexto tanridículo, etc., etc. María recibió con humildad tal granizada deinsolencias, afirmando con palabras tiernas y persuasivas, siempre quele dejaba un instante para hablar, que le seguía amando con toda sualma; que podía poner a prueba su amor siempre que quisiera, puesresuelta estaba a hacer por él cuantos sacrificios exigiese menos el desu conciencia; que le atravesaban el pecho las sospechas de traición yde engaño, pero que se las perdonaba, teniendo presente el estado deexaltación en que se hallaba; que sentía igualmente en el alma quecalificase de grotescos y ridículos los móviles de su resolución, cuandoella los tenía por tan respetables, y, en fin, que le rogaba se calmase.
Ya que hubo desahogado su bilis el joven marqués, sin resultado,comenzaron a desmayar sus ánimos y entró por el camino de las buenasrazones, pasando en seguida al de los ruegos, aunque sin lograr mejoréxito. Empleó todos los recursos del ingenio y el lenguaje tierno yexpresivo que le dictaba su honrado corazón a fin de convencerla de queni ella ni él se hallaban, por fortuna, en el caso de ponerse a llorarsus pecados como dos criminales, pues si no eran más buenos, por lomenos lo eran tanto como el vulgo de los mortales; y en cuanto a tino yseso para gobernarse y gobernar a sus hijos en el matrimonio, no secreía tampoco menos apto que los demás, y que, en último término,pasarían por donde otros pasaron. Todo fue inútil. La joven opusorazones a razones y un silencio firme y obstinado a las súplicassalpicadas de ternezas de su amante.
Éste, en tal estado de tribulación, de que no hace mérito el padreRivadeneira en su tratado, fue derecho a contar el caso y a pedirconsejo y ayuda a don Mariano, a quien quería como a un padre. Dichoseñor mostrose altamente sorprendido y confuso al leer la carta de suhija. Leyola repetidas veces, como si no acabara de dar en la clave, y acada nueva lectura la encontraba más turbia e inexplicable. Por último,se la devolvió, con un gesto de susto, manifestando que su hija debía dehaber perdido el juicio, porque no entendía nada de aquella monserga.
En efecto, don Mariano era un creyente sincero, que cumplíaescrupulosamente con los preceptos morales de la religión, pero quemiraba con un poco de tibieza, ya que no con desdén, los referentes alculto. Nunca había dudado de las verdades religiosas aprendidas en laniñez; pero jamás había dado capital importancia a las misas yoraciones, ni había pasado en las iglesias más que el tiempoestrictamente necesario.
Sabía distinguir, cuando se trataba de estosasuntos, entre la religión y los curas, profesando hacia éstos ciertaenemistad volteriana, que le venía de casta, al decir de doña Gertrudis,pues su abuelo, el mejicano, había sostenido relaciones amistosas ylarga correspondencia con un miembro de la Convención francesa. Tenía feincontrastable en el progreso moderno, y echaba mano de los inventosrealizados continuamente por la industria humana para combatir losargumentos deleznables, y pulverizarlos, de sus constantes enemigos lospartidarios de la tradición, entre los cuales no era el menosempedernido y molesto su mujer. Se recibía, verbigracia, en la casa untelegrama de cualquier pariente o amigo; don Mariano, con sonrisatriunfal, después de leerlo, se lo alargaba a su señora, diciendo:
—Toma; este endiablado invento moderno viene a comunicarnos que tuhermano ha llegado bueno a París.
Gustaba de hacer consideraciones picarescas sobre el espanto que seapoderaría de nuestros abuelos, si de repente los metiesen en el cochede un fer