—Oye, chica, ¿no serviría yo para eso?
—¡Oh! Si tú quisieras...
—¡Pues no había de querer!... Oro molido que fuese, preciosa... Túdispones de mí como reina y señora...
—No será tanto.
—No rebajo nada..., puedes ponerme a prueba.
—Bien, pues, por lo pronto te mando que tomes las dos puntas de estasábana y que tires hacia allá con fuerza... ¡No tanto, hombre, que mearrastras!... ¡Basta, basta!
Ahora dobla como yo..., así..., una puntacon otra... Bien, ahora tira otra vez..., más..., más todavía...¡Basta!... Ahora vuelve a doblar..., tira otra vez... ¡Bastante!...Acércate ahora a mí... Trae... Esto corre ya de mi cuenta... Vamos aotra... Toma las dos puntas..., sacude bien y estira... Ten cuidado queésta tiene guarnición..., no vayas a romperla... Estas son las sábanasde mamá y María.
—¡Qué ajena estará María de que yo estiro ahora sus sábanas!—exclamóRicardo soltando una carcajada.
—Pues sí que lo son. A mamá y a ella les gustan muy finas y se lashacen de batista.
A papá y a mí nos gustan más gruesas. Yo no puedosoportar las sábanas finas...; me deslizo dentro de ellas y no encuentrositio. A papá tenemos que ponérselas sin ninguna clase de encaje, porqueel tacto del almidón le crispa los nervios y el ruido que produce ledespierta. Es una manía. Figúrate que cuando va de viaje y en algunacasa le ponen sábanas con guarnición, tiene la paciencia de deshacer lacama para meter los encajes debajo del colchón..., a los pies... A mítampoco me gustan, pero si me las ponen, me conformo... Papá tienemuchas manías: todas las noches se ha de quedar dormido con el cigarroen la boca... Yo ando cerca de su cuarto dando vueltas hasta que observoque se duerme, y entonces entro muy despacito, le quito el cigarro de laboca y apago la luz... ¡No tires tanto, que ya me duelen los brazos!...La verdad es que te obligo a hacer unas cosas bien impropias de unmilitar, ¿no es verdad?
—No lo creas: en el colegio, y aun después que salimos, en las casas dehuéspedes, nos vemos precisados a hacer cosas peores. ¡Cuántos botoneshabré pegado yo en mi vida! ¡Y cuántas veces habré recosido lospantalones cuando se rozaban por debajo!
—¿De veras?
—¡Vaya!
Marta se maravillaba sinceramente. No comprendía que un hombre tuvieraque descender a estos oficios habiendo tantas mujeres en el mundo, y seinformaba menudamente de las particularidades de la vida de colegio;cómo los trataban, qué comían, a qué hora se acostaban, quién les hacíalas camas, les lavaba la ropa y se la planchaba; si los colchones eranduros o blandos, si bebían vino, cuántas veces a la semana les mudabanlas toallas, etc., etc. Ricardo satisfacía a todas estas preguntashaciendo una relación circunstanciada de sus hábitos de colegial con laverbosidad del que tiene los recuerdos muy frescos y no le pesa traerlosa cuento. De las costumbres pasaba a las aventuras, narrando las quepodían ser narradas delante de una niña, y entreteniéndose sobre todo apintar con negras tintas las desdichas de la época de novatada y lascrueldades que con ellos ejecutaban los antiguos. Les obligaban apasar noches enteras haciendo pitillos de arena para que despuéssaliesen mejor hechos los de tabaco; en el paseo no les permitíanlevantarse del asiento de piedra que les habían señalado de antemano;les ponían en el cepo de campaña sin motivo alguno, aunque fuese despuésde comer, sólo por divertirse; los que eran más débiles solían vomitar ocaer desmayados...
Marta le escuchaba con atención profunda, revelando en su semblantetodas las fases de la indignación; tiraba cada vez con más fuerza de lassábanas y las doblaba atropelladamente sin apartar los ojos de los delnarrador. De vez en cuando soltaba una exclamación: «¡Pero, Dios mío,eso es una atrocidad! ¡Esos hombres estaban locos!
¿Por qué no dábaisparte al jefe de tales atrocidades?» Ricardo no podía convencerla de quehubiera sido inútil revelarse ni dar parte al coronel, pues la novatada era costumbre tradicional en el colegio, que los jefes noquerían arrancar. A todas sus razones contestaba: «Pues yo me hubierapresentado al coronel, y si no me hacían justicia me escaparía delcolegio.»
—Vamos, no te pongas tan furiosa, Marta, que ya ha pasado. Así se hacenlos hombres sufridos. Voy a narrarte ahora una cosa que me sucedió conel coronel.
Después que salí a teniente...
Y, cambiando de rumbo, se ponía a contar aventuras chistosas y pasosdivertidos que desarrugaban el rostro de la niña y concluían por hacerlareír a carcajadas. Poco a poco la cesta se iba vaciando y pasando sucontenido al armario, que despedía siempre su olor punzante y un pocoagrio de lencería lavada. Este olor había invadido toda la habitación yla refrescaba con un perfume de salud y de limpieza más grato que todaslas esencias y pomadas. Era el perfume que acompañaba siempre a Marta,al decir de su padre, y parecía exclusivamente creado para ella. Cuandoiba sola a abrir los armarios, experimentaba gran deleite en meter lacabeza dentro de ellos y hundirla entre la ropa, gozando de la frialdaddel lienzo en el rostro y aspirando con voluptuosidad su aromasaludable. La luz que penetraba a torrentes por el blanco tul de lascortinas, la charla incesante y las sonoras carcajadas de los jóvenesllenaban la pieza de alegría y animación. Se le llamaba «el cuarto de laplancha», porque, en efecto, allí se planchaba la ropa de la casa. Lasparedes que no ocupaban los armarios estaban pintadas lisamente deblanco.
Carmen entró como un huracán por la puerta gritando:
—¡Señorita Marta, señorita Marta!
—¿Qué sucede?—preguntó ésta con sobresalto.
—¡Que el Menino se ha escapado, señorita!
La niña dejó caer la sábana que tenía en las manos y exclamó conestupor:
—¿Se ha escapado?
—Sí, señorita; al pasar ahora por la galería, voy a mirar a la jaula yme encuentro la puerta abierta y que el pájaro no está allí.
—¡Vamos allá, vamos allá!
Y todos corrieron en tropel a la galería. En efecto, el Menino se habíafugado. Por un descuido deplorable, Marta, al darle de comer y colocarloal aire libre en la galería para que se alegrara con la perspectiva dela huerta y el canto de los otros pájaros, había dejado abierta lapuerta de la jaula. Hacía tres años que el Menino estaba en poder denuestra niña y en todo este tiempo no había dado señal alguna de nutriren su cerebro proyectos de evasión; antes por el contrario, elgrandísimo hipócrita mostraba siempre que podía que se le daba un bledopor la libertad y que había renunciado a ella de buen grado en obsequiode su amabilísima ama. Desde mucho tiempo atrás salía de la jaula atomar con ella el chocolate, se le ponía sobre el hombro, le picabasuavemente en las manos a guisa de caricia, brincaba de aquí para allásobre los muebles, y cuando tocaban a retirarse se metía otra vez en lajaula tranquilo como un cordero. Todo hacía presumir que era un canariodichoso que daba por bien perdida la libertad a cambio de ser cuidado yatendido por una niña tan linda y estar facultado para dar cuandoquisiera algunos picotazos en sus mejillas sonrosadas. Y dejando a unlado estos goces más o menos espirituales, por los que más de unmuchacho en la villa haría estupendos sacrificios, y atendiendoúnicamente al aspecto material de la existencia, o sea al bienestar delcuerpo, menester es dejar escrito que el Menino estaba en su jaula comoun arzobispo y tratado a qué quieres cuerpo, y pide por esa boca;cañamón por aquí, alpiste por allá, unas veces lechuga, otras, sopas dechocolate, otras, migajas remojadas en leche; en fin, que pedir más eraofender a Dios. Y en orden al aseo y limpieza de la habitación, tampocopodía envidiar a nadie: todas las mañanas la misma Marta se encargaba debarrer lo que el puerco de él ensuciaba, dejándole la jaula como unespejo. Pues a pesar de que la opinión general era que se hallaba muy asu gusto y que no se cambiaría por el director de la Fábrica del Sello,lo cierto es que el Menino esperaba con impaciencia la ocasión deescaparse; se había dejado dominar por la melancolía, se le habíaagriado el carácter y tenía la bilis excitada por la falta de ejercicio.Si no hubiera salido a respirar el aire fresco, el día menos pensado sehubiese levantado la tapa de los sesos contra las rejas de la jaula.
Debajo de ella deliberaron brevemente nuestros jóvenes lo que habían dehacer.
Marta estaba atribulada. Decidiose que Carmen, con la planchadoray el jardinero, irían a recorrer la huerta, pues se sospechaba quefaltándole práctica, no había de volar muy lejos del primer arranque,mientras Marta y Ricardo lo buscarían por toda la casa en lacontingencia de que se hubiese quedado dentro brincando por las salas,como lo había hecho ya otra vez. Marta se constituyó en guía yregistraron desde luego la habitación contigua al corredor; una gransala cuadrada con dos alcobas en el fondo, donde ella y María habíandormido de niñas con sus respectivas doncellas. El papel de lahabitación representaba escenas de caza que impresionaban mucho a Martacuando chiquita, sobre todo una que figuraba a un ciervo moribundosujeto por media docena de perros feroces. Recorrieron después algunosgabinetes destinados a los forasteros que viniesen de huéspedes a lacasa; pasaron a los cuartos de las muchachas; bajaron a la cocina, queestaba en un entresuelo, y tornaron a subir sin obtener resultado.Después se fueron al cuarto de don Mariano, que era un magníficogabinete con dos balcones a la plaza, decorado con gusto severo yclásico; grandes sillones de cuero, ricos tapices, escritorio de ébano yarmarios para los libros de la misma madera.
En las paredes colgabanalgunos retratos de familia pintados al óleo.
Marta experimentaba siempre en este gabinete una sensación de bienestary alegría que no gustaba en las demás habitaciones de la casa. Había enesta sensación una mezcla religiosa de respeto y enternecimiento en quese confundían todos los recuerdos de la infancia impregnados de ese amorfilial exclusivo, fervoroso y absorbente, que produce la cólera rabiosade los niños cuando la niñera les arranca de los brazos paternos y elansia de ir a ellos cuando vuelven a tenerlos cerca. Así que tuvofuerzas y habilidad para hacerlo, nunca permitió que nadie arreglaraaquel cuarto más que ella. Por la mañana pasaba siempre media hora deamable sosiego y dulzura limpiando los enormes sillones, que le costabagran trabajo mover de su sitio, y haciendo la vasta cama de don Mariano.Sentíase feliz en medio de aquella habitación grave y patriarcal. Loscolosales armarios, la mesa, los sillones, los cuadros y las figurascircunspectas de los tapices posaban sobre ella una mirada silenciosa ybenévola, en la cual sentía agitarse la gran sombra protectora de supadre.
Ricardo quedó parado ante un retrato.
—¿Esta es tu tía, eh?... ¡Cómo te pareces a ella!... Lástima fue que sehubiese muerto tan joven... Era una mujer muy simpática.
—¡Ya quisiera yo parecerme a ella!... Era alta y yo soy chiquita.
—¿Qué importa eso?... Te pareces y mucho... Y es natural, después detodo, porque se parece a tu padre y tú eres Elorza de los pies a lacabeza. ¡Qué grandes armarios de libros tiene don Mariano!... Hay aquípara entretenerse un rato...
—Pues María se ha leído la mayor parte.
—¿Y tú?
—¡Oh, yo leo muy poco!... Soy muy holgazana... Papá dice que me estorbalo negro—repuso la niña con su ingenua sonrisa y un poco avergonzada.Después añadió:—Mira tú, Ricardo, no es verdad completamente lo quedice papá. Aunque no tenga afición a los libros, algunos me gustan; peroapenas tiene uno tiempo para tomarlos en la mano... Yo no sé cómo mearreglo que no tengo una hora mía..., unas veces por uno y otras porotro...
—Confiesa, chica, que no te gustan y punto concluido.
—Si tú quieres lo confesaré, pero no es verdad; algunos me gustan.
—¿Y el Menino?
—¡Ay, sí, vamos, vamos!
Entraron en la habitación contigua, que era la de doña Gertrudis, lacual les aseguró que por allí no había parecido casta de Menino alguna,aun cuando ella tuviese en la cabeza una verdadera pajarera que leimpedía sosegar un instante; y en su consecuencia pasaron al cuartoinmediato, que era el de Marta. Era una habitación que parecía forradade espejos, pues todo estaba bruñido allí, desde el pavimento de maderahasta los hierros de los balcones. Lo que no estaba barnizado por manodel ebanista lo estaba a fuerza de trapo. La gran manía de Marta, la quele proporcionaba más alegría y más pesadumbre, era el lustre. Suinclinación exagerada a la limpieza le había llevado por una pendienterápida a pretender sacar brillo a todos los objetos y muebles de la casay muy particularmente a los de su cuarto. Todos los días, ayudada de ladoncella, los frotaba con una bayeta bien seca, sobándolos con afánincansable hasta lograr que lanzasen vivos reflejos. Entonces, todasofocada, a veces sudando como un río, con el cabello en desorden y lasmejillas encarnadas, levantaba la bayeta y permanecía un ratocontemplando su obra, los hermosos destellos que la luz producía en elobjeto bruñido, con una satisfacción íntima y verdadera, con entusiasmocasi místico. En casa le daban mucha cantaleta, lo cual hacía que seocultase para desempeñar esta tarea y que procurase cerrar su cuarto atodo el mundo. Ricardo no había entrado nunca en él. Así que sin pensaren el Menino se puso a contemplarlo con atención curiosa e impertinente.Pasaba revista a los cuadros, se detenía ante el tocador, abría losfrascos, palpaba las cortinas y hasta entraba en la alcoba para ver lacama, dejando escapar exclamaciones de asombro por lo bien arreglado queestaba todo y especialmente por el lustre particular de los muebles.
—¡Qué cuarto tan lindo tienes, chica!... Parece una taza de plata...¡Qué camita tan blanda y tan mona!
—Ricardo, no seas curioso..., anda..., vámonos. El Menino no está aquí.
La niña se sentía turbada por la atención del joven. Todas las mujeresbien nacidas tienen el pudor de su cuarto, si vale la frase; porque haysiempre en él como impregnado algo de lo íntimo de su alma y de sucuerpo que repugna mostrar a un hombre. Pero a este pudor se añadía enMarta la vergüenza de que se descubriesen sus manías infantiles yobstinadas como la del lustre, la de colocar los frascos del tocador concierta simetría propia de un altar y otras tales que servían a los suyospara embromarla a la hora de comer. Por esto se empeñaba en hacerlesalir tirando con fuerza de él.
—Anda, Ricardo..., no hay nada que ver aquí..., vámonos, vámonos...
—Déjame, niña, déjame contemplar esta monada de cuarto... ¡Quéprecioso!—y metiendo la nariz por la cama decía con muchaseriedad:—¡Huele a Marta!
—¿Quieres callar, majadero?
—A ti no te costará trabajo conservar tu habitación de este modo; perolo que es yo te aseguro, chica, que ni con pena de la vida podríatenerla así... ¡Si vieses mi cuarto, Martita!
—Sí, sí..., bueno estará... Siempre fuiste un adán... ¡Pero anda,criatura, vámonos!
—Vámonos cuando quieras... Mi cuarto es una cuadra comparado con éste;pero considera que allí entran los perros, los gatos, el jardinero conlos zapatos sucios, el cochero con el olor de la cuadra y en fin todobicho viviente... No es mía la culpa...
Después del cuarto de Marta recorrieron otras piezas, el comedor, elsalón, la galería del patio, otra sala de confianza y algunas más sinque el dichoso Menino se dejase ver en ninguna parte. Como quedasenparados en medio de un pasillo sin saber adónde dirigirse, a Marta levino de repente una idea y dijo:
—Vamos al terrado: aun no hemos estado allá.
El terrado no era a la sazón más que una vasta sala embaldosada demármol y cubierta de cristales de color. Llamábase el terrado porque lohabía sido en otro tiempo, pero don Mariano lo había cerrado concristalería hacía pocos años, transformándolo en una hermosa yfantástica habitación de gusto árabe donde se iba a tomar café en lastardes de verano con sus hijas y algún amigo. Estaba por amueblar.
Sólohabía en un rincón tres o cuatro mesillas taraceadas y unas cuantasmecedoras de rejilla. Cuando llegaron nuestros jóvenes la sala sehallaba anegada en luz. El sol, desquitándose aquella mañana de suslargos y frecuentes encierros, salía fogoso y resuelto a visitar todoslos rincones de la villa, y al tropezar con los mil cristales delterrado de Elorza, no queriéndola ver mejor, pasaba por ellos y sezambullía dentro con un esperezo vivo y ansioso que abrazaba enteramenteel ámbito del salón. Era un mágico espectáculo. Millares de luces rojas,verdes, amarillas, carmesíes, grises y azules ardían dentro de él,poblando el pavimento, la techumbre y las paredes, descomponiéndose eninfinitos matices que regocijaban los ojos y los deslumbraban.
Sobre elmosaico del suelo caía una lluvia de rayos intensos donde flotaba unpolvo ligero y coloreado, y estos rayos se cruzaban y tejían en elespacio formando una tela flamígera, sutil y vistosa, por cuyosintersticios pasaban los fugaces destellos de otros rayos más pálidosdonde flotaba un polvo aun más aéreo. Y estos velos de polvo, de rayos,de destellos y de colores extendiéndose unos detrás de otros, a pesarde su transparencia apenas dejaban ver con vaga indecisión, como altravés de una bruma, los cristales y arabescos de las paredes. El solderrochaba sus tesoros de luz y color, como un bajá turco, en el recintode aquella cámara oriental, demostrando una vez más que cuando él seempeña en formar una decoración brillante y fantástica, no haytramoyista de teatro con todas sus lentejuelas, bengalas y telones quele ponga el pie delante.
Nuestros jóvenes quedaron un instante absortos ante el caprichoso ymágico trabajo de la luz, enteramente olvidados del Menino, y sindecirse una palabra penetraron en la sala y llegaron hasta el medio conel paso lento y vacilante del que entra en un baño.
En efecto, quedaronsumergidos y anegados en un vapor luminoso donde nadaban todos loscolores posibles.
—¡Qué hermoso está el terrado hoy!—acabó por decir Marta.
—¡Parece la habitación de un palacio encantado!... Aquí estarían mejorque nosotros un moro con turbante blanco y una odalisca cubierta debrocado y pedrería... ¡Qué juegos de luz tan caprichosos!... Espera unpoco, Martita, ponte aquí frente a este rayo de luz roja... ¡Si vierasqué semblante tan particular tienes ahora!... Pareces una gitana..., unahija del desierto.
En efecto, aquella luz tostaba el blanco rostro de la niña, lo encendíacon reflejos de sol moribundo y lo animaba con la expresión ardiente yferoz de las naturalezas meridionales. Toda la inocencia de sus ojos,toda la pureza de sus contornos virginales se borraba bajo el poder deaquella llama maliciosa y lasciva, transformándola en un ser distinto,fiero y voluptuoso al mismo tiempo, bien lejano por cierto delverdadero.
Ricardo lo comprendió y le dijo:
—No; este color no te conviene... Vente a este otro...
Y la puso debajo de un rayo de luz verde.
—¡Jesús; pareces una muerta!... No, no; éste tampoco... Aquí; a ver elcolor amarillo... No estás mal..., pero te hace rubia, y las morenasdeben quedarse morenas, quiero decir, las pelinegras, porque ya sabemosque tú eres blanca. Vamos a ver el azul... ¡Oh, sorprendente!...¡Maravilloso!... ¡Qué hermosa estás, criatura!
Tenía razón el joven marqués. El color azul, que es el más espiritual,el más puro y el más sublime de los colores, se adaptaba admirablementeal rostro cándido de Marta.
El rayo de luz caía sobre él como unacaricia del cielo, bañándolo suavemente de una claridad diáfana. Lanegra cabellera quedaba teñida de azul profundo mientras el óvaloadorable de su rostro y el cuello firme y mórbido se coloreabanlevemente por un azul celeste. La línea delicada y correcta de susfacciones adquiría perfección ideal, y todo su semblante setransfiguraba con una expresión angélica de beatitud.
No obstante, había cierta exageración de mal gusto en esta fisonomíaarrobada y celeste que la tinta azul le prestaba. Aquélla no era laMarta verdadera, ingenua y modesta en su expresión como en sus rasgos,sino otra Marta afectada, teatral y fantástica. Ricardo concluyó pordecirle que con ninguna luz estaba mejor que con la natural.
La niña exclamó de repente:
—¡Y el Menino, Ricardo!
—Es verdad; nos habíamos olvidado... ¿Pero dónde vamos ahora?... Ya lohemos recorrido todo...
—Vamos a la habitación de María... Tal vez se haya subido allá...
—No me parece probable..., pero, en fin, vamos.
Subieron a la torre, sin lograr mejor resultado. Ni en la habitación deMaría ni en la de Genoveva descubrieron rastro del canario. Ricardosintió cierta emoción al entrar en el cuarto de su amada, que no pasóinadvertida para Marta. Quedose grave y silencioso, y se puso a examinarcon afán cuanto allí había, moviendo los objetos, destapando los frascosy hasta abriendo los cajones; de tal suerte que la niña se vio obligadaa decirle:
—No enredes, Ricardo... Cuando venga María y vea sus cosas revueltas seva a enfadar.
—¡Y qué importa que se enfade!—respondió con alguna aspereza el joven.
—Es que me va a echar la culpa a mí.
—Bien, pues dile que he sido yo y asunto arreglado.
Entró en la alcoba, levantó las cortinas del lecho, tomó en la mano loslibros que había sobre la mesa de noche, tornó a dejarlos y concluyó portirar del cajón de la mesilla. Había dentro una porción de objetoshacinados, entre los cuales metió la mano, sacando uno por demásextraño.
Era una cruz ancha de cuero, llena de pinchos de bronce por uno de loslados y con un cordón para colgar al cuello.
—¿Qué es esto?—dijo dándole vueltas en la mano con asombro.
Marta adivinó lo que era.
—¡Déjalo, déjalo por Dios, Ricardo!... Se va a enfadar mucho María...
—¡Jesús, qué barbaridad!... ¡Esto debe de ser un cilicio!
—Puede ser..., pero déjalo, déjalo por Dios.
El joven lo arrojó otra vez con violencia dentro del cajón, haciendo ungesto de desprecio y repugnancia.
—María se ha vuelto loca... ¡Esto es una atrocidad que a nada conduce!
—¡No digas eso, que es pecado!... María es muy virtuosa...
—¡Virtuosa!..., ¡virtuosa!—murmuró con cólera el joven—. También túlo eres sin necesidad de tales extravagancias...
—¡No me compares a mí con María!
Ricardo se puso a dar paseos por el cuarto, agitadamente y sinpronunciar palabra.
Después volvió a la alcoba y tornó a sacar elcilicio del cajón, examinándolo con más cuidado.
—Parece que estos pinchos forman letras... Mira... ¿Tú sabes lo quedicen?
—No, yo no leo nada; será aprensión tuya.
—Sí, sí; aquí hay una inscripción... Pero, en fin, no quiero molestarmedescifrándola... Todas estas cosas no son más que ridiculeces...Vámonos, chica, vámonos... Dejemos a cada loco con su tema...
Y cerrando el cajón con enfado salió de la alcoba, seguido de Marta. Alcruzar por delante de una de las ventanas del gabinete, la niña lanzó ungrito de sorpresa y alegría:
—¡Mira, mira, Ricardo!..., ¡mira dónde está el Menino!
El joven se abalanzó a la ventana, y vio sobre el tejado de la casa, noa mucha distancia, dando brinquitos de satisfacción, muy orondo yespetado, al Menino en persona.
—¡Qué bribón, adonde se ha ido!... Es menester cogerle... ¿Por dónde sesale al tejado?
—Por aquí no; necesitamos bajar primero a casa y subir luego a labuhardilla.
—Pues, vamos.
Bajaron de la torre y después de atravesar algunas habitaciones tomaronla escalera del desván, que venía a parar a una de ellas. Estabasumamente obscura y el joven subía con mucho trabajo.
En el segundo tramo dio un tropezón.
—¡Oh, se conoce que no estás acostumbrado!... Te vas a lastimar; damela mano que yo te guiaré.
Tomó la mano de la niña, que era pequeña, pero firme y segura como la deuna amazona. No tenía la suavidad del raso como las de María, porque lostrabajos de la casa le habían curtido un poco; en cambio ofrecía latersura amable de una epidermis rebosando de salud y de sangre. Noestaba ardorosa tampoco como aquélla, sino siempre tibia y serena, yapercibida a toda molestia como las de una hija del pueblo.
El joven marqués no pudo hacer estas observaciones, porque marchabaatento solamente a no caerse. Entraron en un desván, débilmenteesclarecido aquí y allá por algunos delgadísimos rayos de sol, que porlos intersticios de las rejas se colaban.
Después de caminar un rato,Marta soltó la mano, diciendo:
—Aguarda ahí; voy a abrir la ventana.
Y escapándose con ligereza subió media docena de escaleras que tenía labuharda y abrió de par en par la ventana. Una ola de luz viva, intensa yconsoladora invadió súbitamente todo el desván y deslumbró a nuestrojoven.
—¡Aquí está, aquí está el Menino!—gritó Marta desde arriba conentusiasmo—.
¡Está muy cerca!... ¡Menino! ¡Menino!... ¡Ven acá,tonto!... ¡Toma, toma!... ¿No me conoces?...
El Menino, que se hallaba a seis u ocho pasos de distancia, al oír lavoz de su dueña, ladeó la cabeza con gracioso movimiento, como paraescuchar. Los rayos del sol que caían de plano sobre él bañaban suplumaje amarillo, haciéndole resaltar de tal suerte sobre el color rojodel tejado, que parecía un pedacito de oro animado. Dio tres o cuatrobrinquitos en son de acercarse a Marta y dijo pi... pii.
—¿Quieres que suba a ver si le cojo?—preguntó Ricardo.
—No; aguarda un poco..., parece que viene él... Menino, Menino..., venacá, mono..., ven acá..., toma...
El Menino dio otros tres o cuatro brincos, acercándose, y se paró,ladeando otra vez la cabeza para escuchar. No es fácil saber lo queentonces pasó por su cerebro; algo de ruin y de bajo y de deshonrosopara la raza a que pertenece debió de ser, porque olvidando en un puntolos cariñosos cuidados de su ama, sus continuas caricias, los muchoschocolates que con ella compartió, el regalo de los bizcochos y loscopiosos tarros de alpiste, se espulgó con grande indiferencia ante suvista, dijo varias veces pii, pii, con cierta sorna, y abriendo lasalas se tendió por el espacio yendo a perderse entre el follaje de lashuertas vecinas.
Marta lanzó un grito de dolor.
—¡Dios mío, se ha ido!
—¿Se ha ido?
—¡Sí!
—¿Muy lejos?
—Se perdió de vista.
—¡Pues señor, la hemos hecho buena!
Ricardo subió a la ventana, y siguiendo la dirección del dedo de la niñamiró y remiró hasta sacarse los ojos, sin ver absolutamente nada quesemejase de una legua a canario. Cuando volvió la vista a Marta observóque por sus mejillas rodaba una lágrima.
—¿No te da vergüenza llorar por un pájaro, tonta?
—Tienes razón—repuso la niña, haciendo esfuerzos por reír y secándosela lágrima con el pañuelo—. Pero me había encariñado con él como conuna persona... Ya ves...,
¡hacía tres años que le cuidaba!...
VII
EL ALMA Y EL ESPOSO
El rocío de la Gracia seguía cayendo copiosamente sobre el alma de laprimogénita de los señores de Elorza. Las virtudes cristianas florecíanen ella como rosas místicas henchidas de fragancia, y uno por uno, conla impaciencia y ardor